Lasso de la Vega, José Cristián (Murcia, 1928–Murcia, 1996)
Tras cursar estudios de bachillerato en Murcia, su ciudad natal, José S(ánchez) Lasso de la Vega (como con mayor frecuencia firmaba sus escritos) se licenció en filosofía y letras en la Universidad de Madrid en 1950, obteniendo el grado de doctor en 1951 con una tesis sobre La oración nominal en Homero, dirigida por Manuel Fernández Galiano. En 1952 obtuvo la recién creada cátedra de griego de la Universidad de la Laguna y en el curso 1953–1954 regresó a la Universidad de Madrid como profesor adjunto, ganando en 1954 la cátedra de griego del Instituto Nacional de Bachillerato Cervantes, de Madrid, que compaginó con la adjuntía universitaria durante una década. En 1970 se convirtió en Catedrático en la Universidad de Madrid, donde continuó enseñando hasta su fallecimiento en 1996. Su amplia erudición, sutileza en el comentario literario y personalísimo estilo le hicieron merecedor en 1971 del Premio Miguel de Unamuno (Premio Nacional de Literatura de Ensayo) por su libro De Sófocles a Brecht (Barcelona, Planeta, 1971). Fue también doctor en ciencias políticas.
Lasso de la Vega: Filólogo y Humanista. Lasso de la Vega no se consideraba perteneciente «al sindicato de esos regocijados cultivadores y donjuanes de la filología clásica que se agradan de cruzar todos los campos del saber […], no menos disertos en materia literaria con sus pujos filosóficos que pozos de ciencia en achaques gramaticales» (Lasso de la Vega 1974, p.10), si bien es cierto que, tal como atestiguan sus casi veinte libros publicados —individuales o en colaboración— y más de doscientos artículos, se ocupó no solo de las disciplinas técnicas instrumentales de la filología clásica (lingüística, métrica, crítica textual), sino también de literatura, filosofía y pensamiento e, igualmente, de humanismo y Tradición Clásica. Por temperamento, sintió desde joven una fuerte atracción por el estudio de los ideales humanos del mundo antiguo (de los que era excelente conocedor a través de los textos) y su repercusión en nuestra historia cultural, pese a tratarse de temas en los que no juzgaba fácil decir cosa nueva (Lasso de la Vega 1976, p. 10). Este interés nunca lo abandonó, sino que fue en aumento con el paso del tiempo, impulsado por la idea de que «solo ingiriendo y digiriendo la herencia del pasado puede ser original el hombre moderno» (Lasso de la Vega 1966, p. 28). De hecho, cuando, ampliamente rebasados los sesenta años, reflexiona sobre la enseñanza de las lenguas clásicas, a las que ha dedicado su vida, y subraya cuáles han de ser las finalidades propias de la tarea del filólogo clásico, una de ellas es, precisamente, la de «buscar la línea de continuidad entre el espíritu moderno y la concepción de la vida y el pensamiento de un mundo pretérito» (Lasso de la Vega 1992, p. 18). Sin lugar a dudas Lasso de la Vega encarnó el tipo de filólogo clásico que sabe «de la utilidad y de la necesidad de airear su mente en otros campos y elevar su mirada a visiones más amplias y comprensivas» (Lasso de la Vega 1992, p. 23), tal como demuestran los estudios que dedicó a sus autores predilectos, «gentes todas de buena compañía», entre los que se encuentran Homero, Safo, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Heródoto, Tucídides y Platón, guiado por un claro objetivo:
Rendir el viaje a esos grandes autores que escribieron en nuestro abuelo el griego, no ha de tomarse, para nosotros, como una curiosidad, sino como un mandamiento: el de asumir conscientemente la tradición histórica en la que nos insertamos (Lasso de la Vega 1976, p. 9).
Describir la relación entre mundo antiguo y moderno, concebida como tradición, ocupa un puesto de honor en los numerosos y agudos estudios de crítica literaria que realizó, confiando en que sirvieran de acicate para que otros filólogos realizaran estudios parciales que contribuyeran a una mejor comprensión del proceso por el que el individuo asume, renueva y recrea lo trasmitido, dando origen a una nueva síntesis cultural:
Sumido en un mundo cultural y literario, viejo de más de dos mil y setecientos años, el helenista no puede, ni sabe, ni quiere desasirse del orbe literario y cultural que hoy le rodea. No desea imitar al esturión que nada sin descanso contra la corriente del tiempo. Le atrae, en cambio, cómo funciona el ánima antigua embutida en un hombre o mujer de nuestros días. Que es como decir, comprobar gozosamente que algunos literatos de este nuestro tiempo practican el precepto goethiano: «lo que se hereda de los mayores, hay que conquistarlo para poseerlo». Por eso, de cuando en cuando, ese helenista curiosea la suerte de los motivos griegos —motivos de simpar prestigio— frescos y latientes de la escritura hodierna. Lee poemas, novelas y dramas de los años que ahora corren, y le ocurren algunas ideas que son las que aquí se refieren […]. Estos estudios de crítica literaria —semihelénicos, semiactuales— son para el autor, como la cátedra o la investigación técnica en la Alterstumswissenschaft, modos diversos de ejercitar una misma actividad y de dar salida ex abundantia cordis a un mismo afecto y vocación humanista (Lasso de la Vega 1967, pp.7–8).
La Tradición Clásica en España. Lasso de la Vega reconocía la gran aportación del fundador de los estudios modernos de Tradición Clásica en España, Marcelino Menéndez Pelayo, al que dedica en 1956 la conferencia inaugural del Primer Congreso Español de Estudios Clásicos y en la que reflexiona sobre su contribución a la filología clásica. Por encima de la posible especialización de Menéndez Pelayo en cualquier otra esfera de la ciencia, Lasso de la Vega subraya el hecho de que fue algo más importante, a saber, un auténtico humanista clásico, de los que nuestro país andaba huérfano:
España había sido hasta el siglo XVI un país de Tradición Clásica nada despreciable; mas luego la decadencia de las letras clásicas —absoluta la de las helénicas, notoria también la de las latinas— se fue imponiendo cada vez con más triste realidad. El nuevo renacimiento de la filología clásica, por obra del historicismo, no dejó sentir en absoluto su influencia entre nosotros, ni siquiera en el ámbito de nuestras Universidades (Lasso de la Vega 1956, p. 330).
A Menéndez Pelayo atribuye haber visto en la Antigüedad clásica no estación de término, sino punto de arranque e incitación. Y conocer y justificar la Tradición Clásica, la tarea más noble y necesaria para el hombre contemporáneo, es imposible si se mira con ojos indiferentes o faltos de amor, porque esa mirada equivale a volver a nuestro origen y tiene algo de rito, que no puede concebirse en la frigidez de un historicismo objetivo:
Yerran de plano los que se empeñan en separar la filología clásica de todo humanismo, como si este fuera producto exclusivo de una época y, como tal, anacrónico hoy. Al abdicar la filología clásica de su ilusionada aspiración de «hacer al hombre más humano», hominem humaniorem facere, y al secarse en una escolástica erudita y puramente instrumental, cesa de alumbrar nuevas fuentes humanistas y, limitada a la humildad de los hechos, renuncia a las ideas (Lasso de la Vega 1956, p. 336).
Menéndez Pelayo, al igual que Unamuno, Ortega y Eugenio d’Ors, mostraba un intenso trato familiar con el mundo clásico gracias a la sólida formación universitaria recibida, pero eran una excepción en su momento:
La ausencia casi completa de formación humanística de la que ha adolecido el hombre español del siglo XIX y de los cuarenta primeros años de nuestra centuria, condiciona que sean muy pocos los literatos españoles de nuestro siglo que poseen una instrucción, siquiera rudimentaria, en las lenguas y la literatura clásicas. En una exigua minoría Valera, Pérez de Ayala, Carlos Riba […], pero, en la inmensa mayoría, la falta de contacto directo con los autores clásicos en su lengua original es un hándicap difícilmente superable y que más de uno lamentó reiteradamente. (Lasso de la Vega 1967, p. 17).
Entre los españoles que se lamentaban de su desconocimiento, cita a Machado y a Rubén Darío; como ejemplos de autores extranjeros que manejaban con soltura el latín e incluso el griego, destaca a Rimbaud, Valéry, Hofmannsthal, Rilke, Ezra Pound, T. S. Eliot y James Joyce, autores bien conocidos por Lasso de la Vega y sobre los que reflexionó con profundidad. Por otra parte, de entre los diferentes aspectos en que puede apreciarse el influjo de la Tradición Clásica sobre la literatura contemporánea, le parecía que el más interesante era la reinterpretación del mito clásico, un campo muy cultivado fuera de nuestras fronteras:
El tema de la Tradición Clásica en la literatura contemporánea —que, por las razones antedichas, es fundamentalmente el problema de la persistencia y reelaboración del mito en esa literatura— ha sido objeto de una bibliografía abundante en todos los países. […] En lamentable contraste, la bibliografía española sobre estos temas prácticamente no existe. Nombres de los más representativos de la literatura o el pensamiento españoles contemporáneos no cuentan ni siquiera con una breve nota crítica que se plantee el problema de su relación con el mundo clásico (Lasso de la Vega 1967, pp. 13–14).
Por eso, Lasso de la Vega consideraba urgente el estudio de la huella de la Tradición Clásica en la literatura española contemporánea, comenzando por figuras representativas, para esbozar cuanto antes una síntesis del comportamiento del literato español frente al fenómeno clásico, y ese es el llamamiento que hizo a helenistas, latinistas e historiadores de la literatura española en su ponencia titulada «El mito clásico en la literatura contemporánea», que leyó en el II Congreso Español de Estudios Clásicos, celebrado entre Madrid y Barcelona en 1961 (Lasso de la Vega 1967, pp. 18–19).
Relación entre tradición y originalidad: un contacto agonal. En los escritos de Lasso de la Vega que tienen por objeto examinar la pervivencia de la cultura y los autores clásicos en el mundo y la literatura contemporáneos aparece de manera recurrente la idea de que no hay conservación que no vaya acompañada de renovación (Lasso de la Vega 1971, p. 34). Y esta renovación es obligada, pues lo contrario conduce a un indeseable e inútil servilismo. Basten, al respecto, los cuatro fragmentos seleccionados a continuación:
La Tradición Clásica como renacimiento
El presente no puede resolverse en mimetismo infecundo, actitud memorativa, «pasticcio», piadoso culto de la Historia. Aplicando la terminología propuesta por Spanger en sus Problemas de Morfología Cultural para designar los distintos tipos de influencia de unas culturas sobre otras (invasión, colonización, recepción y renacimiento), diremos que un hombre o una época que tienen ante sí un proyecto de vida original y valioso solo pueden aceptar la Tradición Clásica como «renacimiento», replanteamiento original en otro clima y en otra sangre de los valores perdurables del pasado. El recuerdo potencia y dispara un nuevo comienzo. No puede tratarse de una traducción servil (Lasso de la Vega, 1956, p. 349).
La recreación de la tradición como progreso:
En toda auténtica Tradición yace un elemento productivo: la recreación de la tradición es la andadura misma del progreso (Lasso de la Vega 1966, p. 27).
La tradición como base de la originalidad:
Clásico es «in genere» aquel arte que nuestros antepasados más entrañables consideraron digno de serlo. Nos lo legaron como tradición, ésta es la palabra justa, para que en él conformáramos nuestra propia originalidad; pero sin romper la conciencia de nuestra continuidad histórica. Por herencia, por conservación legataria de nuestros clásicos se añudan en nosotros tradición y originalidad. Pues la vida histórica debe ser siempre «fare da se», afán de reforma y mejoría. […] No se trata de reiterar, de andar siempre el mismo camino, sino de andar y de avanzar al mismo tiempo (Lasso de la Vega 1971, p. 34).
La tradición como trampolín hacia el futuro:
La adecuada respuesta del hombre moderno frente al fenómeno clásico, prototipo de Europa y Mito de Occidente, es una toma de contacto agonal. Unido a ella en amor y pelea, el hombre moderno utiliza su Tradición como trampolín para saltar hacia proyectos futuros, y así la agudizada apetencia de libertad, que caracteriza a ese hombre, encuentra en la inmersión en la venerable Tradición Clásica, a la vez, plenitud y nuevo comienzo. (Lasso de la Vega 1971, p.10).
Mito y Tradición Clásica: cantera de la que cada cual arranca su escultura. El principal foco de interés de los estudios de Lasso de la Vega sobre Tradición Clásica fue, como hemos indicado con anterioridad, la persistencia y reelaboración del mito clásico en la literatura contemporánea (especialmente teatro, novela y poesía lírica). Fue su admirado maestro, Santiago Montero Díaz, quien, en los primeros cursos universitarios, le infundió el interés por los mitos griegos como modo de pensar, como fenómeno religioso y también como fuente inagotable de una tradición literaria y de pensamiento. A diferencia de la depotenciación del mito habitual en, por ejemplo, la publicidad, la recepción de los mitos en la más seria tradición literaria se mueve en otra latitud:
Los mitos han tenido originariamente, como suele decirse, su «sitio en la vida»; pero, a medida que pierden su conexión con el culto y la sociedad, han sido utilizados literariamente. Al tiempo mismo, la literaturización los hace más libres, más universales (Lasso de la Vega 1989, p. 104).
Para Lasso de la Vega, «hay un tipo de recepción mítica, que llamaríamos afirmativo. Hay otro polémico-negativo. Entre ambos pendulea el tratamiento literario, en nuestros días, de los mitos griegos» (Lasso de la Vega 1984, p. 104). Provocativas y polémicas son, por ejemplo, las figuras de Ulises en los Cantos pisanos de Ezra Pound o del protagonista del Prometeo malencadenado de André Gide; por el contrario, ejemplo de revitalización del mito es la que nos procura Albert Camus en El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo.
A la significativa presencia del mito griego en la literatura contemporánea dedicó Lasso de la Vega, entre otros, los ensayos que aparecen recogidos en sus libros Helenismo y literatura contemporánea («El mito clásico en la literatura contemporánea», «Humanismo y mito clásico en la obra de Thomas Mann», «Stefan George y el mundo clásico», «Teatro griego y teatro contemporáneo» y «Los temas griegos en el teatro de Giraudoux»), De Sófocles a Brecht («Fedra de Unamuno», «En torno a Kasantsakis» y «La Antígona de Sófocles, por Bertolt Brecht»), y Los temas griegos en el teatro francés contemporáneo (Cocteau, Gide, Anouilh) («Mitos griegos en el teatro contemporáneo», «El tema de Edipo en La máquina infernal de Cocteau», «En torno al Edipo de Gide», «Una interpretación psicológica del mito de Orfeo: Eurydice de Anouilh» y «Medea de Anouilh»). Además, en el curso 1983–1984 impartió un curso monográfico de Doctorado en la Universidad Complutense de Madrid sobre «Los temas griegos en el teatro contemporáneo», con material más que suficiente para la publicación de un nuevo libro, que nunca vio la luz y habría sido muy interesante por lo que se refiere también al análisis crítico de piezas dramáticas de autores españoles. En estas lecciones, además de realizar un estudio sintético del mito de Prometeo en la literatura francesa del siglo XX y del mito de Edipo desde el siglo XVIII, aborda la pervivencia de las grandes figuras del teatro griego en Eugene O’Neill (A Electra le sienta bien el luto y Deseo bajo los olmos), Gerhart Hauptmann (El arco de Ulises, Ifigenía en Áulide, La muerte de Agamenón, Electra e Ifigenía en Delfos), T. S. Eliot (Reunión de familia, The Cocktail Party, The Confidential Clerk y The Elder Statesman), Salvador Espriú (Antígona), Antonio Buero Vallejo (La tejedora de sueños), Gonzalo Torrente Ballester (El retorno de Ulises), Alfonso Sastre (El pan de todos y una versión para el gran público de Medea) y José Bergamín (Medea, la encantadora), junto a diversas adaptaciones de José María Pemán en las que reelaboraba los temas griegos a través del crisol de la sociedad española del momento para que un público poco acostumbrado al esfuerzo intelectual pudiera vivirlos (Antígona, Electra, Tiestes, Edipo Rey y La Orestíada). Cabe observar, a partir de los autores citados, que el campo objeto de las lecturas de Lasso de la Vega era amplísimo:
En la literatura de una época como la nuestra, que en tantas cosas profesa su desvío hacia la Antigüedad clásica, un número en verdad impresionante de espíritus de rara selección se han aplicado, con asiduidad a veces exclusiva, a la alucinante faena de reinterpretar los mitos clásicos. Baste con citar los nombres de Valéry, Giraudoux, Gide, Cocteau, Paul Claudel, Anouilh, Sartre, Camus, Rainer María Rilke, Stefan George, Hugo von Hofmannsthal, Gerhart Hauptmann, F. Th. Csokor, T. S. Eliot, Eugene O’Neill, James Joyce, Thomas Mann… (Lasso de la Vega 1966, p. 41).
Esta predilección por el mito clásico tiene, a su parecer, una clara explicación. El hombre es un «animal symbolicum» que siente la necesidad de disponer de un depósito de imágenes míticas en las que se refleja «el mundo interior de su mundo exterior», asumiendo la historia, pero sin dejar de hacerla (Lasso de la Vega 1981, p. 22):
Apoyándose en los andadores del tema mítico antiguo, las distintas épocas han expresado después sus estilos diversos de pensar y sentir. Al mito antiguo corresponde, en cada caso, un problema actual […] y las figuras del mito personifican a los autores actuales en sus empeños políticos y sociales (Lasso de la Vega 1981, pp. 27–28).
El Edipo de Sófocles o el Orestes de Esquilo, figuras míticas tan queridas por él, «como las aguas de la alberca que toman su color de los cirros vagabundos, han sido expresión de muy variables inquietudes. No son inmutable estatua, sino más bien la cantera de la que cada cual arranca su escultura» (Lasso de la Vega 1964, p. 429). Y esa escultura cobra nuevos significados y cumple las funciones que quiera darle su creador:
Los temas consagrados, al garantizar lo genérico del argumento, aseguran cierta impunidad para usar de ellos como arma arrojadiza que se blande con agresividad y se lanza sirviendo de derivativo a fervores y rencores, preferencias y desdenes bastante más concretos. No parece supuesto arriesgado ni tesis temeraria sospechar que, en cierto teatro político de oportunidad, los personajes griegos permiten al autor dar muy cucamente algún bote de lanza, que no sería prudente asestar directamente. Sirven otrosí para que reclamándose del mito griego el autor se sincere de ciertos problemas y traumas que ha experimentado por lo personal e íntimo, esto es, haga del mito una ficción suprema para enmascarar la revuelta de su propia alma: «fusión mítica» o identificación del poeta con el mito (Lasso de la Vega 1981, pp. 19–20).
La única manera de que merezca la pena retomar unos temas sobradamente conocidos es acercarse al viejo mito, que está desprovisto de lo accidental y próximo a lo humano genérico, como a la labranza que permite recoger frutos suculentos que son reflejo de los problemas del labrador y del mundo en que vive, pero buscando en la tierra lo que ha pasado desapercibido a otros, extrayendo motivos nuevos de lo tradicional:
Son temas cien veces tratados antes y atraen, por ello, al artista de ambición bien puesta: émulo y par de sus predecesores, los utiliza como palenque de duelo; inventa a su beneplácito y reboza los antiguos materiales con peculiares ingredientes; gusta de despabilar su originalidad sobre la limitación impuesta, que usa como piedra aguzadera de su propia inspiración (Lasso de la Vega 1981, p. 20).
Con la ilusión de la búsqueda el poeta se aproxima al tema venerable y golpea tenaz su córnea dureza por ver si refracta lumbrores inéditos. Si se topa con un motivo provisor, en el que nadie se había antes parado, en él se demora y lo pule y tersifica y lo soba. Pretende imbuir en la torpe larva deseos alados, para que despliegue y bata sus alillas de seda (Lasso de la Vega 1964, p. 456).
Y ha de hablarse de fidelidad y libertad en la recreación de los mitos griegos, pero teniendo en cuenta que no hay fidelidad sin renuncias, ni libertad sin sacrificio. Lo difícil es acertar a unir los contornos tradicionales con las categorías éticas y estéticas del momento, ya que la única manera de mantenerse fiel es no serlo:
Una servidumbre estricta para con el modelo antiguo es siempre infidelidad más grave que el dinámico desarrollo de los gérmenes que en él laten: en resumidas cuentas, ejemplo de iconoclasia, o, lo que es peor, de invitación a iconoclasia entre los espectadores. El más fiel hermeneuta de la figura antigua será aquel que acierte a cohonestar los contornos inalterables de la misma con las exigencias éticas, estéticas y de todo tipo de su momento, colocándola en su preciso cuadrante. Para ser hoy fieles al cuento antiguo tenemos que contarlo de otro modo, porque nuestra alma se ha hecho más compleja y el mundo es también distinto, porque han cambiado los gustos y los gestos en torno. No homeosis, sino metáfrasis. (Lasso de la Vega 1964, p. 431).
Bibliografía
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— Los temas griegos en el teatro francés contemporáneo (Cocteau, Gide, Anouilh), Murcia, Publicaciones de la Universidad de Murcia y Departamentos de Latín y Griego, 1981.
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Rosa María Mariño Sánchez-Elvira