Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
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Dantismo

Del it. Dante (Dante Alighieri, 1265–1321) y sufijo -ismo (del Lat. ismus y este del griego -ισμός).

Aunque para el Dizionario Italiano Sabatini Coletti y para el Diccionario Español de Términos Literarios Internacionales el término dantismo no aparece hasta 1917, lo cierto es que su empleo se puede atestiguar en varias publicaciones italianas e inglesas a lo largo del siglo XIX. De ellas, la más antigua parece ser Dante: suoi primi cultori, sua gente in Bologna, obra de Giovanni Livi publicada en 1818. Por lo demás, la palabra dantista puede rastrearse retrospectivamente hasta el siglo XV (Fr. Dantisme*, Ing. Dantism, It. Dantismo, Al. Dantismus, Port. Dantismo).

Así pues, la aparición y difusión del término dantismo corre pareja a la de otros términos de idéntico formato y que se encuentran estrechamente relacionados entre sí («virgilianismo», 1811; «clasicismo», 1818). No es esta una constatación ociosa desde la perspectiva de la definición y del desarrollo histórico del dantismo: cuando un término nuevo aparece es porque hay una realidad nueva que designar. La nueva realidad, en este caso, se refiere a las discusiones estéticas que acompañaron a la eclosión del Romanticismo en Europa, con la consabida multiplicación de corrientes y de escuelas (los así llamados «ismos») que permearán el devenir literario y artístico moderno hasta nuestros días y que no son en absoluto ajenas al problema de la apropiación y recreación del canon clásico. No obstante, y si se define «dantismo» en función de aquellas recreaciones, interpretaciones y apropiaciones de Dante habidas a lo largo de la historia, no puede decirse que el concepto se limite al ámbito moderno postromántico, puesto que la recepción de la Commedia (y de otras obras menores de su autor) había comenzado a producirse muchos siglos antes. El significado estético-literario del dantismo, por tanto, a pesar de que solo empieza a brillar con luz propia en algún momento del siglo XIX, conoce una cierta «prehistoria» en las principales tradiciones literarias europeas que es inexcusable resumir aquí por su importancia para la asimilación de la Tradición Clásica y especialmente de Virgilio, dentro de lo que podríamos llamar un caso paradigmático de recepción compartida.

A la temprana tradición de Commenti debemos la idea, sugerida ya por la propuesta hermenéutica contenida en la Epístola a Cangrande della Scala, del carácter alegórico de los personajes de la Commedia y, entre ellos, naturalmente, del autor de la Eneida. «Virgilio, cioè la ragione umana», leemos en el primer comentario (ca. 1322) escrito sobre el Inferno, que debemos al hijo de Dante, Iacopo Alighieri (Chiose, XVII). La identificación del mantuano con la razón o con la filosofía que conduce al personaje-poeta hasta el ulterior encuentro con Beatriz (la teología o la fe) será a partir de entonces una constante en toda la tradición exegética dantesca, con alguna curiosa excepción, como la de Graziolo de’ Bambaglioli (ca. 1324), cuyo espíritu más histórico-filológico le lleva a caracterizar a Virgilio simplemente como un «poeta romano», detalle que le ha valido el elogio de cierto dantismo contemporáneo (cf. Hollander 2007, p. 274).

Aunque a los primeros comentaristas no les había pasado inadvertida la importancia del legado de la Antigüedad clásica en todos los aspectos de la Commedia, la generación de Petrarca, redescubridora del mundo grecolatino, tenderá a sentirse incómoda ante las sutilezas escolásticas del «theologus Dantes», al tiempo que experimentará la necesidad de replantear la vieja polémica, ya suscitada en vida del poeta por Giovanni del Virgilio, del uso del «volgare» como medio de expresión poética. Fuera de discusión estaban la altura poética de Dante, su capacidad imaginativa y su síntesis enciclopédica de todos los saberes medievales; la negativa a escribir en latín, sin embargo, habría constituido su mayor falta y la razón por la que las demás virtudes literarias presentes en el contenido de la Commedia se vieran empañadas por su inadecuación formal, lingüística. De esta idea parte la oposición entre Dante y Petrarca, entendida como la oposición entre dos formas diferentes de entender la poesía (el poeta inspirado, confiado en su ingenio, frente al poeta artesano, enteramente debido a su técnica), ya sancionada por Benvenuto da Imola (1380): «quanto Petrarcha fuit maior orator Dante, tanto Dantes fuit maior poeta ipso Petrarcha». Por su parte, Boccaccio no podrá disimular la igual veneración que siente por sus dos maestros (a los que trata de conciliar, enviando a Petrarca una copia de la Commedia y «petrarquizando» a Dante en su fantasiosa semblanza biográfica, según la tesis de Boli 1988) y, aunque primero disculpe la elección lingüística del florentino (Trattatello, XXVI), tampoco podrá dejar de admitir que sus logros poéticos habrían sido mayores de haberse decidido por el arte más grave y sublime del latín (Commento, Lez. I). Los comprensibles recelos, dentro de este particular capítulo de la «ansiedad de las influencias», no impidieron que Boccaccio y Petrarca imitaran también a su manera el modelo dantesco con la Amorosa visione (1342) y con los Trionfi (1374), respectivamente.

A lo largo del Quattrocento el prestigio de la Commedia se mantuvo incólume en Italia, a pesar de que algunas figuras de primer orden, como Paolo Cortese o Pico della Mirandola, siguieron manifestando su disgusto por el estilo de Dante. Esta clase de críticas motivaron que en el Cinquecento se alzaran todo tipo de voces en defensa del poeta florentino, como las de Borghini, Trissino o Mazzoni, al tiempo que se iban difundiendo sus obras menores y se añadía para la posteridad, en la edición veneciana de Giolito (1555), el epíteto de «Divina» a la Commedia. Hasta Pietro Bembo (Prose della volgar lingua, 1525), que propone como modelos literarios en italiano a Petrarca y a Boccaccio, pero no a Dante, la disputa por la expresión poética en lengua romance (la célebre «questione della lingua») no terminó por decantarse claramente, aunque para entonces hacía tiempo que la fortuna de la Commedia había desbordado los contornos de la península itálica: ya desde las últimas décadas del siglo XIV su influencia había empezado a irradiar en España, Francia e Inglaterra, cuyos respectivos «renacimientos» al mundo clásico aparecerán mediados por la impronta del «poema sacro».

Es lo más probable que la primera copia de las obras de Dante en llegar a Inglaterra fuera adquirida por Geoffrey Chaucer en alguno de sus viajes a Italia en 1372 y 1378. En los Canterbury Tales (1400) se pueden hallar diferentes recreaciones de temas donde el modelo dantesco cobra relevancia: así ocurre con los sufrimientos de Ugolino en «Monk’s Tale» o con las traducciones directas de versos del Purgatorio en «Wife of Bath’s Tale». Pero es con toda seguridad la visión onírica narrada en House of Fame (ca. 1384) la que constituye, en palabras de Ellis (1988, p. 282), «the crux of the Dante-Chaucer relationship». Una relación que, como era de esperar, no ha carecido de interpretaciones contrapuestas: para algunos, como Boitani, la obra es un homenaje a Dante; para otros, como Fyler, se trata más bien de una inversión paródica de la Commedia. Sea como fuere, el caso chauceriano ofrece un nuevo ejemplo de recepción compartida de Dante y los clásicos que se aprecia especialmente en el libro primero de House of Fame, donde se da cuenta de la historia de Dido y Eneas mediante la combinación del relato virgiliano con el ovidiano. No obstante, y como ha notado la crítica, la actitud de Chaucer hacia Virgilio entronca más con su consideración medieval (que pone el acento sobre la historia de amor contenida en la Eneida) que con su utilización dantesca (que subraya en cambio el significado político y profético de la historia de la fundación de Roma). Pero, puesto que Chaucer conocía perfectamente la Commedia en el momento de su redacción, se puede concluir, siguiendo de nuevo a Ellis (1988, p. 289), que House of Fame representa en gran medida una sátira del virgilianismo profesado por Dante. Por lo demás, no hubo en la Inglaterra renacentista un dantismo propiamente dicho que siguiera los pasos seminales de Chaucer, salvo en casos excepcionales y no especialmente relevantes: en The Dreme (1528) de Sir David Lyndsay se narra un viaje onírico por el infierno, el purgatorio y el paraíso, conducido por una cierta «Dame Remembrance»; en la Apologie for Poetrie (1581) de Sir Philip Sidney los nombres de Dante y Virgilio aparecen unidos de nuevo.

Hacia 1398 Bernat Metge toma de Dante lo esencial de su descripción del infierno en el tercer libro de Lo sompni, obra que Post (1908, p. 49) definió como «reduction and combination of the first cantica of the Divine Comedy and the sixth Aeneid», pero que también muestra relevantes influencias ovidianas y ciceronianas. El Dezir a las siete virtudes (1407) de Francisco Imperial es la obra que introduce la literatura alegórica de cuño dantesco en las letras castellanas, una tendencia que culminará con la Comedieta de Ponza de Santillana (1444) y el Laberinto de Fortuna de Mena (1444), aunque de esta corriente no deben excluirse tampoco las influencias de otras tradiciones de literatura alegórica, fundamentalmente castellanas y francesas, que no tienen que ver directamente con Dante. Mención aparte merece, dentro del alegorismo dantesco, el subgénero del «infierno de los enamorados», que tuvo también su principal cultivador en el «muy gran Dantista» Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (ca. 1428). Síntoma de la recepción compartida que experimentaron Dante y Virgilio en el siglo XV hispano es que el primer traductor de la Commedia en 1428 (faltaba más de un siglo para la primera traducción francesa y más de tres para las primeras versiones inglesas y alemanas), Don Enrique de Villena, fuera también el autor de una traducción en prosa de la Eneida (la traducción de la obra dantesca era, según confesión del propio erudito castellano, un «solaz» para cuando descansaba de traducir a Virgilio). Andreu Febrer daría a conocer su versión catalana del «poema sacro» tan solo un año después, en 1429. La Comedia de Gloria de Amor (ca. 1461) de Fra Rocaberti, que cuenta una visión de ultratumba donde el poeta visita a célebres parejas de amantes, entre ellas a los mismos Dante y Beatriz, pasa por ser la más clara recreación dantesca debida a las letras catalanas.

En el ámbito francófono la recepción de la Commedia es más discreta, pero sigue las mismas líneas maestras: su asimilación con la tradición de la poesía alegórica y su carácter virgiliano. Dice Friederich (1950, p. 67) que es raro que el más viril y austero de los poetas italianos fuera apreciado al principio en Francia solo por dos mujeres: Christine de Pizan y Margarita de Navarra. Y, aunque la primera referencia al poeta florentino la encontremos en el Songe du viel pelerin (1389) de Philippe de Mézière, es cierto que la primera gran recreación dantesca de la cultura francesa corresponde sin duda al Chemin de long estude (1403) de Christine de Pizan, una visión alegórica en que la que Virgilio cede su puesto de guía de ultratumba a la Sibila de Cumas. Ya en el título de la obra resuena el «lungo studio» al que apela el personaje-poeta al encontrarse con Virgilio (Inf. 1.83), pero en el caso de Christine de Pizan, a cuyo trasunto poético no le será dado presenciar la «face de Dieu», el largo estudio de los clásicos constituirá el contenido mismo del peregrinaje, según el esquema que Brownlee (1993, p. 372) formula como la oposición entre «Dante, the actor, vs. Christine, the reader». La obra poética de Margarita de Navarra, rica en intertextos dantescos, adopta la «terza rima» como forma métrica en La Navire (1547) y la macroestructura de la Commedia como modelo genérico en la confesión alegórica Les Prisons (ca. 1548).

A partir de la segunda mitad del siglo XVI, la obra de Dante experimenta un eclipse casi ininterrumpido a causa del petrarquismo triunfante en toda Europa, formando así un paréntesis en la historia de su recepción que no se cerrará propiamente hasta bien entrado el siglo XVIII, con el advenimiento de las primeras ascuas románticas. Entretanto, y al calor de la Reforma protestante, se inicia una cierta reinterpretación de sus ideas políticas a través del interés suscitado en el ámbito germánico por De Monarchia, al que se añaden de inmediato los pasajes de la Commedia donde más explícitamente se arremete contra la Iglesia y el papado (una apropiación hermenéutica que obtendrá la vehemente réplica desde el catolicismo por parte de Roberto Belarmino a principios del siglo XVII). Fuera de ello, la fortuna estrictamente literaria de Dante en este período resulta más bien anecdótica, limitada a menciones puntuales, y rara vez a recreaciones de mayor alcance: cierta influencia de la primera cántica de la Commedia se puede entrever, por ejemplo, en Los Sueños (1627) de Quevedo, cuyo título original era, al parecer, El camino del Infierno.

La única figura del siglo XVII que parece haber sabido apreciar y asimilar literariamente a Dante es John Milton, que con seguridad mantuvo contacto con los mayores dantistas de la época en sus estancias en Italia. Paradise Lost (1667) es, como la Commedia, un «poema de exilio» y un ejemplo canónico de épica de carácter teológico, pero, a diferencia de ella, su estructura es más «descendente» que «ascendente»: en efecto, mientras que el peregrinaje del florentino se desenvuelve desde los círculos del infierno hasta las alturas divinas, Milton prefiere tratar el tema de la caída del hombre, lo que nos coloca ante una suerte de Commedia invertida. Constataciones como esta han llevado a diagnosticar, en palabras de Wallace (2007, p. 287), que «Milton’s uses of Dante in Paradise Lost often offer a witty and critical commentary on Dante’s epic project». Puede encontrarse una relación exhaustiva de los intertextos dantianos de Paradise Lost en Toynbee (1909, p. 127 ss.).

El gusto neoclásico impidió también que el siglo XVIII hiciera justicia al poeta florentino: sirvan de ejemplo las curiosas Lettere Virgiliane que publicó en 1758 el jesuita Saverio Bettinelli, en las que un airado Virgilio criticaba a Dante por haberle usado para subvertir los valores del arte clásico. Voltaire o Juan Andrés son otros ejemplos de autores ilustrados que mostraron abiertamente sus recelos hacia la obra dantesca. Pero, al mismo tiempo, en el Siglo de las Luces aparecen también algunas voces que adelantan en cierta medida la recuperación romántica de nuestro poeta: Alfieri, Gravina y, sobre todo, Vico comienzan a difundir en Italia la visión de la Commedia como ejemplo por antonomasia de un arte no clásico, sino «bárbaro», imaginativo más que intelectivo. Dante no será ciertamente un autor «clásico» según los estándares dieciochescos, pero a partir de Vico prende la idea de su condición de «Homero del cristianismo», de gran representante de un tipo de arte alternativo al del Neoclasicismo que terminará por imponerse a finales de siglo. Esta rehabilitación se deja sentir también en las recreaciones literarias, que en Italia vuelven tímidamente al modelo dantiano tras décadas de comedido distanciamiento: su influencia se advierte explícitamente en las Visioni sacre e morali (1766) de Alfonso Varano y, sobre todo, en el viaje de ultratumba narrado en terza rima por Vicenzo Monti en In Morte di Ugo Bassville (1793).

Pero la nueva ola de dantismo vendría, como el mismo Romanticismo, del mundo germánico, hasta el punto de que no es exagerado decir, con Plumptre (apud Friederich 1950, p. 384), que fueron los alemanes quienes enseñaron a los italianos a entender y apreciar a su mayor poeta. Aunque ya se puede constatar cierta creciente popularidad de Dante en el último tercio del siglo XVIII (cf. Scartazzini 1881, p. 16 ss.; Friederich 1950, p. 358 ss.), su auténtica difusión y popularidad en la Alemania prerromántica se iniciaría sobre todo con los Schlegel a partir de 1791. August Schlegel, a quien su hermano llamaba «Altmeister aller Dantesken Wissenschaften» («maestro de todas las ciencias dantescas»), tradujo parcialmente la Commedia (hay una proliferación extraordinaria de traducciones alemanas de todas las obras de Dante por esta época) y construyó en «terza rima» su poema épico Prometheus en 1797. Fue Schelling quien daría forma definitiva a la recuperación decimonónica de Dante: en su ensayo «Ueber Dante in philosophischer Beziehung» (1903), refundido en su influyente síntesis estética del Romanticismo, la Philosophie der Kunst (publicada en 1859), el poeta florentino es presentado como el creador y máximo exponente del arte moderno, que se identifica con el arte romántico, por oposición al arte clásico o antiguo. Parece, según esto, que la moderna rehabilitación de Dante pasa por el trámite de su disociación respecto de su herencia clásica grecolatina, por considerarlo como partícipe de una estética opuesta y aun incompatible con la clasicista. Pero, a la luz de la recepción compartida con Virgilio que hemos resumido arriba, y como se encargará de señalar también el dantismo del siglo XX, esta disociación es más un síntoma de la ideología romántica que una característica propia de la obra de Dante.

Seguramente el principal significado histórico-literario del Romanticismo haya que buscarlo en la reivindicación de un canon que, aunque a veces se ha querido ver como alternativo y aun opuesto al canon clásico grecolatino, no es en el fondo sino su continuación por otros medios. Entre los autores que el gusto romántico rehabilitó para ponerlos a la par de las autoridades clásicas se encuentran algunos de los que hoy consideramos unánimemente como cumbres indiscutibles de la literatura universal, pero que las preceptivas estéticas de los siglos anteriores habían soslayado: Cervantes, Shakespeare y, por supuesto, el mismo Dante. En algunos lugares, como en la patria de nuestro poeta, este rescate no fue solo estético-literario, sino también ideológico-político: durante el Risorgimento, y como parte de la cobertura nacionalista que justificó el proceso de unificación nacional, se destacaron figuras como la de Giuseppe Mazzini o la de Cesare Balbo, que reivindicaron a un Dante «padre de la patria» y primer impulsor de las consignas de unificación lingüística y política de Italia. Estas ideas también fueron azuzadas desde el resto de Europa: la causa nacionalista era recibida aprobatoriamente por los principales autores románticos, quienes acogieron con entusiasmo esta visión providencialista de Dante como primer formulador del sentimiento nacional italiano. Así puede leerse, por ejemplo, la influyente composición de Lord Byron The Prophecy of Dante (1819), pero también nuestro poeta es evocado como patriota italiano en un soneto que Wordsworth publicó en 1837, «Il Sasso di Dante at Florence».

De esta forma, en Italia, Dante dejará de ser, como había sido hasta entonces, el último de los autores medievales, para convertirse en el primero de los modernos (un puesto que le arrebata a Petrarca) y, en palabras de Leopardi, empezará a ser visto como auténtico «fondatore della lingua letteraria» (Zibaldone, I, pp. 1003–1004). Pero con este juicio Leopardi no hacía sino confirmar lo que una generación de críticos anterior a él ya había sentenciado: Ugo Foscolo, en uno de sus importantes artículos sobre el tema, había advertido en el autor de la Commedia al creador del lenguaje y de la poesía de toda una nación (Italia). Foscolo, que toma a Dante como el punto de partida de la historia literaria europea, es también uno de los primeros en aplicar la visión historicista típicamente decimonónica a la consideración crítica de nuestro poeta. Cada autor tendrá que ser visto, a partir de ahora, como parte contextualizada de un proceso vital, social e histórico del que no se puede disociar: así lo entenderá una larga tradición de pensadores historicistas, que parte sobre todo de Hegel y que, por lo que a los estudios sobre Dante se refiere, encuentra a su principal figura en Francesco de Sanctis (cf. Martinelli 1966, p. 196 ss.). Al mismo tiempo, surgen los primeros estudios filológicos en sentido moderno y proliferan los trabajos académicos de carácter más serio y sistemático sobre diferentes aspectos de la Commedia: cabe citar a modo de ejemplo, por su gran influencia, el célebre estudio de Ozanam sobre Dante y la filosofía católica (1839).

Será a partir de este momento cuando el dantismo se configure propiamente como un cúmulo de tendencias con un significado estético propio entre los demás «ismos» que simultáneamente se van configurando. Pero el dantismo romántico no constituye tampoco una novedad absoluta desde la perspectiva del recorrido histórico que venimos trazando: así las cosas, nos encontraremos de nuevo con la visión tradicional de Dante como poeta amoroso (Paolo y Francesca, pero también la misma historia de Dante y Beatriz mediante la recuperación de la Vita Nuova); con la tradición no menos conocida del poeta tenebroso, casi gótico (la historia de Ugolino), acorde a la estética que John Ruskin se encargó de popularizar en la Inglaterra victoriana; y también, esta vez sí de forma novedosa, con un Dante recreador de idílicos paisajes y evocador de evanescentes figuras femeninas (Matelda en el Paraíso terrenal), que apunta claramente a la estética prerrafaelita de autores como Gabriel Rossetti, quien significativamente antepuso su tercer nombre, Dante, al firmar sus obras literarias. El carácter polifónico de una obra como la Commedia facilitó ciertamente que cada nueva tendencia estética o ideológica la recorriera a su modo, seleccionando los componentes que más se ajustaban a sus intereses y ocasionando una verdadera explosión de interpretaciones y apropiaciones de Dante.

En efecto, hay sobrados motivos para considerar, como se ha dicho a menudo, que el XIX fue el «siglo de Dante». La multiplicación de los comentarios críticos, de las recreaciones literarias y artísticas y de las traducciones y versiones de la Commedia hacen que a mediados de siglo el poeta Felice Romani llegue a lamentarse por la «Dantemania» que parece aquejar a sus contemporáneos: «They think Dante saw everything in the past and in the future: Dante is a wizard: Dante is a prophet: Dante discovered America…» (apud Caesar 1989, p. 82). Ya en 1830, en su discurso de ingreso a la Académie française, Lamartine se había referido a Dante como «poeta de nuestra época»: «car chaque époque adopte et rajeunit tour à tour quelqu’un de ces génies immortels qui sont toujours aussi des hommes de circonstance; elle s’y réfléchit elle-même, elle y retrouve sa propre image et trahit ainsi sa nature par ses prédilections». Francesco de Sanctis formulará exactamente la misma idea 25 años después (cf. Caesar 1989, p. 580).

Se pueden encontrar varios ecos de la Commedia y ciertas alusiones a Dante, no siempre del todo elogiosas, en los autores franceses de la época: en Chateaubriand, en Vigny, en Barbier o en Musset (cf. Couson 1906, p. 127 ss.), especialmente como inspirador, junto a Milton y Tasso, del viejo propósito, nunca cumplido con éxito por los románticos, de crear una nueva épica cristiana (y cuyo ejemplo más logrado es seguramente el Eloa de Vigny). No pudo faltar la mención a Dante en el manifiesto del Romanticismo francés, el Préface de Cromwell de Victor Hugo, donde los episodios de Ugolino o de Paolo y Francesca aparecen como ejemplo al mismo tiempo de lo grotesco y de lo sublime. Será precisamente este modelo del Dante infernal el que se recuperará más tarde en La Légende des siècles (1959), concretamente en La vision de Dante. La admiración de Hugo por el poeta florentino, explicitada en la carta que redactó para Le Centenaire de Dante (1865), se deja ver asimismo en dos bellos poemas, «Écrit sur un exemplaire de la Divina Commedia» y «Après une lecture de Dante». En este último se presenta, según una lectura que haría fortuna más adelante, el peregrinaje de Dante como un periplo vital y el personaje de Virgilio como el guía y maestro que conduce al poeta en formación: «Le Virgile serein qui dit : Continuons!» Pero Victor Hugo parece ser el último gran admirador decimonónico de la obra de Dante en Francia: tras el ocaso del Romanticismo, la poética realista tenderá a preferir las «Comedias» humanas a las divinas y dejará de lado el imaginario grotesco y sublime (no apto para todas las épocas, como apreció Flaubert) de Ugolino o Francesca. En el terreno de la crítica, Sainte-Beuve, que de joven sintió una gran fascinación por el «poema sacro» («j’adore à genoux l’étrange Comédie»), y más incluso por la Vita Nuova, pasa en su madurez a lamentar el gusto de su época por el arte complicado del florentino en detrimento de los ideales literarios horacianos, clasicistas (cf. Pitwood 1982, p. 574).

También en el contexto del Romanticismo británico conoció nuestro poeta una excelente y prolongada acogida que, sin duda, tuvo que ver con la célebre traducción inglesa de la Commedia que Henry Francis Cary completó en 1812 y que recibió encendidos elogios por parte de Wordsworth o Coleridge. Este último fue uno de los primeros en Inglaterra, junto con Blake o Southey, en emprender un estudio en profundidad y una revalorización crítica de la Commedia y, por ello, resulta paradójico que no se puedan encontrar apenas influencias dantescas en su obra. No ocurre lo mismo con el ya citado Lord Byron, en cuya poesía abundan las alusiones a Dante: recreó, por ejemplo, el tema de Ugolino en The Prisoner of Chillon (1816), seguramente a través de la versión de Chaucer, y también en el segundo canto del Don Juan (1824). Pero corresponde a Shelley el mérito de haber sido el poeta inglés que de forma más profunda asimiló en el siglo XIX la obra de Dante, al que tradujo profusamente. Su influencia puede rastrearse prácticamente en toda su obra, y, especialmente, en el último periodo de mayor madurez: desde su ensalzamiento en Defence of Poetry (1821), donde el florentino es presentado como el gran poeta épico solo superado por Homero, hasta su inacabado The Triumph of Life (1822), que contiene numerosos ecos de la Commedia. Seguramente el poema de Shelley que mayor influencia dantesca acusa sea el Epipsychidion (1821), donde la concepción amorosa de la Vita Nuova es asimilada con el modelo platónico del amor (Shelley había traducido también el Banquete) en lo que Ackermann (1890, p. 17 ss.) describió como una síntesis de los ideales de la Antigüedad clásica y de la Edad Media cristiana. La popularización del monólogo dramático como forma poética que, a través de Eliot fundamentalmente, llega hasta la lírica de nuestros días, es una empresa en la que Robert Browning experimentó también la influencia de Dante. Pero, como advierte Parker (1985, p. 168), mientras que los monólogos de los personajes de la Commedia siempre aparecen contextualizados y con un interlocutor claro (el propio Dante normalmente), el monólogo dramático moderno prescinde de todo ello para desenvolverse en una suerte de vacío ficcional.

Aunque menos abundantes, los ecos de Dante también se dejaron sentir en el contexto del Romanticismo español (cf. López Estrada 1990). Es célebre el caso de la Rima XXIX de Bécquer, donde se recrea la escena del primer acercamiento entre Paolo y Francesca, solo que el libro que en este caso funciona como Galeotto no es otro que el mismo Inferno. Gaspar Núñez de Arce realizó una de las más explícitas imitaciones de la Commedia en La selva oscura (1879), construyendo una ensoñación alegórica en tercetos encadenados donde el propio Dante ocupa el puesto de Virgilio. Tres relatos religiosos de Emilia Pardo Bazán («La Noche Buena en el Infierno», «La Noche Buena en el Purgatorio» y «La Noche Buena en el Cielo», 1891–1892) indican que la influencia de la Commedia sigue presente de algún modo a finales de siglo, cuando el Romanticismo ya ha dejado paso a otras poéticas alternativas. El poema «Visión» (1907) de Rubén Darío, compuesto también en tercetos encadenados, constituye una suerte de síntesis modernista de la Commedia que da paso al dantismo hispánico contemporáneo.

En los Estados Unidos se pueden encontrar, a lo largo del siglo XIX, algunos lectores entusiastas de Dante, como Whitman o Emerson, y también un cierto interés por su estudio crítico, que se cristaliza en torno a figuras como Longfellow en Harvard, pero no hay recreaciones literarias importantes de la Commedia (cf. Matthews 2012). Serían, sin embargo, dos estadounidenses emigrados al viejo continente quienes asentarían la fama de Dante para el nuevo siglo que entraba: Ezra Pound y T. S. Eliot. En el caso de los Cantos, además de las múltiples citas y alusiones que se pueden encontrar en ellos de diferentes pasajes dantescos, la Commedia sirve también como modelo estructural por cuanto, aunque Pound ciertamente no divide su obra en cánticas, se pueden distinguir en ella (tal es la tesis de Wilhelm 1973, p. 176) al menos tres grandes grupos (los cantos tempranos, del 1 al 30; los cantos medios, del 31 al 84; y los últimos cantos, del 85 a los fragmentos) que se corresponden en alguna medida con Inferno, Purgatorio y Paradiso. Mención aparte merece el caso de T. S. Eliot, que encontró en Dante, según él mismo dejó escrito, al poeta que más profundamente habría de influir en su obra («What Dante Means to Me», 1950). Una influencia que no solo se manifiesta en los numerosos ecos dantianos que se pueden constatar, como ha hecho McDougal (1985), en The Love Song of J. Alfred Prufrock (1915), en The Waste Land (1922) o en Four Quartets (1943), sino también, y muy especialmente, en su importante obra crítica.

En efecto, es difícil exagerar la importancia de la obra ensayística de Eliot por lo que se refiere a la recepción contemporánea de nuestro poeta. Si el cambio de siglo estuvo mediado por un cierto prejuicio estético debido, sobre todo, a Benedetto Croce (que aplicó la oposición dicotómica entre «poesía» y «estructura» a la obra de Dante), Eliot será quizá el primero en reaccionar críticamente frente a esta tendencia que veía en la arquitectura filosófico-teológica del «poema sacro» tan solo un pesado lastre medieval que empañaba la suprema poesía de ciertas escenas individualizadas, como las siempre citadas de Paolo y Francesca o de Ugolino (en este sentido, Ortega escribía en 1914: «Si desmontamos el complicado andamiaje conceptual, de alegoría filosófica y teológica que forma la arquitectura de la Divina Comedia nos quedan entre las manos fulgurando como piedras preciosas unas breves imágenes […] por las cuales renunciaríamos al resto del poema» [Ortega 1914, p. 102]). Frente a ello, el poeta inglés reivindicará la unidad de la obra dantesca para concluir que «the artistic emotion presented by any episode of the Comedy is dependent upon the whole» («Dante», 1920 [Eliot 2014, p. 231]). Por otra parte, Eliot es también uno de los primeros en dejar de lado la disociación que los románticos habían realizado entre Dante y la Tradición Clásica. Para el poeta inglés Dante es el escritor más «universal» en cualquier lengua moderna porque su mentalidad de poeta europeo medieval lo acerca a la universalidad del latín, y particularmente a la universalidad de quien Eliot consideraba como el único clásico absoluto: Virgilio («Dante», 1929; «What is a Classic?», 1944). De esta forma, en la obra crítica de Eliot el eje Virgilio-Dante aparece ya conformado como el símbolo literario de la continuidad cultural que media entre la civilización grecolatina, la Edad Media europea y el mundo moderno.

Una continuidad que marca la crítica contemporánea (es inevitable mencionar aquí la obra de Ernst Robert Curtius, que tantos paralelos ofrece con el pensamiento literario de Eliot) y que marca también, por tanto, el dantismo del siglo XX. Siguiendo esta misma línea, en Dante, poeta del mundo terrenal (1929) y, sobre todo, en Figura (1938), Erich Auerbach escribió un capítulo fundamental de la recepción contemporánea de Dante. Según su interpretación, el Virgilio de la Commedia no era propiamente ni el Virgilio alegórico ni el Virgilio histórico, terrenal, sino más bien su «consumación figural». Mediante este procedimiento, tomado de la exégesis bíblica medieval, Dante habría otorgado a personajes paganos un sentido histórico-teológico nuevo al insertarlos en su visión de ultratumba, de forma que su asimilación en la cosmovisión cristiana supondría la culminación de la Antigüedad clásica, como el Nuevo Testamento culmina las profecías del Antiguo. Aunque de forma algo tardía, estas ideas de Auerbach penetraron en el ámbito académico anglosajón, sobre todo a través de la obra de Charles S. Singleton (hay quien ha hablado de un cierto «paradigma singletoniano» en la moderna crítica dantesca) y aún se dejan sentir en figuras como Teodolinda Barolini, quien ha sostenido la tesis de que la Commedia constituye, en definitiva, una vuelta al modelo épico grecolatino y una rectificación «palinódica» de la tradición lírica romance que el propio Dante había cultivado en su juventud (Barolini 1984). Tal giro en la carrera de nuestro poeta habría estado mediado, según Ulrich Leo (1951), por una decisiva relectura de la Eneida que habría ocasionado el abandono del proyecto del Convivio y el inicio de la redacción de la Commedia. Pero la crítica del siglo XX no solo ha revalorizado la influencia virgiliana en la Commedia, sino también la de otros autores clásicos en otras obras menores de Dante: véase, por ejemplo, el estudio de la influencia de los Remedia amoris en la Vita Nuova que ofrece Michelangelo Picone (1993; 1997).

Los derroteros del dantismo del siglo XX son, sin embargo, mucho más variados e imprevisibles de lo que podría sugerir esta tendencia crítica. Consagrado definitivamente como poeta canónico, Dante experimenta múltiples apropiaciones y recreaciones que sería imposible recapitular aquí de forma exhaustiva. Una de las más personales y sugestivas es la que hizo el poeta ruso Ósip Mandelstam, quien consideraba al florentino como «el más grande y el más indiscutible maestro de la materia poética». En su Coloquio sobre Dante (1933), Mandelstam realiza una serie de observaciones impresionistas, de carácter notablemente poético, sobre diferentes aspectos de la Commedia mediante constantes analogías con la música, las artes plásticas e, incluso, la cristalografía. Destaca también su visión «externa» de la fonética del italiano, que le parece casi infantil, «dadaísta»: es a través de Dante precisamente como «la más dadaísta de las lenguas romances se propone para el primer lugar internacional» (Mandelstam 2004, p. 14). Pero, sobre todo, Mandelstam debió de encontrar en el autor de la Commedia a la figura del poeta exiliado, donde pudo reconocer su propia experiencia vital. Así hay que entender probablemente el momento en que el autor ruso se pregunta «cuántas sandalias habrá gastado el Alighieri durante su trabajo poético, mientras viajaba por los agrestes caminos de Italia» (Mandelstam 2004, p. 15).

No hay duda de que la lectura más significativa que se hizo de Dante en el mundo hispánico a lo largo del siglo XX es la que debemos a Jorge Luis Borges. La Commedia influyó en Borges de muy diversas maneras, pero también, en cierto modo, puede decirse que nuestra forma contemporánea de leer «la obra máxima de la literatura» («Mi primer encuentro con Dante», 1961) se encuentra enteramente influida por el autor argentino. Los textos escritos en décadas anteriores que confluyeron en los Nueve ensayos dantescos (1982) ofrecen, además de valiosos comentarios sobre algunos de los momentos más celebrados del «poema sacro», una visión personalísima de Dante y de su obra que ha terminado por hacer fortuna. El momento central de la Commedia es para Borges el esperado encuentro con Beatriz: «Surge Beatriz y desaparece Virgilio, porque Virgilio es la razón y Beatriz la fe. También según Vitali porque a la Cultura Clásica sucedió la cultura cristiana» («El encuentro en un sueño», 1948 [Borges 1993 p. 273]). Pero, en la lectura borgiana, Beatriz es mucho más que una figuración de la fe: es la Beatriz que amó realmente Dante. Para entrevistarse por última vez con ella se habría redactado la Commedia: «Yo sospecho que Dante edificó el mejor libro que la literatura ha alcanzado para intercalar algunos encuentros con la irrecuperable Beatriz» («La última sonrisa de Beatriz», 1982 [Borges 1993, p. 277]). Evidentemente, estas consideraciones de Borges son en realidad proyecciones de sus propias experiencias vitales y así lo prueba el sutil subtexto dantesco (cf. Thiem 1988; Montano 2003) de uno de sus mejores relatos, «El Aleph» (1949). El desdichado amor del protagonista del cuento, el mismo Borges, por la difunta Beatriz Viterbo (correlato literario, al parecer, de Estela Canto) conduce a la inefable visión del Aleph y, dentro del Aleph, de todas las cosas del universo (entre ellas, «la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo» [Borges 1992, p. 219]). Así, el escritor argentino juega con el modelo dantesco con el fin de intercalar una última visión de su amada y construir un episodio memorable que nos remite directamente a los cantos finales del Paradiso.

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Ekaitz Ruiz de Vergara Olmos

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