cultura de masas contemporánea
De Lat. cultura (a partir de colo «cultivar») (Ing. Mass Culture).
Frecuentemente utilizada como denominación sinónima a la de «cultura popular» (aunque esta última tenga mayor capacidad designativa), con «cultura de masas contemporánea» solemos referirnos al conjunto de productos, prácticas culturales e incluso conceptos asociados a la producción en serie y el consumo masivo, conseguidos estos últimos resultados gracias, fundamentalmente, a las tecnologías de la comunicación. Creaciones culturales como el cine, las producciones audiovisuales de tipo serial, el cómic, el videoclip, las literaturas populares, los videojuegos (sin mencionar facetas como la moda, el deporte o las leyendas urbanas, que aquí no trataré), entre otros, han visto, además, multiplicadas sus manifestaciones con la llegada de la web 2.0, otorgando un papel mucho más activo a los consumidores (que justifica el uso del neologismo «prosumidores»). Todos estos productos tienen un estatuto ambiguo en lo que a su consideración crítica y académica se refiere. Por una parte, aunque muchos de esos formatos están plenamente asentados y legitimados como manifestaciones artísticas propias de la contemporaneidad (pensemos en el cine, por ejemplo), se sigue estableciendo una oposición frente a las artes tradicionales que han nutrido la «alta cultura». Por otra parte, si bien en muchas universidades (occidentales al menos) se ha normalizado su estudio desde el ámbito de los «estudios culturales», no cabe duda de que su consideración es conflictiva y sigue habiendo voces, cada vez menos, que los consideran objetos indignos del interés académico. Su capilaridad e influencia en las sociedades contemporáneas, por último, hacen de todos estos productos un poderoso mecanismo de creación de tendencias e ideas, por lo que las industrias culturales, con intereses económicos y una gran influencia en el mundo contemporáneo, hacen un uso muy estudiado de todos ellos.
Alta y baja cultura: una relación conflictiva. A primera vista, podría parecer que no hay nada más diametralmente opuesto a la Tradición Clásica que la cultura de masas contemporánea, polos contrarios de la dicotomía cultural entre lo «alto» y lo «bajo» (o, si preferimos denominaciones anglosajonas, entre el «highbrow» y el «lowbrow»). La relación entre ambas, efectivamente, ha resultado cuando menos conflictiva y no ha sido hasta época reciente cuando ha dejado de ser considerada un contrasentido. Esta oposición responde en buena medida a lo que Umberto Eco concibió en términos del enfrentamiento entre «apocalípticos» e «integrados». El problema, según lo plantea este autor, es el siguiente:
Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso, asiduo y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre […], la mera idea de una cultura compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos, y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura (Eco 2004, p. 30).
Las críticas más frecuentes a la cultura de masas, que arrancan con los teóricos de la Escuela de Frankfurt, como Theodor Adorno y Max Horkheimer, apelan a cuestiones como la actitud poco crítica de estos productos y sus consumidores, la cosificación de la creación artística, que implica convertirla en un mero producto de consumo, la frivolidad de sus contenidos, o su carácter efímero (véase un inventario más completo en Eco 2004, pp. 64–67). El despliegue práctico de todas ellas y otras cuantas más pueden encontrarse, por ejemplo, en el ensayo La civilización del espectáculo (2012), de uno de los últimos representantes de la tendencia apocalíptica hasta la fecha, Mario Vargas Llosa. Todas estas consideraciones, sin embargo, han sido calificadas de elitistas y románticas:
[…] elitista, porque, en el fondo hay cierto desprecio por la sociedad de consumo de masas (la telebasura frente al teatro, la gastronomía frente a la hamburguesería, el turismo de sol y playa frente al viaje cultural), olvidando que la sociedad industrial ha puesto al alcance de las clases populares el acceso a muchos bienes materiales y culturales por primera vez en la historia; romántica, porque trasluce cierta añoranza de un tiempo pasado mejor en la que la «alta cultura» gozaba de mayor prestigio. Pero no está tan claro que ese pasado haya existido alguna vez (Picó 1999, pp. 190–191).
Y desde luego, sería ingenuo presumir que ambas corrientes se han mantenido impermeables, puesto que la alta cultura ha alcanzado a las clases iletradas (durante la Edad Media, por ejemplo, juglares y predicadores utilizaban figuras mitológicas con un público heterogéneo) y, a la inversa, la cultura popular ha influido de diversas formas en las prácticas culturales de la élite (cf. Grafton–Most–Settis 2010, s. v. «Popular Culture»), de las que la Tradición Clásica ha sido considerada, a lo largo de los siglos, su núcleo indeleble. La élite se ha erigido siempre en garante y depositaria de esa Tradición Clásica, sintagma cuyo adjetivo conserva en su etimología un origen clasista y censitario (cf. García Jurado 2007, pp. 169–175). Esta apropiación ha provocado incluso cambios en la consideración de algunas manifestaciones culturales antiguas, claramente populares, por ejemplo, la comedia, pero intelectualizadas con el andar del tiempo. Por lo tanto, ignorar lo artificioso de esta vinculación entre Tradición Clásica y cultura de la élite distorsiona notoriamente nuestro objeto de estudio, que debe atender también a la cultura de los grupos sociales diferentes a la élite. Como señala McElduff (en referencia a la no-élite irlandesa de los siglos XVIII y XIX, aunque su afirmación tiene un alcance cronológico y geográfico muy superior),
By ignoring such groups, we create a false history of reception and of classics itself. Few individuals have ever had complete access to classical texts even in translation and fewer still have read those texts with a complete (or even partial) education in classical culture and history; most readers instead operated, and still operate, from a fragmentary and fractured understanding of such texts (McElduff 2006, p. 180).
Características de la cultura de masas. Aunque resulten muy variadas, pueden reconocerse algunos rasgos comunes a la mayor parte de las manifestaciones de la cultura de masas contemporánea. En primer lugar, es notorio el marcado carácter visual de la mayoría de estas manifestaciones. La porosidad entre sus manifestaciones, fenómeno que recibe el nombre de «transmedialidad», es un elemento definitorio adicional y favorece la aparición de nuevas prácticas culturales que otorgan a los consumidores, como se ha señalado antes, un papel más participativo. Así se explican fenómenos, como la fanfiction, muy exitosos en este comienzo de siglo. Además, su capacidad de asimilación de elementos (visuales, narrativos, conceptuales, estructurales) de prácticamente cualquier discurso cultural ajeno («intertextualidad») y el alto desarrollo de la auto-referencia («intratextualidad») dan lugar a una amalgama de elementos diversos, cultos y populares, tratados de manera indiferenciada. Ésta es, en realidad, la actitud propia de esa categoría lábil que denominamos «postmodernidad». De tal modo, en lo que aquí nos interesa, el elemento clásico pasa a formar parte, en condición de igualdad, del inventario general de elementos a disposición del creador, junto a otros de muy variada procedencia (lo que, con todo, no es óbice para que también la cultura de masas apele al mundo clásico como argumento de autoridad, algo que se aprecia con claridad, por ejemplo, en la publicidad).
La diferencia con la consideración tradicional de la herencia clásica, por tanto, estriba en la igualación al resto de elementos que conforman la cultura de masas, fuera ya de toda consideración elitista o intelectual. Se trata de un uso interesado que la convierte en producto de consumo, que tal vez la banalice, pero que, sin duda, la enriquece cuando propicia un diálogo entre elementos culturales de distinta procedencia.
Todos estos rasgos condicionan que las relecturas contemporáneas del mundo clásico sean, en buena medida, diferentes a las de épocas anteriores y se produzcan a través de caminos nuevos y procedimientos novedosos (véase la explicación de algunos de ellos en Unceta Gómez 2019a). Pero, a fin de cuentas, no son otra cosa que la imagen contemporánea de la Antigüedad (Valzania 1991, p. 496). Se trata, en resumen, de manifestaciones que definen nuestro mundo contemporáneo y a las que debemos atender, si queremos dar una visión ajustada de lo que ocurre en el momento actual con la herencia clásica, al margen de las instituciones culturales, tradicionalmente elitistas y excluyentes.
Recepción clásica y el giro democrático en los estudios clásicos. Tras las precedentes reticencias hacia el análisis de la intersección entre Tradición Clásica y cultura popular, en lo que llevamos de siglo XXI estamos asistiendo a su plena normalización. A ello ha contribuido, sin ninguna duda, la disciplina conocida como recepción clásica (Martindale 1993; Hardwick 2003; Hardwick–Stray 2007; Bakogianni 2016). Aunque sus fundamentos no son nuevos, pues su deuda con la estética de la recepción es evidente hasta en su nombre, la recepción clásica propone un acercamiento que parte de la premisa de que en los fenómenos de recepción de lo clásico se activa un abanico amplio de factores culturales que influyen en la manera en que cada época se acerca a esa herencia, la reelabora y la interpreta. La clave, en última instancia, radica en el traslado del énfasis desde el emisor hasta el receptor, en una forma de análisis que atiende a factores como la percepción y el consumo de la cultura grecorromana por parte de un público no necesariamente versado en ella, la adaptación de las distintas relecturas a las necesidades del momento que las genera, o la influencia que ejercen en nuestra percepción de los clásicos algunas manifestaciones culturales contemporáneas, entre otros muchos.
Gracias a este nuevo planteamiento, fundamentalmente en el ámbito anglosajón se han multiplicado los estudios sobre la presencia de lo clásico en la cultura popular y de masas, que se han visto legitimados, en buena medida, gracias a él (así, entre otros, además de los que mencionaré más adelante, pueden verse Joshel, Malamud–McGuire 2001; Nisbet 2008; Lowe–Shahabudin 2009; Jenkins 2015; Dominas–Wesolowska–Trocha 2016; López Gregoris–Macías Villalobos 2019; Unceta Gómez–Sánchez Pérez 2019). De tal modo, este tipo de estudios no tratan (no exclusivamente, al menos) de ofrecer análisis comparativos detallados que contrasten el arquetipo y su transposición contemporánea, es decir, no interesa tanto la Antigüedad como objeto de estudio en sí misma —si bien los estudios de Tradición Clásica no son, en puridad, estudios sobre la Antigüedad clásica—, cuanto sobre la manera en que esa Antigüedad (o, más precisamente, la idea que cada época genera sobre la cultura grecorromana antigua, convenientemente adaptada y reelaborada) mantiene su influencia, más poderosa de cuanto pueda creerse, en determinadas manifestaciones culturales y artísticas propiamente contemporáneas.
Esta nueva actitud ha sido interpretada como un «giro democrático» en los estudios clásicos (Hardwick–Harrison 2013); democrático, entre otros sentidos, por atender a manifestaciones no elitistas, pero también por haber tomado conciencia de que la Antigüedad clásica, que durante muchos siglos había funcionado como catalizador de la alta cultura europea y código cultural donde se reconocían sus élites aristocráticas (Settis 2006, p. 88), no solo pertenece a estos grupos, sino que sus manifestaciones los trascienden y llegan incluso a otras culturas no europeas —especialmente en espacios de dominación colonial (Hardkwick – Gillespie 2007), aunque no exclusivamente en ellos—. Pero, fundamentalmente, como señala Blanshard, la recepción clásica es democrática por su insaciable curiosidad y su naturaleza inclusiva:
Reception studies is less interested in quantifying high culture’s debt to ancient Greece or Rome. Rather than establishing pedigrees for great names, it is more interested in developing genealogies of ideas in which concepts mutate, evolve, or, sometimes, completely fail to have any epigone at all. It is democratic in the sense that it takes an interest in all fields of human endeavor […]. It is a field of study that regards comic books and computer games as suitable objects of study as much as opera or old master paintings. Reception studies cuts across disciplinary boundaries, and draws upon the critical tools developed in disciplines such as film studies, art history, philosophy, gender studies, cultural history, performance studies, and the history of medicine (Blanshard 2010, p. XII).
Los estudios sobre la presencia del mundo clásico en la cultura popular. Sobre las premisas presentadas en los apartados anteriores, las publicaciones acerca de los fenómenos de recepción clásica en la cultura de masas contemporánea se han multiplicado exponencialmente en los últimos años, hasta un punto casi inabarcable. En lo que sigue, me limitaré a espigar algunas posibilidades de análisis y a señalar algunas publicaciones ilustrativas y relevantes de los distintos ámbitos a los que voy a referirme.
Lugar de excepción ocupa el cine, el primero que empezó a estudiarse en el medio académico desde la perspectiva de la Tradición Clásica y, sin duda, el formato que más interés ha acaparado en nuestro país. No cabe duda de que el cine ha desempeñado un papel crucial en la formación, transmisión y diseminación de una conciencia histórica sobre la Antigüedad y ha operado conjuntamente con (y en ocasiones en oposición a) accesos más directos a los monumentos o los textos literarios de esa época (Wyke 1998, p. 133). Dado el prestigio del propio medio, esta aproximación está ya plenamente aceptada y el número de estudios publicados sobre este ámbito es amplísimo, por lo que constituyen buenos puntos de partida el estado de la cuestión redactado por Paul (2010) y el Companion editado por Pomeroy (2017). Gracias a la aportación de la recepción clásica, como señala Paul:
[…] researchers seem no longer interested, thankfully, in merely cataloguing what a film gets «wrong», but instead recognize that historical inauthenticities and mistakes —or willful «misreadings» of the sources, one might say— can often be the most interesting feature of the cinematic reception (Paul 2010, p. 140).
Así, las «películas de romanos» (aunque también haya adaptaciones cinematográficas mundo griego; cf. Berti–García Morcillo 2008) no son vistas ya como una versión degradada, inauténtica y superficial de la historia —atrás quedaron los análisis meramente positivistas, orientados únicamente a localizar las inexactitudes históricas y comprobar la fidelidad a las fuentes—, sino que se reconocen los intentos de recrear y reinterpretar un pasado distante, pero también los mensajes que ese pasado puede transmitir para los públicos contemporáneos y las funciones que de la imagen del mundo antiguo transmiten estas producciones. De tal modo, como audazmente propone Winkler (2003), ciertas películas pueden incluirse como parte del stemma de una determinada narración antigua.
Sin embargo, la presencia del mundo clásico asume en el cine otras muchas formas, por lo que es posible: (I) abordar trasposiciones de obras clásicas a ambientes muy lejanos a los originales, como, por poner solo dos ejemplos conocidos, O brother, where art thou? (2000) de los hermanos Coen (Toscano 2009; Goldhill 2007), o Así es la vida (2000) de Arturo Ripstein (Tovar Paz 2002; Danese 2008), (II) reconocer elementos estructurales clásicos en obras de temática aparentemente ajena como Blade Runner (1982) de Ridley Scott (Unceta Gómez, 2007) u Ocean’s Twelve (Steven Soderbergh, 2004; cf. Maurice 2009), o (III) identificar la pervivencia de algunos personajes-tipo, como la máscara cómica del miles gloriosus en Quemar después de leer (Burn after Reading, 2008, también de los hermanos Cohen; cf. López Gregoris 2018a), entre otras muchísimas posibilidades.
Como se ve, la alfabetización universal y la comunicación masiva han acortado las distancias entre alta y baja cultura, pero también los criterios que adscriben un determinado medio o creación a una de esas dos categorías se modifican a lo largo del tiempo, por lo que debemos convenir en que la distinción entre ambas categorías descansa muchas veces en criterios subjetivos y arbitrarios. Algo semejante se puede decir con respecto a las series de televisión, encumbradas por la crítica. Su proliferación y éxito recientes han despertado igualmente el interés de los estudiosos de la recepción clásica, particularmente algunas producciones de temática histórica, como Roma (HBO, dos temporadas, 2005–2007) y Spartacus (Starz, cuatro temporadas, 2010–2013), a las que se han dedicado varios volúmenes (Cyrino 2008, 2015; Agoustakis–Cyrino 2017).
Junto al cine y la televisión, la música popular, aunque con un contenido mucho menos narrativo, ha servido también para difundir algunos contenidos de la Antigüedad clásica. Llama la atención, en este sentido, la popularidad de que goza el mundo antiguo en algunos géneros, como el «metal» (Liverani 2009; Lindner–Wieland 2018; González Vaquerizo 2019; Fletcher–Umurhan 2019), aunque su presencia se constata también fuera de ellos (véase, por ejemplo, Thomas 2012, sobre la presencia de Ovidio y Virgilio en Bob Dylan).
Por su parte, en los últimos años el videojuego se ha convertido en una vía de acceso adicional al mundo antiguo. Como apunta Lowe (2009, p. 64), en el siglo XXI la Antigüedad clásica se lee, se oye, se mira y se representa, y, cada vez más, también se juega. En este tipo de entretenimiento, siempre según este autor, la relación del usuario con el mundo clásico queda condicionada de dos formas: se reduce el alcance del canon y su poder de influencia, es decir, el medio favorece la desaparición rutinaria de las fronteras entre realidad y ficción; y se facilita la invención de nuevas formas de vivir el pasado, tanto histórico como mitológico, de las que el jugador se convierte en protagonista. No hay más que pensar en el éxito de la saga God of War. También sobre este medio se han publicado distintas contribuciones (André 2016; Rollinger 2020).
Otras posibilidades, y variadas, ofrecen algunos géneros literarios tradicionalmente englobados en la etiqueta de «populares» (Maurice 2017), como la fantasía o la ciencia ficción (González-Rivas Fernández 2006; Bost-Fievet–Provini 2014; Rogers–Stevens 2015, 2017, 2018; Weiner–Stevens–Rogers 2018), o las producciones dirigidas a un público infantil o juvenil (Martín Rodríguez 2009; Maurice 2015; Murnaghan–Roberts 2018). Y mucho interés ha despertado también otro formato a medio camino entre lo literario y lo visual, el cómic, cuyo estudio se ha multiplicado en los últimos tiempos (Kovacs–Marshall 2011, 2016).
Pero no solo estos formatos, narrativos en mayor o menor medida, son capaces de vehicular mensajes que se relacionan de un modo u otro con el mundo antiguo, sino también otros lenguajes de gran penetración social, como los de la publicidad y las marcas comerciales (De Martino 2010), e incluso formas más «directas» de experimentar la Antigüedad, como los «reenactments» (recreaciones históricas; Carlà-Uhink–Fiore 2016) o los parques temáticos (Carlà-Uhink–Freitag 2015; Carlà-Uhink 2020).
Y las posibilidades no acaban aquí: algunos trabajos han explorado lo que me gusta denominar «lecturas reflejas»: comparaciones entre realidades afines, una antigua y otra moderna, que se iluminan mutuamente, pues nos permiten entender mejor las dinámicas que se establecen y los mensajes que se activan a través de determinadas prácticas culturales. Un conocimiento ajustado de ciertas manifestaciones populares permite acercarnos a algunos fenómenos de la Antigüedad desde ópticas novedosas, que enriquecen los análisis tradicionales. Los términos de comparación no tienen que estar necesariamente relacionados. Así, por ejemplo, el ejercicio intelectual, individual e introspectivo que hacemos de la lectura del texto inamovible y monumental en que se convirtieron en un momento determinado los poemas homéricos poco tiene que ver con la experiencia del recitado de estas obras en la Antigüedad, y sí más con el «hip hop», forma contemporánea de poesía oral. El «emcee», como los rapsodos, desarrolla sus obras improvisando y apoyándose en ciertos recursos y patrones compositivos estándar, y, como aquellos, habla en sus composiciones de los valores, las preocupaciones y los ancestros de una comunidad, de modo que las funciones sociales de ambas manifestaciones se revelan paralelas (Pihel 1996; Banks 2010), a pesar de que haya diferencias insalvables, como la clase social de sus consumidores. Con el foco en otra realidad contemporánea, pero partiendo de premisas semejantes, Dupont (1991) había propuesto antes con argumentos convincentes que la fruición de los poemas homéricos en la antigua Grecia sería una experiencia cercana a la contemplación colectiva del episodio de una telenovela.
En otros casos, los comparanda pueden tener un obvio vínculo genético, aunque este no sea directo. Así, la tradición cómica occidental, permite poner en relación el teatro cómico latino y la comedia de situación contemporánea (López Gregoris–Unceta Gómez 2011). La «sitcom», producto estadounidense que echa a andar en los años cincuenta y se extiende a otros muchos países con gran éxito, comparte tal número de rasgos con la palliata que es posible, en primer lugar, identificar estas series cómicas como uno de los últimos eslabones de la cadena que arranca con la comedia nueva griega y tiene un momento culminante en la Antigüedad con el comediógrafo romano Plauto, y, en segundo lugar, equiparar ambas manifestaciones tanto en lo que se refiere a su función social, como en sus rasgos compositivos básicos y característicos. Entre ellos, cabe destacar el uso de caracteres estereotipados (tipos humanos reconocibles y previsibles), un elenco común de situaciones cómicas o el uso de ciertos recursos lingüísticos como fuente de humor (el lenguaje satírico, los juegos de palabras, el malentendido, los chistes populares, las respuestas imprevistas, parodia de diversos lenguajes…).
Como se aprecia, las posibilidades son inagotables, especialmente en la intersección con otras disciplinas, como la teoría «Queer» (López Gregoris 2013, 2019; Ingleheart 2015), los estudios de género (López Gregoris 2018b), la antropología del cuerpo (Alonso Fernández 2020), la historia de la sexualidad, donde Roma ocupa un lugar de excepción (Blanshard 2010; Unceta Gómez 2019b), los «Porn Studies» (Unceta Gómez 2020), la historia del esoterismo (Sánchez Pérez 2018) y un larguísimo etcétera.
El interés de esta línea de investigación explica la profusión de publicaciones durante los últimos años y la consolidación de grupos de investigación dedicados a estas temáticas, como «Marginalia» en España (http://marginaliaclassica.es/), «Antiquipop» en Francia (https://antiquipop.hypotheses.org/) o, el más veterano de todos ellos, el grupo internacional «Imagines» (http://www.imagines-project.org/). Nuevos capítulos de la Tradición Clásica siguen escribiéndose en los múltiples medios de la cultura de masas.
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Luis Unceta Gómez