Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

Curtius, Ernst Robert (Thann, 1886 – Roma, 1956)

Los libros de los grandes maestros suelen leerse completos y de un tirón y nos dejan una impresión de novedad y de renovación de un campo de trabajo. A menudo, esta visión global no solo no impide, sino que nos invita a consultar una y otra vez el cúmulo de datos que nos ofrecen. Y es frecuente que ante esa catarata la biografía del autor se ignore, aunque llegue un momento en el que el nombre y la obra se identifiquen. La relación entre biografía, circunstancias históricas e investigación no es una información irrelevante. Resulta casi absurdo recordar que estos grandes autores, dedicados a leer e investigar, tuvieron biografía y que, en algunos casos, es imprescindible para comprender cabalmente su obra. Las vidas privadas están incrustadas en el ámbito mucho más amplio de la historia.

En ocasiones, el testimonio personal del autor nos recuerda las circunstancias en que escribió la obra. La magna Historia de la lengua de Rafael Lapesa comenzó a redactarse por encargo de Navarro Tomás, que pidió al joven profesor un manual de divulgación. La obra se comenzó a escribir durante la guerra civil española y hubo de interrumpirse. En el prólogo a la octava edición Rafael Lapesa escribía que en medio de la contienda fratricida se le brindaba la ocasión de hacer algo por la España de todos. Por su parte, en el prólogo que encabezaba la edición francesa de Erasmo y España, Marcel Bataillon agradecía las facilidades que le habían dado archiveros y bibliotecarios para documentar su obra, y recordaba a todos, muertos y vivos y sin determinar jerarquías, en aquellas horas en la que los españoles se mataban entre sí. En muchas ocasiones, las terribles experiencias de la guerra impiden a los investigadores escribir su obra. Es el caso de Víctor Klemperer, que testimonió en su diario cómo las insoportables dificultades bajo el régimen nazi le impidieron dedicarse a su trabajo. Y podrían recordarse numerosos testimonios de autores anulados por regímenes comunistas. George Steiner ha llamado la atención en varios de sus libros sobre un hecho que resulta paradójico en apariencia: las guerras mundiales no surgieron como consecuencia de la invasión de hordas de bárbaros asiáticos, sino del corazón de la culta Europa. ¿Cómo es que tantos siglos de cultura, de pensamiento, no fueron capaces de frenar la barbarie que llevó al matadero a millones de personas?

Ernst Robert Curtius nació en Thann (Alsacia) en 1886, cuando este territorio formaba parte de Alemania. Su madre perteneció a la nobleza suiza y su padre estaba al frente de una iglesia luterana. El abuelo paterno, Ernst Curtius (1814–1896) fue historiador y arqueólogo, y escribió una historia de Grecia. El joven Curtius estudió sánscrito y filología comparada en Berlín. En Estrasburgo conoció a Gustav Gröber, que iba a ser el director de la tesis doctoral, una edición de Quatre livre des Reis (1911). Su maestro le inculcó la obligación de atender a los datos y de no intentar síntesis apresuradas sin un sólido trabajo previo. Gröber también le hizo ver la importancia de la literatura latina y su influencia en el desarrollo de las literaturas vernáculas. Conviene no olvidar estos inicios porque servirán para entender la metodología en la que se apoya Literatura Europea y Edad Media Latina (LEEML).

Tras la muerte de Gröber, Curtius se dedicó al estudio de la literatura francesa moderna, y no se desentendió de escritores contemporáneos centroeuropeos como Stefan George o Thomas Mann. Fue profesor en Bonn entre 1929 y 1951, donde explicó literatura francesa, pero también provenzal, literatura medieval y renacentista italiana, literatura medieval española y latín vulgar. Falleció en Roma, a los setenta años, en 1956.

Ideología y tradición. LEEML se publicó en 1948, tres años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el mismo año en que se publicaron El túnel de Ernesto Sábato, España en su Historia de Américo Castro y el año en que Samuel Stern descubrió las jarchas, el mismo año en que fue asesinado Mahatma Gandhi, entró en vigor el plan Marshall para Europa y se organizó el puente aéreo para Berlín.

Además de los innegables méritos intrínsecos, una de las razones que favorecieron el éxito de esta obra fue, como señaló Lida de Malkiel, el clima general apocalíptico y, por eso mismo, favorable a cualquier tentativa de síntesis de la civilización occidental tan gravemente amenazada en sus raíces (Lida de Malkiel 1975). El libro de Curtius no apunta solamente a fines críticos e históricos, sino que también testimonia una preocupación para mantener la civilización occidental y reconoce la unidad espiritual de Europa gracias a la herencia de la transmisión continua de la literatura.

Como la mayoría de los libros que renuevan una disciplina, LEEML no se deja definir fácilmente. La amplitud de su campo, su esfuerzo para salvar las barreras del especialismo y el tema de la obra impiden incluirlo en una única materia. No se refiere de manera particular a la historia, ni a la filología, ni a la filosofía ni a la crítica, pero interesa a todas estas disciplinas. Hoy día comprobamos que la construcción de Curtius se levanta sobre un conjunto de campos del saber que tienden a considerarse parcelas autónomas, pero en su momento, y más para una mentalidad como la suya, el filólogo y el historiador no podían separarse.

No muchos filólogos compartirán hoy los presupuestos ideológicos que movieron a Curtius a escribir LEEML y pocos serán quienes acepten sin algún reparo los fundamentos filológicos y la concepción de la historia que subyacen a su investigación. La teoría general que sustenta esta obra ha sido puesta en entredicho; se han señalado carencias y ausencias notables, se ha discutido su metodología, se ha señalado falta de claridad a la hora de definir la noción capital de «topos», y se ha señalado el carácter mecánico de muchas investigaciones que surgieron de su libro (de las que, desde luego, no fue culpable el autor). La obra de Curtius representa una forma característica de entender la investigación propia de un momento histórico, pero conserva todavía su validez en muchos aspectos y ofrece información imprescindible para nuestro conocimiento de la literatura medieval y para comprender el valor que dieron algunos filólogos de posguerra a la tradición latina. La ingente cantidad de material que exhumó y ordenó Curtius sirve de guía a muchos estudios que, sin embargo, parten de presupuestos políticos y filológicos muy distintos de los que animaron al romanista a escribir esta obra.

Después de la muerte de Gröber, Curtius se alejó de los presupuestos críticos que había aprendido con su maestro. El romanista alemán se consagró al estudio de escritores europeos contemporáneos, como Gide, Proust o Valéry. Sus estudios sobre Joyce o Eliot pasan por ser trabajos críticos de referencia con apreciaciones muy lúcidas, pero muy poco ortodoxas, si las medimos con la vara de Gröber. Curtius tradujo a Eliot y a Valèry y publicó un ensayo sobre Joyce.

Varias razones le movieron a dar, en los años treinta, un giro a sus estudios, a postergar su interés por la literatura contemporánea y consagrar su esfuerzo en una nueva dirección. El maestro alemán fue reemplazando poco a poco París por Roma, y este cambio no refleja solamente que variaran sus intereses literarios, sino que tiene un trasfondo político muy claro. Para explicarlo es necesario remontarse al tenso ambiente social y político de los años treinta y al debate ideológico entre grandes pensadores. Me refiero a la controversia entre algunos intelectuales como Max Weber, Gyorgy Lukács, Walter Benjamin, Thomas Mann y, sobre todo, Karl Mannheim y el propio Ernst Robert Curtius, que fueron colegas durante algunos años en Heidelberg. Estos y otros profesores y pensadores que coincidieron en esa universidad —no se olvide a Jaspers, a Troeltsch, a Vossler— y en otros foros, percibieron la crisis que se avecinaba, la analizaron y propusieron soluciones distintas.

Más allá de las antipatías personales, el enfrentamiento intelectual entre Curtius y Mannheim permite explicar alguna de las razones que llevaron al romanista a escribir LEEML. Curtius consideraba que el «sociologismo» (término por el que entendía la pretensión de la sociología de convertirse en una ciencia absoluta) traería consigo un empobrecimiento gravísimo de las disciplinas humanísticas. La sociología le parecía consecuencia de la politización de una sociedad que iba a quedar en adelante huérfana del espíritu. Curtius expresó su desacuerdo en distintos momentos, como en el tribunal que había de juzgar un trabajo del sociólogo (concretamente, un estudio sobre el pensamiento conservador, que se fundamentaba para él en la idea de continuidad como reacción a la amenaza de cambios sociales) en la universidad de Heidelberg.

Estos planteamientos —así como la crítica situación por la que atravesaba Alemania— provocaron la reacción de Curtius, tal y como se lee en el panfleto El espíritu alemán en peligro (Deutscher Geist in Gefahr, 1932), que apareció, al igual que Ideología y utopía de Mannheim, en una atmósfera de gran tensión intelectual. (En estos años se publicó una abundante literatura, que aludía una y otra vez a ruina, crisis, decadencia o muerte de la cultura occidental.) El de Curtius no es un texto de gran penetración ni un análisis de gran altura interpretativa, pero sirve para comprender parte de su producción futura. Critica en sus páginas el nacionalismo de miras cortas de algún círculo político (el «Tatkreis») y su aceptación de los valores idiosincrásicos alemanes al margen de la tradición de Occidente. Tampoco oculta Curtius su profunda antipatía por los movimientos de masas, tanto de izquierdas como de derechas. No en vano, Curtius fue un atento lector de la obra de Ortega y Gasset, con quien mantuvo correspondencia.

Si Espíritu alemán es una crítica a Mannheim (digamos, la versión negativa), la respuesta positiva es LEEML. Curtius propuso la idea de la continuidad de Europa más allá de las crisis y los períodos de decadencia y se lanzó en busca de los fundamentos de un presente que parecía desmoronarse. Mannheim y Curtius representaban posturas irreconciliables. Curtius pensaba en un intelectual conocedor —y parte— de una profunda y honda tradición; Mannheim, en un intelectual «freischwebend» («sin ataduras»). Frente a este intelectual hijo de su tiempo, el romanista alemán apostó por aquellos estudiosos empeñados en encontrar una tradición cultural común a toda Europa (a la que Alemania también había pertenecido hasta Goethe) en la que podría encontrarse la solución a los problemas de Occidente. La decadencia de la aventura cultural compartida durante siglos era signo de una enfermedad del espíritu y solamente podía curarla un humanismo entendido en sentido amplio, el testimonio de una memoria colectiva, recogida en la tradición literaria, mediante la cual el pensamiento europeo preservaba su identidad a través de cientos de años. Este manifiesto fue todo un programa de investigación para el propio Curtius, que empezó a trabajar de acuerdo con sus ideas sobre lo que los intelectuales debían hacer: ahondar en el terreno donde debían encontrarse las raíces. Curtius invocó la necesidad de un humanismo entendido como una constante en la cultura europea.

No era difícil trazar el parecido entre un mundo como el de los años treinta y los siglos oscuros. De la misma manera que los años que le tocaron vivir a Curtius fueron incivilizados, no debía volverse la mirada a épocas refinadas, sino a la vasta tradición de los fundadores de Europa (desde san Agustín y Casiodro a Dante), que podía ofrecer la luz que se necesitaba en ese momento oscuro. El humanismo no era un problema académico, sino una postura intelectual y política de resistencia a la barbarie nazi.

Cuando Curtius inició su investigación sistemática de la literatura medieval, buscaba sentar las bases para un estudio de Europa entendida como conjunto, con el deseo de descubrir una pauta, un modelo que pudiera ser testimonio de un humanismo permanente. Para acceder a la clase de conocimiento al que Curtius aspiraba se requería una sólida metodología, que él diseñó mediante procedimientos filológicos cercanos a la orientación de Gröber. El romanista alemán trabajó en esta dirección entre 1933 y 1948, año en el que publicó LEEML, síntesis y culminación de una serie de trabajos previos. Curtius dedicó toda su energía a escribir miles de páginas inspiradas por un método filológico que presupone un conocimiento vastísimo y de primera mano de las fuentes.

El libro está dedicado a la memoria de Gustav Gröber y de Aby Warburg, a quien Curtius conoció durante una estancia en Roma en el invierno de 1929 y con cuya asistente, Gertrude Bing, mantuvo una larga correspondencia. Warburg aparece citado pocas veces en LEEML pero no es difícil suponer lo que aportó a Curtius: la vasta y profunda comprensión de los lazos que unían la Antigüedad y el Renacimiento, la evidencia de que había un campo muy vasto que abarcaba Grecia y Roma y la Europa occidental durante cientos y cientos de años, que incluía la historia de la filosofía y de la ciencia, el mito y la religión, así como la literatura y las bellas artes. Y junto a todo ello, la convicción de que el esfuerzo para una comprensión universal debía hacerse mediante un meticuloso estudio de los problemas específicos —la supervivencia y transformación de constantes en la tradición— y de que este estudio no debía hacerse a partir de abstracciones o vaguedades más o menos felices.

Los «topoi»: temas, figuras, motivos. La tesis central del libro es que la literatura europea es una unidad de sentido que va de Homero a Goethe y para cuyo conocimiento resultan esenciales las letras latinas medievales, que enlazaron el mundo mediterráneo antiguo y el mundo occidental moderno. Su estudio pretende hacernos entender cabalmente las literaturas nacionales. Para Curtius, la literatura europea no se había separado de la grecorromana, salvo por algunos cortes esporádicos. Desde Homero y Virgilio hasta Dante, Calderón e incluso Hofmansthal y Joyce, se prolonga una tradición literaria de manera ininterrumpida. De acuerdo con esto, la unidad cultural de Occidente transciende los cuadros nacionales, lingüísticos y religiosos. Esta concepción ha merecido severas críticas. Uno de los que más han atacado sus fundamentos ha sido H. R. Jauss. Para él, la literatura comparada tuvo que volver a inventarse tras una obra como LEEML, con el fin de relacionar nuevamente entre sí las entidades, diferentes en su esencia, de las literaturas, y consideraba que después la Primera Guerra Mundial era impensable seguir creyendo en la unidad de una literatura nacional desde la Edad Media hasta la actualidad. Esa concepción era un resto de la ideología decimonónica (Jauss 1987).

Uno de los pilares en los que se fundamenta la gran construcción de LEEML es su idea de la historia. Curtius se opuso frontalmente a la «Geistesgeschichte», porque para él convertía la historia en una perpetua especulación, en la que primaba una borrosa unidad entre el espíritu y el tiempo, un vagaroso paralelismo entre todas las artes que le repugnaba, porque permitía una clase de juego crítico muy alejado del rigor. Frente a la «Geistesgeschichte», Curtius quiso desarrollar un método histórico que preservara el material de la literatura, desenredándolo y saneándolo de las adherencias que lo habían transformado. El punto de partida de tal procedimiento histórico debía ser descubierto empíricamente. Algunas convenciones retóricas, ciertos temas, determinadas actitudes estilísticas se erigen para él como fenómenos concretos y no se dejan atrapar por los vagos conceptos de la «Geistesgeschichte». Cuando aislamos y nombramos un fenómeno literario, dice Curtius, hemos establecido un hecho. En este punto hemos entrado en la estructura concreta de la materia de la literatura.

Frente a la vaguedad, Curtius ofrecía los «topoi», que representan datos verificables que revelan por sí mismos, a través de su supervivencia en períodos sucesivos, ciertas constantes de las formas literarias. Dos características de los «topoi» son esenciales para él: su naturaleza concreta y su función; ambas son signos de perdurabilidad. La topología presentaba un rigor que era inalcanzable hasta este momento en la ciencia de la literatura.

Curtius quería demostrar la continuidad desde la Antigüedad, a través de la Edad Media, hasta los tiempos modernos. La continuidad, uno de los valores fundamentales del pensamiento conservador, podía ser probada con datos concretos y no mediante la formulación de vagas teorías. Esto es lo que Curtius hizo con la topología: poner la continuidad ante nuestros ojos. Para ello tuvo que hacer hincapié en aquellos lugares de la tradición en los que la continuidad era menos evidente. Así, el «topos» menos importante puede ser en alguna ocasión el más valioso para demostrarla.

Por lo demás, ya en Deutscher Geist in Gefahr se había apartado Curtius del historicismo académico, al que consideraba una «anémica abstracción moderna». Curtius retuvo el valor de la noción de historia, pero habló a veces de fenomenología y de morfología de la literatura. No puede ignorarse la huella de Spengler en la concepción de Curtius, ni puede olvidarse a los historiadores y filósofos a los que eligió como mentores. El más destacado es Toynbee, de quien tomó la concepción de Europa como un vasto organismo cultural con un ritmo propio. No se olvide, por lo demás, el enorme interés de Curtius por la obra de Jung, a la que se refiere en varios de sus trabajos (también en LEEML).

La filología románica, verdadera patria intelectual de Curtius, ha sido desde sus orígenes románticos una disciplina esencialmente histórica, muy ligada también a un concepto espacial. Y junto a la noción de espacio, es esencial la de continuidad, que nos ha permitido, según Curtius, ver lejos y comprobar cómo se mantienen elementos (temas, formas) esenciales para el historiador. Es evidente que ciertas estructuras están dotadas de tan larga vida que se convierten en elementos estables de una infinidad de generaciones. Piénsese en la dificultad de romper ciertos marcos geográficos, ciertas realidades biológicas, movimientos espirituales, etc. Estas largas permanencias o supervivencias se dan también en la historia de la literatura, tal y como destacaba Braudel al referirse al libro de Curtius, que para él constituía el estudio de un sistema cultural que prolongaba, con todas las deformaciones que se quiera, la civilización latina del Bajo Imperio (Braudel, 1968).

Críticas a Literatura europea y Edad Media latina. Pero la idea de continuidad, así como el extraordinario poder otorgado a la tradición produce algunos desajustes a la hora de valorar algunos hechos. Hay en la obra de Curtius, según Lida de Malkiel, una exagerada estima del pasado que acaba por no ver en el presente nada que no sea destello pretérito. Son muy pocos los hechos literarios que se aclaran por una circunstancia histórica coetánea: la norma es retrotraerlos a un hecho análogo anterior, como si esta anterioridad fuera explicación suficiente (Lida de Malkiel 1975). A todo ello hay que añadir el problema nada desdeñable de la cronología de los «topoi», tal y como señalaba la misma autora. Para ella resultaba difícil determinar con seguridad la historia de un tópico. En la literatura antigua y medieval se han perdido muchos testimonios y resulta difícil saber cuánto tiempo corrió la imagen como tópico del lenguaje trivial hasta ser acogida en la alta literatura.

Por lo demás, a pesar de la preocupación de Curtius por la historia, el concepto de literatura que se desprende de su estudio parece ahistórico. Él entendía los «topoi» como elementos concretos en un doble sentido: primero como vestigios de un momento histórico, pero también como constantes de la literatura. No le preocupó la discrepancia entre estos dos niveles, y resulta difícil encontrar los modos de relación entre ambos. Su idea de la historia presenta además otros riesgos, pues muestra mayor estima por la continuidad que por la creación original, por los elementos transmitidos que por su revitalización en la obra de arte concreta. Ni las innovaciones ni los experimentos parecían documentar la continuidad. Curtius destacaba el hecho de que el latín perdurara, por ejemplo en Dante, pero no destacó lo suficiente la diferencia de valor entre las obras latinas y las escritas en lengua vulgar; y si se exaltaba el renacimiento carolingio era por su importancia en la preservación de la cultura antigua, sin recordar que su producción intelectual no alcanzó cotas muy elevadas. Esta teoría implica, para Lida de Malkiel, considerar parejos a los grandes creadores y a los simples transmisores, a aquellos que ejercieron influjo por su categoría y los que no lo hicieron.

Otra de las concepciones de Curtius que menos satisface a las actuales ideas sobre la historia literaria es su afán por demostrar la continuidad del universo poético gracias a la recurrencia de ideas y de motivos, dejando al margen la noción de cambio como si fuera un factor menor. H. R. Jauss, uno de los grandes críticos de Curtius, señalaba que descubrir la permanencia en el cambio, dispensa de hacer un esfuerzo de comprensión histórica. En LEEML, la continuidad de la herencia antigua se erige en principio supremo. Para Jauss es inaceptable sostener que por encima de la historia se eleve una especie de clasicismo intemporal que trascienda la «indestructible cadena de la tradición». Curtius no resuelve el hiato entre la aproximación histórica y la aproximación estética a la literatura.

Como es bien conocido, uno de los proyectos de Jauss era desarrollar una historia que integrase las actividades de producción, comunicación y recepción de la literatura y, obviamente, la filología, que se inspira en una metafísica de la tradición y en una interpretación ahistórica, no es la herramienta más adecuada para estos fines. Como ejemplo de esta tendencia cita Jauss, entre otros, a Curtius y, en concreto, una de las tesis sobre las que se sustenta su libro: la actualidad intemporal de la literatura que conlleva una influencia continua del pasado en el presente. Al entender la evolución de la literatura como una perpetua y continua herencia de la Antigüedad, se pregunta Jauss si no permanecerá prisionera también nuestra propia conciencia de la modernidad de la misma marcha cíclica.

En otra dirección apuntaron las críticas vertidas por Dámaso Alonso. En un breve comentario sobre unos versos de Berceo, Alonso dejó escrito que nos imaginamos a este autor escribiendo, apresurado, ante el terror medieval de la noche vecina. Curtius comentó esta afirmación del estudioso español en términos críticos, pues consideraba que no había que pensar en el clérigo que deseaba terminar su trabajo antes de que llegara la noche. El temor ante la noche en la Edad Media no deja de ser un tópico retórico que nace en la literatura clásica y no hay que pensar en una imagen real, decía Curtius. Dámaso Alonso criticó estos comentarios y arremetió contra las tesis del investigador alemán a la luz de su teoría de la expresión literaria. Sin negar el enorme peso de tradición e imitación en la literatura medieval, es un error desconocer su actividad creativa y negar en algunos la incontrastable fuerza de su genio, y en muchos otros una huella estilística que los diferenciaba de los demás (Alonso 1971).

Según Dámaso Alonso, Curtius olvidó que el uso de los tópicos tradicionales convive sin problemas con la expresión individual del escritor, y que toda obra literaria es un compromiso entre tradición y creación personal. Hay que estudiar los «topoi» teniendo en cuenta también los que no lo son y tener en cuenta el prodigio creativo, aquello que Alonso llamaba la unicidad, intacta y esquiva, de la criatura de arte. Por su parte, Leo Spitzer (y otros filólogos) consideraban que el estudio de los «topoi» era una rica fuente de información, pero ni siquiera su suma total era capaz de explicar la forma interior de una obra de arte concreta. Las palabras de otro se convierten en nuevas palabras para el poeta. Es esencial el estudio del contexto en el que aparecen los «topoi» y la necesidad de reconocer su carácter individual en el uso artístico. También Peter Dronke ha puesto reparos al planteamiento global de Curtius. Sus estudios sobre unos textos latinos en el panorama de la poesía europea de los siglos XI y XII, reacios a dejarse explicar a partir de las ideas de Curtius, lo llevaron a plantear algunas objeciones. Dronke destacó la espontaneidad e independencia de la creación poética que siempre existió en las tradiciones establecidas. Hay aspectos no menores de la literatura medieval que no se abordan ni se comprenden a lo largo de las páginas de Curtius. El papel que se otorga en LEEML a la literatura escrita es de tal importancia que se ignora casi la dimensión oral de la creación y la transmisión, lo que supone olvidar una de sus características más destacadas. El concepto de tradición, tal y como lo entiende Curtius, es de corto alcance para Dronke. Él considera que una tradición poética es un concepto más amplio y que se extiende más allá de los primeros documentos escritos.

También es discutible, para este autor, que la composición vernácula surgiera estimulada solo por la influencia culta, y señala que es difícil establecer una distinción entre lo popular y lo culto cuando se estudian «topoi»: ¿Acaso no puede una tradición oral en su más alto nivel ser el producto de una gran «cultura» por parte de los poetas orales?, preguntaba Dronke (1981). Pero la crítica más sólida proviene de revisar el concepto de «topos» y su aplicación a la historia de la literatura. Lida de Malkiel señalaba que al exaltar la tópica o catálogo histórico del lugar común y convertirlo en clave de la unidad de la cultura europea, el experimento individual quedaba minimizado. El inventario de los tópicos señalaría más bien el rastro de la inercia espiritual de Europa, no de su unidad creadora. Por otro lado, la investigación de la tópica, tema central del libro, procede de una manera imprevisible: unas veces por motivos que no han sido clasificados formalmente, y que luego aparecen organizados por figuras retóricas… (Lida de Malkiel 1975).

Añádase a todo ello la imagen incompleta de Europa que se ofrecía en LEEML. Según María Rosa Lida, no puede sostenerse que todo lo que no sea grecorromano o germánico no cuente en la cultura europea, porque Europa no es solamente la Tradición Clásica. Curtius no prestó interés suficiente a la influencia del pensamiento árabe en la filosofía medieval, ni recordó la influencia de la escatología musulmana en la Divina Comedia, ni tampoco la huella musulmana en la lírica romance (y son solo tres ejemplos). No se trata solamente de un pecado de omisión, pues para Lida de Malkiel el olvido engendró otros errores. Por predominante que fuera la tradición grecolatina, no basta para explicar el conjunto de las literaturas medievales. La Edad Media supuso mucho más que la unión entre la Antigüedad y las modernas literaturas de Europa.

Conclusión. Curtius demostró la estrecha relación de las literaturas europeas y la Antigüedad latina y la existencia de una continuidad de formas y motivos a lo largo de la Edad Media. Reivindicó esta tradición y quiso mostrar a sus contemporáneos que solamente dentro de ella había una respuesta para resolver la profunda crisis que vivía Europa en los años cuarenta. Hoy se contempla la iniciativa de Curtius con cierto distanciamiento. Numerosos pensadores —entre los que destacan Freud y Benjamin— han insistido en que no todo son valores positivos en el desarrollo e implantación de la cultura y que no siempre bastan los cauces de la tradición para hacer el presente e inventar el futuro. Curtius analizó la crisis de la cultura y de la sociedad con las armas que le ofrecía la tradición en la que vivía y en la que pensaba. Para un filólogo de su mentalidad, si la tradición estaba en peligro, debía hacerse un esfuerzo por mantenerla, no por discutirla y, en ningún caso, superarla (Antonelli 1992). Walter Benjamin explicó de otra manera la crisis profunda de la cultura y la tradición y percibió agudamente las contradicciones y los límites de una sociedad en la que la cultura estaba destinada a cumplir un papel muy distinto del que imaginaba Curtius. A pesar de la honda huella que ha dejado la obra del romanista alemán, la reflexión sobre la filología y la historia de la literatura tomaron enseguida otro rumbo. Sin embargo, LEEML sigue siendo imprescindible para informarnos sobre algunos aspectos de la transmisión de temas y la literatura medieval y como un ejemplo de modelo de análisis de la filología y la historia.

Bibliografía

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Joaquín Rubio Tovar

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