Steiner, George (Neuilly-sur-Seine, 1929–Cambridge, 2020)
Casi tres cuartos del convulso siglo XX, y cuatro lustros de la siguiente centuria, no menos convulsa, suponen el espacio temporal donde ha transcurrido la vida de George Steiner, persona difícilmente calificable o resumible, aunque podemos recurrir a dos términos, «intelectual» y «comparatista», cuya síntesis daría cuenta de una intensa vida y de una genuina forma de entender el mundo.
Algunos aspectos biográficos. George Steiner nace en Neuilly-sur-Seine (área metropolitana de París, Francia) el 23 de abril de 1929, en el seno de una familia judía de origen vienés. Recibe su primera formación en París, pero en 1940, con muy pocos años cumplidos, tuvo que partir con los suyos a los Estados Unidos, ante el imparable avance del nazismo en Europa. Tal circunstancia, en principio adversa, comenzó a forjar la naturaleza propia del futuro profesor de literatura comparada, que adquirió cuatro lenguas (francés, alemán, inglés e italiano) como propiamente maternas. En alguna ocasión, Steiner ironizó acerca de cómo Hitler había sido «el responsable» de la ampliación de sus horizontes vitales. En la entrevista póstuma de George Steiner, cuando se le pregunta qué es lo que más le ha hecho feliz, responde:
La felicidad de haber enseñado y vivido en muchos idiomas. La felicidad que he tratado de cultivar todos los días, hasta el final, sacando de mi biblioteca un poema para traducirlo a mis cuatro idiomas (francés, inglés, alemán e italiano). Y aunque no lo haya traducido bien, tengo la impresión de que he dejado entrar un rayo de sol en mi cotidianeidad (Ordine 2020).
Ya en los Estados Unidos, su paso por el Liceo Francés en Nueva York dio continuidad a su formación, que completó seguidamente en la entonces portentosa Universidad de Chicago. Tras realizar su maestría en Harvard y su doctorado en Oxford (sobre un asunto que luego dará lugar a uno de sus más importantes libros: La muerte de la tragedia), Steiner desempeñó durante años actividades docentes en varias instituciones norteamericanas y británicas, a lo que debe sumarse su largo período como catedrático de literatura comparada en la Universidad de Ginebra.
De sus años de formación es destacable la adquisición de una sólida Cultura Clásica, que supuso el complemento perfecto para su multilingüismo; de hecho, sin este poso clásico y políglota sería imposible poder entender las líneas maestras del pensamiento de Steiner:
- De una parte, la reflexión acerca de la vigencia de ciertos autores de la Antigüedad está vinculada a una idea muy germánica de la tradición, como es la de la «influencia» de los autores antiguos. Steiner es probablemente uno de los pensadores que con más profundidad se ha preguntado por qué temas como los que Sófocles trata en su Antígona siguen siendo tan actuales hoy día (su libro Antígonas supone una intensa reflexión a este respecto).
- Con respecto al multilingüismo, en obras como Después de Babel, Steiner da un giro a la negativa visión del episodio bíblico de la torre de Babel, concebido tradicionalmente en términos de maldición y confusión, para proponernos la multiplicidad de las lenguas como un factor de enriquecimiento humano. De manera similar a lo que Borges nos cuenta en su ensayo titulado «Las versiones homéricas», Steiner se sintió fascinado por las versiones que de los antiguos poemas épicos se hicieron a la lengua inglesa. De hecho, él mismo confiesa en su autobiografía Errata que coleccionó diferentes versiones inglesas de las epopeyas y los himnos homéricos, hechizado por esta antigua literatura desde que su padre le leyera un pasaje sobre Aquiles y Licaón.
Más allá de esta formación, que podría haberlo convertido en un clasicista o experto en lenguas, Steiner se decantó pronto por la vertiente más intelectual del oficio académico. Normalmente, quienes se dedican a la actividad universitaria tienden a una pronta especialización que los lleva a escribir para unos pocos especialistas. Steiner, sin perder de vista la profundidad de sus argumentos, intentó siempre tocar temas de interés general, con un enfoque predominantemente reflexivo antes que meramente metodológico. En este sentido, debemos situar a Steiner en la estela de grandes comparatistas de raza, como el español Claudio Guillén, cuya vida transcurre, igualmente, en varios países (España, Francia, Estados Unidos), o el rumano Adrián Marino, que siempre entendió el comparatismo como una forma de militancia antes que como una mera disciplina.
Los últimos años de Steiner transcurrieron en Cambridge, en una de esas casas unifamiliares tan típicas de la ciudad universitaria, lo que supuso un tiempo epilogal donde nuestro autor fue viendo su paulatino y voluntario aislamiento del mundo, hasta su fallecimiento el día tres de febrero de 2020. No podemos dejar de recordar cómo en una de las pocas entrevistas que concedía, en cierto momento, refiriéndose a su salud, dijo que aún disfrutaba de algunos días buenos.
Más allá de su biografía, Steiner simboliza un modelo de intelectual que resulta ya imposible recuperar en nuestros tiempos. Steiner todavía era testimonio de aquello que, no sin problemas, conocemos como la cultura occidental, y que representaron autores tan señeros como Stefan Zweig, Thomas Mann o Ernst Robert Curtius en momentos no menos procelosos que los nuestros. En alguna de sus reflexiones que la prensa ha hecho públicas tras su muerte, Steiner reconocía su escasa capacidad para haber comprendido las nuevas manifestaciones de la cultura, dado que siempre se sintió parte del mundo de la letra impresa. No sabemos si esta supuesta incapacidad es, más bien, una actitud coherente con su propia idea de la idiotización a que las nuevas formas de enseñanza están dando lugar. Así lo expresaba en una de las entrevistas concedidas:
Aquel día, Steiner regaló frases así: «La educación escolar de hoy es una fábrica de incultos», «el poema que vive en nosotros cambia como nosotros», «los jóvenes ya no tienen tiempo de tener tiempo», «estamos matando los sueños de nuestros niños», «es un milagro que todavía exista Europa», «una mesa, buen café y unos libros … eso es una patria» (Hermoso 2020).
No cabe duda de que tanto su libro Antígonas como Después de Babel han constituido los referentes más comunes entre los especialistas, dentro de una obra ciertamente diversa cuya relación podemos encontrar en cualquier bibliografía del autor. Su diáspora biográfica, que lo llevó, entre otros lugares, de Europa a los Estados Unidos y luego de nuevo a Europa, crearon las condiciones para ser un autor cosmopolita, tal como ocurre con otros comparatistas. Steiner, como autor plurilingüe, era exponente de una cultura europea que entonces se consideraba, a veces no sin cierto matiz peyorativo, burguesa. Asimismo, como ya hemos referido antes al hablar acerca de su formación académica, la cultura clásica también define el carácter de este autor.
Steiner y la Tradición Clásica. El intento de plantear la relación entre Steiner con la propia Tradición Clásica puede resultar baladí si se hace en estos meros términos, pues siempre hay una suerte de trampa o engaño implícito cuando utilizamos esta categoría, la de «Tradición Clásica», como una especie de conocimiento abstracto y a priori. En cualquier caso, si para Steiner hay autores fundamentales que han constituido su propio universo literario, como Homero o Sófocles, este hecho va mucho más lejos de la mera circunstancia de que estos autores sean simplemente «clásicos». Hay razones mucho más profundas o constituyentes en el misterio que encierra la vigencia de tales autores entre nosotros. Conviene ahora que acudamos a la única, si bien fundamental referencia que en el libro Teoría de la Tradición Clásica se hace acerca de Steiner:
No debe obviarse que el concepto de influencia está ligado a lo que entendemos como «interpretaciones esencialistas» de la literatura, que presuponen al texto clásico una suerte de energía interior capaz de irradiarse en los textos posteriores (Bergua 2003, pp. 13–14). Bergua identifica esta irradiación del sentido del texto con el pensamiento de Martin Heidegger, en particular con su teoría del des-velamiento (en griego, una de las etimologías que acaso expliquen la palabra alétheia, «verdad», como aquello que termina «desvelando» lo que está oculto). Heidegger desarrolló análogamente un pensamiento articulado en torno a la indagación de estos significados primigenios, de manera pareja a lo formulado también por Ortega (Marías 1973, pp. 245–258). De esta forma, el mundo clásico no debería reducirse, según Heidegger, a una «mera recepción», sino que habría de resurgir de nuevo en su «revolucionaria grandeza y ejemplaridad» (Mas 2014, p. 87 n. 276).
Esta teoría de Heidegger dejó un notable poso en la corriente hermenéutica de su discípulo Hans-Georg Gadamer, quien, a su vez, inspiraría a comparatistas de la talla de George Steiner en su idea de que los clásicos «nos leen» (Bergua 2003, p. 14). Desde este punto de vista, el texto antiguo tendría un sentido inmanente (de ahí la visión esencialista ya referida), sin menoscabo de que tal sentido deba interpretarse al cabo de los siglos conforme a su propia historicidad (García Jurado 2016, pp. 38–39).
Steiner se inscribe en una corriente hermenéutica de profundas raíces germánicas (recordemos que su condición de judío no le impidió escribir un libro acerca de Heidegger, al margen de las circunstancias políticas antagónicas donde se movieron uno y otro), inscrita en lo que hemos denominado la «metáfora del contagio», es decir, aquella según la cual hay autores antiguos que nos insuflan una suerte de virus o hechizo inherente a ellos mismos.
Esta forma de entender la tradición es, asimismo, compatible, con la idea de que ciertos mitos, como el de Prometeo, Edipo u Orestes, contienen, «codificados, algunos primarios enfrentamientos biológicos y sociales registrados en la historia del hombre» y «perduran como un legado vivo en el recuerdo y reconocimiento colectivos» (Steiner 2009, p. 354). Tal planteamiento supera, en cualquier caso, la tautología de considerar que un «autor clásico» es bueno o modélico porque es «clásico», como si se tratara de algo dado a priori. Esta actitud de Steiner, que pone en primer lugar el ámbito reflexivo sobre la categoría dada, es un aspecto característico de su obra, donde no se presupone que Homero sea fundamental por el mero hecho de ser un antiguo autor griego.
Sin ninguna pretensión de ser exhaustivos, quisiéramos señalar, a manera de ejemplo, tres momentos concretos donde Steiner muestra con absoluta claridad esta actitud reflexiva ante los autores antiguos, que son «clásicos» por su condición de ser autores constitutivos de nuestra propia condición humana. Someramente, tales autores son Homero, Sófocles y Virgilio.
Homero, o el encuentro de Príamo y Aquiles. En cierto momento, cuando leemos su libro Antígonas, podemos encontrar uno de esos comentarios que nos marcan de por vida. Steiner escribe acerca del momento en que el rey de Troya, Príamo, acude durante la noche hasta el campamento griego para rogar a Aquiles, el asesino de su hijo Héctor, que le devuelva el cuerpo sin vida de aquel que combatió heroicamente. Esta escena homérica, a cuyas modernas traducciones ha dedicado el propio Steiner algunas páginas brillantes en Después de Babel, «caracteriza», en palabras del mismo autor, «el sentido griego de la maravilla y la desolación de las generaciones» (Steiner 2009, p. 290). La escena en sí representa el nacimiento de la humanidad tras la inevitable tragedia, y Steiner es capaz de hacernos sentir la conmovedora fuerza de este pasaje como si acabáramos de leerlo por vez primera.
Antígona de Sófocles. Como buen comparatista, Steiner observa que la escena homérica a la que acabamos de referirnos tiene una base común con el drama de Antígona, que no es otro que el derecho de los muertos a ser enterrados. El estudio del mito de Antígona constituye, sin duda alguna, uno de los pilares de la obra de Steiner, cuya influencia en las posteriores investigaciones relacionadas con la mitografía y la mitocrítica es tan profunda como innegable. El estudio que Steiner hace del mito de Antígona a lo largo de la historia de nuestra cultura aporta una reflexión y un viaje por los elementos constitutivos del tal mito, como puede ser el de la relación entre hermana y hermano, y supone, asimismo, una profunda revisión acerca de los elementos inherentes del mito y su moderna lectura, sobre todo al calor del pensamiento romántico alemán. De las muchas obras citadas en el libro al que nos referimos, vamos a destacar especialmente el momento en que Steiner trae a colación una obra del siglo XVIII hoy prácticamente olvidada, El viaje del joven Anacarsis, del abate Jean-Jacques Barthélemy. Steiner evoca, de manera particular, el momento en que su protagonista asiste con lágrimas a una representación de la Antígona. Este pasaje de Barthélemy, según Steiner, ha inspirado durante un centenar de años la pasión moderna por esta tragedia.
Virgilio, maestro de Dante. No dejan, asimismo, indiferentes las páginas que Steiner ha dedicado en su libro Lecciones de los maestros a la lectura que Dante hizo de Virgilio. Este libro de Steiner supone una aguda reflexión acerca de una de las relaciones acaso más complejas o conflictivas entre seres humanos: la de los maestros y los discípulos. La Comedia de Dante, que es calificada por Steiner como «nuestro Bildungsroman», aparece releída por Steiner desde la particular perspectiva de la relación del «maestro» Virgilio con su «discípulo» Dante. Al igual que observa Borges en sus Nueve ensayos dantescos, a Steiner lo conmueve la separación repentina de Virgilio y Dante a las puertas del paraíso, mientras el propio Dante, ante la gozosa visión de Beatriz, evoca un verso que Virgilio puso en boca de la reina Dido: «reconozco los vestigios de la antigua llama». Probablemente sea esta, y no otra, la función del maestro, es decir, la de inspirar y servir de guía hasta cierto momento, para luego desaparecer en ese preciso instante. Una vez más, la dimensión de las reflexiones de Steiner prima sobre el aspecto literario en cuestión: el hecho es que asistimos a una progresiva disminución de las referencias a los versos de Virgilio a lo largo de la Comedia, pero esto, lejos de ser una mera constatación filológica, constituye un indicio de la paulatina independencia que el discípulo va cobrando con respecto a su maestro.
Conclusiones. En definitiva, Steiner es, ante todo, un pensador único que intenta ir más más allá de lo que nuestras disciplinas académicas, con sus características limitaciones epistemológicas, nos permiten ver. Sus libros exigen una lectura pausada, con una constante necesidad de volver sobre lo ya leído. Asimismo, Steiner nos reenvía constantemente al sueño de una Europa ya perdida, la de Thomas Mann o Stefan Zweig, desde cuyas claves nos invita a reconsiderar nuestro incierto futuro. Este Steiner, inclasificable, que impartía comparatismo en Ginebra y Cambridge, constituye uno de nuestros referentes intelectuales y vitales, probablemente por lo que representa como intelectual alteracadémico o, cuando menos, representante de lo que otrora fue o pudo ser el mundo cultural europeo.
Bibliografía
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Bergua Cavero, Jorge. «La Tradición Clásica y el concepto de influencia», en María Guadalupe Fernández Ariza (coord.), Literatura hispanoamericana del siglo XX: mímesis e iconografía, Málaga, Universidad de Málaga, 2003, pp. 11–21.
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García Jurado, Francisco. Teoría de la Tradición Clásica. Conceptos, historia y métodos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2016.
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Hermoso, Borja. «Aquella mañana en Cambridge», en El País (4 de feb. de 2020), p. 28.
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Marías, Julián. Ortega. Circunstancia y vocación, t. II, Madrid, Revista de Occidente, 1973.
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Mas, Salvador. Alemania y el mundo clásico (1896–1945). Selección, traducción y estudio preliminar de Salvador Mas, Madrid, Plaza y Valdés, 2014.
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— Errata. El examen de una vida, Madrid, Siruela, 1998.
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— Lecciones de los maestros, Madrid, Siruela, 2003.
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— Antígonas, Barcelona, Gedisa, 2009.
María José Barrios Castro y Francisco García Jurado