Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
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batalla de los antiguos y los modernos

Llamada también «querella», «disputa» o «cuestión» (del Fr. Querelle des Anciens et des Modernes, Ing. Battle [Quarrel] of the books, It. Questione degli antichi e dei moderni).

Durante los siglos XVII y XVIII surge en Francia una polémica entre los partidarios de los autores antiguos, como modelos indiscutibles e insuperables, y aquellos que defendían la idea de que el progreso en las artes y el conocimiento convertía a los modernos en superiores. Este debate, que en algunos momentos resultó bastante agrio, afectó tanto a los círculos científicos como artísticos y literarios y recibirá dos denominaciones básicas, según se formule en lengua francesa como «Querelle des Anciens et des Modernes» (por antonomasia, «La Querelle»), o en lengua inglesa, donde es conocida como «The Battle of the books», a partir de una obra de Jonathan Swift.

En el caso del traslado de este singular capítulo de la historia cultural al ámbito hispano, Menéndez Pelayo comenzó a referirse a él como «cuestión», si bien los términos más comunes han sido los de «batalla» o «disputa», además del uso del término «querella», adaptado directamente del francés. Sin embargo, en la lengua española «querella» no tiene el sentido primario de «disputa» o «riña» que presenta el término francés. Veamos, a este respecto, las acepciones de «querella» según el Diccionario de la Lengua Española:

Del Lat. querella.

  1. f. Expresión de un dolor físico o de un sentimiento doloroso.
  2. f. Discordia, pendencia.
  3. f. Der. Acto por el que el fiscal o un particular ejercen ante un juez o un tribunal la acción penal contra quienes se estiman responsables de un delito.
  4. f. Der. Reclamación que los herederos forzosos hacen ante el juez, pidiendo la invalidación de un testamento por inoficioso.

En este sentido, la acepción más cercana al significado de «querelle» sería la acepción segunda, sin embargo, dista de ser su equivalente. Por ello, se han preferido los términos de «disputa», «batalla», «cuestión» (en el caso de Menéndez Pelayo) e incluso «debate». Es probable que se deba a Antonio Alatorre, traductor a la lengua española del libro The Classical Tradition. Greek and Roman Influences on Western Literature de Gilbert Highet para el Fondo de Cultura Económica, la introducción del término «querella» a la hora de referirse en español a esta peculiar batalla. En el caso de la presente entrada, preferimos utilizar el término «batalla».

La batalla de antiguos y modernos. Si bien la disputa entre antiguos y modernos se puede enmarcar en un periodo concreto, comprendido entre los siglos XVII y XVIII, y en un lugar, la Francia de Luis XIV, no es menos cierto que el binomio «antiguo» / «moderno» había sido objeto de discusión y debate ya desde tiempos anteriores a la Edad Media y el Renacimiento, así como en otros lugares diferentes de Francia, como fue el caso de Italia y España. Tampoco podemos olvidar que la disputa se extendió más allá de las fronteras de Francia y fue objeto de debate y enfrentamiento entre agudos pensadores británicos en el siglo XVIII. Sin embargo, la «batalla» no fue un hecho aislado, sino que a la misma vinieron a confluir otras disputas, tales como la de las mujeres o la de Homero, de modo que su resultado fue incierto a la par que inconcluso, pues siguió a lo largo del siglo XIX y sus coletazos llegan aún hasta nuestros días.

Lo que subyace a esta «batalla» es, fundamentalmente, la idea de progreso, concebido bien como algo lineal y ascendente, bien como una espiral donde, a partir del conocimiento previo de los antiguos, vamos ampliándolo, al tiempo que volviendo sobre ellos. Se trataría, pues, de una visión acerca de la idea de perfección y perfectibilidad, así como del cuestionamiento de los antiguos en calidad de modelos de perfección frente a los modernos en la búsqueda de tal perfección y del buen gusto. Es, desde este punto de vista, desde donde habría que reinterpretar la famosa frase de Bernardo de Chartres: «Los modernos son enanos a hombros de gigantes», pues los modernos no serían meros enanos que se suben a hombros de los antiguos, sino personas capaces de ver más allá con respecto a los propios antiguos. Así las cosas y dejando en cierto modo al margen sus precedentes italianos (nos referimos a las obras de Boccalini y Tassoni), y españoles (como Lope de Vega, Tirso de Molina o Góngora), podemos decir que la «batalla» comienza cuando Charles Perrault escribe un poema en honor a Luis XIV por su curación, donde ataca las ideas de Nicolas Boileau respecto al buen gusto.

Por su parte, las noticias acerca de la «batalla de los antiguos y modernos» en el mundo hispano han llegado a través de cuatro autores fundamentalmente: Marcelino Menéndez Pelayo, Gilbert Highet, Hans Robert Jauss y Marc Fumaroli, quienes, desde diferentes perspectivas (estética, divulgativa, historicista y política, respectivamente), han desarrollado sus concepciones sobre la batalla y, por medio de las traducciones, en el caso de los tres últimos, han introducido sus aportaciones al ámbito hispano. Vamos a centrar nuestra entrada en el análisis de cómo se produjo la transferencia de este concepto foráneo a un nuevo ámbito cultural, en este caso, el hispano.

Menéndez Pelayo y la «cuestión de los antiguos y modernos» en España. La primera noticia que hallamos acerca de la «batalla» en España viene de la mano de nuestro polígrafo Menéndez Pelayo cuando en su Historia de las ideas estéticas, publicada en 1883, se dedica a la gran revolución filosófica que supuso el siglo XVII y el desarrollo de las doctrinas estéticas en el XVIII. Es en este contexto donde nos remite al origen cartesiano de la disputa, a la que denomina «cuestión de los antiguos y los modernos»:

No todos se sometieron sin protesta a la férula del ceñudo dictador. No en balde había difundido el cartesianismo cierto espíritu de hostilidad contra la tradición en todas las esferas. Espíritus insurrectos iniciaron de un modo desordenado, pero con singular tenacidad, la guerra contra los modelos clásicos, formulando principios muy análogos a los que han sido en nuestro siglo la bandera del más intransigente romanticismo. Así estalló la famosa cuestión de los antiguos y los modernos, que duró más de noventa años, y que produjo una montaña de libros. El origen cartesiano de este motín es indudable. Descartes había hecho gala de despreciar la historia y las lenguas clásicas, afirmando que un sabio tenía tan poca obligación de conocer el griego y el latín como el dialecto de la Baja Bretaña, o el de los grisones. Él fué de los primeros que echaron a volar la idea, tantas veces reproducida por Perrault y sus secuaces, de que nosotros somos los verdaderos antiguos, puesto que el mundo es hoy más viejo y posee mayor experiencia. El P. Malebranche tenía por pequeño mal que el fuego viniese a consumir las obras de los poetas y de los filósofos antiguos, y se enojaba de que un amigo suyo encontrase placer en la lectura de Tucídides. De tales antipatías se hicieron eco Colletet, Desmarets de Saint-Sorlin, Charpentier, Carlos Perrault, Fontenelle y La Motte, principales héroes de las tres campañas contra los antiguos, en las cuales tuvieron por principales antagonistas a Boileau y a Madame Dacier (Menéndez Pelayo 1994, pp. 1001–1002).

Para Menéndez Pelayo, el principal argumento del conflicto aportado por los modernos es la idea de perfectibilidad humana, es decir, la convicción de que la humanidad evoluciona hacia una perfección en los diferentes ámbitos del saber: artístico, científico e industrial. En esa idea se reafirman autores como Collelet, Arnauld D’Andilly, el obispo Godeau, Desmarets de Saint-Sorlin y el propio Perrault. Es a este último a quien Menéndez Pelayo recrimina el haber llevado hasta sus últimas consecuencias la teoría del progreso y de la idea de perfectibilidad continua y paralela:

Sería inútil y prolijo en esta introducción enumerar todos los incidentes de la contienda. Basta fijarnos en el principal argumento de los innovadores, que, más o menos explícito, más o menos bien declarado, no era otro que el principio de la perfectibilidad humana, o sea, la ley del progreso, aplicada por igual y en línea recta al arte, a la ciencia y a la industria. Colletet afirmaba, en plena Academia francesa, que la imaginación del hombre es infinita, y que no hay belleza que no pueda ser oscurecida por otra más rara, principalmente en estos nuestros siglos, que podemos considerar como la vejez del mundo; […]. Arnauld D’Andilly y el obispo Godeau (1635, Discurso sobre la poesía cristiana) hacían resueltamente la apología del elemento poético del cristianismo, enseñando que «el Helicón no es enemigo del Calvario, y que la Palestina oculta tesoros de que la Grecia misma no puede gloriarse», y añadían que «era lícito pasar por Atenas y por Roma, pero que se debía hacer morada en Jerusalén, sacrificándola los despojos de sus enemigos y reedificándola de sus ruinas». […] Desmarets de Saint-Sorlin, […] publicaba en dos volúmenes (1658), con el título de Las delicias del ingenio, un virulento ataque contra la mitología, y un desarrollo de esta tesis: «No hay belleza que pueda compararse con la de las Sagradas Escrituras». En otro libro suyo, Comparación de la lengua y de la poesía francesa con la griega y la latina, Desmarets de Saint-Sorlin declara inmutables los elementos poéticos que suministra la naturaleza, pero variables y perfectibles hasta lo infinito los que resultan de nuestro modo, cada vez más perfecto, de concebir la naturaleza de las cosas. […]. Desmarets bajó al sepulcro en 1676, pero dejando por ejecutor de sus voluntades literarias a Carlos Perrault, cuyo nombre vive, no por estas polémicas, sino por sus encantadores cuentos para la niñez. Perrault era un sabio en muchas artes y ciencias, pero sentía poco y mal la poesía, y sobre Homero y sobre Píndaro dijo garrafales desatinos. Su mérito y su error fundamental consiste en la aplicación sistemática de la teoría del progreso […]. Los cuatro tomos de su Paralelo de los antiguos y de los modernos (1696), ampliación de otros escritos suyos anteriores sobre la misma materia, pueden considerarse como un perpetuo desarrollo de esa idea de perfectibilidad continua y paralela. Perrault compara las edades de la humanidad con las de un solo hombre, e infiere de aquí que los antiguos eran niños, y que nosotros debemos ser considerados como los verdaderos antiguos (Menéndez Pelayo 1994, pp. 1002–1003).

No obstante, y pese a los errores en los que hayan podido caer Perrault y sus seguidores, Menéndez Pelayo admite que estos han abierto perspectivas y nuevos horizontes frente a los defensores de los antiguos, como Boileau:

Exalta el siglo de Luis XIV, como la edad de oro de la humanidad, y concede grande eficacia a la gobernación de los príncipes en el desarrollo de las letras y de las artes. No le espantan los eclipses parciales de la civilización, porque en esos períodos, al parecer de barbarie y de tinieblas, la ciencia corre como río subterráneo, para salir de nuevo a la superficie más abundante y caudaloso que nunca. […]. Donde Perrault flaquea es en la aplicación de estos grandes principios a cada una de las artes. La idea del progreso es, a un tiempo, el mérito mayor y el punto más flaco de su sistema. No acertó a comprender que esta ley, como toda ley histórica, no puede aplicarse en iguales términos a lo que de suyo es relativo y mudable, como las ciencias experimentales y las industrias (en que cada día representa un adelanto nuevo), y a lo que puede alcanzar en cualquier momento histórico un valor propio y absoluto, como sucede con las grandes creaciones artísticas. La verdad y la belleza son eternamente admirables, sea cualquiera la época y la civilización que las producen o comprenden, y no cabe el más ni el menos tratándose de obras perfectas y acabadas cada cual en su línea […]. En suma: no hay escritor alguno de su siglo que lanzara a la arena tal número de opiniones nuevas y paradójicas, unas verdaderas, otras falsas, pero destinadas todas a hacer gran ruido en el mundo. Hasta cuando se equivoca nos parece muy superior en ingenio a sus rivales, especialmente a Boileau, el cual en la polémica que con él sostuvo no acertó a salir de la injuria personal o de los lugares comunes retóricos. Boileau tenía razón en admirar a los antiguos, y es mérito suyo esta admiración; pero no puede darse cosa más pobre que las razones en que la fundaba. Al fin Perrault, desatinando y todo, por su afán de aplicar a la crítica las leyes y el método de las ciencias positivas, abría siempre perspectivas y horizontes nuevos, y era digno heraldo y nuncio de lo por venir. Casi el mismo elogio hay que conceder a otros espíritus paradojales que seguían la misma bandera, muy señaladamente a Fontenelle y a La Motte. Fontenelle, hábil vulgarizador de los descubrimientos científicos, […] declara que los antiguos, especialmente Teócrito, no supieron idealizar la naturaleza, y que sus personajes carecen de educación y buen tono. El mismo idealismo de salón, mezclado con ingeniosos epigramas y fórmulas dubitativas, resalta en la Digresión sobre los antiguos y los modernos (1688), donde, sin embargo, aparece, quizá por primera vez, formulada la teoría de la influencia de los climas, con aplicación a la literatura y a las artes, así como Montesquieu la aplicó a la legislación algunos años adelante. Admite la ley del progreso en las ciencias: la niega en la literatura […] (Menéndez Pelayo 1994, pp. 1004–1005).

Así pues, para Menéndez Pelayo, la «cuestión» de los antiguos y modernos no resultó un asunto baladí, sino que fue generadora de un nuevo análisis epistemológico que sentó las bases de la moderna historia literaria:

Si los defensores de los antiguos pecaron por espíritu de rutina, y los defensores de los modernos por falta de erudición y de discernimiento, no cabe duda [de] que unos y otros dieron impulso a un gran movimiento intelectual, y que entonces quedaron proclamadas por primera vez la mayor parte de las ideas, cuya trama constituye la moderna historia de la preceptiva literaria (Menéndez Pelayo 1994, p. 1008).

Highet en español: la «querella de antiguos y modernos». Habrá que esperar al año 1954 para encontrarnos con una nueva revisión de la disputa entre antiguos y modernos relatada en lengua española. Se trata de la traducción llevada a cabo por Antonio Alatorre del libro The Classical Tradition de Gilbert Highet. El título en español va a ser La Tradición Clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental. La traducción española está dividida en dos volúmenes y la parte donde se trata acerca de la disputa corresponde al último capítulo (XIV) del primer volumen. Es importante destacar que M.ª Rosa Lida de Malkiel, a quien Highet agradece en su introducción a la edición española sus oportunas puntualizaciones, escribió una mordaz reseña de la edición inglesa original que Alatorre tuvo muy en cuenta para su traducción (Lida de Malkiel 1975).

Resulta significativa la traducción misma del título del capítulo, «La querella de antiguos y modernos», frente a su formulación original como «The battle of the books». Alatorre opta por la denominación francesa frente al carácter anglosajón de la denominación de Highet, deudora de la sátira de Swift. Tampoco podemos pasar por alto la traducción implícita, como hemos visto al hablar del término «querelle», que hace Alatorre del término francés.

A lo largo del capítulo, Highet trata de explicar de un modo sencillo, claro, y divulgativo qué supuso la famosa «querelle». Partiendo de la idea de que fue una disputa que afectó a diferentes ámbitos de la cultura, que nunca quedó zanjada y que en ocasiones resultó objeto de burla, no niega que fuera un hecho importante, pues afectó a la idea que se tenía sobre el gusto, implicó a grandes celebridades de la vida cultural de los siglos XVII y XVIII y sus aspectos debatibles aún continúan vivos. Para Highet, la batalla que se libró en Francia e Inglaterra a finales del XVII no fue más que el mero resultado de una polémica que se llevaba gestando desde hacía tiempo, a saber, la de la tradición frente a la Modernidad y la de la originalidad frente a la autoridad:

Hubo en los siglos XVII y XVIII una celebérrima y prolongadísima disputa que agitó no solo al mundo de la literatura, sino también al mundo de la ciencia, de la religión, de la filosofía, de las bellas artes y hasta de la erudición clásica. Nunca llegó a ser zanjada; […] por otra parte, las pasiones se caldearon hasta el extremo, de manera que la disputa toda vino a ser cosa de risa, y ahora se la recuerda con los títulos satíricos de la Querella de Antiguos y Modernos y la Batalla de los Libros. Fué, con todo, una disputa muy importante. En primer lugar, es notable que una discusión acerca del gusto haya durado tantos años y ocupado la atención de tantos hombres doctos, pues esto quiere decir que el plano de la crítica, y por lo tanto de la literatura, estaba en un nivel sumamente elevado. En segundo lugar, entre las personalidades envueltas en la lucha se contaban algunas de las más grandes de la época: Pascal, Boileau, Bentley, Swift. En tercer lugar, los puntos que se sometieron a debate tenían profunda significación […]. La batalla que se trabó en Francia e Inglaterra a fines del siglo XVII no fué más que un simple episodio de una gran guerra que se había estado gestando a lo largo de dos mil años, y cuyas raíces aún subsisten. Es la guerra entre tradición y modernidad, entre originalidad y autoridad (Highet 1996, pp. 411–412).

No obstante, pese a que Highet no menosprecia la disputa, sin embargo, minimiza la importancia de su cronología y los libros que se vieron implicados en ella:

La cronología de la pugna no tiene ninguna importancia especial. Tampoco la tienen los libros que fueron apareciendo en sus diversas etapas (Highet 1996, p. 412).

En este punto del texto, merece la pena destacar, por lo que a la transmisión de la obra al ámbito hispano se refiere, un importante añadido del traductor al texto original. Mientras Highet sitúa los orígenes de la batalla en Italia, Alatorre modifica el texto original y coloca los orígenes en España e Italia, a lo que añade una nota a pie de página donde destaca la obra titulada Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, de Cristóbal de Villalón, como uno de los más antiguos documentos de la «batalla». Veamos a continuación cómo aparece en el ejemplar de Highet y en su versión española:

But as a test of the vitality of taste in various European nations during the baroque age it is worth observing that the battle started in Italy, or rather that the early frontier encounters occurred there; that the real fighting took place in France; that an interesting but secondary struggle went on in England; and that no other European or American country played any part except that of spectator (Highet 1949, pp. 261–262).

Pero, como piedra de toque de la vitalidad del gusto en las distintas naciones europeas durante la era barroca, es digno de observarse que la batalla empezó en España y en Italia, o, mejor dicho, que allí ocurrieron los primeros encuentros fronterizos; que la verdadera lucha tuvo lugar en Francia; que en Inglaterra se trabaron combates muy interesantes, aunque secundarios, y que ninguna otra nación europea o americana desempeñó papel alguno, excepto el de espectadores (Highet 1996, p. 412).

Y en la nota a pie de página Alatorre añade:

Uno de los más antiguos documentos de la querella es la Ingeniosa comparación entre lo antiguo y lo presente, diálogo acerca de la corrupción del gusto y la ignorancia contemporánea de los clásicos, escrito en 1539 por Cristóbal de Villalón. Su elegante prosa hace que ese libro sea todavía de agradable lectura (Highet 1996, p. 412 n. 2).

Es significativo, no obstante, el hecho de que Highet no otorgue perdurabilidad a las obras francesas que nacieron al calor de la disputa, frente a lo que ocurre con las inglesas:

Pero aunque la función que tuvieron los escritores ingleses fué secundaria, las obras que publicaron durante la querella han tenido interés más duradero que cualquiera de las que se escribieron en Francia, pues entre ellas se cuentan la Disertación sobre las Epístolas de Fálaris de Richard Bentley y la Batalla de los libros de Jonathan Swift (Highet 1996, p. 412).

Pero la cuestión clave era si los escritores modernos debían admirar e imitar a los grandes autores griegos y latinos de la Antigüedad en la esperanza de igualarlos, o si ya habían sido superados. Así las cosas, los argumentos que proponían los modernos contra los antiguos y que presenta Highet fueron cuatro:

  1. He aquí el primero: Los antiguos eran paganos; nosotros somos cristianos. Por consiguiente, nuestra poesía está inspirada por emociones más nobles y sus temas son también más nobles. Por consiguiente, es poesía de más altos quilates​ […].
  2. El segundo argumento es el más popular en nuestros tiempos. Es el siguiente: El conocimiento humano está progresando continuamente. Vivimos en una época más avanzada que los griegos del siglo de Pericles y que los romanos de la era de Augusto. Por consiguiente, somos más sabios. Por consiguiente, todo cuanto escribimos o hacemos es mejor que lo que escribían y hacían los griegos y romanos de la Antigüedad […].
  3. Algunos de los que participaron en la batalla esgrimieron un tercer argumento, que ensambla con el segundo. Lo propuso sucintamente Charles Perrault en esta máxima: La naturaleza no cambia. Los leones de hoy no son menos fieros que los de los días de augusto César; el aroma de las rosas no es menos suave; la estatura humana no es ni más alta ni más baja. Por consiguiente, las obras de los hombres son tan buenas hoy como en los tiempos clásicos […].
  4. El cuarto argumento es el argumento del gusto. Muchos modernistas, al mismo tiempo que defendían el arte contemporáneo, invertían la acusación y atacaban a los clásicos, diciendo que sus obras estaban mal escritas y que eran radicalmente ilógicas. […] Una expresión muy corriente de esta reacción fué la parodia. […] Uno de los primeros ataques contra la autoridad de los clásicos, uno de los primeros que desencadenaron la Querella de Antiguos y Modernos, fueron los Pensamientos diversos de Alessandro Tassoni. Pues bien, este mismo Tassoni (1565–1635) fué autor de una excelente y famosa parodia épica, El cubo robado (La secchia rapita), poema heroico-burlesco que narraba cierta guerra que había estallado en el siglo XIII entre Módena y Bolonia, y cuya causa había sido efectivamente el robo de un cubo perteneciente a un boloñés. […] dos de los más divertidos libros que se escribieron durante la contienda fueron parodias épicas semejantes: la Historia poética de la guerra recientemente declarada entre los antiguos y los modernos, de François de Callières (1688) y La batalla de los libros de Jonathan Swift (1697–98; publicada en 1704). Este ataque contra los clásicos tiene dos aspectos principales, que se suelen confundir. En pocas palabras, consiste en decir que los autores griegos y romanos son necios, o vulgares, o a veces las dos cosas […] (Highet 1996, pp. 413–423).

En opinión de Highet, los ataques de los modernos a los autores clásicos parten de ciertos prejuicios de los que ni siquiera pudieron ser conscientes, a saber, el gusto, el nacionalismo, la oposición a la autoridad tradicional, la defensa del naturalismo y el problema de las traducciones:

Tras estos ataques contra el arte de los poetas clásicos se ocultan varios prejuicios que merecen examen, puesto que los hombres que participaron en la Querella no siempre fueron conscientes de ellos. El primero era el supuesto de que el gusto contemporáneo —el gusto de la época barroca, o más bien de Francia, o más bien de la aristocracia francesa, o más bien el de un reducido grupo dentro de la aristocracia francesa— era el dechado supremo de todo arte. […] El segundo prejuicio que se ocultaba tras el ataque de los modernos es el nacionalismo. Desde la época de Alfredo en Inglaterra, desde la época de Dante en Italia, hemos visto cómo la lengua nacional de cada país suele emplearse como tónico para robustecer el patriotismo. Muchos estadistas y pensadores, deseosos de intensificar la solidaridad de sus pueblos, han ponderado su lengua llamándola igual o superior al griego y al latín. […] Una tercera tendencia que había tras el ataque de los modernistas era su oposición a la autoridad tradicional. Veían en el prestigio de los antiguos un lastre, un peso muerto que no dejaba a la edad nueva desarrollar plenamente sus fuerzas, que impedía a los hombres pensar clara y audazmente y que llenaba de ataduras la aspiración y la invención. […] Los modernos deseaban asimismo defender el naturalismo, en oposición a la sublimidad convencional y a la irrealidad altamente estilizada de la literatura clasicista. […] El más endeble de los prejuicios modernistas es el quinto. La mayor parte de los modernistas no sabían nada de griego, o sabían muy poca cosa. Y todos ellos suponían que las traducciones bastaban y sobraban para permitirles juzgar de las mejores obras de la Antigüedad, traducciones muchas veces en prosa, y a menudo (como sabemos ahora) positivamente incorrectas (Highet 1996, pp. 429–435).

Es en el prejuicio dedicado al nacionalismo donde Alatorre, en nota a pie de página, a propósito de los comentarios de Highet al libro de Du Bellay, Defensa e ilustración de la lengua francesa y de H. Gillot, añade de su propia cosecha lo siguiente:

Acerca de las tendencias nacionalistas análogas en la España de los siglos XVI y XVII, véase Rafael Lapesa, Historia de la lengua española, 2.ª ed., Madrid, 1950, pp. 200 ss. Muchos afirmaban que el español no tenía por qué reconocer ventaja al griego ni al latín. Véanse en general Las apologías de la lengua castellana en el Siglo de Oro, editadas por J. F. Pastor, Madrid, 1929 (vol. VIII de la Colección Clásicos olvidados). Y cf. supra, p. 176, nota 13 (Highet 1996, p. 432 n. 27).

Respecto a las fases en las que se desarrolló la disputa, Highet establece que los primeros enfrentamientos surgen en Italia a principios del siglo XVII con el ataque a Homero y sus admiradores por parte de Tassoni, quien desarrolla tales argumentos en sus obras El cubo robado y sus Pensamientos diversos (1620). La primera fase se centró en Francia, donde la disputa se hizo más cruda. Aquí fue en torno a la Academia francesa, fundada en 1635, donde se centró el enfrentamiento, pues se consideraba un rival y a la misma altura, o incluso superior, de la Academia de Platón, de modo que la mayoría de sus miembros se inclinaba hacia el lado de los modernos. Años después serán Jean Desmarets de Saint-Sorlin y Bernard Le Bovier de Fontenelle quienes ataquen a los clásicos frente a los modernos. Pero la acción principal de la batalla tuvo lugar el 27 de enero de 1687 y la desencadenó Charles Perrault, quien leyó ante la Academia un poema sobre La época de Luis el Grande donde atacaba, siguiendo los argumentos de la naturaleza inmutable y el gusto, los poemas homéricos, y publicó una serie de diálogos entre personajes coetáneos bajo el título de Paralelo entre los antiguos y los modernos. Estos diálogos publicados entre 1688 y 1697 tratan acerca de diferentes temas, como arquitectura, escultura, pintura, oratoria, poesía, ciencia, filosofía y música, y en ellos se complace de no saber bien griego y latín. Posteriormente, un diplomático llamado De Callières publica una parodia titulada la Historia poética de la guerra recientemente declarada entre los antiguos y los modernos, donde son los antiguos los vencedores junto a sus defensores Boileau y Racine. Esta etapa de la batalla concluyó cuando Perrault y Boileau se reconciliaron (Highet 1996, pp. 435–441).

La segunda fase se desarrolla en Inglaterra. Sir William Temple publica un libro titulado Ensayo sobre la erudición antigua y moderna, donde defiende la supremacía de los clásicos. A Temple le replicó William Wotton en sus Reflexiones sobre la erudición antigua y moderna (1694). Allí distingue entre las ciencias, que progresan, y las artes y la filosofía, que no lo hacen, y sostiene que es mejor para la fe cristiana servirse de la literatura pagana, transformarla y transcenderla. Un erudito y amigo de Wotton, Richard Bentley, publicó en 1697 una Disertación sobre Esopo y Fálaris incorporada a la segunda edición del libro de Wotton. Más tarde, en 1699, publicará una versión aumentada y definitiva de su obra, donde realiza un profundo análisis histórico, filológico y literario que demuestra la verdadera genealogía de Esopo y la superchería de las «cartas de Fálaris». Swift, amigo de Temple, publica en 1704 dos obritas, Cuento de un tonel y La batalla de los libros, donde realiza una parodia de la disputa. Dentro de esta última, encontramos un episodio que narra un enfrentamiento entre una abeja y una araña donde la araña representa el bando de los modernos y la abeja el de los antiguos (orgullo y egoísmo frente a humildad y generosidad). Sin embargo, para Highet la disputa fundamental entre antiguos y modernos estribaba en el choque de las diferentes personalidades participantes en el conflicto:

La distinción esencial entre antiguos y modernos no estaba realmente resumida en el contraste entre Urbanidad y Pedantería: había quedado oscurecida por la polvareda de la disputa y por el choque de personalidades (Highet 1996, p. 447).

La tercera fase, según Highet, se desarrolla de nuevo en Francia. Esta vez fue por motivos de la traducción en prosa, en 1699, de la Iliada por parte de Mme. Dacier. Más tarde, en 1714, Antoine Houdar de la Motte criticaba la traducción de Mme. Dacier, a lo que ella respondió con su tratado De las causas de la corrupción del gusto. La contienda terminó en 1716 aunque no se resolvió.

Para Highet, la «querelle» tuvo como consecuencia principal la separación entre los eruditos y el público en general y el haber acabado con el respeto servil a una tradición:

El principal prejuicio que acarreó la batalla fué haber abierto o agrandado un abismo entre los eruditos y el público general. Confirmó a ciertos pedantes en su exclusivismo, y dió alas a la creencia de que, sin ninguna preparación consciente de su gusto y de sus conocimientos, el hombre de la calle es capaz de decidir qué cosa es buena obra de arte y qué cosa no lo es. […] Pero la verdadera utilidad de la batalla fué, para ambas partes, haber acabado con el respeto servil de la tradición, y haber hecho más difícil para los escritores del futuro producir «copias chinas» de las obras maestras clásicas, copias en que la imitación exacta viniera a ser una virtud y la invención original un delito (Highet 1996, pp. 448–449).

Hans Robert Jauss: tradición literaria y conciencia actual de la Modernidad. En 1976 aparece en España en la editorial Península la traducción de la obra de uno de los más eminentes representantes de la escuela de Constanza, Hans Robert Jauss, cuyo título original Literaturgeschichte als Provokation se había publicado en 1970. Curiosamente, la edición española se tituló La literatura como provocación, obviando el término «historia», que sí aparece en la versión original en alemán. Por otra parte, no se trató de una traducción completa del libro de Jauss, sino simplemente de una selección. Habrá que esperar al año 2000 para contar con la primera edición completa al castellano y en la misma editorial. En lo que respecta al asunto de la «batalla», debemos decir que estaba ya recogida en la traducción del año 1976.

Para Jauss, la «querelle des anciens et des modernes» está relacionada con la ciencia de la historia de la literatura y, desde este punto de vista, se trataría de un proceso por el que el arte de la Modernidad se ha emancipado de la autoridad de la tradición antigua, al tiempo que el descubrimiento de la historicidad en la literatura es anterior al historicismo de la Ilustración (Jauss 2000, p. 8, n. 2). Así las cosas, al estudiar la disputa, Jauss intenta aclarar, dentro del campo de la historia del pensamiento, la relación entre tradición y modernidad. Jauss parte de la idea de que el término «Modernidad» es relativamente reciente. Concretamente aparece en Chateaubriand, en 1849, en sus Memorias de Ultratumba, pero es Baudelaire quien la convierte en lema de la nueva estética. Además, el adjetivo del que procede, «moderno», es un término acuñado en el latín tardío, que implicaba una tradición literaria aún más antigua. Esta tradición tiende a una ilusoria pretensión de modernidad: la de que el tiempo, la generación o época actual tiene un derecho propio a lo nuevo y, por tanto, a un progreso. En este contexto, la «querelle» constituiría un tópico literario acuñado en la Antigüedad que vuelve una y otra vez (Jauss 2000, pp. 12–13). Sin embargo, atendiendo al proceso histórico, a la historia de la palabra y del concepto de modernus, este no se agota en el significado intemporal del tópico literario, en opinión de Jauss. En este orden de cosas, el término moderno adquiere su significado y se define en relación a sus opuestos. La oposición debe buscarse, sin embargo, más allá del cambio. Lo moderno, en sentido estético, no se debe distinguir de lo antiguo o pasado, sino de lo clásico, de lo eternamente bello, de lo que tiene valor intemporal.

La ruptura del ideal de perfección humanístico y, como consecuencia, de la imagen clásica y universalista del mundo y del hombre, la inicia Charles Perrault. Sin embargo, los precursores de la Ilustración no fueron conscientes de hallarse al comienzo de una nueva era, sino, más bien, al final. La «querelle» para Jauss supuso la introducción de una revolución en la mentalidad de la época de transición a la Ilustración que puede resumirse en tres fases. A la pretensión de que la Antigüedad había creado la medida ideal del arte perfecto, los modernos oponen la igualdad natural de todos los hombres y someten las producciones de los antiguos a los criterios absolutos del buen gusto. A partir de ahí se desarrolla una nueva concepción común, la de que junto a una belleza universal hay también una belleza relativa. El resultado es el descubrimiento de la diversidad entre lo antiguo y lo moderno en el terreno de las bellas artes:

Ante todo, a la pretensión de que la Antigüedad era incomparable en cuanto que había creado para todos los tiempos la medida ideal del arte perfecto, los modernes opusieron el argumento racionalista de la igualdad natural de todos los hombres y comenzaron a someter las producciones de los antiguos a los criterios absolutos del bon goût; dicho de otro modo: a llevarlas ante el tribunal del gusto de la época clasicista. A ello los anciens oponían de momento, en actitud meramente defensiva, el argumento de que cada época tiene diferentes costumbres, o sea, también su gusto propio […]. A partir de ahí, en el curso de la discusión, fue desarrollándose paulatinamente la nueva concepción común a ambos bandos, aunque no confesada enseguida paladinamente, de que junto a la belleza intemporal había también una belleza condicionada por el tiempo, que junto a la beauté universelle existía también un beau relatif. Por este camino, la lenta destrucción de las normas estéticas clásicas condujo a una primera comprensión histórica del arte antiguo. El descubrimiento de la diversidad entre lo antiguo y lo moderno en el terreno de las bellas artes es el trascendental resultado de la Querelle que en Francia cambió la orientación histórica hacia la dimensión del tiempo irrepetible y con ello introdujo la Ilustración (Jauss 2000, p. 31).

Así las cosas, con la «querelle» la separación de Antigüedad y Edad Moderna en dos épocas históricas y perfectas cada una en sí misma se hace visible en el siglo XVIII y luego, en la transición al XIX. Tal separación fue adoptada por Schiller y Schlegel en los llamados «Paralelos» comparativos (Jauss 2000, p. 34).

Pero el término «moderne» sigue evolucionando y ya no se opone a antiguo. La nueva Modernidad, que se entiende a sí misma como romántica, designa su oposición a la Antigüedad con una palabra tomada de los hermanos Schlegel: «clásico» («klassisch»). En Francia la palabra «classique» aún no había entrado en oposición a «modernos», pues todavía tenía el significado de «modélico». De este modo, cuando Mme. de Stäel, en 1810, habla de clásico tiene que especificar que no equivale a perfecto, sino que se refiere a dos edades del mundo, la anterior al cristianismo y la posterior. Así surge la oposición de clásico frente a romántico (Jauss 2000, pp. 37–38).

Fumaroli: «las abejas y las arañas». Las dos imágenes que vemos en la fig. 1 ofrecen un magnífico ejemplo de lo que Michel Espagne ha denominado «transferencia cultural» (Espagne 2013). En la cubierta de la edición francesa del libro de Fumaroli tenemos un detalle del cuadro de Annibale Carracci titulado Hércules en la encrucijada, procedente del museo napolitano de Capodimonte; en la edición española, sin embargo, vemos un fragmento del grabado de la edición de 1705 de La batalla de los libros de Jonathan Swift.

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Figura 1: Cubiertas de las ediciones francesa y española del libro de Fumaroli

La obra de Marc Fumaroli fue publicada bajo el título de La Querelle des Anciens et des Modernes (XVIIe–XVIIIe siècles précédé de Les abeilles et les araignées). Essai en 2001, y su versión española apareció en la editorial Acantilado el año 2008 bajo el título Las abejas y las arañas. La Querella de los Antiguos y los Modernos. Como se puede observar, en la edición española aparece invertido el título por motivos probablemente de mercadotecnia.

En el caso de Fumaroli, la «querelle» es estudiada desde una visión política y, en este sentido, considera sus inicios en tiempos de Petrarca, para culminar con la caída del antiguo régimen. En opinión de Fumaroli, cuando en 1635 Richelieu funda la Academia Francesa está intentando acelerar un proceso, ya en curso, por el que la lengua francesa debía convertirse en una lengua universal, con lo que este hecho tenía de repercusión, igualmente, en la esfera diplomática, al postergar el uso del español, el latín y el italiano (Fumaroli 2008, p. 33).

En su discurso de 1687 ante la Academia francesa, Dentro de su poema El siglo de Luis el Grande, Perrault evoca los nuevos inventos, tales como el telescopio, el microscopio, o el descubrimiento de la circulación de la sangre; sin embargo, ha de admitir que en el caso de las «belles lettres» la elocuencia de las repúblicas antiguas era más brillante que la de sus tiempos, aunque esto se debe a que viven en una monarquía. No obstante, el hecho de vivir bajo el «régimen solar» bien merecía ese sacrificio, pues se evitaban los levantamientos populares y declaraba que los clásicos de mañana son los autores contemporáneos, como sucede, asimismo, en el caso de las artes, y el autor proclamaba finalmente la palabra clave: progreso (Fumaroli 2008, p. 38–41).

Tal argumentación fue contestada por Boileau y, al año siguiente, el mismo Perrault, mediante sus Paralelos entre los antiguos y los modernos, da comienzo a la «querelle» propiamente dicha. No obstante, no debemos olvidar que la «querelle» tuvo sus orígenes y antecedentes en Italia, pues hasta los años cuarenta del XVII el italiano era la lengua más usada y leída después del neolatín. Sin embargo, entre la «querelle» italiana y la francesa las diferencias son esenciales según Fumaroli (Fumaroli 2008, p. 47). La primera persigue la investigación comparativa entre dos épocas de las letras, las artes y las costumbres. Se trata de un trabajo propio de hombres de letras que están más apegados a la república de las letras que a ningún otro Estado. La comparación entre Antigüedad y Modernidad es para ellos una condición de libertad intelectual. Se trata más de una competencia que de una disputa. En el caso de Francia es obra de hombres de letras sometidos a un rey:

En cambio, la Querella francesa es obra de hombres de letras con la vista fija en un rey; forman o formarán parte de la constelación de academias que dan carta de ciudadanía a la república de las Letras en el Estado real. En el centro de su enconado debate no sorprende descubrir que rivalizan por ver quién detenta el mejor método para alabar el rey (Fumaroli 2008, p. 48).

Para Fumaroli, los elogios y apología de la Modernidad procedía en la Francia de 1641 del entorno de Richelieu y de la Academia. Así es el caso de autores como Desmarets, un modelo de alto funcionario consagrado al Estado:

En muchos aspectos, la carrera de Desmarets instaura, a partir del reinado de Luis XIII, un modelo que Charles Perrault imitará en época de Luis XIV. Es un cursus honorum de escritor-alto funcionario, totalmente consagrado al servicio del estado. No debe confundirse este tipo de carrera con la de un Racine o un Boileau, que se habían labrado ya una autoridad literaria antes de ofrecérsela, como debido homenaje, a su rey (Fumaroli 2008, p.132).

A diferencia de los modernos, Boileau consideraba que la fuente del juicio moral y estético no puede situarse en la simple contemporaneidad, aunque sea la del Estado absoluto. Para Fumaroli, Boileau es el crítico más intransigente de la vocación del Estado creado por Richelieu y considera al rey como la única autoridad capaz de reconciliar tradición literaria y absolutismo:

[…] en la mente de Boileau la Modernidad del Estado absoluto solo tiene un límite, una medida, y es el rey. El rey está investido de una función sagrada que no es precisamente nueva, como el ministerio de Richelieu. Ahora bien, los Modernos que halagan al rey creen poder identificarlo con el Estado moderno. Querrían convertirle, como a su Estado, en una abstracción impersonal y un comienzo absoluto. Boileau, en cambio, quiere ver en el rey a un hombre y una función anteriores y superiores al estado moderno. Se vuelve a él como a la única autoridad capaz de reconciliar la tradición literaria y el absolutismo (Fumaroli 2008, pp. 159–160).

Tanto para Racine como para Boileau, en opinión de Fumaroli, los poetas antiguos daban a los poetas franceses el mejor escudo protector de su libertad y la garantía contra el fanatismo moral, pues una de las cuestiones vitales que están en juego en la «querelle» es la autonomía de la literatura. Así pues, el objetivo de Boileau fue hacer del rey un aliado contra el rigorismo devoto y contra el orgullo del subjetivismo moderno (Fumaroli 2008, p. 169). Asimismo, en la recopilación de las primeras Sátiras de Boileau aparecía un discurso al rey, escrito en 1664, modelo de diplomacia política y moral y de crítica literaria. En él defiende su incapacidad para dedicarle fáciles alabanzas y panegíricos, por el respeto debido y por su débil genio, y da a entender al rey que la literatura se vería condenada a la monotonía si cediera a ello:

Indirectamente, pero con firmeza, Boileau da a entender al rey a qué estéril monotonía se vería condenada la literatura en su reinado si se impusiera la norma literaria «moderna», la del panegírico oficial y servil que lo muestra todo de color de rosa (Fumaroli 2008, p. 172).

Así las cosas, ambos bandos tratan de poner de su parte al rey. Para Boileau el rey es descrito como un héroe antiguo resurgido entre los modernos. Para los modernos el rey se convierte en la piedra angular, en el argumento definitivo de la superioridad de los modernos sobre la Antigüedad. No ocurre así con Fontenelle, del bando de los modernos, quien en lugar de entrar en la disputa sobre quién podía servir mejor al rey o a un grande, se limitó a plantear un axioma universal bajo los cimientos de la ciencia cartesiana. Las consecuencias lógicas son, por lo tanto, que no cabe superioridad de talento ni genio por parte de los antiguos, pues las mentes están naturalmente constituidas del mismo modo y que el saber humano se acumula y aumenta de siglo en siglo, de suerte que el progreso indefinido rompe con la idea del tiempo cíclico. Asimismo, Fontenelle se considera él mismo contemporáneo de un siglo de la crítica más que del siglo de Luis XIV. Se trata de un siglo superior a todos los demás por un «arte de pensar» calcado del método geométrico y que es el que dirige el intercambio intelectual en la república de las letras. Así la disputa empieza a parecerse a lo que Paul Hazard llamaría «la crisis de la conciencia europea» (Fumaroli 2008, pp. 223–224).

En definitiva, si bien hablamos de «querelle» entre antiguos y modernos, cuyo epicentro radica en el «buen gusto», la batalla no acabó aquí y tuvo sus ramificaciones como la batalla de las mujeres, la de Homero, el problema de las traducciones o las Bellas infieles y más tarde, ya en el ámbito alemán, la evolución del concepto al enfrentamiento entre clásicos y románticos y la oposición entre historicismo y estética clasicista.

Como conclusión, y en lo que nos compete al ámbito hispano, la aportación y el tratamiento de la «batalla» vino de la mano de Menéndez Pelayo («cuestión»), desde una perspectiva estética, a principios del siglo XX, y de tres traducciones, a saber, la visión divulgadora de Highet («battle / querella») a mediados del siglo XX, la historicista de Jauss («querelle»), a mediados de los setenta y la política de Fumaroli («querella»), ya en el siglo XXI.

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M.ª José Barrios Castro

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