Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

Borges, Jorge Luis (Buenos Aires, 1899–Ginebra, 1986)

Jorge Luis Borges es considerado una de las figuras más grandes de la lengua y literatura en lengua española del siglo XX. Su biografía ha sido detallada en diversos estudios (Rodríguez Monegal 1978; Woodall 1996; Williamson 2004; Wilson 2006; Manguel 2016) que incluyen una suerte de autobiografía que el autor construye a lo largo de su vida y obra (Williamson 2013, pp. 201–225). Borges nace en el centro de Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. En 1900, su familia se muda al barrio de Palermo, donde Borges pasa sus primeros años un tanto recluido en la gran biblioteca de su padre, leyendo su colección de textos canónicos, entre ellos la Odisea de Homero en español e inglés. En 1914, con el inicio de la Primera Guerra Mundial, la familia Borges se traslada a Europa, y después de breves estancias en Bélgica e Italia se instala en Ginebra. Borges estudia allí en el Liceo Jean Calvin, en el que aprende literatura y lenguas latina y francesa. Al terminar sus estudios y tras una temporada en Madrid, donde toma contacto con el ultraísmo, regresa a Buenos Aires. En 1921 cofunda las revistas literarias Prismas y Proa y publica su primer título poético, Fervor de Buenos Aires (1923). A esta primera obra seguirán numerosas publicaciones, incluyendo libros de poemas, como Luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929) y otros ensayos, como Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928). Durante la década de 1930 comienza su trabajo en la Revista Sur, fundada por la escritora Silvina Ocampo (Buenos Aires 1903–1993), y publica textos como Historia universal de la infamia (1935) e Historia universal de la eternidad (1936). Ficciones (1944), El Aleph (1949) y El hacedor (1960) constituyen sus tres colecciones de relatos de mayor proyección. Entre su obra tardía, se encuentran El otro y el mismo (1964), El Oro de los tigres (1972), El libro de arena (1975), La historia de la noche (1977), La cifra (1981) y Atlas (1984).

A lo largo de varias décadas, con una ceguera cada vez más pronunciada, cumple las tareas de escritor, editor, director de la Biblioteca Nacional (1955–1973) y profesor de Literatura Inglesa y Americana en la Universidad de Buenos Aires. A partir de la década del 70 hasta casi el último año de su vida Borges recorre el mundo, concediendo entrevistas y disertando en diversas universidades como Texas, Austin (1961–1962), Harvard (1967–1968), Oxford (1969) y Creta (1984). Las universidades de Oxford, Creta y Palermo, además, le otorgan el doctorado Honoris Causa. En reconocimiento a su destacada contribución a la literatura, Francia le otorga la Orden nacional de la Legión de Honor en 1983. A su vez, recibe prestigiosos galardones, como el Premio Cervantes (1980) y el Prix International (1961), que comparte con Samuel Beckett. Sus ideas políticas, sobre todo acerca de la dictadura militar de 1976–83, impiden que se le conceda el Premio Nobel de Literatura (Williamson 2004, pp. 397 y 425–426). Ya enfermo de cáncer, regresa a Ginebra en 1985, ciudad en la que fallece el 14 de junio de 1986. El legado de su obra está a cargo de su viuda, María Kodama (Buenos Aires, 1937).

La obra completa de Borges ha sido compilada por Emecé en cuatro tomos y abarca, cronológicamente, su prosa, ensayo y poesía, entre otros escritos. Distintas partes de esta producción han sido traducidas a varios idiomas, como el alemán, francés, griego, inglés y portugués, entre otros tantos. Su obra ha sido de gran impacto no solo en la literatura y las artes plásticas y visuales (Aizenberg 1990) sino también en la cultura popular (Swanson 2013, pp. 81–95), la teoría y la crítica (Wood 2013, pp. 29–42) y ramas de la ciencia (Merrell 2013, pp. 16–28).

Aportaciones a la Tradición Clásica. Borges aporta una mirada trascendental hacia la Antigüedad clásica y su tradición en el siglo XX. Los clásicos en su obra forman parte del extenso conocimiento literario y enciclopédico que marca su escritura a lo largo de su carrera. En líneas generales, la presencia del mundo clásico es ubicua en Borges. Si bien el autor tiende a citar los clásicos de manera breve, o como una presencia «subterránea» en su escritura (García Jurado y Salazar Morales 2014), muchos de sus poemas, cuentos y ensayos otorgan un lugar central a autores canónicos, como Heráclito, Homero, Virgilio, Tácito, a figuras como César y a la mitología e historiografía grecorromanas. La idea de una Tradición Clásica en Borges surge, fundamentalmente, de su manera de entender el correr de la literatura en el tiempo y el espacio como un fenómeno fragmentado que se repite de forma variada ad infinitum, y del modo en que el lector interpreta estas versiones de los clásicos por medio de procesos cognitivos, sensoriales y mnemónicos. Se podría argüir que su postura sobre los clásicos es producto de una mirada transcultural y descentralizada que intenta ubicar el canon grecolatino tanto en la historia como en la ficción y en espacios tanto reales como atópicos (Jansen 2018). Su clasicismo, por ende, concuerda con la poética de su obra, sobre todo a partir de Ficciones, en las que Borges dibuja la realidad en un plano imaginario y viceversa (Pellicer 1986; Collado Mena 1989, pp. 249–276; Pliglia 2006; Griffin 2013, pp.5–15).

Borges y los clásicos: hacia una mirada transcultural y periférica. En su Prólogo a Diálogos II (2005), Borges apela a la imagen de la Magna Grecia, las colonias griegas fundadas por emigrantes helénicos procedentes de la Grecia antigua continental que se desplazan hasta la península itálica y Sicilia hacia 300 a. C. Este modelo de la Cultura Clásica ofrece una clave de entrada no solo a los diálogos sobre la literatura que Borges establece con su interlocutor, Osvaldo Ferrari, en 1984–1985, sino también a la visión borgeana sobre el mundo clásico, su estatus y diseminación:

Unos quinientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mayor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del diálogo. La fe, la certidumbre los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orbe: algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmologías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, la metafísica. Sin esos pocos griegos conversadores la cultura occidental es inconcebible. Remoto en el espacio y el tiempo, este volumen es un eco apagado de esas charlas antiguas (Borges 2005, p. 7).

Borges atribuye dos características a la tradición de la Magna Grecia: (a) su modelo dialoguista, basado en un intercambio intelectual y cultural entre las distintas gentes helénicas, y (b) la circulación constante y variable de sus ideas que, como la mitología griega o el Shinto, hacen de este mundo clásico, situado en la periferia de Grecia, un fenómeno de inflexión transcultural. Según Borges, la «cultura occidental» es la herencia de este modelo, herencia que a su vez llega de manera remota en el tiempo y el espacio a distintos puntos del mundo occidental, como la Argentina de Borges de 1984–1985. Para nuestro autor, la Magna Grecia opera entonces como una Tradición Clásica de tenor transcultural y periférico, un tanto similar a la tradición literaria de su propia Argentina hacia mediados del siglo XX (Sarlo 1995). En el primer diálogo de la misma colección, Borges reproduce comparaciones similares, entrelazando aspectos de dos tradiciones: Roma y las culturas del Occidente como Argentina:

Yo conozco el admirable norte, conozco Roma […] claro que puedo decir, como todos los occidentales "civis romanus sum": soy un ciudadano romano. Ya que todos lo somos; hemos nacido en el destierro, un poco a trasmano (Borges y Ferrari 2005, p. 22).

Borges aquí entiende Roma como un proceso de transculturización; es decir, una nueva ciudad y eje cultural que se construye a partir del «destierro» y sentido de «trasmano» de distintas culturas que se desplazan en el mundo mediterráneo antiguo. De ahí nace la idea de una ciudadanía romana otorgada a todos aquellos que residen en el Occidente europeo y americano («como todos los occidentales… ya que todos lo somos»), y que tiene fuertes puntos en común con el modelo de Magna Grecia que Borges ya trata en su prólogo:

Pero ahora conoceré el Sur, la Magna Grecia. Puede decirse que el Occidente comenzó a pensar en la Magna Grecia. Es decir, parte en Asia Menor, y en el sur de Italia. Qué raro que la filosofía empezara, digamos, en los arrabales de Grecia, ¿no? Bueno, ahí empezaron a pensar los hombres, y hemos tratado de seguir pensando después. Esa excelente costumbre empezó en la Magna Grecia (Borges y Ferrari 2005, p. 22–23).

El Occidente surge aquí de dos ramas de la Tradición Clásica: Roma, como hemos visto, y la Magna Grecia, que impropiamente, según Borges, abarca tanto «el sur de Italia» como «Asia Menor». Esta segunda rama denota características similares a la tradición argentina: ambas exhiben una condición periférica en su manera de entender cómo otras culturas de centro llegan hacia ellas: «Qué raro que la filosofía empezara, digamos, en los arrabales de Grecia, ¿no?». El «arrabal», es decir, el suburbio porteño donde residían «compadritos» y cuchilleros, se presta como metáfora de la Magna Grecia. Ambos crean su tradición desde la periferia de la antigua Grecia continental y del centro predominantemente «europeo» de Buenos Aires entre mediados del siglo XIX y principios del XX, respectivamente. Esta lectura sobre el efecto de la tradición de centro sobre la cultura de la periferia a su vez forma parte de la visión borgeana sobre el autor argentino y su tradición:

¿Cuál es la tradición argentina? […] Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental. […] Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas (Borges 2009, pp. 272–273).

La tradición de la literatura argentina aquí viene a ser la cultura occidental que proviene de Europa y ésta, a su vez, de Roma y su propia tradición transcultural. Los escritores argentinos, ubicados «un poco a trasmano» de esa tradición de centro, supuestamente tan codiciada, no solo heredan esa cultura occidental, sino también hacen de ella algo propio. Nuevamente podemos apreciar una fuerte analogía, esta vez entre los habitantes de la Magna Grecia y Asia Menor, que repiensan constantemente su tradición helénica, y los argentinos, que transforman temas europeos con «irreverencia» a su eje cultural y con «consecuencias afortunadas», como es, por ejemplo, la obra del propio Borges.

La Tradición Clásica en el tiempo y el espacio. En «La trama» (1981), un gaucho es atacado por otros gauchos. Mientras cae al suelo, reconoce el rostro de uno de sus ahijados entre sus atacantes, y dice, con tono de reproche y sorpresa: «¡Pero che!». Borges continúa: «Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena»:

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena (Borges 2009, p. 205).

Esta breve historia ilustra temas recurrentes en la Tradición Clásica de Borges. Al igual que los asesinatos de Lincoln y JFK, que Borges considera de forma similar en «In memoriam J.F.K.» (1965), la muerte del gaucho se hace eco de la de César, a su vez transmitida a través de Plutarco, Shakespeare y Quevedo. Sin embargo, para Borges, este eco no es simplemente una evocación del pasado o un evento antiguo disfrazado de moderno, sino un arquetipo del pasado que se presenta como un modelo a repetir de manera variada. Como indica Heráclito, un pensador fundamental para Borges por su noción de la temporalidad, el tiempo fluye de manera imparable, pero irregular; el pasado, el presente y el futuro están conectados y, sin embargo, son diferentes, y solo desde esta perspectiva podemos entender adecuadamente nuestra relación con clásicos como César y su asesino Bruto.

Como señala el poeta caribeño Derek Walcott (2007), para Borges la muerte del gaucho no se repite, sino que es la muerte de César. El eco clásico aquí inscribe la cultura del Nuevo Mundo en la tradición occidental y, al mismo tiempo, afirma el derecho de los nuevos clásicos «globales» a apropiarse de esa tradición sin disculpas u obligaciones (Jansen 2018, pp. 40–45). Borges no piensa que todo lo que tiene importancia cultural ya ha sucedido, ni propone una reverencia absoluta a la tradición y autoridad europea. El autor más bien interpreta estos ecos clásicos como una renovación constante que, a su vez, reconfigura fragmentos del pasado clásico en términos más globales y heterogéneos. Es por medio de la repetición y la reinvención que, por ejemplo, su Pierre Menard, el autor del Quijote en el siglo XX, logra escribir una novela completamente diferente a la de Miguel de Cervantes en el siglo XVII, aunque usa exactamente las mismas palabras.

El canon clásico: presencias y ausencias en las letras humanas y el universo. Cabe destacar una última dimensión del clasicismo de Borges: la manera inédita en que el autor desvela niveles de presencia del canon clásico, sean textos que perdieron vigencia en la historia literaria o que se han perdido para siempre. Quizás el ejemplo más sucinto de este fenómeno es Tácito, cuya presencia en la obra de Borges recibe altos niveles de focalización. En «El jardín de los senderos que se bifurcan» (1941), el personaje principal, Tsun, sube a un tren en el sudoeste de Inglaterra. Mientras Tsun busca asiento en un coche vacío, ve al pasar un joven pasajero leyendo los Anales de Tácito «con fervor»: «Recorrí los coches: recuerdo un joven que leía con fervor los Anales de Tácito» (Borges 2009, p. 100). La referencia a la obra de Tácito es breve. Sin embargo, el hecho de que el protagonista mencione los Anales en un momento altamente focalizado en la compleja narrativa del cuento de Borges hace de este texto romano una lectura codiciada para el lector. Algo similar, pero aún más acentuado, ocurre en otra cita breve de Tácito en «La Biblioteca de Babel». Recordemos que Babel es una metáfora del carácter eterno del universo y de nuestra incapacidad para captar su inmensa totalidad. En Borges, Babel representa el extraordinario concepto de «la literatura completa», un universo que existe dentro y fuera de las letras humanas, así como dentro y fuera del tiempo humano:

[L]a Biblioteca es total y que sus anaqueles registran […] todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito (Borges 2009, pp. 467–468).

La cita de los libros perdidos de Tácito al final de este catálogo de literaturas e historias desconocidas es clave. Aquí, no solo las historias y los textos perdidos de Tácito sobre Calígula, Vespasiano, Tito y Domiciano emergen como el texto incompleto por excelencia, sino también como un texto sumamente codiciado por estar fuera de nuestro alcance. Como relata el narrador principal de Babel, generaciones de bibliotecarios que residen en hexágonos han tratado sin éxito de localizar el «Libro Total», el índice de todos los índices que registra toda la literatura, incluso «los libros perdidos de Tácito». Esta historia ofrece una excelente ilustración de cómo Borges entiende la ontología del clásico y sus variados modos de diseminación. Con el ejemplo de Tácito, Borges presenta el concepto de la literatura clásica «ausente», que solo existe en nuestra historia literaria como una memoria cultural. Borges cuenta con varias ilustraciones de este fenómeno en su obra como, por ejemplo, el Homero que se pierde en el tiempo y el espacio («El inmortal» 1949) o que recupera su memoria por medio de un rumor («El hacedor» 1960); Lucrecio, que, según Borges, crece a la sombra del éxito de Virgilio en el correr de los siglos (Borges y Ferrari 2005, p. 80); o un poeta menor griego casi olvidado, que hoy en día solo existe como un índice en la Antología Palatina (1964).

Conclusión. La Tradición Clásica en la obra de Borges es compleja, alusiva y misteriosa. Habla principalmente del carácter fragmentario de nuestro conocimiento del mundo clásico, observando en sus pensamientos sobre la memoria cultural que, si supiéramos todo sobre él, quizá paradójicamente, no podríamos entenderlo en absoluto. Al mismo tiempo, reconoce el atractivo de lo enciclopédico, la obsesión académica por la recuperación de textos perdidos y el descifrar de enigmas y, por supuesto, la idea de una biblioteca total que contenga una copia de cada libro escrito, incluyendo las obras clásicas ya perdidas de las letras humanas. En su diálogo con los clásicos, Borges, además, atribuye un rol significativo a lo clásico como arquetipo que se repite de forma variada tanto en la historia como en la ficción. Esta Tradición Clásica, según Borges, se nutre de sí misma en un cruce de culturas que, como la Argentina de Borges, se destaca por su situación periférica y su tendencia a explicar el mundo desde una perspectiva más global e irreverente a su eje cultural.

Bibliografía

Obras de Borges

[n.b.: las fechas de los textos listados indican el año de publicación original mientras que los textos citados provienen de Obras Completas I–IV (2009) y En diálogo I–II (2005).]

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Borges, Jorge Luis y Osvaldo Ferrari. En diálogo. Edición definitiva, I–II vols., Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005.

General

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Laura Jansen

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