clásico
Del latín classicus (a su vez de classis «leva», sustantivo formado sobre la raíz de calare «convocar», clamare «gritar»; cf. classicum «clarín») (Fr. classique, Ing. classic(al), It. classico, Al. klassisch, Port. clássico).
El término «clásico» se refiere primeramente a la Antigüedad grecolatina (sea en su conjunto, sea en sus periodos o autores más conspicuos) en tanto que modelo digno de imitación en la literatura o en el arte, acepción esta derivada de su originaria aplicación a los autores latinos que proporcionaban los criterios de corrección lingüística. A partir de ese uso se generan otros sentidos que permiten o bien la proyección del adjetivo sobre otras literaturas y periodos artísticos, o bien su empleo genérico en el sentido de «habitual», «tradicional», «conforme al uso o a las reglas», «modélico, canónico».
Desde la perspectiva etimológica, el adjetivo classicus es un derivado de classis, nombre formado sobre la raíz que da lugar a calare «llamar, convocar» y clamare «gritar, proclamar» (también classicum «clarín»). En origen classis aludía, pues, a la llamada a filas, las levas, y, por extensión, a los cinco grupos establecidos en el censo para organizar el reclutamiento de la infantería romana, efectuado según el poder adquisitivo del reclutado, ya que de eso dependía la capacidad de proporcionar al ejército unas u otras armas. La división en cinco classes se atribuye tradicionalmente a Servio Tulio, y, aunque tuvo además carácter social y político, su finalidad era, en principio, estrictamente militar (Kübler 1899, col. 2630). Se considera poco probable que esa compleja división se remonte a los tempranos tiempos de Servio Tulio, y, más bien, se tiende a admitir que una división mucho más básica entre classis (quienes tenían suficiente poder adquisitivo para aportar las armas) e infra classem (quienes no lo tenían) fue el primer estadio de organización (Keppie 1984, p. 6). Sin embargo, existen divergencias en las fuentes, de tal manera que se discute si los infra classem pertenecen a las cuatro clases por debajo de la primera (por oposición a los classici, los de primera clase), o si, por el contrario, se identifican con los proletarii, que eran quienes por carecer de las rentas mínimas no participaban, al menos en origen, en las levas, es decir, no pertenecían a las classes. De hecho tales proletarii son contrapuestos a los adsidui, los ciudadanos establecidos y contribuyentes solventes (de donde la etimología asses dare) y, por ello, pertenecientes a las classes (véase Pittie 2007 para una discusión detallada de las contradicciones en las fuentes, que denotan cierto desconocimiento de la situación primitiva).
Para lo que afecta al concepto de «clásico», no obstante, hay que partir de la noción sociopolítica de classicus que manejaba Aulo Gelio (Gell. 6, 13), a saber, «de primera clase», al parecer la misma que aplica Festo (p. 49, 14–15 Lindsay), ya metafóricamente (Pittie 2007, par. 34), a los testigos que actuaban en la firma de testamentos, los classici testes; como precedente se cita además un pasaje de Cicerón en que quintae classis «de quinta clase» se refiere a algunos filósofos recientes (Cic. Acad. 2, 73). Y es que de un uso similar, pregnante (o heredero de la primigenia distinción classici / infra classem), surge la noción actual de «clásico», del famoso pasaje en que Aulo Gelio (Gell. 19, 8, 15) pone en boca de Frontón (a quien podría deberse la metáfora, según defiende Uría 1998, y parece admitir Citroni 2006, p. 207 n. 8, y 2007, p. 195 n. 2) las siguientes palabras: «Partid, por tanto, ahora, y en cuanto os sea posible, mirad a ver si ha utilizado los términos quadriga y harenas alguno de la cohorte antigua de oradores o poetas, es decir, algún escritor clásico y solvente, no un proletario» (trad. de García Jurado 2010, p. 276). En el pasaje, la metáfora literaria a partir del arcaico uso sociopolítico y militar se hace evidente, tal como señalan la mayor parte de los críticos, no solo en «clásico» (classicus), sino también en «solvente» (adsiduus), «proletario» (proletarius) y «cohorte» (cohorte).
En cambio, son pocos los especialistas que, como Citroni (2006, p. 205), contextualizan el pasaje no como la construcción de un canon, sino como ejemplo de la aplicación de los principios de la auctoritas y la uetustas (la auctoritas ueterum, en definitiva) como criterio de corrección lingüística (latinitas) que preside todo el capítulo de Gelio (véase Cavazza 1987, p. 94). De hecho, es problemático que la noción literaria de «canon» tal como se asocia hoy a la de «clásico» pueda ya verse —como parecen aceptar, por ejemplo, Luck (1958, p. 152), Schmidt (1993, p. 366, con matices), Grau Codina (2012, p. 53) y Crespo (2017, pp. 45–46)— en el uso que Frontón y Gelio hacen de classicus en este pasaje. Por un lado, como pone de relieve Citroni (2006, p. 210), la mención de una «cohorte antigua de oradores y poetas» se aviene mal con la selección reducida que implica un canon y, por otro, se pueden aducir pasajes en los que la intención «canónica» es más clara y evidente: así, Frontón (Fr. Ep. 1, 2, trad. de Palacios Martín 1992) proporciona una nómina de los autores arcaicos a los que, por su cuidada selección léxica, se puede acudir en busca de palabras no convencionales: Catón y Salustio entre los prosistas, Plauto, Ennio y Celio Antípatro entre los poetas (a los que se añaden Nevio, Lucrecio, Accio, Cecilio y Laberio, así como los que destacan en el léxico de alguna esfera particular, cual son Nevio y Pomponio en palabras rústicas y cómicas, Atta en el lenguaje femenino, Sisenna en la lengua erótica y Lucilio en los tecnicismos).
En el pasaje de Gelio, ni siquiera «oradores y poetas» puede interpretarse como una restricción de géneros literarios, ya que esa expresión, como en otros casos, más bien pretende ser comprensiva de la prosa (orator en el sentido de «prosista» es sancionado por el Thesaurus Linguae Latinae IX 2, 894, 83–84) y el verso en su conjunto; recuérdese no solo la célebre definición de la gramática de Dionisio Tracio («conocimiento de lo dicho sobre todo por poetas y prosistas» [Dion. Thrax. 1, trad. de Bécares Botas 2002]), sino también textos como Cicerón, Sobre el orador (Cic. De or. 3, 48, trad. de Iso Echegoyen 2002), en el que se señala que el aprendizaje de la gramática se reafirma con la lectura «de los antiguos oradores y poetas», paralelos ambos que refrendan el contexto gramatical del uso de classicus scriptor, en el que ya había insistido Curtius (1989 [1948], p. 353), si bien su glosa «autor modelo» hace intrínsecas concesiones al concepto de «canon»; ello motivó ya la apostilla de Lida de Malkiel (1975, p. 331 n. 36, con García Jurado 2007, p. 170 n. 17), para quien era exagerado suponer que Gelio supeditaba la selección de autores a la corrección lingüística. El error de Curtius no estaba, sin embargo, en destacar la importancia que para Gelio tenía la corrección lingüística, sino en suponer que estaba proponiendo una selección, un canon.
Además, la propia exhortación a la búsqueda de precedentes que puedan refrendar la corrección de esta o aquella forma implica en cierto modo la presunción de un corpus amplio, lo que nos sitúa lejos de la idea de «canon» en su sentido habitual de «lista restringida de autores». De hecho, tanto en Frontón como en Gelio es característica la considerable ampliación del número de autores arcaicos considerados como autoridad lingüística, en claro distanciamiento de lo que era el canon de autores arcaicos (Citroni 2006, p. 211, n. 19). Por consiguiente, el contexto del primer uso de classicus en referencia a las autoridades en materia lingüística no es muy diferente de otros donde Gelio deja ver que su concepto de la Latinitas abarca un elevado número de autores: así, en Gell. 13, 6, 4 señala no haber encontrado (nótese de nuevo la idea de búsqueda de refrendo de un uso) la palabra barbarismus en ninguno de los autores qui ante diui Augusti aetatem pure atque integre locuti sunt («que se expresaron de forma incorrupta y pura antes de la época del divino Augusto»); en Gell. 5, 21, 6 alude a la gran cantidad de poetas y prosistas antiguos (poetarum oratorumque ueterum multam copiam) que utilizan las formas pluria y compluria en lugar de plura, complura). En esta dimensión ortoépica del primer uso de classicus incide su acompañante adsiduus, otra traslación desde el sentido social de «(ciudadano) asentado, contribuyente» hasta «(autor) solvente, fiable» con el que Gelio (o Frontón) sustituye, en su búsqueda del inopinatum uerbum «palabra inesperada», el más común, en ese sentido, idoneus (detalles en Uría 1998, pp. 55–57).
Así pues, parece claro, por un lado, que la noción estrictamente literaria del concepto «clásico» no pertenece a la Antigüedad, sino que resulta de la interpretación y uso que el humanismo renacentista hizo de la expresión classicus scriptor acuñada por Gelio, y, por otro, que es de esta traslación literaria de donde emana la ecuación «clásico» = «canónico», ausente, como se ha indicado, del uso antiguo. Tal vez el hecho de que Gelio circulara en la Edad Media, sobre todo, en florilegios (con excepciones que inmediatamente se mencionarán) ha contribuido a que en ese periodo el uso de classicus aplicado a escritores sea inexistente. Ello no significa que la metáfora literaria pasara del todo desapercibida en el Medievo, pues el «prehumanista» Lupo de Ferrières anotó classicus scriptor, non proletarius en el margen de un manuscrito de Gelio (comunicación personal de Michael I. Allen: la anotación está en el folio 190va del Vat. Reg. Lat. 597, disponible en https://digi.vatlib.it/view/MSS_Reg.lat.597), pero no reutilizó él mismo la metáfora, sino que prefiere expresiones como priores para referirse a las autoridades de la Antigüedad (comunicación personal de Michael I. Allen). Tampoco puede considerarse precedente medieval de nuestro clásico un pasaje de Alcuino (De fide S. Trinitatis 101a), donde liber classicus no alude a un libro de autoridad, canónico o de primera clase, sino a un libro escolar, en un sentido del adjetivo classicus que parece aflorar de vez en cuando en la tradición, y que recogen, de hecho, algunos diccionarios, según se verá.
De esta forma, será en el Renacimiento cuando se reactive el término que da lugar al concepto de «clásico». Un papel prominente en esa restauración del adjetivo debió de tener Filippo Beroaldo el Viejo, cuya edición de las Noches Áticas en 1503 había mejorado la editio princeps (de Giovanni Andrea Bussi, Roma, 1479) y sería al poco tiempo (1508) impresa en Francia (detalles en Heath 2004, p. 282). Y es que precisamente en Beroaldo localizó Silvia Rizzo (según Citroni 2006, p. 208) dos utilizaciones de classicus, datadas en 1496 y 1500 y directamente inspiradas en el pasaje de Gelio: la primera procede de un comentario a las Tusculanas (Cic. Tus. 4, 60) de Cicerón y se inserta en un excurso sobre la antigüedad de la palabra passio (según Citroni, en el folio 89r de la edición de 1496; el texto es accesible en línea en su edición parisina: Beroaldo, 1519, folio 165r; parece errónea la adscripción de Solís 1994, p. 282 n. 15 a un comentario a Suetonio): Beroaldo hace notar que ese vocablo pertenece a autores recientes, especialmente cristianos, y que no la usan Livio, Quintiliano, Celso, Plinio, «ni ninguno de la cohorte de escritores clásicos» (non quispiam ex illa cohorte scriptorum classicorum): un contexto, pues, muy similar al original de Gelio, como bien hacen notar Solís y Citroni. El segundo empleo aducido por Rizzo procede de un comentario a Apuleyo, y en él afirma Beroaldo (1500, folio 177r): «me parece que Fulgencio debe ser contado entre los escritores proletarios y menores, más que entre los clásicos» (Fulgentium mihi uideri inter proletarios minutosque scriptores magis quam inter classicos enumerandum). De la misma obra añade Settis (2016, p. 848, n. 8) otro pasaje similar, en el que Beroaldo (1500, folio 94r) intenta excusar un supuesto uso de me hercules, fórmula típicamente masculina, que Apuleyo pone en boca de una mujer (en realidad me hercules es corrupción de mi herilis), algo que, según el propio Gelio (Gell. 11, 6, 3), no se encuentra en los autores modélicos (apud idoneos quidem scriptores), por lo que —dice Beroaldo— Apuleyo, un autor «no proletario, sino clásico» (non proletarius, sed classicus), lo habría usado no tanto por ignorancia (inscite) como por un afán estilístico (eleganter). En cambio, ni Citroni ni Settis mencionan otros dos pasajes en que Beroaldo (1500, folios 106v y 124r) ofrece la explicación expresa del sentido de classicus como una traslación a la literatura de las clases establecidas en el censo: se confirma así, por completo, la hipótesis de que el uso renacentista se originó «as a conscious recovery of an ancient usage that had been interrupted» (Citroni 2006, p. 208).
Así pues, cabe destacar en estos primeros ejemplos de la recuperación de classicus en el humanismo, por un lado, su fidelidad al contexto «ortoépico» de su modelo (Aulo Gelio), pero, por otro, el esperable distanciamiento respecto de la nómina de autores, pues los ueteres de Gelio son sustituidos por los ya canónicos Cicerón, Livio, Quintiliano, etc., sin que exista aún, sin embargo, una limitación cronológica estricta (nótese la aplicación a Apuleyo y, aunque sea negativa, a Fulgencio).
Los ejemplos de Beroaldo no son mencionados en el documentado repaso del uso humanístico de classicus por Worstbrock (2008), quien aporta, sin embargo, el que hasta ahora puede considerase como segunda documentación renacentista de la metáfora, la que Heinrich Bebel utiliza en una Oda en estrofas sáficas, fechada en 1499 y dedicada al historiador Johannes Nauclerus, al que dice: «Que leas de buen grado, como autor clásico (classicus scriptor), lo que mi musa ha vertido en alabanza tuya». Wortsbrock (2008, pp. 437–428) opina que la expresión la toma Bebel, sin duda, del texto de Gelio, ya que en obras posteriores usa classicus en contraposición a proletarius (textos y referencias en Wortsbrock 2008).
La difusión de classicus en el humanismo va en cierto modo pareja a la de Aulo Gelio: no por casualidad el primer testimonio conocido en ámbito galo (Settis 2016, p. 848), procedente de las Adnotationes in Pandectarum libros (1546 [1508]) de Guillaume Budé, coincide con la ya mencionada impresión en Francia de la edición geliana de Beroaldo. El humanista francés se interesa por la acepción «literaria» del adjetivo classicus debido a su relación con términos jurídicos como adsiduus, proletarius y classici testes, a los que dedica un largo excurso (1546, pp. 482–483): así, menciona primero el pasaje de Gelio 19, 8, y, tras glosar adsiduus como «autor rico y de total aprobación […] cuyo prestigio literario es tan grande que debemos seguir su criterio como el del garante idóneo de una palabra (idonei sponsoris alicuius uerbi)», indica que classicus «tiene prácticamente ese mismo sentido». Poco más adelante vuelve sobre classicus a propósito de los classici testes de Festo: así como estos son «personas de primera clase, como de primera autoridad, y garantes idóneos de la verdad, así llama Gelio, metafóricamente, “autores clásicos” a los que son como testigos idóneos de la pureza del latín (latinae puritatis) y escritores de primera fila, como son Cicerón, Quintiliano, Livio, César, Plinio, Virgilio, Horacio, Catulo». En Budé se atisba ya un cierto cambio en la comprensión del adjetivo, pues, aunque se mantiene la referencia a la lengua (testes Latinae puritatis, idonei sponsoris alicuius uerbi), la idea literaria de autores canónicos parece adquirir protagonismo y se confirma con la lista de clásicos entre los clásicos.
Ese protagonismo será ya total en aquellos empleos de la palabra que, sin referencia alguna al pasaje de Gelio, prescinden del contexto lingüístico originario. Worstbrock (2008) y Settis (2016, p. 848, textos en nn. 10–13) ofrecen varios ejemplos de las tres primeras décadas del siglo XVI: el primero de ellos, de 1509, Settis lo atribuye erróneamente al impresor Schürer, cuando en realidad se trata de las palabras que a este dirige Hieronymus Gebwiler, alabando su aportación a la «República Literaria» con la edición de doctoribus haud proletariis, verum Romanae linguae primoribus ac classicis scriptoribus («sabios no proletarios, sino primeros espadas de la lengua de Roma y escritores clásicos») (la carta, fechada el 30 de noviembre de 1509, está impresa en Virgilio, 1509). El mismo Gebwiler utilizará scriptorum classicorum en el título de su Libertas Germaniae, un panfleto de 1519 en que apoyaba a Carlos V como emperador, en detrimento de las aspiraciones de Francisco I de Francia: entre los autores citados en el opúsculo, todos ellos en razón de su testimonio histórico, están Heródoto, Estrabón, Diodoro Sículo, César, Tácito, Amiano Marcelino, pero también san Jerónimo, Eutropio y Agacio.
Sí pertenece a Schürer la expresión contenida en la advertencia al lector, fechada en 1509 y que se incluye en algunas ediciones de los Collectanea adagiorum ueterum de Erasmo (después de la Praefatio de este); aprovecha el impresor para anunciar su programa editorial diciendo: «Nos esforzaremos (si ello os place) para que toda Europa pueda leer y admirar algunos de los escritores clásicos (e classicis scriptoribus nonnullos), copiados con nuestras plumas» (sobre esta nota al lector véase Vanautgaerden 2009, pp. 139–140).
Los restantes ejemplos que se dan para este periodo proceden de los epistolarios de Beato Renano (carta de Johannes Cono, año 1512 [n.º 25, p. 47 ed. Horawitz y Hartfelder 1886), Melanchthon (año 1519, pasaje ya aportado por Kübler 1899, p. 2629), y Erasmo (carta de Alonso de Fonseca, año 1528 [n.º 2003, líneas 31–36, vol. 7, p. 409, ed. Allen y Allen 1928]). A diferencia de Budé, en estos humanistas, con el término ya definitivamente despegado de su contexto original (persiste, no obstante, en algún caso la oposición classicus / proletarius), la referencia no es ya únicamente a una selección de autores canónicos y excelsos (caso probable del pasaje de Gebwiler), sino a toda la Antigüedad en su conjunto (claramente en Beato Renano y en Schürer). También hay que subrayar el hecho de que a partir de algunos de estos textos se ha establecido una asociación entre los clásicos y la escuela, hasta el punto de proponer un sentido secundario de autores classici como los apropiados para ser leídos y estudiados en las escuelas (así Häussler 1998, p. 149 respecto a Budé, y Schmidt 1998, col. 980 respecto a Melanchthon; véase también García Jurado 2010, p. 284): es cierto que Melanchthon (en Bretschneider 1834, col. 80, carta de abril de 1519, dedicatoria de una edición de un tratado de Plutarco y otras obras) habla de Plutarco como «autor clásico» justo antes de indicar que su doctrina sobre determinado tema debe exponerse en la escuela, y, aunque más vagamente, similar contexto pedagógico se observa en otro pasaje (en Bretschneider 1835, col. 74, carta de marzo de 1519 que sirve de prólogo a una edición del De institutione liberorum de Plutarco) en que, tras lamentar que la enseñanza del griego en las escuelas alemanas tenga más en cuenta el estilo del discurso que la formación del espíritu, se refiere a la selección de los mejores autores griegos para el cultivo de la lengua y la formación filosófica; aun así, tiene razón Wortstbrock (2008, p. 440 n. 34 y p. 445) en señalar que el sentido de «autor leído en clase» no puede demostrarse para esta época. En efecto, no debe confundirse el contexto que hace explícita la lógica relación de los buenos autores con la escuela, con la incorporación a classicus de un sentido «autor explicado en la escuela», por más que, como se verá, este acaba por ser incorporado en algunos diccionarios.
Cabe añadir, por su interés y carácter temprano, el empleo del término en el panegírico que en 1513 Thomas Stretzinger, profesor de Viena, dedicó a Leopoldo el Piadoso, canonizado en 1480; en su hiperbólico discurso, Stretzinger establece una comparación con los historiadores que narraron las gestas de los grandes hombres: «La inveterada autoridad de los escritores y los cronistas clásicos (classicique… Chronigraphi) de historias y anales, cuando recuerdan las virtudes de los hombres ilustres…». Es posible que Stretzinger tenga en mente un verdadero canon de historiadores (recuérdese classicus scriptor aplicado al historiador Nauclerus y la lista de historiadores en Gebwiler), los que menciona en la dedicatoria del discurso: Plutarco, Tito Livio, Justino (el epitomizador de Pompeyo Trogo), Floro, Diodoro Sículo, Valerio Máximo, Probo Emilio, Sexto Rufo, Polidoro, Lactancio, Giovanni Boccaccio. A diferencia de otros usos contemporáneos o ligeramente anteriores, no hay aquí contexto ortoépico, ni tampoco escolar, se mezclan autores griegos y romanos, y el criterio cronológico es, además, muy laxo, pues llega hasta Boccaccio (incluido sin duda por su De casibus virorum illustrium): la impresión es la de una selección de escritores con una obra histórica reconocida. No menos interés tiene la enumeración de autores «clásicos» que hace el humanista húngaro Stephanus Taurinus en la dedicatoria de su Stauromachia (1519), en la que reconoce el influjo de «hemistiquios y hasta versos de Virgilio, Catulo, Lucano, Marcial, Ovidio, Juvenal, Ausonio, Persio, Silio Itálico, Estacio, Claudio, Giovanni Pontano y los demás poetas clásicos».
En el humanismo español, el uso literario de classicus se testimonia algo más tarde: no lo conoció Nebrija, que en su Diccionario recoge los usos sociales, e incluso el giro classici testes de Festo, pero no classicus scriptor. Por ello, si se exceptúa el aludido empleo de Alonso de Fonseca, que puede atribuirse al influjo de Erasmo, hay que esperar once años (1539) para encontrar en un humanista hispano una verdadera consciencia de la metáfora creada por Aulo Gelio: y es en Juan Luis Vives, en el diálogo La escuela (un contexto ya conocido del empleo del adjetivo), cuando repasa los autores que traducen los diferentes maestros. Los buenos pedagogos —dice— «toman para sí a los mejores escritores y a esos que vosotros, los gramáticos, llamáis clásicos» (sibi sumunt optimos quosque et eos qui classicos vos grammatici appellatis), mientras que —continúa— «hay quienes por desconocimiento de los mejores se rebajan a los proletarios e incluso a los más pobres (capite censos)» (la distinción proletarii / capite censi procede también de Gell. 16, 10, 10). Del pasaje de Vives, por un lado, destaca García Jurado (2010, pp. 282–284) su carácter metalingüístico (puede decirse que se reconoce, de esta manera, que es un uso incipiente y limitado a los gramáticos, por lo que necesita justificación), y, por otro, la relación con la escuela («autores que se leen en clase», García Jurado 2010, p. 284).
No debe sobrevalorarse, sin embargo, la extensión que tuvo esta asociación secundaria de classicus con los autores estudiados en la escuela; ni siquiera se puede decir que fuera mayoritaria en los siglos XVI–XVII, y, de hecho, su aparición en algunos pasajes puede ser solo casual, debida a la obvia realidad de que los buenos autores eran los usados preferentemente para la enseñanza. Es cierto que, a partir de textos como los señalados, algunos autores, seguramente desconocedores ya de la prístina metáfora del texto de Gelio, hacen más explícita la acepción, lo que fomenta su plasmación en obras lexicográficas como algunas de las que repasa Worstbrock (2008, pp. 445–452), cuyos redactores acogieron esos textos como fundamento etimológico del nuevo sentido que parecía tener el término; a este respecto, es significativa la definición del adjetivo classique en el Dictionnaire universel (1690) de Antoine Furetière: «qui ne se dit gueres que des Auteurs qu’on lit dans les classes, dans les escoles, ou qui y ont grande autorité»; en esta misma obra se dice, además, que el adjetivo se aplica especialmente a los autores latinos de época republicana y augústea.
En cuanto a la documentación del término en castellano (al principio con grafía variable en cuanto al uso de la tilde y la doble ss), García Jurado (2016, p. 57) da la fecha inicial de 1616 (Cosme García de Tejada, León prodigioso), pero puede anticiparse en algunos años (1600), aunque en uso no literario (Gaspar Gutiérrez de los Ríos, Noticia general para la estimación de las artes: «Tanta honra era el ser uno soldado que no admitían a qualquiera para serlo, sino solo a los ciudadanos clássicos, que eran los más ricos y honrados; de manera que los que eran proletarios y capitecensos, es a saber, gente de capa en ombro, por maravilla se admitían, sino en grandíssimas necessidades»; la fuente en este caso es Gell. 16, 10). Solís (1994, p. 283 n. 20) localiza otro uso hacia 1600 en Baltasar de Céspedes (en Discurso de las letras humanas, llamado el Humanista: «Todos los autores antiguos que llaman clásicos y tienen autoridad en esos lenguajes»). Aplicado a doctrina se registra en 1609 (Antonio de Eslava, Noches de invierno), en lo que parece ser un ejemplo «escolar». Aunque los ya numerosos testimonios del término en el siglo XVII no permiten fijar un sentido único, predominan los usos en los que el concepto de «autoridad», «ejemplo solvente» está presente, con mayor o menor presencia de la idea de «canon», no siempre literario sensu stricto ni cronológicamente definido: «clásicos expositores» (en Suárez de Figueroa, El pasajero, de 1617, para referirse a los comentaristas de derecho romano y canónico), «autor clásico» (en Gómez de Tejada, León prodigioso, de 1636, aludiendo a la imitación de tropos o metáforas atrevidas), «poetas latinos aprovados y clásicos» (Francisco Cascales, Tablas poéticas, de 1617, también en contexto de imitación), «Santos y classicos autores» (Quevedo, Política de Dios, gobierno de Cristo, de 1626, en probable referencia a los Padres de la Iglesia que defendían la existencia de casos de un diálogo directo de Dios con el pueblo en el Antiguo Testamento), y «demás autores clásicos» (Gonzalo Correas, Arte de la lengua española castellana, de 1625, donde la expresión sigue, significativamente, a la mención de Cicerón, Tito Livio, Horacio y Virgilio). García Jurado (2016, p. 58) señala en Paravicino, conspicuo representante de la oratoria sagrada del XVII, algunos empleos del término en referencia a lenguas, no solo antiguas (hebreo, griego y latín), sino también contemporáneas, como el español: «Mas ¿por qué a la capacidad no hemos de quitarla el miedo y que, como las armas, la lengua también latina ceda al imperio español? Que ningún idioma hay clásico que no haya comenzado también vulgar» (en Oraciones evangélicas y panegíricos funerales).
Del siglo XVII español cabe destacar que, si bien hay un cierto predominio de la referencia a los clásicos latinos antiguos, especialmente los poetas, ésta no es en absoluto exclusiva, hasta el punto de que Baltasar Gracián (en Agudeza y arte de ingenio, de 1642–1648) aplica «clásico» a Mateo Alemán (1547–1614), de quien apenas lo separan dos generaciones. Gómez Moreno (2016, p. 42) destaca el pasaje de Gracián como la primera aplicación de «clásico» a un escritor español, e inmediatamente lo relaciona con un ejemplo de La Dorotea (1632) en que también se tilda de «clásicos» a algunos autores españoles, de los que, lamentablemente, Lope no da el nombre. Se especula también sobre la posibilidad de que Cervantes hubiera usado «clásico» para aludir a los grandes de la literatura española, dado su interés por establecer un canon de poetas españoles en su Viaje al Parnaso (Gómez Moreno 2016, p. 48). En cualquier caso, los ejemplos hispanos son tardíos respecto a los galos, pues ya Curtius (1948 / 1955, p. 353 n. 10) sitúa en 1548 (Thomas Sébillet, Art poétique, «la lecture des bons et classiques poètes françois») el primer empleo aplicado a autores franceses (entre los que se cita a Alain Chartier y Jan de Meun). En inglés, en cambio, al menos los usos más antiguos parecen referirse sin excepción a la Antigüedad grecorromana: el OED (ss. vv. classic y classical) registra expresiones como «classical and ancient wryters» (1546), «classicke tongues» y «Classical Author» (1597), «classical masters» (1599).
El uso del término en los escritores españoles del siglo XVIII (98 ocurrencias lista el CORDE de la RAE, 24 de las cuales pertenecen a Feijoo) exhibe ciertas novedades respecto al periodo anterior. Para empezar, son mayoritarios los ejemplos en que se aplica a un ámbito más científico y doctrinal (historia, teología, jurisprudencia, ciencias) que estrictamente literario: tal vez por ello la acepción que traslucen la mayor parte de los pasajes es la de «solvente, fiable, digno de crédito», aunque rara vez en contexto lingüístico. Resulta, asimismo, chocante el que con frecuencia el adjetivo se acompañe de adverbios como más y muy, lo que parece indicar que en tales usos no clasifica como pertenecientes a una selección a los autores (u obras) a los que se refiere, simplemente les otorga una característica («mui clásicos philósofos» en Cartas eruditas, de Feijoo, «los autores más clásicos» en La Poética de Luzán); en otros casos, en cambio, la idea de un canon aceptado para determinada disciplina o territorio sí está presente: «autor clásico en materia de lengua y literatura arábiga» (Juan Andrés), «los clásicos de cada nación» (Cadalso), «un libro clásico entre los Químicos». Por último, son minoría los casos en que la referencia son los autores antiguos, y, de hecho, en ellos normalmente es necesaria la precisión mediante «griegos» o «latinos»: lo mismo ocurre en Jovellanos, llegando ya al cambio de siglo, para quien «los clásicos» sin más precisión son casi siempre los autores castellanos (por ejemplo, varias ocurrencias en Memoria sobre la metáfora, de 1781, donde se discute la inclusión en el diccionario de acepciones metafóricas, sobre la base de su empleo por autoridades solventes; frente a evidentes referencias antiguas como «Salustio y todos los clásicos», en Apuntamientos de Hume, Cicerón y notas diversas, de 1802). No se encuentra, por otro lado, en este periodo, ninguna referencia clara al texto pionero de Aulo Gelio, si bien un pasaje de Feijoo podría haberse inspirado en él: «La especie de el judío errante, que V. md. me pregunta si se encuentra en algún clásico y qué fe merece, no en un autor solo se halla, sino en varios, y clásicos algunos de ellos, aunque con alguna variedad en una u otra circunstancia» (Cartas eruditas y curiosas, carta XXV, de 1745).
Durante el siglo XIX se observan paulatinamente algunos cambios relevantes en el uso del término. Por un lado, hay una tendencia a aplicarlo cada vez más a la Antigüedad, y no solo a autores y obras, sino también de modo genérico: afloran entre mediados y finales de este siglo expresiones como «cultura» / «civilización» / «Antigüedad clásica» (registradas por el CORDE en Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Valera, Clarín, Castelar). Por otro, se extiende su referencia a entidades diferentes de las estrictamente literarias o genéricamente culturales, y por esta extensión abusiva termina por asentarse una acepción rara vez observada anteriormente, la de «típico, representativo, habitual, tradicional» (no recogida en el DLE hasta 2001); es posible que en la génesis de tal sentido haya influido el muy frecuente empleo del término, en esta época, para el concepto de «clásico» en tanto que «partidario del clasicismo» (en cuanto respetuoso con unas ciertas reglas de composición y estilo, inspiradas en las de los escritores y artistas grecorromanos) y, por tanto, opuesto a «romántico» o a «moderno».
Ya en el siglo XX merece la pena señalar brevemente la atención que prestaron al concepto algunos destacados intelectuales de diversos ámbitos: el filósofo Ortega y Gasset, especialmente en tres artículos publicados en El Imparcial a finales de 1907 (= 1966, pp. 63–75), trata de despojar al concepto de lo clásico de toda referencia temporal, considerando errónea incluso su identificación con la Antigüedad. Perspectiva distinta (casi opuesta) adopta el poeta y crítico T. S. Eliot, quien en su célebre discurso presidencial a la Virgil Society en 1944, reflexiona sobre las condiciones de un clásico (particularizadas en Virgilio), destacando las de «madurez de espíritu» («maturity»), no solo del poeta, sino de la propia sociedad para la que escribe, «lo cual exige historia, y conciencia de la historia» (Eliot 1957 [1945], pp. 59), y «amplitud» (comprehensiveness), que otorga al tiempo «universalidad» (pp. 65–66). En el ámbito filológico, Werner Jaeger, el autor de Paideia edita las reflexiones que sobre «el problema de lo clásico» ocho destacados eruditos habían presentado, en 1930, a la Fachtagung der klassischen Altertumswissenschaft zu Naumburg (Jaeger, 1931).
Termina así de configurarse este concepto complejo, clave en la estética y la crítica literaria de Occidente, cuyo éxito, como suele ser el caso de la mayoría de los neologismos, tiene que ver con que recubre de modo unívoco y completo un sector de la experiencia que sus competidores refieren parcial y difusamente: su sinónimo más próximo en la Antigüedad, idoneus «cualificado, solvente», carecía del atractivo de la metáfora social (classicus = «de clase alta») que, además, contenía todas las nociones generales que podían aportar, entre otros, probatus, (prae)clarus, bonus, praecipuus, magnae fidei. Con la prudencia que exige hacer generalizaciones a partir de un bosquejo necesariamente selectivo (se han obviado referencias a manifestaciones culturales no literarias, por ejemplo, el arte, al que clásico se aplica especialmente desde Winckelmann: véase Scully 1957), se puede decir que el concepto, desde su restauración por el humanismo, está ligado sobre todo a autores (literarios o no) que ostentan en su ámbito de influencia una fiabilidad (lingüística, pero también doctrinal y literaria) aceptada por la mayoría; que su aplicación antonomásica a los escritores de la Antigüedad dista de estar consolidada en algunos periodos y se impone más bien tarde; que su relación con la escuela («autores leídos en clase») parece más bien accidental y debida a un prurito etimologizante, en especial de los lexicógrafos; que su progresivo enriquecimiento nocional va asociado, unas veces, a oposiciones secundarias («clásico» / «romántico», «clásico» / «moderno», o, en la Antigüedad, «clásico» / «arcaico» respecto a literatura, lengua o arte) facilitadas por la propia historia cultural de Occidente, y otras, a usos impropios, generalmente triviales.
De la actual complejidad conceptual del término son prueba las nueve acepciones de la versión más reciente del DLE (2001), y su enmarañada historia en la lengua española queda patente en la parsimonia y vacilación con que las versiones anteriores (consultadas a través del NTLLE) van incorporando las diversas acepciones: si el lema se registra de manera independiente por primera vez en 1780 (con el sentido de «Principal, grande, o notable en alguna clase»), no será hasta 1843 cuando se añada la acepción «El que sigue las doctrinas del clasicismo»); solo a partir de 1884 se sustituye «Principal, grande o notable» por «autor u obra que se tiene por modelo digno de imitación y forma autoridad» y también entonces se incorpora la acepción «Perteneciente a la Antigüedad griega o latina»; en 1899, con ligeros cambios en la definición principal, se añade «especialmente en oposición a “romántico”», y hasta 1983 no se incorpora el sentido trivial (pese a que ediciones más tempranas recogían el sintagma «error clásico») que surge de la aplicación «extracultural», a saber «dícese de las prendas de vestir que se adaptan a un estilo sobrio», sentido eliminado en 1984 y restaurado en 1989, cuando, además, se refleja por fin «música de tradición culta».
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Javier Uría Varela