Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

Lida de Malkiel, María Rosa (Buenos Aires, 1910–Oakland, California, 1962)

Es María Rosa Lida de Malkiel una figura señera en el estudio de la Tradición Clásica, y particularmente de la Tradición Clásica en la literatura española. A pesar de su corta vida, de tan solo 51 años, nos dejó una obra amplia y densa —que en buena parte ha visto la luz póstumamente gracias a los esfuerzos y al empeño piadoso de su marido, Yakov Malkiel, y de su hermano, Raimundo Lida, ambos hispanistas— y en ella va implícito un valioso legado, modélico y ejemplar.

Nació en Buenos Aires el 7 de noviembre de 1910, en el seno de una familia judía, concretamente asquenazí, que solo desde hacía un año se había establecido en la capital argentina, procedente de Europa. Fue la tercera hija de la familia, la única nacida ya en la Argentina, habiéndole precedido en Europa dos hermanos varones, Emilio (1903–1994) y Raimundo (1908–1979). En aquella ciudad pasó su infancia, donde asistió, junto con sus hermanos, a la escuela primaria; una vez pasados los años de ese primer aprendizaje, siguió educándose en el «Liceo Nacional n.º 1 para señoritas» de su ciudad natal, que gozaba de un profesorado altamente cualificado. Con acierto señala Charles B. Faulhaber en su biografía de la estudiosa (Faulhaber 2017, p. 19*) —de la que tomo muchos de los datos que aquí aduzco— el amplio abanico lingüístico que la rodeó en su niñez, puesto que el idioma familiar —el propio de los judíos asquenazíes— era el yidis, mezcla de hebreo, eslavo y alemán, pero recibió lógicamente su educación en español desde la escuela primaria; aprendió además el italiano, que en el Buenos Aires de aquel entonces se hablaba casi tanto como el español; por si fuera poco, estudió francés en el Liceo; y decidió motu proprio aprender latín y griego de forma autodidacta. Naturalmente, todo ese rico equipamiento lingüístico adquirido en sus inicios predisponía a la joven María Rosa al hábito de miradas amplias y plurales, y esa espontánea decisión de hacer suyas las dos lenguas clásicas era ya indicio de un destino marcado por la cultura escrita de la Antigüedad.

En 1927 acaba su enseñanza secundaria y recibe la «Medalla de oro a la mejor alumna» de su centro de estudios. Ingresa en la Universidad de Buenos Aires en 1928, en la Facultad de filosofía y letras, como su hermano Raimundo, pero especializándose ella en letras clásicas; entre sus primeros trabajos escritos se conservan precisamente una graciosa parodia de Catulo y sendos ensayos sobre Lucrecio y acerca de las categorías de Aristóteles. Entre sus maestros, conoce ya a Amado Alonso, profesor de lingüística románica. Acaba su carrera en 1932 y recibe el «Premio Antonio Lamberti al mejor graduado en la Facultad de filosofía y letras». Luego imparte docencia en institutos de enseñanza secundaria, acepta encargos de traducción del inglés y del alemán —lengua que aprendió aconsejada por Amado Alonso—, y llega a ser aceptada como investigadora del Instituto de Filología (1933–1938), donde ejerce finalmente el cargo de bibliotecaria. En toda esta etapa universitaria y postuniversitaria inicial recibió el apoyo incondicional de Amado Alonso, al que María Rosa apreció sobremanera como maestro y generoso benefactor, cualidad esta última que era más digna de aprecio aún en el clima de antisemitismo generalizado que reinaba en la Argentina de los años 30. En el Instituto de Filología conoció también y trató a otros intelectuales ilustres e influyentes como Américo Castro, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, quienes la guiaron y favorecieron. Siguió dedicándose a los temas grecolatinos, hizo reseñas para la revista Emerita, encargadas por Menéndez Pidal, a su vez advertido por Amado Alonso, y publicó artículos sobre Safo y Helena y otro titulado «La mujer ante el lenguaje: algunas opiniones de la Antigüedad y del Renacimiento», marcados todos, como se ve, por el común denominador de su horizonte femenino. Y fueron, al parecer, Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso quienes la animaron por aquel entonces —corría el año 1937— a que orientara su investigación hacia la influencia grecolatina en la literatura española, dada su excelente preparación en ese sentido; era ese un «enorme dominio que en aquel entonces casi nadie cultivaba en Hispanoamérica y que tampoco en España contaba entonces con muchos reclutas, después del arranque que le habían dado eruditos como Menéndez Pelayo y Bonilla y San Martín (así como su amigo norteamericano R. Schevill)» (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 12). En ese campo cosecharía María Rosa sus mejores frutos, empezando por su delicioso artículo «El ruiseñor de las Geórgicas y su influencia en la lírica española de la Edad de Oro» (de 1938), integrado y ampliado luego en «Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española» (de 1939), trabajo que tuvo un gran impacto en América y en Europa (=Lida de Malkiel 2017, pp. 35–99). De 1940 en adelante se ganó la vida haciendo traducciones de grandes obras como Cumbres borrascosas (Wuthering Heights) de Emily Brontë. En 1939 había sido admitida en el Instituto de Filología como miembro de número, y actuó como asistente editorial de Amado Alonso para la Revista de Filología Hispánica. Gracias a Henríquez Ureña pudo colaborar con introducciones a autores clásicos, sabrosas y bellamente escritas, para la colección Cien obras maestras de la literatura y del pensamiento de la editorial Losada: así, las de la Eneida de Virgilio (de 1938), las Odas y épodos (sic) de Horacio (de 1939), las Vidas paralelas de Plutarco (de 1939), la Ilíada homérica (de 1939) y las Sátiras y epístolas de Horacio (de 1940). Su faceta de clasicista alternaba de ese modo con su ya destacado interés por la literatura española medieval y renacentista, avivado por el magisterio de Amado Alonso; y frecuentemente asociaba, además, los dos campos en el estudio de la derivación de lo uno respecto a lo otro: esto ya será una constante de su investigación. Así sucede en su exitosa Selección del Libro de buen amor, obra de 1941 en cuyo primer apéndice tiene enjundiosa consideración y aportaciones en torno a las fuentes de la obra de Juan Ruiz, pues, por ejemplo, se alude convincentemente a su dependencia en algunos lugares de la Psycomachia de Prudencio o del cuento de la matrona de Éfeso del Satyricon de Petronio (que indirectamente conocería a través de alguna obra medieval como el Polycraticus de Juan de Salisbury).

En 1941 fue nombrada miembro del Instituto nacional para el Profesorado Secundario, escuela de profesores de Enseñanza Secundaria; en esa institución ejerció como docente de literatura griega y simultáneamente de literatura española medieval. Empieza a ser bien conocida fuera de su país natal y van llegándole ofertas de trabajo desde el extranjero. Asimismo, van saliendo sus rotundos trabajos, fruto de su doble y conjugada atención a lo grecolatino y lo hispánico, como sus artículos sobre «Dido y su defensa en la literatura española» (de 1942–1943, que póstumamente se convertiría en libro), prodigio a un tiempo tanto de erudición como de amenidad expositiva. De 1944 es su Introducción al teatro de Sófocles, análisis agudo y seductor de la obra del gran tragediógrafo ateniense y ejemplo brillante de su competencia como filóloga clásica. En esa misma línea hay que situar su ágil traducción de Heródoto, Los nueve libros de la historia, precedida de una amplísima y suculenta introducción (que culmina, como era de esperar de su autora, con noticia detallada del influjo del historiador en las letras de Occidente, y más puntualmente aún en las letras hispánicas), libro que escribió y publicó en Buenos Aires, pero que apareció con bastante retraso en 1949, cuando ya ella había salido de Argentina. En aquella época comenzó también su libro, nunca terminado, sobre el historiador Flavio Josefo —judío que escribe en griego— y su influencia en la literatura española, asunto sobre el que dejó escritas más de un millar de páginas.

Con la llegada de Perón al poder en junio de 1946, los intelectuales que animaban el Instituto de Filología se marcharon de Argentina. Amado Alonso se estableció en la Universidad de Harvard y aconsejó a María Rosa que se apresurara a defender su tesis doctoral, condición necesaria para aspirar a un puesto universitario en el extranjero. Eso fue lo que hizo su obediente y diligente alumna: leyó su tesis sobre Juan de Mena en 1947 (con el título: Juan de Mena, poeta del prerrenacimiento español), que luego sería publicada en México en 1950. Como precisa Miranda Lida (Lida 2017, pp. 39–41), aunque había dedicado mucho esfuerzo al estudio sobre Josefo, tomó la decisión de hacer su tesis doctoral sobre Mena, seguramente porque se daba cuenta de que aquellos años de la Segunda Guerra Mundial no eran la ocasión más propicia para tocar temas de la historia judía; Mena, en cambio —al que María Rosa siempre tuvo por converso— le proporcionaba un campo de investigación donde no abandonaba del todo el tema judío, «que en el fuero interno tanto le interesaba» y, además, la situaba de lleno en el marco de la literatura española medieval, donde bien podía guiarla su maestro. Pidió a continuación la beca Rockefeller, que le fue concedida, para una estancia de un año en la Universidad de Harvard a partir del otoño de 1947. Y con esta perspectiva —y no sin temores y zozobra ante el misterioso futuro que la aguardaba, según declara en su correspondencia— abandonó su ciudad natal, a la que no volvió sino fugazmente como conferenciante en 1961, un año antes de su muerte.

Ya en Estados Unidos encontró a Yakov Malkiel, que acabaría siendo su marido. Es a partir de 1947 cuando, tras algún anterior cruce de separatas, se hace más frecuente y más personal la correspondencia epistolar entre ambos. Yakov Malkiel, hispanista, judío como María Rosa, también asquenazí, llegado de Alemania —aunque de origen ruso— a los Estados Unidos con su familia, huyendo de la persecución nazi, a principios de la década de los 40, era a la sazón profesor universitario en Berkeley. La referida correspondencia recíproca ha sido actualmente publicada, en edición de Miranda Lida, sobrina de María Rosa, con prólogo de Francisco Rico (Lida 2017), y es un interesante testimonio, casi novelesco, de su relación amorosa, acerca de cómo su mutuo afecto se entrelazaba y compaginaba con sus proyectos laborales y su dedicación compartida a la filología. Se casaron en Berkeley el 2 de marzo de 1948, tras un primer encuentro decisivo en Boston durante las navidades de 1947, y en feliz matrimonio vivieron casi quince años hasta la muerte de María Rosa. Pero también gozaron ambos en ese tiempo —instalados en Kensington, California— de fecundo éxito profesional. Durante esos años, ella —que por las leyes universitarias entonces imperantes no podía ejercer actividad profesional alguna en la misma universidad en la que la ejercía su marido— se dedicaba afanosamente a la investigación, y de ese período 1948–1962 datan precisamente, aparte de numerosos e importantes artículos y reseñas, sus cuatro magnos libros siguientes: Juan de Mena, poeta del prerrenacimiento español (México 1950), La idea de la fama en la Edad Media castellana (México, 1952), Two Spanish Masterpieces, «The Book of Good Love» and «The Celestine» (Illinois, 1961) y La originalidad artística de «La Celestina» (Buenos Aires, 1962), que apareció póstumamente. Un listado completo (hasta 1970) de su producción de artículos y artículos-reseñas, ordenados cronológicamente, puede verse en la Bibliografía que acompaña a su libro La originalidad artística de «La Celestina» a partir de la segunda edición (Lida de Malkiel 1970, pp. 758–779), y con incorporación de publicaciones hasta 1976 en Herodes: su persona, reinado y dinastía (Lida de Malkiel 1977, pp. 220–244), lo que me exime de la cita puntual y detallada de cada uno de los trabajos a los que aquí aludo.

Diríase que por influjo del ámbito de investigación de su esposo, los trabajos de María Rosa se afianzan más aún en lo hispánico, incluso abordando lo estrictamente lingüístico y lexicográfico (como sucede en su artículo «Saber “soler” en las lenguas romances y sus antecedentes grecolatinos», de 1948–1949; o en «Arpadas lenguas», de 1951 [=Lida de Malkiel 2017, pp. 207–239], que atiende a las apariciones literarias hispanas y a la semántica de este peculiar adjetivo), pero sin dejar atrás la dimensión clasicista como punto de partida y comparación: por ejemplo, una de las tres notas dedicadas a don Juan Manuel («Tres notas sobre don Juan Manuel», de 1950–1951), versa sobre «Don Juan Manuel, la Antigüedad y la cultura latina medieval»; y en realidad todos sus estudios centrados en lo hispánico contienen esa mirada retrospectiva a sus antecedentes latinos o griegos. Esta polaridad clásico-hispánica tan frecuente en sus escritos se cruza además con el ya comentado interés que a menudo mostró por su propia cultura judía y la impronta que dejó en la literatura europea —«a pesar de que a mediados de los años treinta, según testimonio de su marido, había pasado por un período de relativa tibieza hacia su herencia judaica» (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 26)—, interés que sin duda se reforzó a raíz de su matrimonio con Yakov: muestra palmaria de tal suma de atenciones —aparte de su libro largo sobre Josefo, cuya escritura nunca abandonó— es su trabajo «La métrica de la Biblia: un motivo de Josefo y San Jerónimo en la literatura española», de 1952; esa certeza tan suya del papel insoslayable de lo judeocristiano en la cultura europea dará pie a una de sus reclamaciones a Curtius en la valoración que hizo de su libro.

Sin duda, para los estudios de Tradición Clásica, lo más importante de esta etapa final son sus amplísimos artículos-reseñas de los libros de Ernst Robert Curtius (Europäische Literatur und lateinisches Mittelalter, Bern 1948), de 1951–1952 (= Lida de Malkiel 2017, pp. 269–338), y de Gilbert Highet (The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on Western Literature, Nueva York–Londres, 1949), de 1951 (= Lida de Malkiel 2017, pp. 339–397); en ambos trabajos es donde se contiene lo más jugoso de su pensamiento sobre la pervivencia clásica en la literatura europea, y donde tomó cuerpo un cierto ideario filológico de la autora —como bien señala Yakov Malkiel (en Lida de Malkiel 2017, pp. 30–31)—. Los reproches a Curtius, al que más que nada elogia, son básicamente tres: poca atención prestada al fundamento oriental (especialmente judeocristiano) de la cultura europea, excesiva importancia atribuida al «topos» en detrimento de las aportaciones individuales de los autores, y confusión frecuente entre poligénesis y tradición (o monogénesis); pero lo alaba por haber dado a España la debida importancia en el marco de lo europeo. A Highet, en cambio, le critica su desconocimiento de lo español en el ámbito de la cultura occidental, y, como a Curtius, su desatención por el componente judaico de la cultura europea, si bien tiene palabras elogiosas para la estructura ordenada de su libro y para su estilo, y señala numerosos aciertos puntuales. Malkiel puntualiza cómo al escribir esa reseña «la autora se vio por primera y quizá por última vez en una situación de enérgica autodefensa como portavoz, primero, de la literatura, enseñanza y pesquisa hispánicas y, luego, del judaísmo que en aquel momento acababa de pasar por su más grave crisis, mejor dicho, por el más cruel holocausto del cuerpo étnico que lo encarnaba» (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 27). Señalaba también el mismo biógrafo que Curtius respondió fríamente a María Rosa en una tarjeta de dos líneas al envío de una separata de la reseña «corroborando la leyenda —añade— de que un erudito de calidad excepcional como crítico e investigador a veces carece de calor humano y simpática espontaneidad en sus relaciones con colegas y seguidores» (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 21). En cuanto a Highet, la reacción fue justamente la opuesta, dado que, nombrado profesor visitante de la Universidad de California al poco tiempo de publicarse la reseña, mantuvo un trato amable con su reseñante, conversando con ella muy animadamente, sin tener en cuenta la dureza con que lo había juzgado y que, sin duda, debió de herirlo (lo cuenta igualmente Malkiel como sabrosa anécdota [Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, pp. 22]: «con gran sorpresa mía», añade).

La época final de María Rosa, transcurrida en California, estuvo, en suma, dedicada mayormente al sosiego de la investigación. La posibilidad extraordinaria que le brindaba una gran biblioteca, la ausencia de una dedicación docente regular y el equilibrio emocional que le daba su feliz matrimonio fueron, asimismo, sus grandes aliados. Es verdad, no obstante, que las dificultades para la publicación de su gran libro sobre La Celestina, que acabó saliendo póstumo, le acarrearon algunas inquietudes (Faulhaber 2017, pp. 42*–51*). Y tuvo también algún empeño docente: así, durante los años 1948, 1950, 1952 y 1962 la investigadora fue profesora visitante en cursos de verano de la universidad de California, en Berkeley; durante el verano de 1953 dio clases en la Universidad de Ohio; en 1958 enseñó en la UCLA, universidad hermana de Berkeley en Los Ángeles; en Harvard en 1954; en Wisconsin en 1955; en Illinois en 1959–1960; en la Universidad de Stanford en 1960–1962; y visitó finalmente de nuevo la Universidad de Buenos Aires en 1961, un año antes de su muerte, para impartir una conferencia. Sus últimas lecciones las dictó en Berkeley, en verano, poco antes de morir (Faulhaber 2017, pp. 40*–41*). En agosto de 1960 le había sido diagnosticado cáncer cerebral y falleció, víctima de esa enfermedad, el 26 de septiembre de 1962 en una clínica de Oakland (California). A su muerte, se publicó de inmediato un aluvión de necrológicas, que deploraban el fin de quien era ya una firme autoridad en el ámbito de la literatura española y de la Tradición Clásica y que ponderaban su obra con encendidos elogios (breve, certera y hondamente emotiva es, entre ellas, la que le dedica Marcel Bataillon [Bataillon, en Lida de Malkiel 2017, pp. 11*–15*]).

Gracias sobre todo a los desvelos y devoción de su marido, fueron editándose póstumamente libros suyos, y recopilaciones de artículos o reseñas dispersos en revistas, y estudios a los que aún no había tenido tiempo de dar forma definitiva; de modo que, como si aún viviera, María Rosa Lida de Malkiel siguió dándonos sus frutos después de la muerte. El primero de ellos, como ya hemos dicho, fue su magistral libro sobre La Celestina y, al cabo de un tiempo, La Tradición Clásica en España (publicado en 1975, y reimpreso con sustanciosas adiciones en 2017 = Lida de Malkiel 2017; véase García Jurado 2016, pp. 163–165), que recoge lo más significativo de la autora en esta disciplina y este ámbito geográfico, libro que ha gozado de amplia difusión e influencia. Bien puede decirse que en ella se cumple aquel dicho de Marcial: «Los individuos excepcionales tienen vida breve y rara vez envejecen» (Inmodicis brevis est aetas et rara senectus [Mart. 6, 29, 7]).

La falta de una docencia continuada condicionó que María Rosa no tuviera discípulos directos (Rico, en Lida de Malkiel 2017, p. 9*). Pero sus publicaciones le han granjeado un gran número de seguidores y admiradores en el ámbito del hispanismo y el clasicismo. En efecto, mucho puede aprenderse de su obra y de su método de estudio. Es más: para la actual investigación en boga sobre la Tradición Clásica personalmente entiendo que los escritos de María Rosa son canónicos y ejemplares en más de un sentido.

Trazamos a continuación unas líneas definitorias de su perfil como investigadora. En realidad, no se prodiga en ella la etiqueta «Tradición Clásica» que, derivada del libro de Highet, encabeza su reseña del mismo y da nombre al famoso libro, póstumo y recopilatorio, en el que se integró dicha reseña, y título que obedece sin más, si no me equivoco, a decisión de Yakov Malkiel, que lo editó; ni hay en la mente de la autora conciencia de trabajar en una disciplina autónoma, desligada de la común historia literaria; ella habla solo de «perduración de la literatura antigua en Occidente» a propósito de su reseña a Curtius; y previamente, en su artículo «Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española», llama a las diferentes pesquisas ahí encerradas «estudios de tradicionalidad literaria» (citando explícitamente a Menéndez Pidal como autor de esta etiqueta), pero entiende que tales indagaciones corresponden, sin más, al común proceder del historiador de la literatura; no propone ninguna disciplina aparte; y su método es el histórico-comparativo. El marco y contexto de la tradición le sirve a la investigadora para aquilatar la originalidad de un determinado tratamiento o recreación, y distinguir lo peculiar de cada muestra es siempre horizonte de sus pesquisas. Es de notar que no insiste especialmente en el uso del término «fuente», y es que, en realidad, como sentencia Yakov Malkiel (en Lida de Malkiel 2017, p. 12) «no buscaba fuentes o antecedentes, como hace —a veces atormentadamente— la mayoría de los “Neuphilologen”, sino que, gozando del privilegio de venir de la filología clásica, reconocía instantáneamente, en textos medievales, renacentistas y modernos, los reflejos dispersos de modelos clásicos que le eran familiarísimos». Son los resultados prodigiosos, pero esperables, de alguien bien formado y dotado de excelente memoria. En esa línea de visión historicista de la literatura, dirigida siempre a los antecedentes y consecuentes, para fijar un determinado elemento en la cadena del tiempo y reconstruir el «hilillo» de una tradición —como ella solía llamarlo—, se desarrolla su investigación, con total desapego y desdén —que no ignorancia— frente a las metodologías formalistas que comenzaban a ganar terreno en su época en las universidades americanas (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 31).

La curiosidad la llevó a ir ampliando los linderos de sus intereses literarios, progresando de lo grecolatino a lo hispano medieval, renacentista y moderno, y a saltar esporádicamente a las otras varias literaturas, como la inglesa, y al propio folclore, sensible siempre a los temas judíos y a los relacionados con la mujer. Se observa en su trayectoria un mayor apego primero a estudios analíticos, microscópicos, pero, una vez afianzada en un tema, gustaba de miradas amplias y sintetizadoras. Queda siempre en evidencia la finura de sus análisis estilísticos (Malkiel, en Lida de Malkiel 1975, p. 13), simples pinceladas a veces con que señala y distingue a los elementos de una cadena temática. Muestra tener, asimismo, una sensibilidad vigilante ante las calidades literarias, con valoraciones que siempre justifica y que suele hacer sin cobardía, consciente de que tal pronunciamiento corresponde por derecho al estudioso de la literatura. Desde luego, su mayor atención la fijaba en las fuentes primarias, y solo en segundo término, si bien no ya con tanto empeño y escrúpulo, atendía a la bibliografía pertinente. «El apego al testimonio y no la especulación —con sus afirmaciones a humo de pajas— quedó como un rasgo inconfundible de [sus] pesquisas» (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 25).

Por lo que a la bibliografía secundaria se refiere, una radical diferencia se nota entre la etapa argentina y la norteamericana: la ventaja de disponer de bien nutridas bibliotecas marcó los estudios de sus últimos años, de modo que en ellos se dedica más espacio al diálogo con la erudición profesional (Malkiel, en Lida de Malkiel 2017, p. 16). Ante todo, preside su quehacer una suerte de honradez, unánimemente reconocida, que la llevaba a mantener su propio ritmo investigador, entregándose a una revisión continua de todo lo que hacía, con la lentitud que estimaba necesaria, y sin dejarse ganar por la prisa de la publicación (Faulhaber 2017, p. 38*). Lo reiterado de su labor limae y los infinitos retoques —a la manera de los antiguos poetas alejandrinos y neotéricos— son los responsables también de su expresión clara, elegante, amena, y de su estilo lleno de sutilezas, puesto al servicio de un discurso de total rigor intelectual, una difícil combinación ciertamente; rasgo estilístico también de su brillante prosa es el seguimiento sin pérdida del hilo principal, pero con esporádica cesión a excursos, nunca impertinentes.

En suma, su rigor en la estimación del trabajo ajeno, puesto en juego numerosas veces en la práctica de la reseña, no es sino fruto de esa extremada búsqueda de exactitud y perfección que practicaba en primer lugar sobre su propio trabajo; es verdad que María Rosa blandía admirablemente la férula en sus frecuentes reseñas —como Gómez Moreno bien nos recuerda (2011a, p. 176)—, pero hay que tener presente en desquite ese característico autocontrol tan suyo, —forma sin duda de autofustigación—, que trasluce y se esconde en la lentitud y demora con que daba a luz sus trabajos; su autoexigencia justifica sus críticas severas a los otros, críticas que, no obstante, sabían también valorar y encomiar con justeza lo positivo.

Su muerte truncó una carrera que prometía mucho más. Y el esfuerzo de su esposo, Yakov Malkiel, por recopilar y editar póstumamente todo lo que ella dejó a falta de una última mano es digno del mayor agradecimiento (queda señalado un curioso y casual paralelismo biográfico con Virgilio en Cristóbal López 2013, pp. 22–27). En fin, de cuánto perdió la filología hispánica con la muerte temprana de María Rosa Lida de Malkiel nos habla Ángel Gómez Moreno, sin duda, con visión certera (Gómez Moreno, 2011b). Pero puede decirse, al menos, que en esa zona fronteriza de estudios entre lo clásico y lo hispánico, en esa parcela de la historia literaria que se ocupa del flujo de lo uno sobre lo otro, la obra de aquella mujer argentina y judía queda como ejemplar referente y enseñanza perdurable.

Bibliografía

Bataillon, Marcel. «María Rosa Lida de Malkiel (1910–1962)», en María Rosa Lida de Malkiel, La Tradición Clásica en España, Madrid, centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2017, pp. 11–15 [= «Necrologie. María Rosa Lida de Malkiel (1910–1962)», en Bulletin Hispanique (1963), pp. 189–191].

Cristóbal López, Vicente. «La Tradición Clásica en España. Miradas desde la Filología Clásica», en Minerva 26 (2013), pp. 17–51.

Faulhaber, Charles B. «Semblanza de María Rosa Lida (con Yakov Malkiel)», en María Rosa Lida de Malkiel, La Tradición Clásica en España, Madrid, centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2017, pp. 17–59.

García Jurado, Francisco. Teoría de la Tradición Clásica. Conceptos, historia y métodos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2016.

Gómez Moreno, Ángel. «En el centenario de María Rosa Lida de Malkiel», en Revista de Filología Española 91/1 (2011), pp. 131–147.

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Lida de Malkiel, María Rosa. La originalidad artística de La Celestina, 2.a ed., Buenos Aires, EUDEBA, 1970.

La Tradición Clásica en España, Barcelona, 1975 [= 2017].

Herodes: su persona, reinado y dinastía, Madrid, Castalia, 1977.

La Tradición Clásica en España, Madrid, Centro para la edición de los clásicos españoles, 2017 [= 1975].

Lida, Miranda, ed. María Rosa Lida y Yakov Malkiel, Amor y filología. Correspondencias (1943–1948), con pról. de Francisco Rico, «Cantigas de amigo» de María Rosa Lida de Malkiel al cuidado de Francisco Rico. Notas y comentarios de Juan Miguel Valero, Barcelona, Acantilado, 2017.

Malkiel, Yakov. «Introducción», en María Rosa Lida de Malkiel, La Tradición Clásica en España, Barcelona, Ariel, 1975, pp. 9–34.

— «Cómo trabajaba María Rosa Lida de Malkiel», en María Rosa Lida de Malkiel, La Tradición Clásica en España, Madrid, centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2017, pp. 61–71 [= En Homenaje a Rodríguez Moñino. Estudios de erudición que le ofrecen sus amigos o discípulos norteamericanos, vol. I, Madrid, 1996, pp. 371–379].

Rico, Francisco. «Preámbulo», en María Rosa Lida de Malkiel, La Tradición Clásica en España, Madrid, centro para la Edición de los Clásicos Españoles, 2017, pp. 7–9.

Vicente Cristóbal López

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