Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

bucolismo

Del latín bucolismus y relacionado con el griego boukoliasmós, a partir de boukólos, pastor de vacas, y del verbo boukoliádsomai, ya desde Teócrito término específico para cantar cantos de pastores (Fr. ​Boucolisme, Al. Bukolik, Port. Bucolismo).

Bucolismo viene de boukólos, término griego para vaquero, pastor de vacas, pero referido a la actitud relacionada con composiciones literarias (al principio solo en verso) protagonizadas por pastores en un marco natural frecuentemente idealizado y con una temática de rivalidad amorosa, en un tono ligero y sereno. Bucolismo ha acabado por significar la actitud de exaltación de un modo de vida relacionado con la naturaleza, en cierto modo de realización escatológica de un ideal de poesía y amor cósmicos.

Ya en el Idilio​ VII de Teócrito aparece un verbo a partir del oficio, boukoliádsomai (Theoc. Id. 7, 36), que como recuerda García Teijeiro (1972, p. 404) no se usa con el significado de «cuidar vacas», sino de «invitación a alternar cantos pastoriles». Relacionado con el verbo está boukoliasmós, término técnico para una forma específica de la poesía ya desde Ateneo (s. I) y Hesiquio (s. V). También es habitual encontrar el neutro tò boukolikón para lo mismo. No son iguales boukoliasmós y el bucolismus de los latinos, mera derivación del sustantivo del oficio (Halperin 1983, p. 10), pero su función es similar, a saber: indicar un modo de expresar una forma poética concreta y, en sentido más amplio, la actitud de quien se interesa, con mayor o menor implicación, por ese modo de vida campestre, simple, presidido por un amor idealizado.

Que se haya elegido el término «vaquero» por encima del de cabrero o pastor de ovejas o, simplemente, el más genérico de pastor, fue un motivo de discusión desde la Antigüedad. Podría ser un caso de antonomasia a partir del mayor peso social y económico de los pastores de vacas; García Teijeiro (1972, p. 411) recuerda también la discusión sobre orígenes rituales y la dificultad de enlazarlo con la propia realidad de esa poesía, aunque es verdad que el término boukólos es bastante frecuente en contextos religiosos y no sería descartable plantear como hipótesis la existencia de un grupo poético donde sus miembros se denominasen entre sí boukóloi, quizá incluso nombres en clave de grupos de poetas enfrentados en el mundo alejandrino (García Teijeiro 1972 pp. 416). Sin embargo, no tenemos certeza alguna para corroborarlo, por más que precisamente esa haya acabado siendo una clave de lo bucólico, el disfrazar a poetas bajo esos nombres de pastores.

El hecho es que, sirviéndose Teócrito de hexámetros dactílicos, su poesía quedó englobada dentro de la épica en la Antigüedad (por ejemplo, así hacen Quintiliano y Proclo) y también en Bizancio; otra vía habitual fue encuadrarla, con el Hesíodo de Trabajos y días (y con las Geórgicas de Virgilio en Roma) en el subgénero de la poesía didáctica (García Teijeiro 1972, pp. 414–15).

En la actualidad se ha instalado una alternancia o solapamiento entre «pastoril / pastoral» y «bucólico» para este tipo de poesía protagonizada por pastores. En la tradición anglosajona ha vencido el término «pastoral» como genérico y el de «bucolic» en calidad de adjetivo específico, como se puede observar en dos obras de referencia ya clásicas, los libros de Rosenmeyer (1969) y Halperin (1983). En España se habla indistintamente de tradición «pastoril» y «bucólica». Menéndez Pelayo, en Orígenes de la novela, marca la historiografía sobre el género en la tradición española y usa el término «pastoril» (aplicado al novedoso género de ese tipo de novela en la tradición hispánica a partir de la Diana de Montemayor), pero también «pastoral» y «bucólica» (2008, p. 626). Lo que parece evidente es que «bucólico» es un término con más connotaciones técnicas (Halperin 1983, p. 8) que, a su vez, está dando lugar a derivados fuera del género poético en sentido estricto, como este término de «bucolismo» que se puede aplicar, además de a la poesía, a la prosa, a actitudes humanas e incluso a la política (o a su rechazo). Curiosamente será Luis Vives, en su prefacio a las Glosas de Virgilio (Basilea, 1539), quien usará por primera vez el término pastoralis en la Modernidad (Halperin 1983, p. 13), luego de que Terenciano Mauro usase en el siglo II el de pastorale carmen en De litteris, de syllabis, de metris (Ter. Maur. 2123).

La centralidad de la figura de Teócrito no obsta a un problema previo en la historia literaria, el de si considerarlo como el iniciador de un género o como el precedente de lo que luego se constituyó como tal. Desde el punto de vista de la historia literaria se han señalado precedentes en la literatura anterior, como la mención en el escudo de Aquiles dentro de la Ilíada a pastores que cantan, la importante iniciación poética de Hesíodo cuando pastoreaba, los mitos de pastores que tienen amores con diosas (Anquises, Paris, Adonis… todos ellos de posible origen oriental) y, más cercanos en el tiempo, algunos dramas satíricos donde son protagonistas pastores presentados burlescamente, como el Cíclope de Eurípides, y los epigramas que escribieron a caballo entre los siglos IV y III Ánite de Tégea y Mnasalces de Colofón. También es importante la influencia del mimo de Epicarmo y Sofrón, un género literario dramático breve con pocos personajes, normalmente dos o tres, escrito en prosa y en el dialecto dorio de Siracusa. Dentro del mimo es fundamental la aportación de Herodas, contemporáneo de Teócrito, cuyos mimiambos son «bocetos» de realidad cotidiana con ambiente popular y personajes sencillos. No se sabe si se representaba o tan solo lo leía una persona imitando varias voces, cuestión que afecta también a la obra de Teócrito, aunque nos consta que, por ejemplo, Platón leía privadamente los mimos de Sofrón.

Algunos estudiosos (también en la Antigüedad) suponen tradiciones populares orales de cantos poéticos entre pastores, consistentes en agones de intercambio de versos, donde lo importante es la capacidad de repentización, para responder en verso a un tema de canto propuesto alternativamente. Otra vía de búsqueda de precedentes se ha encontrado en los cantos rituales a determinados dioses, especialmente en Sicilia. La discusión moderna ha preferido resaltar la novedad de este tipo de poesía dentro de un contexto urbano, en Alejandría, como reacción nostálgica a la progresiva marcha a la ciudad, tema que será transversal desde entonces hasta ahora mismo, aunque no es explícito como tal en Teócrito, aunque sí en Virgilio, donde se convierte en elemento distintivo de lo bucólico la idealización nostálgica de un paisaje campestre idealizado (Hubbard 2010, p. 694). Lo más que puede decirse sobre Teócrito como origen del género es que ya al menos en el Lamento por la muerte de Bión, poema atribuido tradicionalmente a Mosco, pero del siglo I a. C., se considera a Bión como «poeta bucólico».

A partir de Teócrito, el «idilio», aunque es un término posterior a él, quedó unido al género bucólico para referirse a una composición de tema pastoril basada en la descripción de una realidad campestre, si bien sometida a cierta estilización. Sus sucesores irán eliminando los aspectos más realistas de la vida de los pastores para ir «literaturizando» cada vez más el género, que se convierte en una poesía con un ambiente pseudo-natural (naturaleza prístina, luego identificada con Arcadia) para personajes idealizados, tan sólo pastores nominalmente. Teócrito presenta a pastores vulgares y predomina en él un tono entre elevado y realista, que hace que el humor y la ironía tengan una gran importancia. Todo ello se hace para un público urbano (por ejemplo, el de Alejandría): el mundo rural empieza a ser exótico, el paraíso que se echa de menos en una sociedad urbana, en una dicotomía que recorrerá toda la literatura occidental. Bucólicos son estrictamente dentro de la producción de Teócrito los idilios I y III al XI: en un paisaje natural los pastores (vaqueros, cabreros y pastores de ovejas, y también segadores) se dedican a cantar sobre diversos temas, aunque el principal es el amor y los cantos burlescos. La mitología que se menciona es peculiar a este mundo: Pan, Príapo, las Ninfas, Amor, Afrodita, también Dafnis, pastor legendario de Sicilia, y en dos composiciones el cíclope Polifemo (que era pastor), enamorado de Galatea. Los nombres de los pastores son pocos (Dafnis, Tirsis, Títiro, Amarilis, Menalcas, Bato, Coridón, Lícidas).

En la literatura griega, el otro ejemplo destacado de bucolismo, si bien en prosa es una novela, Dafnis y Cloe de Longo, que ejerció su propia influencia, especialmente en la Modernidad, pero, en lo que respecta a la repercusión y formalización genérica, el género bucólico indudablemente gira en torno a Virgilio (Halperin 1983, pp. 1–6). Su poesía presenta dos cualidades especiales, el desinterés por el realismo y el compromiso con la realidad política (Cristóbal López 1998, pp. 253–256). Los seguidores latinos de Virgilio, Calpurnio Sículo y Nemesiano, cree Menéndez Pelayo que han de ser tenidos en cuenta dentro de tradición hispánica porque «los imitaron los bucólicos italianos y españoles del siglo XVI» y porque «todavía en el siglo XIX lograron (más felices en esto que otros poetas mayores) un admirable traductor castellano en el docto humanista don Juan Gualberto González» (2008, p. 630). En la tradición latina son importantes también los Carmina Einsiedlensia, de autor desconocido, y en el siglo V Endelequio, que introduce temas cristianos y metros variados (Ciccolella 2017, p. 237).

Lo que parece claro en todo caso es que todas las definiciones privilegian el contenido: tenemos aquí literatura «de pastores» y las formas en que acaba configurándose parecen secundarias. Hay elementos de ideas muy distintivas; la idealización, el escapismo, la centralidad del amor y su expresión por medio de los certámenes poéticos. García Teijeiro parte de su irrealidad, de su teatralidad, de su carácter de mascarada (1972, p. 403), en la línea de la distinción que estableció Servio, que lo situaba como tertium quid entre un género narrativo y otro dramático. Por lo demás, tiene relaciones estrechas con la elegía, la novela, la épica, hasta los epigramas.

El estudio del bucolismo en la tradición hispánica suele partir de rasgos de la poesía de la Edad Media que podrían ser parangonables en el amor de los goliardos y la idealización del amor en contextos naturales, pero, para rastrear los orígenes de lo bucólico en la eclosión de la literatura vulgar, la filología románica ha puesto su atención en las pastorelas y vaqueras de los trovadores provenzales y sus imitadores en el norte de Francia y las serranillas, que —como ocurre con los orígenes de la poesía bucólica «tout court»— parecen tener antecedentes tanto cultos como populares (López Estrada 1974, p. 125). Para Menéndez Pelayo (2008, pp. 630–633), su desarrollo en la Península se basa en un fondo popular preexistente que, por ejemplo, aflora en las Cantigas de amigo. La pastorela y la serranilla tienen en su base la disparidad social de los protagonistas, el caballero y la pastora, que sobre todo produce efectos humorísticos. El Arcipreste de Hita y el Marqués de Santillana sabrán explotarlos sin renunciar a subrayar el elemento amoroso, predominante, frente al escenario, muy secundario. No hay nada cercano a la idealización. El Arcipreste de Hita hace una parodia en sentido realista, mientras que el Marqués de Santillana lo ennoblece «con suave y aristocrática malicia» (Menéndez Pelayo 2008, p. 633).

En esa dualidad están los autores de teatro a caballo entre los siglos XV y XVI, fundamentalmente la pastoral dramática de Juan del Encina y las farsas pastoriles de Lucas Fernández, que parten del drama litúrgico medieval, con antecedentes cercanos también en obras como las Coplas de Mingo Revulgo. Juan del Encina hizo una traslación de las Bucólicas de Virgilio a finales del siglo XV (Salamanca, 1496) y dio a cada poema el nombre de égloga, pero estaba menos preocupado por una traducción rigurosa que por encontrar algo de la visión medieval de la bucólica virgiliana en su aspecto más ligero (López Estrada 1974, p. 113). Virgilio no aparece explícitamente en su obra dramática, como resalta Bayo (1959, p. 10), pero, aunque su influencia es difusa, parte de aquí para marcar el talante de la literatura bucólica hispana a partir de entonces. Por otro lado, el conocimiento de las Bucólicas de Virgilio en el original se expande durante esos años finales del siglo XV, por ejemplo, en la edición de Bucolica a cargo de Fadrique de Basilea en Burgos (1499). Para encontrar una actitud distinta, un referente es fray Luis de León, que traduce algunas de las Bucólicas usando el endecasílabo y pretende respetar lo más posible el original en la traducción, sin ser literalista (Bayo 1959, pp. 196–226). En 1591, el Brocense publicará en Salamanca Bucolica serio emendata, cum scholiis.

El hecho es que Juan del Encina compone obras dramáticas en torno a pastores, aunando ecos clásicos con la atención a lo contemporáneo, la idealización antigua unida a un realismo definido como muy característico en la literatura española y una menor presencia del paisaje; sus pastores no son groseros, son personajes amantes del juego, de cantar, bailar y tocar instrumentos; a veces remolonean, son enamoradizos y hablan un lenguaje muy marcado como popular, el sayagués, lengua de villanos que tiene una función tanto realista como cómica (López Estrada 1974, p. 211). En cambio, los pastores de Lucas Fernández, en sus Farsas y églogas al modo y estilo pastoril y castellano, tienen más sentido de la honra y tienden a la fanfarronería. Como otros personajes suyos de soldados, esto podría delatar la influencia de Plauto, desbordando al mundo pastoril. Fernández destaca también por un realismo más vigoroso y de mayor complejidad dramática. Ambos son herederos, sobre todo, del drama litúrgico medieval y los espectáculos de las cortes del siglo XV; sus pastores son, en principio, los de la Natividad, pero con un punto clásico que hay que enlazar con Virgilio. En su línea están las Églogas dramáticas de Pedro Manuel de Urrea. Será una tónica del bucolismo hispánico esta dependencia habitualmente más indirecta de lo clásico, entroncando con la tradición cristiana y la realidad del momento, así como una consideración compleja del amor que estaba cuajando en el ámbito de los poetas de Cancionero. Esa importancia de la tradición cristiana, que parte de la presentación que hace Jesús de sí mismo como «buen Pastor» y la presencia de pastores en la Natividad, se ve especialmente en la Representación del Nacimiento de Nuestro Señor de Gómez Manrique. Posterior, pero en una línea similar, está Lope de Rueda en sus tres Coloquios pastoriles. Al primero, Camila y Timbra, le ve Blecua (1987, p. 64) huellas virgilianas evidentes.

Será fundamental el efecto producido por la Arcadia de Sannazaro (1502), la primera obra en lengua vulgar de peso en la tradición bucólica, que mezcla verso y prosa y tendrá una gran repercusión, siguiendo en una línea trabajada por Dante, Petrarca y Boccaccio y haciendo una especie de centón de la bucólica grecolatina, con gusto y elegancia, donde Sannazaro introduce alusiones a su vida de poeta y la de sus amigos. Para Menéndez Pelayo (2008, pp. 637–644) es un «libro mediano pero afortunado»; su repercusión se multiplicó con la traducción castellana de 1549.

En Garcilaso de la Vega se llega seguramente a una de las cimas de la poesía pastoril hispánica con sus Églogas. El autobiografismo oculto en los vestidos de pastores es característico del género desde la Antigüedad y él lo lleva a nuevas alturas, siendo un cortesano y guerrero, a la vez que encuentra en el marco genérico pastoril una vía de escapar de la actualidad, mientras la comenta. El paisaje es menos convencional, porque también lo autobiográfico ha quedado inserto en su poesía: es el de los lugares donde está, el Danubio o el Tajo. La importancia de lo clásico grecolatino en su obra es como mucho mediata: más directa es la influencia de Sannazaro o Ariosto. Un ejemplo puede ponerse, de la Égloga III, vv. 289–304:

Más claro cada vez el son se oía
de dos pastores que venían cantando […]
Tirreno destos dos el uno era,
Alcino el otro, entrambos estimados
y sobre cuantos pacen la ribera
del Tajo con sus vacas enseñados;
mancebos de una edad, d’una manera
a cantar juntamente aparejados
y a responder, aquesto van diciendo,
cantando el uno, el otro respondiendo […]

En la estela de las églogas de Garcilaso destacan algunos poemas castellanos del portugués Francisco Sá de Miranda. De Diego Hurtado de Mendoza tenemos En la ribera del dorado Tajo, poema claramente garcilasiano, pero también una contaminación de las Bucólicas VI y VIII de Virgilio (Bayo 1959, p. 170–171). Hernando de Acuña escribe tres églogas (Pérez-Abadín 2011, p. 189) donde se perciben huellas de las virgilianas I y X (Bayo 1959, p. 189). Otros autores son Alonso Núñez de Reinoso, Diego Ramírez Pagán, Francisco de Figueroa y Luis Barahona de Soto. Sonetos pastoriles escriben Gutierre de Cetina y Francisco de Aldana. En la segunda mitad del XVI están Francisco de Torre, autor de ocho poemas agrupados con el título de Bucólica del Tajo, y Pedro de Padilla, que compone 13 églogas en un volumen coherente de 1582 (Pérez-Abadín 2012).

En el ámbito de la prosa, o en un marco prosístico con inclusión de poemas, López Estrada (1973, p. 21) defendió con ahínco la novedad de los «Libros de pastores», paralelos a los «libros de caballerías» y «de pícaros», definidos por los protagonistas ficcionales del relato y todos en la estela de Los siete Libros de la Diana de Jorge de Montemayor, de 1559, que creó un marco narrativo novelesco a lo que desde Sannazaro eran simples escenas estáticas y que, aunque adolece de falta de sentimiento como Sannazaro, lo disimula mejor con el arte de la galantería; y de ahí quizá su éxito, porque «reflejaba el mejor tono de la sociedad de su tiempo» (Menéndez Pelayo 2008, p. 703). En la Diana hay una «mezcla de mitología y vida actual, de galantería palaciega y falso bucolismo». Todo ello «pone de manifiesto su endeblez orgánica y el vicio radical de su construcción» (Menéndez Pelayo 2008, p. 705).

La crítica recuerda, dentro de este contexto entre Sannazaro, Garcilaso y Montemayor, la importancia de la inserción en Amadís de Grecia, de Feliciano de Silva, de episodios pastoriles ya en 1530 (Baranda 1987, p. 360), con el interés añadido de que esa decisión tiene una influencia directa en el modo en que Cervantes trata lo pastoril en el Quijote (Avalle-Arce 1974, pp. 38–39), bien que burlándose constantemente del autor. También de Silva introdujo episodios pastoriles en la Segunda Celestina (1534) con la dificultad añadida de una trama fundamentalmente urbana; en ambas obras Baranda (1987, pp. 367–368) observa una influencia temprana de Sannazaro, que hace que el tema pastoril gire en otra dirección nueva respecto al rusticismo de Juan del Encina.

Previa y también fundamental para Menéndez Pelayo (2008, p. 658) es Menina e Moça, la obra en portugués de Bernardim Ribeiro. A Montemayor lo continuó la Segunda parte de la Diana de Alonso Pérez, llena de «intemperancia pseudoerudita» (Menéndez Pelayo 2008, p. 723). La Diana enamorada de Gaspar Gil Polo, de 1564, es una vuelta al esquema menos novelesco de Sannazaro, con «felices imitaciones de los poetas antiguos, especialmente de Virgilio» (Menéndez Pelayo 2008 I, p. 728); en el evitar lo novelesco la sigue La Arcadia de Lope de Vega, de 1598. Menéndez Pelayo (2008, p. 751) destacó El Pastor de Fílida de Gálvez de Montalvo (1582) como «una de las pastorales mejor escritas». Todas tienen rastros de autobiografía, con una idealización de la experiencia amorosa en un marco ficcional que a veces se beneficia de la influencia de la novela griega, especialmente las Etiópicas de Heliodoro. La última obra importante es Los pastores del Betis, de Gonzalo de Saavedra (1633).

En otro género, el del diálogo renacentista, se sitúa De los nombres de Cristo de fray Luis de León, que es interesante mencionar aquí por cuanto el marco narrativo es el de una conversación en el campo y uno de los nombres que tratan es justamente el de Cristo como pastor. Por otro lado, su Comentario al Cantar de los Cantares es importante, en la medida en que considera el poema bíblico como égloga pastoril con significados alegóricos (Egido 1985, pp. 63–65). Más complejo es delimitar fuentes pastoriles en la producción poética de san Juan de la Cruz, porque se perciben tanto lo popular como el influjo del Cantar de los Cantares y la tradición bucólica clásica (Gómez 1993, pp. 190–193). Novelas pastoriles a lo divino son Clara Diana de Bartolomé Ponce (1580) y Pastores de Belén, de Lope de Vega (1612).

Singular en este contexto es la visión del género pastoril por parte de Cervantes. En La Galatea (1585) es quizá, después de la Diana de Montemayor, quien más en serio se toma la cuestión de la realidad, o mejor, de las tensiones entre realidad e ideal en el mundo bucólico. Con suprema finura reaparece esto en varios pasajes importantes del Quijote. En el Quijote, por su parte, destacan el episodio de Marcela y Grisóstomo (caps. XI–XIV) con el «Discurso sobre la Edad de Oro», marcado por la dualidad entre ideal lejano y presente «de hierro», y la de personajes: el pastor fingido (Grisóstomo) y los pastores reales, los cabreros (Avalle-Arce 1974, pp. 249–253). En la segunda parte destacan las bodas de Camacho (caps. XIX y XX), que replican un episodio de La Galatea, las bodas de Daranio y Silveria en el libro III; la obra casi concluye con el episodio de la fingida Arcadia (cap. 58) que se replica en la vuelta a casa, donde amo y criado hacen propósitos pastoriles (cap. 67; Avalle-Arce 1974, p. 257–60), una de las cumbres del bucolismo en la tradición hispánica, lleno de melancolía, realismo y búsqueda de idealidad. Al pasar por el lugar de la fingida Arcadia, esto es lo que conversan:

—Este es el prado donde topamos a las bizarras pastoras y gallardos pastores que en él querían renovar e imitar a la pastoral Arcadia, pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho! que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas, y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo el pastor Quijotiz, y tú el pastor Pancino, nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos. Daránnos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no solo en los presentes, sino en los venideros siglos.

—Pardiez —dijo Sancho—, que me ha cuadrado, y aun esquinado, tal género de vida; y más, que no la ha de haber aún bien visto el bachiller Sansón Carrasco y maese Nicolás el Barbero, cuando la han de querer seguir y hacerse pastores con nosotros; y aun quiera Dios no le venga en voluntad al Cura de entrar también en el aprisco, según es de alegre y amigo de holgarse.

—Tú has dicho muy bien —dijo don Quijote—; y podrá llamarse el bachiller Sansón Carrasco, si entra en el pastoral gremio, como entrará sin duda, el pastor Sansonino, o ya el pastor Carrascón; el barbero Nicolás se podrá llamar Niculoso, como ya el antiguo Boscán se llamó Nemoroso; al Cura no sé qué nombre le pongamos, si no es algún derivativo de su nombre, llamándole el pastor Curiambro. Las pastoras de quien hemos de ser amantes, como entre peras podremos escoger sus nombres; y pues el de mi señora cuadra así al de pastora como al de princesa, no hay para qué cansarme en buscar otro que mejor le venga; tú, Sancho, pondrás a la tuya el que quisieres (Cervantes, Don Quijote, cap. 67 de la segunda parte).

Todo ello se contrapesa a lo largo de la novela con el realismo del episodio de los cabreros y la actitud general de Sancho Panza (salvo aquí, al final, ya quijotizado en cierta medida). Cuando ya menudeaban las críticas al género y también del propio Cervantes, él no renegó jamás del género bucólico en sí mismo. En el Prólogo del Persiles (1616), su último texto, vuelve a anunciar, como lo había hecho en el capítulo VI de la primera parte del Quijote, una segunda parte de la Galatea, que quedó en deseo incumplido.

Hay un salto temporal que se debe dar desde la primera parte del siglo XVII, cuando ya se ha agotado la moda de novelas de pastores, hasta el reverdecimiento a finales del siglo XVIII del género con Juan Meléndez Valdés, que es otra figura de la poesía bucólica en España, tras Garcilaso, del que es evidentemente deudor, pero muy detrás de él en inspiración, aunque a primera vista los elementos sean muy similares. En su primera Égloga, escrita en 1779, con el trasfondo de su amistad con Iglesias de la Casa, sobre todo domina la alabanza de la vida del campo. Aparecen pastores que intercambian cantos con otros y es insistente el resaltar la importancia de la música y la poesía. Las otras tres églogas que escribió son monólogos pastoriles. En esta primera son pastores de vacas, boukóloi, y quizá eso tenga que ver con su propia traducción de un idilio (mal) atribuido a Teócrito, y esto es una novedad en la tradición hispánica, en concreto el XX, «El vaquero», donde el pastor del título, personaje tosco, se queja de un rechazo amoroso (Hernando 1975, pp. 216–221).

Meléndez Valdés está en la línea, que triunfa en el siglo XVIII, de un tipo de poesía sobre todo breve «donde se mezcla lo bucólico con la inspiración anacreóntica y epicúrea» (García Teijeiro 1972, p. 403). En la línea de la primera Égloga de Meléndez Valdés está, inconclusa, La bucólica del Tormes de Nicasio Álvarez Cienfuegos. Antes de ambos, Luzán escribió un Leandro y Hero como idilio anacreóntico. Cadalso había escrito otra égloga, Desdenes de Filis y fray Diego González es autor de dos más, todas en una línea muy poco creativa, todavía heredera de los estertores del barroco. Vicente García de la Huerta realizó un drama pastoril, Lisi desdeñosa y Cándido María Trigueros, que había traducido a Teócrito, hizo un Endimión, Écloga teatral, en 1775; por lo demás, él mismo compuso cuatro idilios, empezando por el Idilio a la muerte de Agustín Montiano y Luyando, donde se recubre de bucolismo un lamento por la muerte de un amigo poeta (Nieto 2008, pp. 197–198). José Iglesias de la Casa escribió ocho églogas (Cristóbal López 1980, pp. 102–103) de aire virgiliano, pero por el tamiz de fray Luis de León.

Juan de Arolas, ya en la primera mitad del XIX, primero neoclásico y luego romántico, escribió cuatro églogas, la primera en la estela de Garcilaso, la segunda siguiendo el tema de Polifemo y Galatea; más tardías son la tercera, que sigue el modelo de la Bucólica VI de Virgilio y la cuarta sobre el mito de Acteón, pero también dentro de los cánones bucólicos (Arcaz Pozo 2014, p. 316). Fuera de marco queda José María Gabriel y Galán, que no escribe poesías bucólicas, pero que canta temas bucólicos en su poesía, muchas veces considerada anacrónica, pero que fue muy influyente, por ejemplo, en Unamuno.

La otra línea que se sigue desde la segunda mitad del XIX es la crítica a lo bucólico en la novela. Ejemplo privilegiado son las primeras novelas de Galdós, que marcan el fin de la posibilidad del campo como escenario de un ideal bucólico cada vez más remoto y asediado, también en lo literario, por la pujanza del realismo. Su formación escolar y universitaria le permitió conocer la literatura bucólica, que luego rechazó (Ruiz Pérez 2010). Toda esta crítica a la falsedad que el primer Galdós asocia a lo bucólico cambia en las que escribió durante el cambio de siglo y se acentuó en su última época. Muestra una nueva perspectiva más positiva, en la que propone —ante la expansión de lo burgués urbano— una vuelta al campo que lo redima; todo ello por el impulso de la nobleza, que, en su opinión, lo había abandonado y había causado su decadencia. Es un planteamiento que se podría calificar de paternalista o patriarcal, y que coincide con los que están proponiendo autores de su generación como Pereda o Eça de Queiroz (García Jurado 1999). Sea como fuere, lo que hace Galdós es plantear una vuelta a la vida bucólica tal como la que había sugerido Cervantes en el final de El Quijote —bien que como última locura del hidalgo— antes de volver definitivamente a casa.

En la contemporaneidad parece como que no hay espacio para lo bucólico, quizá porque en la literatura predomina el culto a la espontaneidad y un difuso realismo de fondo. De todos modos, todavía en 1911 Juan Ramón Jiménez publica un libro titulado Pastorales, donde puede actuar él como pastor contemplador ante la naturaleza. Luis Cernuda escribió una «Égloga» con elementos del paisaje y otra vez el poeta en soledad ante él, como le pasa a Vicente Aleixandre en «Hacia el puerto», poema de En un vasto dominio. Son todos casos de soledad en el campo, no de cantos compartidos y tampoco de temas amorosos (Cristóbal López 1980, pp. 112–117). Soledad y paisaje no parecen ser exactamente lo nuclearmente bucólico.

En lo que se refiere a la literatura más reciente, parece que hay que dar por muerta toda poesía bucólica, solo rescatable por la vía de la parodia o de un planteamiento reflexivo, en abismo, autoconsciente. Quizá sean paradigmáticos, a título meramente de ejemplo, pues es un campo todavía por explorar en detalle, varios ejemplos, todos de poetas a la vez profesores y conocedores a fondo de la tradición bucólica en la literatura.

Tardíamente profesor en una universidad americana, Ángel González sabe mostrar su extrañeza por esos campus impolutos remedo del campo en «Empleo de la nostalgia», que comienza así: «Amo el campus / universitario, / sin cabras, / con muchachas / que pax / pacem / en latín, / que meriendan / pas pasa pan / con chocolate / en griego». Es un paisaje humano inventado, un campus (lo natural sería el «campo»), con las ventajas del campo (al menos las más tópicas) pero no sus inconvenientes («sin cabras»); es idílico a primera vista y de ahí sus concomitancias con el género bucólico. Pero, en vez de pastores, hay estudiantes que pacen gramática clásica, en la línea más habitual y monótona de aprendizaje de lenguas clásicas (con todas sus connotaciones negativas de repetición e interés solo por la gramática). El siguiente verso («que saben lenguas vivas») sirve de contraposición irónica y establece una oposición entre la vida (amores triviales) y lo muerto (lo que estudian mecánicamente). La continuación rompe definitivamente lo bucólico y lo reafirma: el amor es importante, aunque aquí es vulgar, lo contrario del amor idealizado del género bucólico (Ruiz Perez 2004, 288–289).

Miguel d’Ors publicó en Es cielo y es azul (1984) un poema titulado «Menosprecio de corte y de aldea» que es una actualización de una serranilla (comienza con «Moça tan fermosa / non vi por los salones de Llongueras (Coiffeur)») a una mujer arreglada con esmero para aparecer como descuidada. A ella se dirige, como nuevo Polifemo que no logra, tampoco aquí, alcanzarla: «rauda / te vi partir, ya pura Galatea / por la escondida senda / de tus desaforadas discotecas» (vv. 12–15).

Poco después Jon Juaristi, que comenzó un poema, «Elegías a ciegas» (En Paisajes domésticos, libro de 1992), con un homenaje a Garcilaso: «Las dos hermanas ciegas de tu abuelo, / Pepita juntamente y Victoriana» había hecho una parodia canónicamente bucólica y de contenido político, en el poema «Jardín de Abando», de su primer libro, Diario de un poeta recién cansado, de 1985. Los protagonistas (se reconocen por las citas que preceden al soneto), son Sabino Arana y su hermano Luis, que descubren la patria vasca y que son presentados como pastores —con cita de Garcilaso incluida— en un ámbito pretendidamente rural, pero por decisión personal, puesto que están en un jardín de Bilbao; todo ello se mezcla con citas de referencias andinas, para aumentar la sensación de extrañeza. Los poemas de amor que cantan estos «pastores» se dirigen con punzante sátira a la patria recién inventada:

[…] Sabino y Luis pasean entre flores
bajo la luz dorada de la luna.
Rompe la calma nemorosa y bruna
el dulce lamentar de los pastores. […]

En Selva de fábula (2010) Juan Antonio González Iglesias se sitúa en Salamanca como lugar bucólico, mientras que se remite a la tradición clásica virgiliana para actualizar la problemática ecológica (Mariscal de Gante 2015, pp. 353–354):

¿Y de qué sirve al fin haber leído
a Virgilio? Ahora
Salicio vive en el tercero izquierda
y desde su ventana
ve cómo se destruye
una selva absoluta en un lugar sagrado.
Nemoroso o Alexis
no oyeron motosierras.

Parece como si solo pudiese sobrevivir lo bucólico por la vía de la ironía y la cita o unido a lo geórgico: en el Siglo de Oro habrá ejemplos destacados de Menosprecio de corte y alabanza de aldea, como la obra de ese título de fray Antonio de Guevara, pero muchos ecologismos modernos y a la vez muchos tradicionalismos más o menos asociados a planteamientos «luditas» están en esa misma línea. Se podría hacer una historia del bucolismo en las llamadas, antiguas y modernas, a abandonar la ciudad y en las alabanzas, más o menos ciegas a la realidad prosaica, a la vida del campo.

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Ángel Ruiz Pérez

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