Reyes Ochoa, Alfonso (Monterrey, 1889–México, 1959)
La afición por Grecia, título del volumen XIX de las Obras completas de Alfonso Reyes, sintetiza el interés que por los estudios clásicos mostró, dentro de sus variados y profundos afanes por las letras, este creador y estudioso de la cultura hispana. La inclinación de Reyes por Grecia y Roma se dio desde muy temprano en su formación autodidacta y pronto alcanzó uno de sus puntos culminantes como humanista en el Ateneo de la Juventud Mexicana (1909), grupo del cual fue el más destacado de sus miembros en cuanto al cultivo de los autores clásicos, en especial de los griegos; allí es donde dio a conocer su ensayo Las tres Electras del teatro ateniense. Desde su visión profunda y cosmopolita, Reyes tuvo una clara percepción del estado en que se encontraba la cultura en México durante la época en la que gobernó el dictador Porfirio Díaz (de 1876 a 1911, con breves interrupciones); por aquel entonces, las humanidades habían sido relegadas en aras de un afán cientificista, positivista y, en el caso particular del régimen vigente, reduccionista, de acuerdo con las leyes del método científico. El humanismo cultivado por Reyes resultaba inusitado en el ambiente convulso de la Revolución Mexicana y sus inmediatas secuelas (1911–1924). Sin tener clara la identidad de una nación mexicana, la búsqueda del «ser» mexicano fue una de las inquietudes de algunos ateneístas, y para Reyes muchas respuestas sobre esta cuestión era posible hallarlas en el pensamiento grecorromano. De acuerdo con Brading, la orientación positivista de la enseñanza en la Escuela Nacional Preparatoria educaba a la juventud mexicana bajo una serie de fatalidades raciales, geográficas, políticas e, incluso, religiosas, que de alguna manera justificaban la dependencia de México con respecto a los Estados Unidos y con Europa (Brandig 2006, pp. 48–52), situación que debía modificarse por medio de un modelo que tomara en cuenta a las humanidades en aras de cultivar la reflexión y la crítica. En esa ruta de pensamiento, los ateneístas proponían un giro amplio y profundo en la educación y en la cultura mexicanas. En este contexto, José Vasconcelos, otro reconocido ateneísta, escribió, por ejemplo, su ensayo La raza cósmica (1925), y Reyes, más abierto a las raíces de lo americano, pero también con inquietudes semejantes, publicó sus Notas sobre la inteligencia americana (1936). En este ensayo, se encuentran algunas trazas de la intención por comprender el lugar de lo americano en cuanto a una definición cultural que no es ajena a la Tradición Clásica, en tanto que se asume como herencia europea:
Llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma en otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente. A veces, el salto es osado y la nueva forma tiene el aire de un alimento retirado del fuego antes de alcanzar su plena cocción. La tradición ha pesado menos, y eso explica la audacia. Pero falta todavía saber si el ritmo europeo […] es el único «tempo» histórico posible; y nadie ha demostrado todavía que una cierta aceleración del proceso sea contra natura (Reyes 1991, pp. 230–231).
Esta reflexión puede ser considerada como premisa fundamental para advertir la propuesta de Alfonso Reyes en cuanto al sentido de una Tradición Clásica, de corte europeo, que en México debía reconocerse sin menoscabos nacionalistas, cultivarse con las herramientas a disposición y proyectar la originalidad de un pensamiento mexicano alimentado por sus raíces clásicas. Para el humanista regiomontano esto implicaba dar pasos agigantados dirigidos a abrevar del conocimiento y del cultivo de los clásicos griegos y latinos que estaban presentes en los más diversos discursos de la cultura mexicana, a pesar de que no había una clara conciencia del necesario estudio sistemático del legado de Grecia y de Roma. Tal osadía que tanto México como Hispanoamérica entera han mostrado para perseguir de manera esforzada y tratar de alcanzar algo que, incluso, no estaba del todo definido, es una característica de la cultura mexicana cuyo modelo es el propio Reyes, pues él mismo trató de avanzar con pasos de gigante en aras de una meta ideal, impuesta por la urgente necesidad de dar un rostro a tal cultura y, por lo mismo, al significado del ser mexicano. En este sentido, Guichard Romero comenta que Reyes se sentía llamado a perpetuar la Tradición Clásica en América Latina, pues «quería dejar claro que la cultura mexicana pertenecía» a dicha herencia «con todo derecho aunque hubiera llegado tarde al banquete de la cultura occidental» (2004, p. 431).
Alfonso Reyes desarrolló un carácter ecuménico en el estudio y apropiación de los clásicos grecolatinos frente a la visión conservadora que prevalecía en México. Creía en la emancipación del sujeto a través del conocimiento y de la reflexión del pensamiento antiguo de los autores clásicos. Su experiencia histórica como testigo del levantamiento armado contra el conservadurismo representado por Porfirio Díaz lo llevó a trazar la analogía con la situación educativa en México: un planteamiento revolucionario sintetizado en una expresión que resultó inusitada en su momento: «Quiero el latín para las izquierdas, porque no veo la ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas» (Reyes 1993, p. 107). El carácter laico que Reyes pretendía recuperar para la enseñanza media en México obedecía también a su particular visión sobre la conformación nacional de la patria. Si Virgilio era motivo para comprender cómo se arraiga la rememoración de la casa patria a través de las palabras de Stevenson en La resaca, Reyes encontró igualmente en la Eneida razones para su lectura en cuanto a lo que en ese poema se puede aprender para la conformación de una noción de patria:
La lectura de Virgilio es fermento para la noción de la patria, y a la vez que modela su ancho contorno, lo llena con el contenido de las ciudades y los campos, la guerra y la agricultura, las dulzuras de la vida privada y los generosos entusiasmos de la plaza pública, dando así una fuerte arquitectura interior al que se ha educado en esta poesía. Llevando un Virgilio se puede bajar sin temor a los infiernos (Reyes 1993, p. 112).
Así pues, con tales antecedentes, Alfonso Reyes cultivó los estudios clásicos en México en tres vertientes: la traducción, la exégesis y la creación literaria.
La traducción. En 1951, el Fondo de Cultura Económica publicó la versión alfonsina de los primeros nueve cantos de la Ilíada, con el título de Aquiles agraviado. Más tarde en el volumen XIX de sus Obras Completas, publicado en 1968, se añadió la traducción de un fragmento de 143 alejandrinos del canto X, la Dolonía. Esta labor supuso uno de los afanes intelectuales más caros a Reyes, seducido por la potencia y por la belleza de la poesía homérica y con el propósito de ofrecer una versión por y para la América de lengua española. Fue célebre la polémica que causó esta tarea y su publicación, pues se cuestionó si Reyes poseía el conocimiento del griego antiguo para tan ambiciosa empresa. El mismo poeta abonó al debate, pues en las primeras líneas de su prólogo a la traducción referida anotó:
No leo la lengua de Homero; la descifro apenas. «Aunque entiendo poco griego» […] un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original y conservando las expresiones literales que deben conservarse, sea por su valor histórico, sea por su valor estético (Reyes 2000, p. 91).
Alicia Reyes condensó la polémica de este modo: «Reyes no sabía griego, sabía Grecia» (1999, p. 9). Por su parte, Ernesto Mejía Sánchez apuntó: «a los desconfiados hay que notificar que en la Biblioteca Alfonsina se conservan en buena parte las libretas de apuntes y notas de aprendizaje de 1907 a 1913» (2000, p. 7), que probarían el conocimiento de Reyes para emprender una traducción como la indicada. El ejercicio de traducción muestra un manejo estilístico bien acrisolado, pues se trata de una versión que refleja el contenido de los hexámetros homéricos, con un tono poéticamente acertado en el verso alejandrino que Reyes eligió como referente del verso griego; no latinizó los nombres griegos, como en otras versiones, los transcribió; otro acierto que debe destacarse es la inclinación por la traducción versificada frente a las hechas en prosa. A este respecto escribió Guichard Romero:
La versión de Reyes es sin duda la más literaria, la que da un texto más refinado, si por esto se entiende una estructura y un léxico más complejos. Probablemente ésta sea la característica de la versión de Reyes que un filólogo estricto podría cuestionar: la Ilíada no es bella, no es artística en ese plano (Guichard Romero 2004, p. 424).
Esta lectura es precisa, además, por otras razones: se trata de una versión hecha por un poeta que conoce muy bien la lengua española, su lengua, y desde ese conocimiento poético es que puede acercarse a las traducciones de Homero, sobre todo la francesa y la inglesa, e ir siguiendo el texto griego con los conocimientos que poseía de la lengua clásica. La apreciación estética de Reyes, en tanto que poeta, le permitió comprender las cualidades propias del texto homérico para verter algunas de sus características al español, procurando una lectura que se entendiera lo mejor posible. No se trata de una estructura y un vocabulario complejos lo que hace que la versión de Reyes sea poética, sino la aprehensión del sentido que en sus alejandrinos no vierte directamente del griego, sino que se apropia del contenido y lo expone prácticamente en versos propios. Reyes, en efecto, logra momentos sublimes en su versión homérica, pensando en la teoría del Pseudo Longino, otro autor antiguo que tuvo muy presente en cuanto sus escritos sobre teoría literaria, que obedecen a su naturaleza poética y a la aprehensión de la poesía homérica traducida y compulsada con el texto griego. He aquí un breve ejemplo de traducción:
—Pienso en lo que tú piensas, como tú me acongojo.
Mas fueran más punzantes mi duelo y mi sonrojo
si teucros y troyanos de peplos rozagantes
vieran que me sustraigo a la dura porfía.
Ni puede aconsejármelo tampoco el corazón:
siempre en las delanteras luché con valentía,
como me lo imponían la propia estimación,
la gloria de mi padre y mi generación.
(Reyes 1968, p. 218)
Que corresponde a este pasaje homérico:
ἦ καὶ ἐμοὶ τάδε πάντα μέλει γύναι, ἀλλὰ μάλ’ αἰνῶς
αἰδέομαι Τρῶας καὶ Τρῳάδας ἑλκεσιπέπλους,
αἴ κε κακὸς ὥς νόσφιν ἀλυσκάζω πολέμοιο:
οὐδέ με θυμὸς ἄνωγεν, ἐπεὶ μάθον ἔμμεναι ἐσθλὸς
αἰεὶ καὶ πρώτοισι μετὰ Τρώεσσι μάχεσθαι
ἀρνύμενος πατρός τε μέγα κλέος ἠδ’ ἐμὸν αὐτοῦ.
(Hom. Il. 6, 441–446)
La traducción lleva al español el sentido de los hexámetros, pero en aras de la construcción de los alejandrinos Reyes deja de lado elementos propios del griego que es posible verter al español, pero se perdería la versificación en esta lengua. Hay en esta cala una prueba de la selección que Reyes hace de los sentidos poéticos de Homero para crear en la lengua de llegada una versión que se lee natural y propia de esta. Así pues, la versión alfonsina es una práctica de lectura atenta y poética del texto homérico que encuentra su espacio en la versificación española con la que se intenta trasladar el contenido épico y, al mismo tiempo, acercar al lector a una comprensión estética.
Como en otros afanes acerca del cultivo de los clásicos, la finalidad de Reyes era la de contar con una traducción poética, en verso y que fuera una apropiación americana (mexicana) de la Ilíada, para mostrar tanto la Tradición Clásica trasplantada a México, como las posibilidades y el desarrollo de los estudios clásicos en este país, como se verá en los siguientes apartados. El siglo XX mexicano tuvo como referente prácticamente único de la traducción de la Ilíada la de Luis Segalá y Estalella (Barcelona, Montaner y Simón, 1908; México, UNAM, 1921), con modificaciones de Julio Torri, quien siguió de cerca la versión de Leconte de Lisle. Y si bien es cierto que había más traducciones de la Ilíada al español, la mayoría de ellas de España, los ateneístas, en especial Reyes y Vasconcelos, coincidieron en pensar que la educación en México requería un fundamento en la lectura de autores clásicos en sentido amplio, pero en particular de los antiguos griegos. Es muy probable que la idea de Reyes por traducir la Ilíada tenga una de sus raíces en la época en la que Vasconcelos, siendo secretario de educación, le dijo a Álvaro Obregón, cuando entonces era el presidente de México: «lo que este país necesita es ponerse a leer La Ilíada» y se echó a la tarea de repartir cien mil Homeros (2011, p. 92). Su paisano, Julio Torri, fue el encargado del texto de la Ilíada (1921–1924; 2011), «un mal arreglo de la versión de Segalá y Estalella», según reseñó el helenista colombiano Jorge Páramo Pomareda (1954, p. 406).
Ahora bien, otra circunstancia que vale la pena reseñar brevemente en torno a la traducción de Reyes porque muestra el sentido de la Tradición Clásica en América Latina es el diálogo oblicuo con las traducciones de Leopoldo Lugones de la Ilíada y de la Odisea. El argentino dio la clave al poeta regiomontano, aun cuando no de un modo sencillo y sin haber discusión de por medio, sobre la posibilidad de verter los hexámetros homéricos a versos alejandrinos, decisión que Reyes sabía que podía conducir a «una traducción chapucera, bárbara, de la antigua cantidad silábica al acento rítmico moderno» (Reyes 1968, p. 92). Así pues, considerando por una parte el ideal de una educación básica para México sustentada en los clásicos y animado en parte por las traducciones de Homero hechas por Lugones, Reyes emprendió su tarea de traductor con la advertencia de que se trataba de un texto dirigido no a los lingüistas ni a los filólogos, sino con la finalidad de ser una lectura de carácter literario, histórico y filosófico (Reyes 1968, p. 91). La traducción filológica, a decir del regiomontano, ahuyenta y cansa al lector, no así al estudiante de griego, y por ello buscaba que aquella tuviera un público mucho más amplio. Como colofón a esta parte, hay que señalar que Reyes, a su vez, influyó de manera determinante en la traducción completa de la Ilíada que Rubén Bonifaz Nuño publicó en 1998 (México, UNAM).
La exégesis. El interés de Alfonso Reyes por los estudios clásicos quedó expuesto en una vasta obra que prácticamente sigue una línea continua desde Homero hasta llegar al opúsculo del Pseudo Longino (Περὶ ὕψους). Hacia 1908, Reyes dio a conocer su ensayo Las tres Electras del teatro ateniense, estudio comparativo con el que, a decir de Düring, fue considerado ya un maestro (1955, p. 14) que se iba a decantar sobre todo por los autores griegos. En las primeras décadas del siglo XX en México los estudios sobre los autores clásicos eran muy acotados en cuanto a los alcances teóricos y del conocimiento específico de una historia amplia del horizonte de Grecia y Roma. Prueba de ello es el hecho de que dicha tradición estaba prácticamente enfocada a escasos autores latinos clásicos y en algunos del periodo novohispano que escribieron en lengua latina, siendo Virgilio, Horacio y Ovidio los más estudiados. Los autores griegos eran, en términos generales, mínimamente cultivados y en las pocas investigaciones que se pueden hallar se hace referencia a los más conocidos y a su paso por otras literaturas o saberes como la filosofía (Osorio 1986, pp. 63–117). Esta situación se explica porque en los seminarios mexicanos siempre hubo la preeminencia del estudio y la traducción de los textos latinos: la lengua latina contó con un lugar especial desde la evangelización llevada a cabo durante la conquista española, hecho que el propio Reyes observó al denunciar cómo se iba abandonando también su estudio para dejar solo los cursos de etimología. En este sentido, no deja de llamar la atención que Reyes se enfocara con mayor dedicación al griego y no al latín, y que sus inclinaciones de interpretación literaria para explicar el contenido de una naciente literatura mexicana acudiesen preeminentemente a autores griegos, aun cuando no soslayó del todo su atención por algunos autores latinos.
Las tres Electras del teatro ateniense es un ensayo donde Reyes comenta temáticamente la evolución, las diferencias y el tratamiento escénico-discursivo de Electra, de acuerdo con las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. La idea central fue la de demostrar cómo Electra crece en intensidad conforme avanza su trazo escénico a través de los tres poetas trágicos atenienses. Hay un proceso de metamorfosis que va de la heroína virginal, que es el engarce entre la tragedia contenida en el palacio de Agamenón, y la vuelta de Orestes para consumar la venganza en los asesinos de su padre, hasta llegar a la doncella que se sobrepone a su hermano en el momento decisivo en el que se da muerte a Clitemnestra. Si «la Electra de Esquilo es una seductora y delicada figura, cuya misma tenuidad conviene a prestarle más color patético, convirtiéndola en noble representación del dolor humano, liberado por la inconsciencia y el ensueño» (Reyes 1975, p. 17), la de Sófocles es una «virgen francamente rebelde, tenaz y despótica —como la misma Antígona sofoclea—, sin conflicto interior, y tan fácil en su problema trágico, que basta seguir sus discursos para poder representársela» (Reyes 1975, p. 23). Y sí Esquilo definió a Electra como «paradójica en tal razón, ella posee ese temple de las almas sensitivas por extremo, donde el engaño del mundo impide, compasivamente, a la amargura, ejercitarse en todo su rigor» (Reyes 1975, p. 17), Eurípides, por su parte, presenta a este personaje en «toda la admirable complicación de las cosas del mundo, y su tragedia, enteramente exteriorizada es lucha y actividad agresiva contra los hombres y los acontecimientos adversos» (Reyes 1975, p. 31).
La crítica en la edad ateniense (600 a 300 a. C.) es una recopilación de diez lecciones y una conclusión cuyo origen fue el curso que sobre este tema dictó Alfonso Reyes en la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad Nacional Autónoma de México), en 1941. Se trata de una obra fundamental de teoría y crítica literarias que explora de modo inteligente la base del pensamiento literario occidental, desde los presocráticos hasta llegar a Teofrasto, pasando por los historiógrafos, los dramaturgos, los filósofos y los logógrafos griegos. Su disposición unitaria y abarcadora, así como las apreciaciones puntuales de un intelectual que observó la expresión literaria desde una óptica universal, como una tradición de la cultura, y no solo desde la del especialista, dio como resultado un texto clave en este tipo de estudios en el ámbito de la Tradición Clásica, pues este trabajo, junto con otros donde Reyes cultivó el mismo tema, si bien en otros contextos literarios, tales como El deslinde, han influido de manera notable en diversos intelectuales que siguieron también la ruta de la crítica y de la teoría literarias, pero sin mirar de modo directo a los griegos, tal como lo hizo el ensayista regiomontano. Sobre este trabajo, Jaeger escribió lo siguiente en una carta fechada el 28 de marzo de 1942, cuyo original se encuentra en el archivo de Alfonso Reyes:
En mi opinión, el mérito más sobresaliente de su libro es que no descarta el período clásico por esta razón, como ocurre frecuentemente en el caso de los interesados en el problema de la crítica literaria en su pura forma, sino que persigue cuidadosamente el desarrollo gradual del elemento crítico en la vida y en la literatura griegas en todos sus aspectos. En este sentido, usted ha logrado expresar claramente cómo en el periodo clásico, junto con la moral, con la política y la crítica religiosa surge gradualmente la crítica de las cualidades estéticas de las obras literarias. Este hecho es omitido la mayoría de las veces aunque es de la mayor importancia para el desenvolvimiento y expresión general de aquel gusto infalible que Cicerón en «El orador» atribuye al público ateniense (Jaeger 1942).
Este volumen se complementa con un tema tratado por Reyes de manera más ceñida: La antigua retórica tuvo el mismo origen pedagógico que La crítica en la edad ateniense. Como ha observado Houvenaghel (2003, pp. 150–151), dentro de los trabajos alfonsinos anteriores a 1940, el término «retórica» aparece en la obra de Reyes de modo despectivo, como un recetario de grandilocuencia. Esta concepción cambia radicalmente a partir del curso dictado en la Facultad de Filosofía y Letras en 1942, pues el poeta regiomontano aborda este tema atendiendo el origen y el desarrollo en la antigua Grecia y su evolución en Roma. En términos teóricos, Aristóteles y Quintiliano son base fundamental de esta disciplina; en la práctica retórica, el análisis se centra sobre todo en Isócrates y en Cicerón.
Religión griega y Mitología griega son dos tratados recogidos en el volumen XVI de las Obras completas de Alfonso Reyes. En el primer caso, se trata de un estudio de corte historiográfico y temático de las creencias, prácticas e instituciones religiosas de los antiguos griegos. En cuanto al libro de mitología, Reyes siguió el esquema tradicional de la evolución de las deidades griegas, desde los orígenes hasta llegar a Zeus. Enseguida analizó las particularidades del mito en dioses específicos: Hermes, Dioniso, Ares y Hera. Una segunda parte de sus estudios sobre mitos griegos se encuentra recogida en Los héroes, donde analiza los ciclos épicos de la antigua Grecia y su influencia en la literatura latina (Virgilio y Ovidio), en la literatura medieval (Cantar de Rolando; Cantar de Eneas) y en la literatura del Renacimiento. Este abordaje de los mitos del héroe griego y su influencia en estas literaturas posteriores es una mirada original sobre la tradición literaria de corte clásico que coloca a Reyes en el ámbito de la literatura comparada (Guillén 2005, p. 168). De carácter misceláneo, pero con apreciaciones eruditas, es el conjunto de escritos literarios, filosóficos y mitológicos agrupados en Junta de sombras. La historia y la geografía de la Antigüedad griega también fueron objeto de estudio para Reyes: Estudios helénicos, El triángulo egeo, La jornada aquea, Geógrafos del mundo antiguo y Algo más sobre los historiadores alejandrinos fueron agrupados en el volumen XVIII de las Obras completas del regiomontano (1966).
Junto con la traducción alfonsina de los primeros nueve cantos de la Ilíada y los poemas recogidos en Homero en Cuernavaca debe ponerse en relación una serie de trabajos sobre la poesía homérica: Los poemas homéricos, donde Reyes examina la Ilíada y la Odisea bajo una perspectiva que oscila entre la construcción de los poemas y la figura del héroe. Es relevante en este trabajo un texto de suma originalidad titulado «Los médicos en la Ilíada». Como se puede observar, Alfonso Reyes se adentró en la cultura de la antigua Grecia de manera profunda y amplia, sin dejar de lado prácticamente ninguno de los temas trascendentes ahí cultivados. Los estudios alfonsinos referidos en esta parte son, hasta ahora, la mayor aportación a la Tradición Clásica en México, hecho que resumió así Ingemar Düring:
Para Reyes, la edad ateniense fué una época bañada en la luz de la belleza. Será, sin embargo, un gran error atribuirle una especial nostalgia por la cultura helénica […]. Reyes tiene siempre presente que los modernos pertenecemos a la civilización greco-romana, que el griego es la lengua madre de nuestra cultura y que en todo es, solo unas cuantas generaciones nos separan de los helenos (1955, pp. 13–14).
La creación literaria. Como creador literario, Alfonso Reyes cultivó distintos géneros literarios —ensayo, poesía, teatro, narrativa— abrevando de diversos temas y motivos clásicos. De este universo, sobresale su poema dramático Ifigenia cruel (1924). Dejando de lado la posibilidad de que algún interés personal de Reyes fuera el motor de este giro en el mito griego referido, lo que hay que recalcar, en primer lugar, desde el punto de vista literario es la dimensión que cobra Ifigenia como personaje trágico en la relectura y recreación alfonsinas y, en segundo término, la perspectiva del mito que orienta las variables tematológicas tratadas en este poema. El poeta regiomontano se inspiró en la materia trágica de Eurípides para escribir su poema dramático, pero imprimió un cambio radical en el que reside la originalidad de su reinterpretación: la renuncia de Ifigenia de volver a su patria. De acuerdo con la tragedia euripidea, es la intervención de Orestes la que da la posibilidad de que la doncella sea restituida el mundo al que pertenece, cerrando con ello ese afluente trágico, acto gratuito del destino respecto de la vida de Ifigenia que concluye con la intervención de Atenea, dea ex machina que pone el punto final:
Tú, Ifigenia, serás custodia de esta diosa en las sagradas fincas de Braurón. Allí recibirás sepultura cuando mueras, y como ofrenda te dedicarán los livianos peplos bordados que las mujeres abandonan en sus casas cuando en el parto mueren (Eur. IT. 1463–1466).
De acuerdo con Eurípides, Ifigenia finalmente tendría un fin propicio, siendo honrada como sacerdotisa de Artemisa. En cambio, Reyes modifica el sentido de este tópico al hacer de su personaje un ser que se rebela a un destino atado a su familia, no a la diosa de quien es hechura absoluta. Entre los Tauros, con quienes decide quedarse, es servidora de la diosa de la caza, lo mismo que en el Ática; pero la diferencia muy clara es que renuncia a un destino ligado a una familia cuya fatalidad parece no tener fin. Reyes explicó este sentido de su poema al recalcar qué es lo que percibió de Ifigenia: un personaje que prefirió la barbarie de los Tauros y ser una sacerdotisa que sacrifica bestialmente a volver con una familia que, a final de cuentas, está marcada también por el sacrificio entre parientes, lo que la aleja más de un sentimiento fraterno frente a aquellos que son vistos como bárbaros, pues
[…] ante la alternativa de reincorporarse en la tradición de su casa, en la vendetta de Micenas, o de seguir viviendo entre bárbaros una vida de carnicera y destazadora de víctimas sagradas, prefiere este último extremo, por abominable y duro que parezca, único medio cierto y práctico de eludir y romper las cadenas que la sujetan a la fatalidad de su raza (Reyes 1959, p. 313).
La interpretación poética de la tragedia de Ifigenia, en este caso, responde a la visión de un humanista moderno, que poco tiene que ver con sentido trágico del mito griego, al menos en lo que corresponde temáticamente con la versión de Eurípides. En efecto, en el contexto de la tragedia griega, la vuelta de Ifigenia al mundo civilizado es imperante para recomponer el cosmos. La doncella ha expurgado lo que le toca de culpa por pertenecer a un linaje que arrastra el error del sacrificio filial ab origine: con Ifigenia reincide el acto propiciatorio que recuerda la hamartía de Tántalo, en este caso el sacrificio exigido por la diosa. Muy contraria a esta situación, la lectura creativa de Reyes encarna el actuar de la doncella como una rebelión contra el destino, un desacato que nace de la libertad que ella presiente como algo propio y que puede ejercer.
Desde una posible adaptación de un principio de la Poética aristotélica, se puede decir que Reyes hace del recuerdo que recupera Ifigenia de su pasado tortuoso una suerte de anagnórisis con las palabras de Orestes que revive los nombres de Tántalo, Pélope, Atreo y Agamenón. Mediante esa rememoración se fecunda el sentido libertario de la doncella:
—Pero ¿qué hago, Diosa? ¿Salgo de tu misterio?
Amigas, huyo: ¡esto es el recuerdo!
Huyo, porque me siento
cogida por cien crímenes al suelo.
Huyo de mi recuerdo y de mi historia,
como yegua que intenta salirse de su sombra.
(Reyes 1959, p. 341)
Huir sería la primera intención para alcanzar la libertad. Pero, Ifigenia no huye sin sentido, creyendo que con Orestes volvería a su mundo, pues este no es más que un amargo recuerdo y comprende que ahí no está la libertad, sino en la tierra bárbara. Si Eurípides presenta el deus ex machina como punto final a los avatares de Ifigenia, Reyes, por el contrario, hace que su heroína encuentre en sí misma la solución del dilema: la memoria es fuego que quema su pasado y abre las puertas para una liberación que paradójicamente se da en el espacio en que parecería confinada, castigada. Como un eco de la pieza calderoniana La vida es sueño, la anagnórisis no es solo el reconocimiento entre los hermanos; este procedimiento técnico, propio de la poética, va más allá en cuanto que el acceder a la verdad provoca que la doncella se hallaba en una suerte de ensoñación, pero que la realidad a la que pretende ser llevada es una pesadilla y, entonces, prefiere estar en el sueño que se le presenta como una realidad alterna entre los Tauros.
La poesía de Reyes posee la atracción del conocimiento erudito. Crear versos con un estilo depurado, utilizando de modo magistral el lenguaje, no era suficiente para quien anhelaba grabar con distintos moldes y con las cualidades de la lengua española los viejos mitos, la antigua sabiduría y los héroes arquetípicos de Grecia y Roma. Así como en su traducción parcial de la Ilíada, Reyes fue cincelando uno a uno los alejandrinos que mostraban otro Homero, poético ya no en griego antiguo sino en español moderno, también en su creación como poeta condujo de modo lúcido el conocimiento del espacio greco-romano, de manera que su relectura y recreación de los temas y motivos literarios deviene en una lección, al mismo tiempo, de los componentes de la Cultura Clásica:
En sus poemas juveniles el entusiasmo por la poesía antigua y su mundo de figuras mitológicas y sus metáforas se expresa por medio de la imitación directa. En su poesía de madurez percibimos, de otro modo, el eco de la «minúscula Grecia» en su alma. Está siempre presente como una visión, como una corriente bajo la superficie de la imaginación. Se suele hablar de las metáforas gongorinas de su poesía. Es evidente que Reyes ama al Homero español, que con tanta erudición y decisiva maestría ha estudiado y editado, pero ha visto también y con ojos de censor que el lenguaje de Góngora está muy cargado con el peso del mal helenismo de su época. En sus momentos dichosos, el helenismo de Reyes se percibe como un anhelo de aristocrática perfección, como un spiritus tenuis Graiae Camenae (Düring 1955, pp. 66–67).
A la par del trabajo de traducción de los versos de la Ilíada, nacieron los poemas que se hallan recogidos en Homero en Cuernavaca, donde el poeta regiomontano comentó las acciones de algunos personajes homéricos o pasajes de realce de la Ilíada. También se ocupó de asuntos muy específicos como la cuestión homérica, que sintetizó en un soneto titulado «Los exégetas», en el que se inclina por la teoría unitaria de la poesía de Homero desde una visión estética y que resulta un poema didáctico para comprender la naturaleza del problema filológico y para explicar, en cierta manera, su labor al verter los hexámetros en alejandrinos:
No juzguéis que el arguto alejandrino,
partiendo en dos a Homero, como al santo,
fue tan impío ni ha pecado tanto
como peca el moderno desatino.
Que el Janto absorba y beba en su camino
tal afluente, y se revuelva el manto,
¿en qué perturba la unidad del Janto,
en qué lo deja menos cristalino?
Ha muchos siglos maduró la yema,
enfriada la masa temblorosa
hasta cuajar en su virtud extrema.
Duerma el embrión su vida penumbrosa:
no importa el balbuceo, sí el poema;
no la oculta raíz, sino la rosa.
(Reyes 1959, p. 406)
En este soneto se condensa la erudición, la técnica y la sensibilidad poéticas, así como la maestría de Reyes para definir y exponer un problema complejo de la filología homérica. Para Lida de Malkiel, Homero en Cuernavaca es un caso de influjo literario en el que Reyes «comenta con exquisita simpatía humorística los resortes literarios y humanos de la Ilíada» (1951, p. 200).
Conclusión. la Tradición Clásica en México cobró una dimensión inusitada merced a los esfuerzos intelectuales de Alfonso Reyes. La introducción y la traducción de estudios clásicos de otras latitudes sirvió de aliciente para que la difusión y el análisis profundo de los temas y motivos literarios y filosóficos cultivados en lengua española cobrará una dimensión renovada y con mayores alcances de investigación. Solo por esta labor, Claudio Guillén definió a Reyes, junto con otros escritores como Ezra Pound, Paul Valéry y Ernst Robert Curtius, como un intermediario entre culturas, un puente que se utiliza una y otra vez para acercar tiempos, contextos y conocimientos diversos (2005, pp. 75–76). Así, además de la versión de los nueve primeros cantos de la Ilíada, las traducciones de Introducción al estudio de Grecia de Alexander Petrie (1946), Eurípides y su tiempo de Gilbert Murray (1949), Historia de la literatura griega de Cecil Maurice Bowra (1948), publicadas por el Fondo de Cultura Económica, son el ejemplo concreto del empeño de Alfonso Reyes por difundir el pensamiento griego en México y en el ámbito de los países hispanos. Sus atributos como poeta le permitieron verter en alejandrinos los primeros nueve cantos de la Ilíada, así como renovar los viejos mitos en versos de diversa naturaleza, entre los que destacan los que componen la pieza dramática Ifigenia cruel y los poemas reunidos en Homero en Cuernavaca. Reyes habría emprendido una cruzada para dotar a México de una educación basada en los ideales del espíritu clásico, de no haber visto interrumpida su vida en México, primero, debido a los problemas políticos en los que se vio envuelto por su propia historia familiar y, en segundo lugar, por su trabajo como diplomático. Es claro que su vocación por lo clásico partió de un problema esencial: la ausencia de un espíritu crítico que se nutriera de los estudios de los autores griegos y latinos. Su pugna por una educación mexicana en donde las lenguas clásicas y su literatura constituyeran un sólido basamento, es un ideal vigente y que anima el sentido de la Tradición Clásica. Sin embargo, ante la vastedad de lo escrito por Reyes sobre estos temas, solo resta indicar que la revaloración de su obra en este sentido está por escribirse y que la idea de una educación para la libertad basada en un espíritu crítico sigue vigente y su urgencia, latente. A su muerte, Borges, amigo entrañable de Reyes, condensó su valía humanística en sendos versos:
El vago azar o las precisas leyes
que rigen este sueño, el universo,
me permitieron compartir un terso
trecho del curso con Alfonso Reyes.
…
¿Dónde estará (pregunto) el mexicano?
¿Contemplará con el horror de Edipo
ante la extraña Esfinge, el Arquetipo
inmóvil de la Cara o de Mano?
…
Solo una cosa sé. Que Alfonso Reyes
(dondequiera que el mar lo haya arrojado)
se aplicará dichoso y desvelado
al otro enigma y a las otras leyes.
(Borges 2007, II, 266–246)
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David García Pérez