Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

Ruiz de Elvira Prieto, Antonio (Zamora, 1923–Madrid, 2008)

Fue un prestigioso filólogo clásico, estudioso de la mitología (y mitografía) grecolatina y de la Tradición Clásica, autor de un conocido e influyente manual sobre la primera de estas materias, brillantísimo traductor de autores grecolatinos y catedrático de filología latina en las universidades de Murcia y Complutense de Madrid.

Nació en Zamora el 15 de noviembre de 1923, donde vivió los primeros años de su niñez (los datos que aquí ofrecemos proceden de su «Autobiografía», inserta en el libro Estudios mitográficos [Ruiz de Elvira 2001, pp. 13–40]). En septiembre de 1928 su familia se trasladó a Murcia y allí pasó él lo restante de su infancia y adolescencia hasta 1941; conoció también en Murcia la penosa experiencia de la Guerra Civil y fue en Murcia donde terminó su bachillerato. En 1941 comenzó en Madrid estudios universitarios de medicina, que abandonó pronto; luego, en Zaragoza, tras algunas vicisitudes, estudió los dos primeros cursos de filosofía y letras (1944–1945); culminó la especialidad de filología clásica en Madrid (1946–1948), con profesores como Santiago Montero Díaz, José Vallejo y Eloy Bullón (que fue decano de la facultad de filosofía y letras y autor de la inscripción latina que está en su fachada). Realizó su tesis doctoral sobre la sintaxis de Apuleyo bajo la dirección de don José Vallejo, que leyó en mayo de 1952 y con la que obtuvo el premio extraordinario. Fue profesor ayudante, y luego, desde 1951, previa oposición, pasó a ser profesor adjunto de filología latina en la misma universidad de Madrid, donde se mantuvo como tal hasta 1958. En ese año ganó la oposición a catedrático de la misma materia y desempeñó su nuevo cargo en la universidad de Murcia durante los años 1958–1966. Después de lo cual volvió a Madrid y en su universidad (que empezó a llamarse «Complutense» desde 1968) fue catedrático desde 1966 hasta su jubilación en 1989. Durante ese tiempo, y en ambas universidades, desarrolló una vasta labor investigadora y magistral, cumpliendo puntualmente con sus tareas de enseñanza, dirigiendo numerosas tesis doctorales y memorias de licenciatura, preparando artículos y libros. Fundó en 1971 —con la colaboración de los helenistas José S. Lasso de la Vega y Luis Gil Fernández— la revista Cuadernos de Filología Clásica, que sirvió de vehículo a la investigación en filología clásica española de aquellos años, y donde Ruiz de Elvira colaboró asiduamente. Fue durante dieciséis años (1973–1989) director del Departamento de filología latina, y simultáneamente, durante más de seis años (1975–1982), decano de la Facultad de filología, el primero de la misma, tras escindirse en tres facultades la antigua de filosofía y letras, y el primero, tras la muerte de Franco, en ser elegido democráticamente. Después de su jubilación en 1989 como docente universitario, siguió inmerso, no obstante, en su labor investigadora, publicando asiduamente trabajos en varias revistas de filología clásica, especialmente en las de las Universidades Complutense y de Murcia. Y así hasta su muerte en Madrid el 22 de mayo del año 2008.

Ha dejado una escuela relativamente numerosa y una bien reconocible huella científica. De los discípulos universitarios que él formó, primero en Murcia y luego en Madrid, cita él (en su «Autobiografía» [Ruiz de Elvira 2001, p. 34]), por este orden, los nombres de Francisca Moya, Juan Gil Fernández, M.ª Emilia Martínez Fresneda, M.ª Cruz García Fuentes, Francisco Calero, Rosa M.ª Iglesias Montiel, M.ª Dolores Gallardo, M.ª Dolores Lozano, M.ª Consuelo Álvarez Morán, su propia hija M.ª Rosa Ruiz de Elvira y Serra, su yerno Emilio Crespo, Rosa M.ª Agudo Cubas, Vicente Cristóbal López, Ernesto Trilla Millás, Almudena Zapata Ferrer, Emilio del Río Sanz, Ángel Escobar Chico y Amelia de Paz.

Fue, en suma, investigador concienzudo y riguroso de la literatura y mitografía grecolatina, excelente, preciso y elegante traductor, con igual e insuperable competencia en las dos lenguas clásicas, profesor entusiasta, erudito además en muchos otros ámbitos culturales. Sus escritos demuestran continuamente ese interés múltiple, con referencias continuas a los diferentes campos del saber, a la historia y la literatura universal, a la filosofía, a la teología y a la religión, al arte en sus diferentes manifestaciones, y en especial a la música.

Entre sus muchas publicaciones (para no sobrecargar estas páginas con citas de sus obras, remito a la lista bibliográfica de Ruiz de Elvira 2001, pp. 49–53, donde se encontrarán los datos pertinentes que aquí no se ofrecen), fruto de una intensa labor en sus años iniciales como profesor universitario, está en primer lugar la traducción del maravilloso cuento de Cupido y Psique, inserto en la novela de Apuleyo (Madrid, 1953); luego, su libro Humanismo y sobrehumanismo (Madrid, 1955), donde se ocupa básicamente de asuntos filosóficos y teológicos, libro ya cosmovisional y de altos vuelos; algo más tarde, su traducción y edición del Menón de Platón (Madrid, 1958), en cuya introducción se exponen puntos de vista muy personales e interesantes sobre la crítica textual; viene después su traducción (acompañada de eruditísimas notas) y edición de las Metamorfosis de Ovidio en tres volúmenes (Barcelona, 1964 y 1969, y Madrid, 1983, con texto de B. Segura el tercer volumen correspondiente a los cinco últimos libros ovidianos), obra muchas veces celebrada y muestra tanto de su penetración en el latín como de su exquisito gusto y corrección lingüística en castellano, así como de su congenialidad con Ovidio, autor al que contribuyó, de manera decisiva, a revalorar como poeta y pensador.

De estos años son fruto sus numerosos artículos, escritos primero en revistas como Emerita o Anales de la Universidad de Murcia, y luego en Cuadernos de Filología Clásica; se trata de indagaciones que miran siempre a los horizontes amplios de la filología clásica, pero que se detienen particularmente en el examen y análisis de la mitografía, labor preparatoria que culminaría luego en su citado manual («Anquises», «La tragedia como mitografía», «Los problemas del proemio de las Geórgicas», «Valoración ideológica y estética de las Metamorfosis de Ovidio», «Céfalo y Procris: elegía y épica», «El contenido ideológico del labor omnia vicit», «De Paris y Enone a Tristán e Iseo», «Mito y novella», «Helena: mito y etopeya», etc.), y que a menudo contienen apreciaciones llamativas e interesantes sobre la tradición de un determinado tema antiguo en la literatura occidental; por ejemplo, su artículo «Céfalo y Procris: elegía y épica» (Cuadernos de Filología Clásica 2, 1971, pp. 97–123) se consagra al comentario de los dos pasajes ovidianos referidos a la leyenda en cuestión, el de Ars am. 3, 685–746 y el de Met. 7, 672–865, y dicho comentario consiste, primeramente, en el análisis mitográfico de uno y otro texto y en la diferenciación del tratamiento del tema derivada del distinto género literario; pero, en segundo lugar, aborda el autor las recreaciones de este tema —muestras brillantes de Tradición Clásica— debidas a Ariosto (Orlando furioso XLIII, estrofas 9–46 y 69–143) y a Cervantes en la «novella» de El curioso impertinente (Quijote, 1.ª parte, caps. 33–35). Las dos versiones de la leyenda —culmina diciendo Ruiz de Elvira— «pertenecen a las mejores muestras de las dotes asombrosas de Ovidio. Ya solo el que de ellos hayan salido las espléndidas retractationes del Orlando furioso y del Curioso impertinente nos daría un indicio de su poderío poético». Otro ejemplo: en su artículo «De Paris y Enone a Tristán e Iseo» (Cuadernos de Filología Clásica 4, 1972, pp. 99–136), tras analizar los datos mitográficos sobre los personajes de Paris y Enone y sobre su relación amorosa, se traza una red de correspondencias entre la leyenda clásica y la medieval de Tristán e Iseo, y se debate sobre el difícil problema de fuentes y transmisión de tales elementos. Añádase, en tercer lugar, que en un trabajo como «Mito y novella» (Cuadernos de Filología Clásica 5, 1973, pp. 15–52), partiendo de consideraciones sobre los mitos clásicos, se trascienden las fronteras literarias de la Antigüedad, con mirada generalista, y se trazan delimitaciones válidas para la ciencia literaria en toda su amplitud, debatiéndose ejemplos de la Tradición Clásica en Europa.

Y fue, sin duda, su obra mayor su manual de Mitología Clásica (Madrid, 1975, varias veces reimpreso desde entonces), denso donde los haya y utilísimo para quien quiera conocer la maraña de versiones sobre los diferentes mitos y leyendas (y que, gracias a su índice, puede servir no solo de manual sino también como diccionario de mitología), ejemplo patente de su erudición laboriosa, de su amor por los detalles y de su conocimiento supremo de las fuentes griegas y latinas, que maneja y comenta siempre de primerísima mano, sin ceder a las informaciones intermediarias; dicho libro es igualmente valioso por su rigurosa reflexión inicial sobre la mitología, por su clara definición del mito y delimitación cuidadosa de sus fronteras con la historia y la ficción. Los excursos, habitualmente encerrados en paréntesis, con que se interrumpen y completan las secuencias narrativas, no solo sirven para documentar las fuentes concretas, sino también con alguna frecuencia para hacer comentarios de índole comparatista o de Tradición Clásica, que ponen en relación los temas y motivos míticos con otros mitos, clásicos y no clásicos, con cuentos populares y con la literatura en general. Por ejemplo, en p. 163, se alude al salvamento de Angélica por Rugiero en el Orlando furioso de Ariosto como episodio derivado del legendario salvamento de Andrómeda por Perseo; en p. 255, se aduce como lugar paralelo del hecho de que en la muerte de Hércules su parte mortal sea quemada y su parte inmortal suba al cielo un pasaje de Romeo y Julieta; en p. 323, a propósito de la muerte de Meleagro, vinculada fatalmente al tizón que ardía en el hogar en el momento de su nacimiento, se da una lista de casos folclóricos y literarios concomitantes y reincidentes en este tema del «alma exterior», señaladamente El retrato de Dorian Gray de Wilde. Tal esporádico recurso comparatista y tendencia a consideraciones sobre la Tradición Clásica contribuyen a dar un tono bien marcado, un sesgo de amplias miras culturales, a la exposición de las antiguas leyendas, y está muy de acuerdo, además, con la valoración positiva que Ruiz de Elvira manifiesta (pp. 21–23) sobre los estudios comparativos de la mitología (Frazer, Bolte, Huet, Aarne, Thompson, Propp, de Vries y Brelich), la única tendencia exegética contemporánea que le parece de verdadera utilidad, y que él mismo ha practicado en algunos estudios monográficos. En fin, ha tenido este manual un notable impacto y recepción en el ámbito universitario: ha sido utilizado como referencia señera en la múltiple investigación, divulgación y docencia de la mitología antigua en la que últimamente se ha prodigado la filología clásica española; ha servido de fundamento a mucha anotación en ediciones de obras poéticas y mitográficas, tanto de la Antigüedad como de la literatura española, muy en especial en ediciones de poesía barroca, tan trufada de mitología; las muchas reimpresiones de que ha sido objeto aquella edición de 1975 son igualmente indicio de su aceptación, que no fue súbita, desde luego, pero que se ha ido afirmando paulatinamente y está por completo consolidada. No en vano dicha obra encerraba —y encierra— lo más granado y maduro de una vida consagrada al estudio de la mitología.

Tras la publicación de Mitología Clásica, y coincidiendo al principio con el desempeño de sus absorbentes tareas como decano (1975–1982), siguió escribiendo colaboraciones para Cuadernos de Filología Clásica, bien para completar el panorama mitográfico expuesto en su manual o para adentrarse en otras varias cuestiones menudas de la historia y Cultura Clásica («Régulo y Agátocles», «La ambigüedad de Fedra», «Problemas del calendario romano», «¿Suidas o la Suda?», etc.), y es de observar cómo tales trabajos de entonces, como si fueran testimonios de la presión de sus simultáneas responsabilidades académicas, se centran en lo exclusivamente analítico, se adelgazan y se vuelven escuetos y más breves, pero más incisivos, y siempre iluminadores. Para el homenaje a su colega Lisardo Rubio dio a la imprenta Ruiz de Elvira el texto de una conferencia —que yo le oí pronunciar en noviembre de 1976— titulada «Temas clásicos en la cultura moderna» (Cuadernos de Filología Clásica 21, 1988, pp. 283–294); se trata de una luminosa muestra de pesquisa sobre la Tradición Clásica, aunque no haya conciencia aquí de que este ámbito fuera el objeto delimitado de una disciplina autónoma: el autor no usa en estas páginas la etiqueta «Tradición Clásica» (ni con minúscula ni con mayúscula) que sí que había usado —como luego diremos— en su libro primerizo Humanismo y sobrehumanismo, y eso que la materia tratada facilitaba la recurrencia a tal etiqueta; las palabras iniciales de este estudio son un aserto que nadie se atrevería a negar y que son casi el fundamento de la disciplina sobre la que versa el presente diccionario: «La literatura clásica es base o punto de partida para la cultura moderna en su conjunto, desde el Renacimiento hasta hoy, y muy en primer plano para los temas de la literatura, pintura y música».

Su jubilación en septiembre de 1989 lo alejó solo en parte de la docencia, y en modo alguno de la investigación. Así pues, respecto a lo primero, siguió enseñando en tertulias y reuniones a varios de sus discípulos que con él esporádicamente nos reuníamos. Y respecto a lo segundo, a pesar de su alejamiento de la Universidad, siguió trabajando y escribiendo, visitando bibliotecas e impartiendo conferencias. Fruto de sus indagaciones de esta última etapa son los estudios que siguió publicando en Cuadernos de Filología Clásica, en la sección Estudios Latinos (después de la escisión en dos de la revista), en Myrtia de Murcia, y en otras publicaciones, y que manteniendo todavía la línea mitográfica se escapan también hacia cuestiones de otros ámbitos filológicos, algunas muy concretas y circunstanciales, comentario de determinados textos latinos antiguos o modernos, y constituyendo no pocos de tales estudios la respuesta y solución a interrogantes que alguien le había planteado previamente: «Dido y Eneas», «Mitología y música», «DVM VIXI TACVI MORTVA DVLCE CANO», «La crux decussata y el martirio de San Andrés Apóstol», «Los “hermanos” de Jesús y la iconografía de Moisés», «Passus, -us», «¿Citaredo o citarodo?», «El Clitumno y sus blancos ganados», «Dos notas críticas a Propercio», «Dos nuevas notas a Propercio», «Albo lapillo», y el que fue, en el 2004, su último artículo en Cuadernos de Filología Clásica – Estudios Latinos, con negros presagios en su título: «La muerte de Eurídice: sobre el hidro, el quersidro y el quelidro».

También posteriores a su jubilación han sido otros libros recopilatorios. Así, Mitología clásica y música occidental (Alcalá de Henares, 1997), que engloba como objeto sus dos aficiones más permanentes, y que, ya desde el título, se enmarca en el ámbito de la Tradición Clásica; en él se da cuenta, entre otras cosas, del amplio caudal de temas mitológicos que corre por los libretos de ópera. Libro recopilatorio es también su Silva de temas clásicos y humanísticos (Murcia, 1999), donde se encierra un tesoro de multiforme erudición sobre menudos detalles de lo clásico y de su posterior fortuna en la cultura occidental; es propiamente esta obra una colección de 69 pequeños artículos o notas —unos breves o brevísimos, otros algo más desarrollados— sobre temas culturales y filológicos muy diversos («Anécdotas de los pintores griegos», «Collige, virgo, rosas…», «El amor en la mitología clásica. Ovidio, poeta del amor», «De Esopo a Samaniego», «Gaudeamus», «Humanismo», «La educación de Cupido», «A la ocasión la pintan calva», «Metastasio», «Perseo», «Pervivencia de la Romanidad», «Dido y Eneas», «Septem Miracula: Las siete maravillas del mundo», etc.), con un esperable ligero predominio de los temas mitológicos, pero también con inclinación esporádica hacia la pervivencia de los autores y tópicos clásicos. Y en tercer lugar, los Estudios mitográficos (Ruiz de Elvira 2001), recopilación —hecha y editada por discípulos suyos, pero contando con el propio autor— de estudios anteriores suyos, aunados por su común ámbito de referencia a las fuentes literarias del mito antiguo, y aparecidos algunos en publicaciones ya poco accesibles; a esos estudios se suman una autobiografía y una lista de su bibliografía hasta ese momento, que ha de tenerse muy en cuenta como fiable índice que hizo el autor de sus propios trabajos.

De su última etapa son también, en colaboración con Francisca Moya, su magnífica, precisa y puntualmente anotada traducción de las Elegías de Propercio (Madrid, 2001); y poco después, su deliciosa versión del Hero y Leandro de Museo (Madrid, 2003), poema por él tan apreciado y elogiado, y que —junto a dos piezas de las Heroidas ovidianas y a un epigrama de Marcial— es, como se sabe, fuente bien conocida de un tema mítico que tuvo larga y prestigiosa tradición poética en España y en Europa. En dichas dos obras últimas se despliegan y alían de nuevo su exquisito gusto y estilo con su penetrante rigor filológico.

La enfermedad de sus últimos años le restó fuerzas para proseguir en la vía de la investigación. Estaba trabajando en la edición, traducción y anotación de las tragedias de Séneca para la colección Alma Mater, que ya llevaba muy adelantadas, cuando, en la primavera avanzada del año 2008, quedó detenida con la muerte su fecunda trayectoria.

Para los estudios sobre la Tradición Clásica y su rápido y fecundo desarrollo en España a finales del siglo XX, la figura de Antonio Ruiz de Elvira es importante por varios motivos. En primer lugar porque, como ya hemos ido viendo, en sus trabajos saltaba con suma facilidad las fronteras de la historia y de las disciplinas humanísticas para relacionar su primario tema de estudio con manifestaciones culturales de cualquier ámbito y de cualquier época y para mostrar el vínculo genético con la Antigüedad de la civilización posterior, especialmente de la literatura. Algunos de sus títulos subrayan particularmente esta querencia suya: «Ovidio y Ariosto», «Temas clásicos en la cultura moderna», «Pervivencia de la Romanidad», «La herencia del mundo clásico: ecos y pervivencias», Mitología Clásica y música occidental, etc. En segundo lugar, fue impulsor de dichos estudios dirigiendo trabajos (ya memorias de licenciatura, ya tesis doctorales) orientados en esa dirección, tales como la memoria de licenciatura de Francisca Moya del Baño sobre el mito de Hero y Leandro en la literatura española, que dio enseguida lugar a un magnífico libro, muchas veces citado en ámbitos de filología clásica e hispánica, y que resultó ejemplar en su diseño para muchos otros estudios de fortuna literaria de los mitos clásicos a través de los tiempos: El tema de Hero y Leandro en la literatura española, Murcia, 1966; o como la tesis doctoral de M.ª Consuelo Álvarez Morán, El conocimiento de la mitología clásica en los siglos XIV al XVI, cuyos capítulos dieron lugar a varios artículos publicados posteriormente; o como la de su propia hija, M.ª Rosa Ruiz de Elvira Serra, sobre la tradición del tema troyano en José Iscano, autor medieval (se titulaba propiamente Frigii Daretis Yliados libri sex: investigación sobre sus fuentes literarias, y se publicó en Madrid, 1985); o como la mía propia, Virgilio y la temática bucólica en la Tradición Clásica, que se publicó en Madrid, 1980; o como la de Emilio del Río Sanz, Las tragedias de Séneca en la literatura española, que ha sido el germen de un reciente libro —escrito en colaboración con Jorge Fernández— titulado Séneca en El Escorial: la tragedia antigua y el teatro español del siglo XVI, Madrid, 2018. De un modo u otro, en una u otra dirección, todos sus discípulos hemos seguido avanzando por esa senda de la Tradición Clásica, marcada por él, y hemos ido enseñando el camino a los que venían detrás. En tercer lugar, su confesada posición en el ámbito científico y de la investigación contrario al «especialismo» estricto y con mirada abierta a todas las disciplinas (a la manera de don Marcelino Menéndez Pelayo, de quien, con sorprendente y envidiable parresía, se declaró entusiasta seguidor y discípulo en uno de sus primeros artículos, «Don Marcelino y la Filología Clásica», publicado en los Anales de la Universidad de Murcia 17 de 1958–1959) estaba en total coherencia con esa amplia comprensión, interdisciplinar y diacrónica, de la cultura y de la literatura, que se implica en los estudios de Tradición Clásica: en sus análisis establecía una amplia red de relaciones entre los hechos, ya mediara entre ellos la dependencia, la casualidad o la poligénesis; así se hace patente desde sus primeras publicaciones, y notoriamente ya en su libro Humanismo y sobrehumanismo (libro publicado cuando el autor contaba solo treinta y dos años, pero en el que ya exhibe una gran solidez de pensamiento), donde hay un constante ir y venir de los clásicos a los filósofos existencialistas de principios del siglo XX, y un fecundo diálogo con ellos desde el conocimiento profundo de Platón y de la filosofía antigua. En ese libro de su juventud, en el pensamiento que ahí se expone, la Cultura Clásica cobra un especial sentido, y es objeto de dos capítulos: uno sobre lo clásico, sobre la ciencia de la literatura y sobre la filología en general, y otro sobre la significación en particular de la literatura romana; para él la ciencia de la literatura —por oposición a la historia de la literatura—, aunque por motivos prácticos se encierre en el estudio de las formas y las estructuras, debe aspirar también a ser disciplina filosófica en última instancia, que no renuncie a «las ultimidades de sentido» (p. 247); y sostiene que el carácter fundamental de lo clásico, ya entrevisto por Eliot, es su «encuentro con lo relevante», y no precisamente, como algunos sentencian, «lo armónico, sereno, equilibrado y sofrosínico, es decir —añade—, algo eminentemente nocivo y aburrido por su misma vaciedad»; acaba en consecuencia dictaminando que, en realidad, la filología en general y la clásica en particular deben convertirse en una ancilla philosophiae. Todo esto no es, entiendo yo, sino el fruto esperable de una concepción de lo clásico grecolatino como quintaesencia, medida y fundamento de la civilización occidental. En cuarto lugar, por último, debo señalar —puesto que entre nosotros ha habido en años precedentes un interés particular en hallar y señalar los usos primeros de la etiqueta «Tradición Clásica», hoy ya tan común (véanse Laguna 2004 y García Jurado 2007)— que en el mencionado libro Humanismo y sobrehumanismo (publicado, no se olvide, en 1955, solo unos pocos años después de que apareciera el gran libro de G. Highet sobre el tema, que enarbolaba ya emblemáticamente esa exitosa etiqueta) aparece también en algunos momentos esa juntura, y traigo aquí al menos dos pasajes en que eso ocurre. Este es el primero: «Y eso es lo que nos importa de los filósofos de la existencia y de los poetas de nuestro tiempo: lo que en ellos es continuación auténtica y vitalium aurarum carptio de la corriente de la verdad que constituye esa flor de la Tradición Clásica cuyo brotar en los hermosos días de Grecia y Roma nos ofrece la filología» (p. 271); y este el segundo (que encierra una afirmación de enorme gravedad y trascendencia, y algún exceso tal vez), donde se contiene doblemente la aludida secuencia: «Y la literatura romana, como puntal el más firme y perenne de la Tradición Clásica, es decir, de la tradición griega, continúa siendo, y más, sobre todo, cuanto menos se imponga como pedagogía y menos se arroje como pasto de profanación a las masas de eminencias sociológicas, la más entrañable y humildemente fiel compañera de la cultura; de una cultura que, lejos de haberse astillado y desconcertado a partir de ninguna era protónica ni de ningún record tecnológico, permanece sobre todo viva en la íntima y clara soldadura de la mejor Tradición Clásica con las más auténticas y desveladoras inquietudes del momento» (pp. 287–288). Pero, aunque sin el uso de la juntura antedicha, quiero traer aquí este texto del mismo libro que con enorme rotundidad afirma algo muy pertinente al hecho de la Tradición Clásica: «Lo latino y lo griego afloran sin ser buscados y salvan cuando no se buscan como fuentes de salvación; pero lo latino tiene esa pequeña ventaja de no haber padecido con las modas sociológicas de Occidente. Ni el quis potis dignum pollenti pectore carmen condere pro rerum maiestate hisque repertis [comienzo del libro quinto del De rerum natura de Lucrecio], ni el felix qui rerum potuit cognoscere causas [verso 490 del libro segundo de la Geórgicas virgilianas], ni el sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt [verso 462 del libro primero de la Eneida], que como tres símbolos encierran la ecuménica apelación a las res o totalidad concerniente al hombre, son dogmas para ninguna clase de suelo de la verdad, sino realidades trascendentes, que con la eficacia propia de ese alma de nuestro yo que es el yo clásico, colorean la masa, por sí misma informe y físico-química, de la cultura occidental» (p. 287). Creo que todas estas razones, al menos, evidencian la implicación de mi maestro, Antonio Ruiz de Elvira, en la corriente investigadora de la Tradición Clásica, tan actualmente viva. Sin él los estudios actuales en nuestro país sobre dicha materia no serían lo que son.

Bibliografía

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Vicente Cristóbal López

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