Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

antiguo

Del latín antiquus, -a, -um, adjetivo derivado del protoitálico *anti, y este del protoindoeuropeo *h2ent-i (loc. sg. del sust. *h2ent- «frente»). (Ing. Ancient, Fr. Ancien, It. Antico, Port. Antigo, Al. Antik, Rus. Древний).

El significado general de «antiguo» es «que existió o sucedió en tiempo remoto», pero en este contexto abordamos el término en su acepción de «referido a la Antigüedad», entendida como época histórica en la que floreció, entre otras, la civilización grecorromana. Este período histórico concreto también ha recibido el nombre de antigüedad clásica. Considerando que el adjetivo «clásico» significa generalmente «digno de imitación», la expresión «Antigüedad clásica» no es un término historiográfico neutro, sino que denota el papel modélico e inspirador que esta civilización antigua ha tenido en la conformación de la moderna civilización occidental.

En el ámbito de la crítica literaria la categoría de «antiguo» se define siempre en relación a un cambio estilístico que configura a un grupo diverso como «nuevo» o «moderno». Si se aplica a un autor contemporáneo, su sentido toma un cierto matiz peyorativo, cercano a «anticuado» o «arcaico». Aplicado a un autor del pasado, el carácter de «antiguo» va ligado muchas veces a la consideración de «clásico», si se considera que este posee, además, características dignas de imitación. Aulo Gelio proporciona el primer testimonio que liga la calificación de «antiguo» con la de «clásico»:

Ite ergo nunc et, quando forte erit otium, quaerite, an «quadrigam» et «harenas» dixerit e cohorte illa dumtaxat antiquiore vel oratorum aliquis vel poetarum, id est classicus adsiduusque aliquis scriptor, non proletarius. «Partid, pues, ahora, y cuando tengáis ocasión, mirad si dijo acaso “quadriga” y “harenae” al menos alguien de la cohorte más antigua de oradores y poetas, es decir, algún escritor clásico y solvente, no un proletario» (Gell. 19, 8, 15).

Se desprende que el escritor que puede ser considerado modelo debe pertenecer a la «cohorte más antigua de oradores o poetas». La Antigüedad tiene, a los ojos de Gelio, un papel relevante en la consideración de un escritor como autoridad en el uso de la lengua. El favor del público a lo largo del tiempo consolida su valor y certifica su mérito, convirtiéndolo en «clásico». Si bien ambas categorías —antiguo y clásico— aparecen emparejadas en esta definición, la calificación que hizo mayor fortuna fue el término «antiguo», empleado por antonomasia para referirse a los escritores grecolatinos considerados dignos de ser empleados como modelo (García Jurado 2016, p. 47). Solo a partir del siglo XVII el término «antiguo» comienza a ser substituido por «clásico» con el mismo sentido de «autor modélico», y la «metáfora social» de Gelio se impone plenamente en el siglo XVIII con el triunfo del Romanticismo.

Con el adjetivo «antiguo», empleado de modo absoluto, hacemos referencia específica a aquellos autores que florecieron en la llamada Antigüedad clásica, un período que se inicia con las primeras producciones culturales de la civilización grecolatina, pero cuyo final es mucho más confuso. Si bien la fecha convencional la proporciona la caída del Imperio Romano de Occidente en 476, los cambios políticos no afectaron al panorama cultural inmediatamente. En el ámbito de las letras, la substitución de paradigma se fue fraguando lentamente, a medida que los autores cristianos disminuían las referencias de la Cultura Clásica para adoptar progresivamente las de la tradición hebrea y, más tarde, las de la propia tradición cristiana que ellos mismos creaban. Uno de los hitos autorreferenciales de este periodo es la publicación del De ciuitate Dei contra paganos (412–426), de Aurelio Agustín de Hipona, donde se confrontan la nueva civilización cristiana —aun por construir— contra la vieja civilización pagana, representada por el decadente Imperio Romano. Desde el punto de vista estilístico, sin embargo, la conciencia de la diversidad de la nueva sociedad cristiana no impide que sus modelos sigan siendo los autores paganos de la Antigüedad, a los que se añaden los primeros Padres de la Iglesia (Curtius 1998 I, p. 358).

Hemos de esperar al llamado «renacimiento del siglo XII» para que los autores perciban claramente el contraste entre el presente de los «modernos» y los antiguos paganos y cristianos. Solo entonces la Antigüedad grecorromana adquiere el carácter de modelo referencial absoluto que mantiene durante toda la Edad Moderna, hasta el punto de considerar que los creadores modernos no son más que «enanos a hombros de gigantes», según la expresión de Bernardo de Chartres transmitida por su discípulo, Juan de Salisbury, en su obra Metalogicon de 1159 (III, 4):

Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea. «Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos sentados sobre los hombros de gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que ellos no por la agudeza de nuestra propia vista, o por la estatura de nuestros cuerpos, sino porque hemos sido ayudados y levantados en alto por su magnitud gigantesca» (apud Eco 2018, p. 16).

Como apunta Eco (2018, p. 18), el aforismo, convertido en un tópico de la cultura occidental, llega hasta Ortega y Gasset, «que en su ensayo “En torno a Galileo” (Obras completas, V, Madrid, 1947, p. 45), al hablar de la sucesión de las generaciones, dice que los hombres están “unos sobre los hombros de los otros, y el que está arriba tiene la impresión de dominar a los otros, pero al mismo tiempo debería darse cuenta de que es su prisionero”». Esta afirmación de Ortega pone de manifiesto otro aspecto debatido intensamente en la cultura occidental: la dependencia por parte de los autores modernos de los principios estéticos exhibidos por los antiguos y su relativa incapacidad para crear nuevos parámetros estilísticos.

Encontramos así definidas dos líneas principales que la reflexión sobre los antiguos ha producido en la cultura moderna y contemporánea y que trataremos a continuación separadamente:

  • La conformación a lo largo de la historia de un canon de autores antiguos dignos de lectura e imitación.
  • La discusión sobre la capacidad de los modernos para superar los logros de los antiguos.

Los autores antiguos en la conformación del canon de la literatura occidental. La desaparición política del Imperio de Occidente no conlleva una transformación de las relaciones económicas ni un cambio de paradigma cultural. Como señala Hauser (1969 I, p. 174), la cultura cristiana manifiesta desde su inicio la peculiaridad de presentar una visión del mundo compuesta de una actitud espiritual nueva y diferenciada, pero con unas formas de expresión propias de la antigua civilización grecorromana en la que había surgido. Aunque los primitivos autores cristianos y Padres de la Iglesia poseen un concepto diferente de la utilidad del arte y de la literatura —concebidos por ellos como instrumentos didácticos y de difusión del pensamiento cristiano—, no se separan de los modelos y criterios estéticos exhibidos por los antiguos autores paganos considerados clásicos.

La cultura grecorromana había realizado listas de autores dignos de imitación a partir del helenismo, dándoles forma de canon (Citroni 2015, p. 212). Durante los largos siglos en los que se forma el canon medieval, los antiguos autores paganos y cristianos conviven (Curtius 1988 I, p. 367) y son sometidos a una selección que afecta tanto a unos como a otros. Como apunta Highet (1978, I p. 23), «era mucho más fácil que sobrevivieran los autores cristianos que los autores paganos. Era mucho más fácil que sobrevivieran los autores ricos en informaciones que los que solo manifiestan emociones personales. […] Era fácil que sobrevivieran los críticos de las costumbres, pero no los autores inmorales». No solo los parámetros morales del cristianismo y las necesidades educativas de la nueva sociedad configuraron la selección de autores antiguos paganos dignos de ser copiados, sino otros factores como el número de copias existentes —que tenían que ver con su recepción entre el público lector y con la consideración de que gozaban durante el periodo final del Imperio de Occidente—, los acontecimientos históricos e, incluso, el puro azar.

A partir del siglo XII se produjo una revitalización cultural en el occidente europeo, relacionada con el aumento de la población urbana y la paulatina independencia del ámbito monástico de los primeros studia generalia. En este contexto de renovación de los estudios se percibe fuertemente el contraste entre un presente «moderno» y la Antigüedad pagano-cristiana (Curtius 1988 I, p. 360), pero no se produce una separación entre los autores antiguos paganos y cristianos. De hecho, hay signos de todo lo contrario: un movimiento de reapropiación de la literatura de los antiguos paganos a través de la «medievalización» (Maravall 1986, p. 211) de los personajes del pasado en la literatura en lenguas modernas, que incluye la reorientación de sus virtudes a través de la moral cristiana.

El inicio del humanismo supone la visión de la Antigüedad como concepto plenamente histórico autónomo, y de los antiguos como representantes de una cultura diferenciada que se configura como mito para el renacimiento de los modernos, «al hacerles pensar que en un tiempo pasado habían tomado realidad aquellas que eran sus más profundas aspiraciones» (Maravall 1986, p. 259). En este momento, el canon de los autores antiguos sufre una importante revisión. Como señala Grau (2012, p. 56), una de las características del humanismo renacentista es «el triunfo de la retórica clásica como eje central de la enseñanza del latín y como parte de su aprendizaje práctico», lo cual lleva necesariamente a una reflexión sobre cuáles son los autores dignos de imitación. El patrón lingüístico del latín renacentista supone una considerable reducción de los autores modélicos, hasta el punto de que en algunos ámbitos solo se admite la imitación de la lengua de Cicerón. Los ciceronianos más estrictos dejan fuera de su uso lingüístico todos aquellos vocablos —incluso los del ámbito religioso— que no aparecen en las obras del arpinate, lo que confiere a la lengua un carácter paganizante (Núñez 1991, p. 240).

La doctrina de la imitación no está exenta de matices políticos tampoco, desde el momento en que la selección de autores de la época ciceroniana apunta a la revitalización de conceptos políticos e ideológicos presentes en las obras de los últimos años de la República y de principios del Imperio, que encuentran una nueva vigencia con la transformación de la economía, el desarrollo de las ciudades y la debilitación del régimen feudal.

La disputa sobre la imitación de Cicerón tiene amplia repercusión en España en dos grandes momentos críticos para el movimiento humanista: entre 1520 y 1530, coincidiendo con el inicio de la reforma luterana y la difusión de la obra de Erasmo de Rotterdam, y en la década entre 1560 y 1570, cuando las conclusiones del Concilio de Trento comienzan a afectar a la Europa católica. En la primera fase, destaca la obra de Juan de Maldonado, especialmente su Paraenesis ad litteras (1529); en la segunda, el De vera et facili imitatione Ciceronis (1560) de Juan Lorenzo Palmireno y el De tribus dicendi generibus (1570) de Alfonso García Matamoros, ambas obras concebidas en el entorno del ámbito ciceroniano de la Universidad de Valencia (Rábade 1991, pp. 198–199).

Ligada a la polémica sobre el ciceronianismo se desarrolla la cuestión de la presencia entre los autores escolares de los Padres de la Iglesia y de otros autores cristianos posteriores. Se argumenta que su reducción en las aulas o su substitución por autores antiguos paganos puede mejorar la latinidad, pero conlleva un peligro de relajación moral. De esta discusión, muy viva en todo el occidente europeo durante el humanismo, se hace eco Cristóbal de Villalón en El Scholástico (1550). En esta obra —que permaneció inédita— se sostiene la licitud del cristiano de servirse de autores gentiles, basándose en los argumentos de san Jerónimo, se critica la posición contraria de los enemigos del humanismo, y se presenta una relación de autores antiguos paganos que son dignos de estudio (Maravall 1986, p. 300).

El conflicto entre el humanismo, la moral religiosa y los movimientos reformistas supone también la revisión del canon de autores antiguos cristianos, que queda definitivamente establecido en la esfera católica después del Concilio de Trento con la incorporación de los grandes maestros cristianos de la Modernidad. Se crea de este modo, bajo la categoría de Doctores de la Iglesia, una «corporación santa en la que conviven amigablemente los antiqui con los moderni» (Curtius 1988 I, p. 366).

En realidad, la dinámica que se observa dentro de la Iglesia en cuanto a la creación de un canon «clásico» que reúne autores antiguos y modernos es más complicada en el ámbito de las literaturas nacionales, que carecen de una literatura «antigua» propia y digna de ser comparada con los grandes autores de la Antigüedad grecolatina y disponen de menos «clásicos» modernos que puedan ser considerados autoridades en el uso de la lengua. No obstante, a partir del Renacimiento, las grandes literaturas modernas empiezan a percibir que ciertas obras en las lenguas nacionales han adquirido la suficiente perfección y madurez para servir de núcleo a un canon propio. Italia empieza a construir su canon muy tempranamente, en consonancia al desarrollo también precoz del humanismo. La Península Ibérica le sigue, y en las literaturas castellana (Maravall 1986, p. 341) y portuguesa se consolida una tendencia a substituir los héroes clásicos por los temas y héroes nacionales mucho más acusada que en otros países europeos.

Progresivamente se establece un canon clásico de autores modernos en cada una de las grandes literaturas nacionales europeas, que tiene como contrapunto la reducción paulatina del canon de los autores antiguos (Curtius 1988 I, p. 372). La última depuración es obra del neohumanismo alemán del primer tercio del siglo XIX, que elimina definitivamente los autores de la «Edad de Plata» latina.

La convivencia de un canon de escritores antiguos junto con un canon de escritores modernos consolidado no supone una contradicción en la consideración de lo clásico, que desde la Antigüedad había incluido la connotación de «antiguo». De hecho, durante toda la Edad Moderna y el periodo revolucionario que conduce a la Edad Contemporánea existe una clara conciencia de que es posible una correspondencia entre «un preferente interés por los contemporáneos, y aun por los futuros, y la aceptación de una ejemplaridad estimulante de los pasados» (Maravall 1986, p. 319). Se llega así a la ampliación de la categoría de «clásico», que pierde gran parte de su secular vínculo con «antiguo» para pasar de categoría cronológica a categoría estética.

Precisamente en virtud del nuevo carácter fundamentalmente estético de lo «clásico» aparece en el inicio del siglo XIX el vocablo «clasicismo» en el lenguaje de la crítica literaria con el significado primero de «estilo estético seguido por los antiguos y por los modernos que los emulan». La revolución estética promovida por el movimiento romántico, cuyo ideal de belleza no se siente sometido a la fidelidad de los antiguos, cambia rápidamente el sentido inicial del término y lo tiñe con la nueva acepción peyorativa de «estilo academicista empleado por los modernos» que se contrapone a la libertad creativa propugnada por el Romanticismo (Wellek 1983, p. 118).

La pugna entre los movimientos progresistas y los reaccionarios en el escenario político europeo de mediados del siglo XIX tiene como consecuencia la difusión de un amplio consenso estético ecléctico que tiende a unir características de la estética romántica con los preceptos tradicionales del clasicismo, y el término «clasicismo» adquiere finalmente el sentido neutro de categoría estética configurada alrededor de la interpretación del estilo de unos autores que combinan las características de «antiguos» y «clásicos».

La «Querelle entre Antiguos y Modernos» en la articulación del modelo estético del Antiguo Régimen. Hemos visto cómo la Antigüedad vincula la categoría de «clásico» a la pertenencia al grupo de autores «antiguos» (García Jurado 2016, p. 46). Por otro lado, Gelio parece reservar el término clásico para los autores latinos, dejando fuera de este epígrafe a los autores griegos de primer orden, que figuraban en sus propias listas de ἐγκριθέντες «inscritos» (Citroni 2006, p. 7), con una amplia difusión en la cultura helenística y, posteriormente, grecorromana. La Edad Media emplea preferentemente la voz «antiguo» para referirse a un autor digno de consideración, y todo parece indicar que la reaparición de la metáfora geliana se da por primera vez en Melanchthon, en la dedicatoria de una obra de Plutarco (Citroni 2006, p. 5).

La coexistencia de ambos términos a partir del siglo XVI y el paulatino enriquecimiento de las literaturas modernas delimita una intersección dinámica de sus significados: no todos los «antiguos» se consideran «clásicos» y, por otro lado, la nómina de autores «clásicos» se incrementa con autores modernos consagrados como modelos por las diferentes élites nacionales —fenómeno especialmente relevante en Francia durante el siglo XVII—, determinando el sentido fundamentalmente estético de esta categoría, frente al carácter cronológico de la noción de «antiguo» (Gusdorf 1982, p. 248).

La Edad Moderna desarrolla paulatinamente una mayor conciencia histórica, y el pasado tiende a subdividirse en periodos que facilitan la comparación entre las diferentes épocas (Maravall 1986, p. 290). La elevación del nivel cultural general por el auge de la vida urbana y el acceso más frecuente de la burguesía a la formación superior aumenta la percepción de una diferencia entre los tiempos antiguos y la contemporaneidad. La palabra «antiguos» restringe entonces su valor semántico para referirse a los griegos y romanos, que constituyen definitivamente un grupo privilegiado con valor paradigmático, por encima de otros pueblos o culturas de tiempos pasados fuera del área geográfica grecolatina.

La configuración de este grupo de «antiguos» paradigmático permite también separar de su seno una parte del pasado juzgada muy desfavorablemente, que se marca con el término de «Edad Media». La nueva división trimembre permite que estos «antiguos» depurados de elementos espurios «bárbaros» se conviertan en inspiración de nuevos conceptos políticos y de modelo estético en las creaciones artísticas. Paradójicamente, para el humanismo la imitación de los antiguos se convierte en condición de modernidad (Maravall 1986, p. 294), puesto que en el imaginario renacentista los antiguos son un modelo de libertad cívica y de pensamiento, frente a la servidumbre representada por la sociedad feudal.

La polémica sobre el ciceronianismo acentúa la tendencia a focalizar la imitación en un elenco cada vez más reducido de autores antiguos de época grecorromana. La creación de una categoría cerrada y poco numerosa de autores antiguos dignos de imitación hace más concreta la conciencia de que entre los antiguos y los modernos existe una diferencia que se puede oponer en bloque y que no es simplemente cronológica, sino también que también atañe al ámbito cultural. No solo el cristianismo hace que los modernos se sientan diferentes y moralmente superiores; a partir del siglo XVI, los cambios económicos, las invenciones tecnológicas, las transformaciones sociales y los descubrimientos geográficos extienden la idea de que la comparación entre los antiguos y los modernos no es favorable en todos los campos a los primeros.

Por otro lado, el sentimiento de pertenencia a una comunidad política y el orgullo por los logros conseguidos por algunas de ellas estimulan entre los modernos el afán de emular y de superar a los antiguos. El desarrollo del Estado absolutista no es ajeno al debate, pues ve en la posición de los valedores de los modernos el reflejo de su propio éxito, en tanto que los defensores de los antiguos encuentran en ellos ejemplos de resistencia al control ideológico y cultural de los nuevos Estados.

Este es, a grandes rasgos, el motor del debate entre los partidarios de los antiguos y los sostenedores de los modernos que tiene su centro en la corte francesa y que se extiende por toda Europa hasta ser uno de los principios de la vitalidad de la República Literaria e incluso uno de los motores de su consciencia como colectivo intelectual transnacional (Fumaroli 2001, p. 9).

Las raíces de esta secular polémica se hallan en el origen mismo del Renacimiento, cuando surge entre los humanistas italianos la clara conciencia de la separación entre los antiguos y su propio presente, concebido como una vuelta a la edad de oro, dentro de una visión cíclica del tiempo y de sus efectos sobre las sociedades y la cultura.

Precisamente esta concepción recurrente de las etapas históricas —propia del pensamiento de los antiguos— permite la secuenciación del tiempo en fases susceptibles de ser parangonadas entre sí, que resultan concebidas sobre un modelo orgánico que imagina para cada cultura un momento de juventud vigorosa, una plenitud adulta y una irremediable decadencia senil. Este esquema permite la comparación de fases de ciclos históricos «semejantes» del pasado y del presente, en relación a una esfera supratemporal de perfección (Jauss 2000, p. 35).

Surgen, de este modo, diversos formatos literarios que reúnen personajes antiguos y modernos confrontando o comparando sus pareceres y logros. Uno de los más relevantes es la alegoría del Parnaso, concebido como lugar imaginario fuera del mundo y del tiempo, capital de la República Literaria, sede del tribunal de Apolo y trono desde el cual el dios emite decretos, censuras y juicios sobre los escritores y poetas de todos los tiempos. En el origen de este tópico, eminentemente satírico, se encuentran el viaje imaginario al más allá lucianesco y los «trionfi», que tuvieron su máxima difusión en el Cuatrocientos italiano (Cappelli 2001, p. 135).

La primera descripción del Parnaso como tribunal de la crítica literaria es debida a Cesare Caporali, autor de un Viaggio di Parnaso y de unos Avvisi di Parnaso que fueron publicados dentro de una colección de Rime piacevoli (Parma, 1582). Estos dos poemas, sin gran excelencia artística, sirvieron para sentar las bases de un subgénero que encontró rápidamente difusión gracias al éxito internacional de los Ragguagli di Parnaso que Traiano Boccalini publicó en tres fases (1612, 1613 y 1615), divididos en dos «centurias» y una Pietra del Paragone politico.

Boccalini explota la idea del «aviso» o noticia emitida desde la corte de Apolo —a la manera de las gacetas que empezaban a difundirse en esta época (Cappelli 2001, p. 137)— para dar cuenta de «encuentros, desencuentros y procesos en la abigarrada corte de un Parnaso que reunía, sin barrera alguna (ni lingüística, ni espacial, ni temporal), a médicos, filósofos, literatos, capitanes, políticos, monarcas, monarquías y repúblicas personificadas de la Europa pasada y presente» (Gagliardi 2010, p. 191). El juicio supremo de Apolo, ayudado en ocasiones por grandes personajes de la Antigüedad grecolatina, determina la estimación que los contemporáneos deben tener por los autores modernos, pero también por los antiguos, que en ocasiones son objeto de críticas mordaces. En una época en la que la libertad de pensamiento y de opinión está severamente restringida, Boccalini encuentra en Séneca y Tácito la fuerza necesaria para censurar políticas represivas —especialmente las de la monarquía hispánica, que dominaba gran parte de Italia—, para denunciar comportamientos innobles o para alabar arriesgadas acciones de generosidad, expuesto todo ello frecuentemente mediante procedimientos cómicos o satíricos que no ocultan la profundidad de la idea expuesta (Fumaroli, 2001, p. 36–37).

Las dos primeras centurias de los Ragguagli di Parnaso fueron vertidas al español prestamente con el título de Discursos políticos y avisos del Parnaso (Madrid, 1634). Como demuestra Conrieri (2006, p. 153), el nombre de Fernando Pérez de Sousa que aparece como responsable de la traducción es uno de los pseudónimos empleados por el padre Antonio Vázquez (C. R. M.) en sus actividades literarias. La traducción de Pérez de Sousa–Vázquez tuvo inmediato éxito en España, aunque solo contenía 100 avisos, extraídos a partes iguales de la primera y segunda centurias de Boccalini. La segunda edición (Huesca, 1640), añadió noventa y un avisos más con el mismo criterio (Gagliardi 2010, p. 200), y aún hubo una tercera impresión (Madrid, 1653) que añadía dos avisos más a la selección. Los motivos de la censura son, evidentemente, la animosidad que muestra Boccalini hacia la casa de Austria y a su política en Flandes y en Italia. El texto de los Discursos políticos y avisos del Parnaso de Pérez de Sousa–Vázquez aún se llevó nuevamente a la imprenta en 1754, reproduciendo en dos volúmenes el texto de la publicación de 1653. Como señala Gagliardi, hubo paralelamente una amplia circulación clandestina y manuscrita de los Ragguagli expurgados, y también de la tercera publicación de Boccalini también prohibida en los reinos de la monarquía hispánica, la Pietra del Paragone Politico (1615), de la cual se ha localizado una versión castellana inédita en el manuscrito Asburnham 1152 de la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia (Gagliardi 2010, p. 202).

Mención aparte merece la República Literaria (1655) de Diego de Saavedra Fajardo, que sigue la tradición del «Sueño de Escipión» del De Republica y de las sátiras lucianescas. En este relato, el narrador se halla durante el sueño en una ciudad imaginaria, guiado primero por Marco Varrón y más tarde por Polidoro Virgili, en la que departe con personajes de la cultura de todos los tiempos. La obra tiene dos redacciones diferentes; en tanto que la primera redacción (1612) parece ser un alegato contra el aristotelismo escolástico y a favor del moderno espíritu del empirismo científico, la segunda (1640) —que fue la primera en estamparse— vuelve radicalmente a la visión más favorable al pensamiento tradicional (García López 2006, p. 81). Este es el formato también de las Exequias de la lengua castellana de Juan Pablo Forner, publicadas muy tardíamente (1871) en el tomo LXIII de la Biblioteca de Autores Españoles por​ Leopoldo Augusto de Cueto (Alborg 1989, pp. 697–698) y de la Derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín. La tradición de estos «sueños» o fantasías llega hasta la divertida Apolo en Pafos (Interview) de Leopoldo Alas «Clarín» (Madrid, 1887), donde el autor conversa con Apolo, Mercurio y las musas en esa localidad chipriota y se pasa revista a las novedades culturales y literarias de España y Francia sin escatimar ironía y sarcasmo.

El mismo ambiente atemporal donde se mezclan antiguos y modernos en amigable conversación aparece en los «diálogos de los muertos». Aquí el Elíseo o el inframundo proporcionan el necesario marco fuera del tiempo donde se desarrollan estos coloquios que generalmente emplean a los antiguos como punto de comparación para poner de manifiesto los defectos y los vicios de los modernos. No se debe subestimar tampoco el hecho de que los participantes hayan abandonado el mundo de los vivos: mediante este subterfugio se soslayan las críticas de los contemporáneos y se hace posible una mordacidad que podría resultar ofensiva. Estas composiciones suelen tener un tono satírico y una larga tradición medieval y renacentista, pero en el contexto de la disputa entre antiguos y modernos añaden además un componente de reflexión sobre el progreso de los tiempos y sobre la relatividad de los valores éticos y estéticos a lo largo de la historia. En 1683 Bernard Le Bovier de Fontenelle publica sus Nouveaux dialogues des morts —«nuevos» en relación a los Diálogos de Luciano de Samósata—, que reparten de manera simétrica una docena de coloquios entre muertos antiguos y otros tantos entre muertos antiguos y modernos, para acabar con doce conversaciones más entre muertos modernos.

El éxito de la obra produjo innumerables imitadores en Francia y en otros países europeos, y llegó con vigor hasta la Revolución francesa. Mención aparte merecen los Dialogues des morts (1692–1696) de Fénelon, que no entran dentro de esta categoría porque no mezclan personajes antiguos y modernos en un mismo diálogo y porque emplean el formato para fines educativos, sin ningún propósito satírico. Es quizá este el motivo que permitió su temprana traducción al español por Miguel José Hernández (Diálogos de los muertos, Madrid, 1759) y su imitación en contextos de moralización y adoctrinamiento religioso.

El último formato empleado para la comparación entre antiguos y modernos es el «paralelo» (Fumaroli 2001, p.23), concebido a modo de subgénero derivado de los diálogos, pero con autonomía y amplia difusión desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII como forma de exponer las diferencias y semejanzas entre las letras, las ciencias o los logros técnicos ambas épocas. El punto de comparación, por lo que a las bellas artes y la literatura se refiere, se centra en las nociones de «buen gusto» y «decoro» que no son conceptos inamovibles en el tiempo —porque pueden llegar a corromperse por diversos motivos, del mismo modo que son susceptibles de ser enseñados—, sino que dependen de la exacta comprensión de la belleza natural, que es inmutable, igual que la razón humana (Modica 1988, p. 150).

La concepción del gusto fue, en efecto, una noción central en la disputa, especialmente en el ámbito francés: los defensores de los antiguos pusieron de manifiesto que en los diversos ciclos culturales que ha conocido la humanidad desde la Antigüedad y en las varias culturas surgidas desde entonces, lo bello ha podido ser concebido de diferente forma, dependiendo de las costumbres de la época, del génie du siècle y de las condiciones políticas, sociales, económicas y religiosas (Jauss 2000, p. 31). Por su parte, los defensores de los modernos divulgan la idea de que la naturaleza garantiza con su constancia la igualdad natural de los hombres de todas las épocas, y su idéntica capacidad para crear (Maravall 1986, p. 351). Como sugiere Jauss (2000, p. 31), «a partir de ahí, en el curso de la discusión, fue desarrollándose paulatinamente la nueva concepción común a ambos bandos, aunque no confesada en seguida paladinamente, de que junto a la belleza intemporal había una belleza condicionada por el tiempo, que junto a la beauté universelle existía también un beau relatif».

El cambio de las condiciones económicas y sociales que se manifiesta en el siglo XVII permite el acceso a la cultura de buena parte de la burguesía. El nuevo público extiende de manera exponencial la presencia de la literatura y las bellas artes en la vida social, y proliferan en toda Europa, y especialmente en Francia, los salones literarios donde se mezclan los miembros de la aristocracia tradicional con los representantes de la burguesía enriquecida y ennoblecida por el desarrollo económico (Hauser 1988 I, p. 163). Las traducciones de autores clásicos difunden la cultura cortesana entre el público cada vez más amplio que constituye la nueva república de las letras, y que habla francés como lengua de comunicación internacional, desterrando el latín para usos eruditos y científicos. Aparecen así las «belles infidèles», traducciones del griego y del latín corregidas y expurgadas según el gusto moderno, pero dirigidas a los sostenedores de los antiguos (Fumaroli 2001, p. 17). El efecto de estas ediciones ajustadas a los sentimientos de la bienséance cortesana es paradójico: si por un lado popularizan el conocimiento de la literatura grecolatina y hacen valer la condición de los antiguos como modelos atemporales, lo hacen gracias a que ellas mismas han sido sometidas a la corrección y a la reinterpretación de los modernos, que les han infundido nuevo vigor (Maravall 1986, p. 331). A medida que el proceso se acentúa, una idea acaba por afianzarse entre el público lector: los antiguos han sido fundamentales para la formación del gusto de los contemporáneos, pero las obras de los primeros solo son aceptables en la medida en que han sido revisadas desde los parámetros del superior gusto moderno.

La secular disputa pierde relevancia en el panorama de la crítica literaria desde el momento en que el movimiento romántico efectúa el corte epistemológico que lo caracteriza y elimina la posibilidad de considerar como tarea de la estética la fijación de cánones, normas y modelos absolutos.

Bibliografía

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Josep Lluís Teodoro Peris

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