Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

Nietzsche, Friedrich (Rocken,

1844–Naumburg, 1900)

Hijo de un pastor protestante, Nietzsche estudia primero teología en Bonn, dedicándose luego al estudio de la filología clásica bajo la dirección de Friedrich W. Ritschl. Profesor en Basilea a los veinticuatro años, deja su cátedra diez años más tarde y lleva una vida errante, viviendo en Suiza, Italia, Alemania y Francia. Sus dos mayores influencias de juventud fueron la obra de Schopenhauer y su amistad con el músico Richard Wagner. A partir de 1889 se hunde en la locura progresivamente hasta su muerte. Sus ideas rebasan ampliamente su propio tiempo histórico, ejerciendo una poderosa influencia en la configuración de la mentalidad contemporánea. Son destacables, de su pensamiento filosófico, sobre todo, su crítica a la cultura occidental, que viene a ser, en el fondo, una disputa con la metafísica que se desarrolla desde los griegos hasta Hegel. En el marco de esta crítica elabora su método genealógico, con el que indaga en las valoraciones que subyacen a los productos culturales: religión, ciencia, moral, política, arte, etc. De este modo, llega a la conclusión de que nuestra cultura está enferma de nihilismo, y que es preciso aspirar a un nuevo tipo de cultura donde prospere la salud. Para ello, Nietzsche ve en el mundo de la cultura griega de la época trágica, anterior a Sócrates y Platón, un ejemplo concreto de tal cultura y, por tanto, un motivo de inspiración.

La clasicidad del mundo griego. Para el Nietzsche filólogo, la filología tiene necesariamente un supuesto filosófico que es el de la clasicidad del mundo griego. Pero, para Nietzsche, la noción de lo clásico no debe confundirse con la idealización neohumanista de los aspectos luminosos, apolíneo-racionales del mundo griego, con el que la filología de su tiempo practicaba, de hecho, una encubierta justificación del presente moderno, racionalista e ilustrado. Él intenta corregir el concepto de humanidad ejemplar de ese ideal griego subyacente al humanismo de los siglos XVIII y XIX, así como sus suposiciones relativas a una «jovialidad griega», una «natural ingenuidad», una «calma en la grandeza» o una «simplicidad elevada» en cuanto componentes de su inigualable belleza. Es decir, pone en discusión ese modelo clasicista, cuestionando la caracterización unilateralmente humanista de lo griego con la que se intentaba justificar el presente en lugar de impulsarlo hacia una nueva grandeza. La canonización de la cultura griega como clásica, que lleva a cabo la filología, debe obedecer, en efecto, al objetivo necesario de desarrollar una función de formación cultural y educativa. Pero, para Nietzsche, el interés por los griegos debe ser indisociable de la necesidad de una crítica del presente, en el sentido de que aquel interés reinventa los ideales clásicos, abriendo así al presente nuevas posibilidades de autosuperación:

La Antigüedad griega como compendio clásico de ejemplos para la explicación de toda nuestra cultura y su desarrollo. Es un medio para comprendernos, para orientar nuestra época y de ese modo superarla (Nietzsche, FP II, 1.ª, 6 [2]).

Y no solo cuestiona el ideal de humanidad con el que la ideología moderna se introduce en la filología, que la refleja en su noción de lo clásico y la asimila de forma inmediata. Nietzsche ensaya, con sus críticas a la filología, un modo de cuestionamiento de la ideología moderna capaz de canalizar el tipo de exigencias que, ya desde 1869, planteaba a la filología clásica y a su imagen de los griegos. Entonces pedía que toda actividad filológica se encuadrase y canalizase en una concepción filosófica del mundo. Dos años después ve un poco más claro lo que entonces quería decir con eso:

En la comparación con la Antigüedad se trata, ante todo, de reconocer que los hechos perfectamente bien conocidos necesitan ser explicados. Esta es la auténtica característica del filósofo. De ahí que tengamos el derecho a empezar por una concepción filosófica de la Antigüedad. Solo cuando el filólogo ha justificado con razones su instinto de clasicismo, le está permitido entrar en los hechos aislados sin miedo a perder el hilo. Porque solo cuando el filólogo «ha adquirido esta manera fundamental de ver, entonces dispondrá del coraje que requieren las grandes concepciones y no se asustará ante una apariencia de paradoja: el sentido común no se le impondrá más» (Nietzsche, F., OC II, p. 300).

En su escrito Homero y la filología clásica, Nietzsche había discutido aspectos importantes de la función de la filosofía en el tratamiento filológico de la clasicidad, trayendo a colación el modo en que los Prolegomena de Wolf reflexionan sobre el icono más enaltecido de la perfección clásica en cuanto ideal de genio poético natural, es decir, Homero. La cuestión, propiamente técnica, que Wolf había planteado, era si los poemas homéricos surgieron de una fuente común o se compusieron a partir de tradiciones múltiples desarrolladas a lo largo de siglos de recitación oral. Esta era una cuestión imposible de resolver empíricamente, pues ningún papiro ni inscripción han podido probar ni rechazar una posición ni su contraria. Wolf se pronuncia entonces por la segunda hipótesis, aportando para ello numerosos testimonios de autores antiguos como Cicerón, Plutarco, Eliano, Josefo, etc., que muestran que los poemas homéricos, incluso ya en la Antigüedad, se tenían por compilaciones de tradiciones múltiples y diversas. Nietzsche, en cambio, añade a esta solución que Homero es, en realidad, «un juicio estético», o sea, una imagen de unidad y originalidad que se mantuvo durante siglos por lectores que percibían en ella al genio creador de la Ilíada y la Odisea, monumentalizado y culturalmente consagrado. O sea, una imposibilidad fáctica se había resuelto mediante un juicio de la imaginación que producía la figura de una totalidad unificada, o, dicho en otras palabras, Homero es un modo de nombrar el esquema conceptual que sirve de base a la totalidad constituida por la unidad estética de sus poemas. Es cierto, por tanto, que Homero, como autor de la Ilíada y la Odisea, es una construcción de los filólogos alejandrinos del siglo III a. C., que convierten así, de modo interesante, al talento sobrenatural y mítico —y, por lo tanto, inaccesible—, prototipo de toda poesía, en un poeta posible, o sea, dotado de una personalidad histórica. Pero con ello llevan a cabo un juicio estético sobre sus poemas y proyectan, a partir de él, una imagen de unidad reconocible.

Este primer tratamiento de la cuestión arroja, por tanto, una primera conclusión: lo clásico es, en realidad, una proyección fruto de la acción de la imaginación, desde el momento en que la realidad histórica de la Antigüedad no puede ser conocida como realidad en sí. Lo clásico no es una propiedad intrínseca del pasado, sino producto de un juicio estético por parte de épocas históricas posteriores. Los griegos clásicos no son más que un ideal moderno, un símbolo y una norma de perfección propuesta para la humanidad, pues toda época puede darse, por motivos explicables, un ideal clásico que promueva su autosuperación y el perfeccionamiento educativo de sus individuos. El ideal es un componente básico de la acción humana, que necesita de ilusiones y de engaños para motivarse. Nietzsche defenderá siempre que la vida necesita las ilusiones que son constitutivas de toda forma de cultura. El problema de la clasicidad, por tanto, apunta a la cuestión de que, si la cultura no es más que el conjunto de las ilusiones por las cuales vivimos, entonces la relación del ideal griego con el presente puede ser la de una acción de justificación y autoglorificación, o bien una relación crítica y autosuperadora. Para Nietzsche, la Antigüedad de la filología clásica oficial es, sobre todo, una proyección «inconsciente» de la ideología dominante en la época moderna. Nuestra imagen del pasado está inevitablemente condicionada por nuestra posición en el presente. Y esa imagen unilateral de la clasicidad de lo griego en el neohumanismo alemán no es más que el fruto de un uso monumental degenerado por parte de una época satisfecha de sí misma e incapaz de nueva grandeza. Frente a ello, es necesario redefinir lo griego como ejemplo y probada posibilidad de nuevas formas de grandeza.

Filología y filosofía. Ciertamente, toda imagen del pasado es una cuestión de proyección, incluso de «transfert». Y ese era el problema central de la relación entre filología y filosofía tal como lo habían visto los pioneros de la filología clásica. Para darle respuesta, mientras Winckelmann apelaba a dejarse impactar por el ideal de perfección clásica de los griegos a través de sus imágenes en el arte, Wolf apela ya directamente a la «inmersión empática e intuitiva»; es decir, a sumergirse con empatía («hineinzustimmen») en ideales ajenos y, por tanto, hacerse presente con la imaginación un pasado lejano, con el que hay que conectar —añaden Boeckh y Bernhardy con un término que recuerda a la hermenéutica de Schleiermacher— a través de la simpatía. Tanto Wolf como Boeckh consideran como objetivo fundamental de los estudios clásicos hacer intuible, aunque de manera inevitablemente aproximada, la imagen de la Antigüedad como una totalidad. En esta imagen, lo común («Gemeinsames») es algo en lo que cada elemento particular está contenido, algo, en consecuencia, que no se puede impostar desde fuera, sino que ha de captarse en su interior mediante una intuición («Anschauung») general que aprehenda también, y simultáneamente, junto a la totalidad, cada uno de los componentes de ese todo. Wolf considera, por último, que esta intuición puede ser objetiva a condición de que proceda de una facultad para la proyección imaginativa movida por el impulso hacia la belleza («Schönheitstrieb»). En resumen, el pasado griego es idealizado como clásico en virtud de una capacidad de producir esta idealización de manera «instintiva» por parte del auténtico filólogo. Solo con esta condición puede el pasado salir a la luz en el presente. Porque ese filólogo «siente» lo que significa la Antigüedad para el hombre moderno, y mantiene con esta Antigüedad una relación de deseo vehemente («Sehnsucht»), que le hace comprobar su insalvable distancia respecto de ella. El clasicismo oficial muestra de este modo su final complicidad con el idealismo y con la autosatisfacción del hombre moderno, que considera que la única manera de llegar a ser grandes es imitar a los griegos que son inimitables.

Por tanto, los griegos de la filología oficial y su idealismo estetizante no son, en último término, sino una prolongación del idealismo alemán, de sus contradicciones y de su nihilismo. Este clasicismo reproduce, por ello, el desgarramiento kantiano entre ser y deber-ser con su imperativo de alcanzar el ideal en el nivel de la individualidad, que es inalcanzable, pero afirmando, a la vez, la necesidad de que ese imperativo se mantenga como norma de perfección suprema. La misma escisión insalvable que existe, según Kant, entre la vida y el ideal de santidad es la que existe, para la filología, entre la Antigüedad y la Modernidad, por lo que la Antigüedad idealizada funciona como instancia nihilista de desvalorización y negación del presente. Humboldt reproduce muy bien esta paradoja: los griegos son la esencia de la humanidad, pero esta esencia está separada de lo humano en su forma moderna por un abismo insalvable. Nietzsche quiere superar este idealismo del clasicismo neohumanista por lo que, para él, lo clásico no es la imitación imposible de la Antigüedad griega, sino su uso como un conjunto de paradigmas con los que interpretar y juzgar nuestra cultura, y con los que podemos comprenderla para superarla. Por ejemplo, a partir del estudio de la tragedia griega es posible darse cuenta de la desaparición, en la época moderna, de aquella comprensión trágica de la existencia, presente en el arte y el pensamiento griegos, que se concreta en las ideas de moderación y de respeto ante los límites de lo humano y su condición de precariedad y desamparo existencial en el mundo. Y también permite reconocer en el optimismo racionalista de Sócrates y su incuestionable fe en la cognoscibilidad racional de la realidad, base de la ciencia y de la técnica modernas, el punto de inflexión con el que se inicia este olvido.

Para Nietzsche, la humanidad fracasa cuando no tiende a la realización de su forma más elevada de vida, destellos de cuya imagen lanzan las grandes personalidades griegas:

Los pensadores que vivieron en la época más vigorosa y fructífera de Grecia, en el siglo anterior a las guerras médicas y durante las mismas, han descubierto incluso bellas posibilidades de vida; y me parece que los griegos posteriores han olvidado lo mejor de ellas: ¿y qué pueblo podría decir, hasta la fecha, que las ha redescubierto? Compárese a los pensadores de otras épocas y de otros pueblos con esa serie de figuras que comienza con Tales y termina con Demócrito, o incluso póngase a Sócrates y a sus discípulos y a todos los líderes de sectas de la Grecia posterior junto a aquellos griegos antiguos… creo que toda consideración de este tipo concluirá con la siguiente exclamación: ¡qué bellos son! No veo entre ellos a ninguna figura deforme y asilvestrada, ningún careto clerical, ningún carniseco eremita del desierto, ningún fanático maquillador de las cosas presentes, ningún falsario teologizante, ningún pálido y abatido erudito: tampoco veo entre ellos a ninguno de esos que dan tanta importancia a la «salvación de sus almas» o a la cuestión de qué es la felicidad, que olvidan por ello al mundo y a sus congéneres. ¡¿Quién pudiera volver a descubrir «estas posibilidades de vida»?! Los poetas e historiadores deberían afanarse en esta tarea: pues hombres así son demasiado infrecuentes como para que se les pueda dejar escapar. Más bien, uno no debería concederse reposo alguno hasta tanto no se hubiesen recreado sus figuras y pintado cien veces en los muros y se está tan lejos de ello, que, verdaderamente, no hay razón entonces para darse un respiro. Pues a nuestra época, tan inventiva como es, aún le sigue faltando justamente aquella invención que hubieron de realizar los filósofos antiguos: ¡¿de dónde procedería, si no, su belleza digna de encomio?! ¡¿De dónde, nuestra fealdad?! Pues ¿qué es la belleza sino el reflejo, contemplado por nosotros, de una extraordinaria alegría de la naturaleza, debido a que se ha descubierto una nueva y fructífera posibilidad de vida? ¿Y qué otra cosa es la fealdad sino el descontento consigo misma, su duda de si aún comprende realmente el arte de seducir para la vida? (Nietzsche, F., FP II, 1.ª, 6 [48]).

Los griegos pueden ser modelos clásicos para nosotros en cuanto es posible tipificar simbólicamente, en sus grandes personalidades, problemas, actitudes espirituales o épocas enteras. Eso típico, lo que no cambia en el cambio histórico de los acontecimientos humanos, no puede aportarlo un estudio filológico-histórico de carácter científico, sino que hay que descubrirlo mediante una sintonía de tipo poético. Nietzsche desarrolla una amplia reflexión, que se apoya en los autores griegos, pero también en Emerson, Schopenhauer y Burckhardt, entre otros, sobre el sentido y el valor de lo clásico como el elemento típico, ejemplar, capaz de promover el amor y la veneración del hombre moderno. Pues lo que tiene valor eterno son las grandes personalidades. Por tanto, la labor del filólogo-historiador debería ser la de trazar una pintura histórica de esas grandes personalidades que han originado los diversos sistemas filosóficos, extrayéndolos de su propia naturaleza y de su modo de sentir la existencia. Ellos testimonian la existencia y, por tanto, la posibilidad de nuevas actitudes vitales. Cada uno aporta un color, una tonalidad que enriquece el espectro multicolor de la vida. Esta opción es la que explica la hostilidad de Nietzsche hacia la historiografía icónica. Es preciso elegir entre las infinitas masas de datos históricos y privilegiar una perspectiva de evocación «artística» de lo que en el pasado es digno y capaz de vida. Es perjudicial para la vida un modo de cultivo de la historia en el que todo tiene valor:

Para nosotros vale solamente el criterio estético: lo grande tiene derecho a la historia, pero no a una pintura histórica icónica, sino productiva y estimulante. Dejemos en paz a las tumbas y apoderémonos de lo eternamente vivo (Nietzsche, F., FP I, 19 [37]).

Este modo de relación con nuestra tradición implica una nueva concepción de la relación entre filología y filosofía:

Para oponerse a la historiografía icónica y a las ciencias naturales se requieren enormes fuerzas artísticas. ¿Qué debe hacer el filósofo? Acentuar en medio de este hormigueo el problema de la existencia, y en general los problemas eternos. El filósofo debe conocer lo que se necesita y el artista debe crearlo. El filósofo debe sentir de la manera más intensa el dolor universal: de la misma manera que cada uno de los antiguos filósofos griegos expresa una necesidad: allí, en esa falla, introduce él su sistema. Construye él su mundo dentro de esa falla. Hay que reunir todos los medios con los que se pueda salvar al hombre para el sosiego: ¡ahora que las religiones se están extinguiendo! (Nietzsche, F., FP I, 19 [23]).

Filología, arte y vida. En su curso Introducción al estudio de los diálogos de Platón, Nietzsche declara al comienzo su propósito de atender con especial atención a la personalidad del filósofo y hacer de su sistema un uso instrumental. Pues «el hombre es más interesante que sus libros». Es lo mismo que lleva a cabo en su curso sobre Los filósofos preplatónicos, un modo de aproximación que él vio ejemplificado en el modo griego de ocuparse de la historia antes de su degeneración en el enciclopedismo helenístico.

Su Segunda Consideración Intempestiva ofrece, finalmente, las claves para comprender el procedimiento que puede permitirnos reproducir lo típico ejemplar de las grandes personalidades del pasado y promover el deseo de aspirar a realizarlo. En Nietzsche, el problema de cómo comprender a los griegos se liga así al de cómo plasmarse y realizarse uno mismo. Las visiones del mundo no se refutan ni se demuestran racionalmente, sino que subsisten por una necesidad ligada a la personalidad de quien las cree. Pues lo que decide no es el impulso cognoscitivo, sino el impulso estético. En las discusiones del texto se ofrecen, pues, las diversas estrategias adoptadas por Nietzsche en su peculiar modo de entender el trabajo del filólogo-historiador frente al uso vigente, calificado en ese escrito de «enfermedad histórica». La tesis de la que se parte es que la historia, entendida como ciencia objetiva de los hechos del pasado, favorece procesos de degeneración en el presente, mientras que la historia como arte es una fuerza esencial para la formación espiritual y el desarrollo de la vida en el presente:

Que los grandes momentos en la lucha de los individuos forman una cadena, que en ellos perdura a través de los milenios un plano estelar de humanidad, que lo supremo de tal momento, caducado hace ya mucho tiempo, continúa siendo para mí algo vivo, claro y grande: he aquí la idea subyacente a la fe en la humanidad, idea que se corresponde con la exigencia de una historia monumental (Nietzsche, F., OC I, p. 713).

Contra toda metafísica esencialista, contra toda teleología histórica y contra todo evolucionismo social, Nietzsche afirma que el objetivo de la humanidad no puede estar al final, sino solo en sus más altos ejemplares. Esta imagen plural de la grandeza de los más altos ejemplares de la humanidad debe contrastar con todo lo que es pequeño y bajo, y solo piensa en «vivir a cualquier precio». La historia monumental ayuda al hombre del presente porque le enseña a deducir, de la grandeza pasada, un ideal posible de grandeza a realizar. En estos términos se concreta la tentativa de Nietzsche de reproponer la clasicidad del hombre griego, que no aspira a imposibles imitaciones, sino que trata de poner la fuerza formadora del antiguo ideal al servicio de la construcción del futuro.

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Diego Sánchez Meca

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