edad media
Del latín aetas, forma adverbial derivada de aevus, y medius. De la forma aevus provienen las denominaciones medioevo, medievo (Fr. Moyen Âge, Ing. Middle Ages, It. Medioevo, Al. Mittelalter, Port. Idade Média).
La Edad Media es el período comprendido entre el final de la época antigua y el inicio de la moderna, según una división tripartita que se impone en la periodización histórica del siglo XIX. Se trata de un término histórico de carácter cronológico, no estético, que desde un punto de vista espacial toma como referente la Europa occidental. Pero el carácter más destacado del término es el peyorativo con el que surgió, resultado de la conciencia de un medium tempus de carácter bárbaro entre la edades antigua y moderna que se ha establecido como un tópico a lo largo del tiempo.
Se suele considerar el final de la época antigua la caída del Imperio romano de Occidente, que tiene como fecha convencional el 476 d. C. por el derrocamiento de Rómulo Augústulo, aunque también está bastante difundido el año 410, debido al saqueo de Roma llevado a cabo por los ostrogodos de Alarico. El final de la Edad Media suele ubicarse a lo largo del siglo XV. Se establecen como fechas más habituales el año 1453, a causa de la caída del Imperio bizantino a manos otomanas, o el 1492, debido al descubrimiento de América; en menor medida se considera el 1517 de la reforma protestante. A causa de la gran extensión del período abarcado, cualquier generalización sobre la Edad Media resulta de una gran inconsistencia y el concepto mismo es arbitrario y convencional, pues no se pueden tomar en bloque estos siglos sin distinción cronológica. De las diversas periodizaciones internas llevadas a cabo en las diferentes culturas, la más exitosa es la italiana, que distingue entre Alta (siglo V al año 1000) y Baja Edad Media (siglos XI–XV), si bien también ha gozado de aceptación la tripartita alemana, según la cual entre la «Frühmittlealter» y la «Spättmittlealter» se encuentra la «Hochmittlealter», los siglos centrales más característicos, que constituirían la «Edad Media central» o «Plena Edad Media» (Sergi 2001, pp. 29–30). Toma fuerza en los últimos tiempos la idea de la Antigüedad Tardía como una época de transición de la Antigüedad al Medioevo. El final de la Edad Antigua se empezó a fraguar en la crisis del siglo III, y en el siglo V el Imperio de Occidente ya estaba destruido; la llamada Edad Oscura, que suele abarcar los siglos VI, VII y gran parte del VIII, es una etapa ciertamente excepcional de decadencia cultural. En esta línea, Ruiz de la Peña (1984, pp. 74–90) se decanta por una división tripartita: la «Alta Edad Media» (siglos VIII–XI); la época de plenitud medieval entre mediados del siglo XI y finales del XIII; y la «Baja Edad Media» (XIV–XV), siglos finales sumidos en una grave crisis que se inicia a finales del XIII y se desencadena con las hambrunas de 1315–17 y, especialmente, la Gran Peste de 1348–1350, a las que hay que sumar la conflictividad bélica de la guerra de los Cien Años.
Según Le Goff (2003, pp. 44–45) la idea negativa del término ya se gestó en diversos textos medievales que consideraban su época un paso intermedio hacia la verdadera vida celestial. Petrarca fue el creador de la noción, pues tenía la conciencia de encontrarse «en medio» (in medium) de una larga etapa entre la antigua y la futura: la idea de un continuado declive artístico y literario desde la decadencia de Roma que continuaba vigente en su época hace que desee la aparición de una nueva edad. Esta esperanza en una nueva época de renacimiento cultural característica de los humanistas italianos de los siglos XIV y XV hizo que surgiera el término Edad Media como convención cronológica. Así pues, el mito del Renacimiento y la correspondiente oscuridad anterior fue producto de la polémica contra la cultura de los siglos precedentes de los humanistas, que se rebelaron contra la barbarie y en favor de los studia humanitatis (Garin 1983, p. 77). Flavio Biondo (1443) concibe ya el período comprendido entre los siglos V y XV como una unidad histórica caracterizada por un sermo barbarus, pero el primer testimonio de la expresión media tempestas con el criterio filológico de retroceso de la lengua latina es ofrecido por el obispo italiano Giovanni Andrea de’Bussi en 1469. De la primera mitad del siglo XVI son medium tempus, que se lee en Johann Heerwagen (1531) y media aetas en Joachim von Batt (1537). Una cronología de todas estas expresiones entre los siglos XIV y XVI se puede consultar en una tabla de Eduardo Baura (2013, pp. 34–35), con unas notas explicativas para aclarar las referencias equívocas (2013, pp. 36–45), pues advierte sobre la inconveniencia de interpretar cualquier realidad cultural con el adjetivo medius, especialmente en boca de los autores renacentistas, como una referencia inequívoca a la Edad Media. Los reformistas luteranos del siglo XVI recogieron la idea tenebrosa de la época para sus reivindicaciones, presentándola como un período en que la Iglesia católica oprimió al pueblo mediante una deformación sistemática del cristianismo primitivo. El famoso Glossarium de Charles Du Fresne, señor Du Cange, de 1678, hace referencia a los escritores mediae et infimae latinitatis. El término medium aevum, que aparece en 1604, fue expresado por primera vez para definir el período histórico que actualmente conocemos como Edad Media en el título de la obra de 1688 de Christopher Keller Historia Medii Aevi a temporibus Constantini Magni ad Constantinopolim a Turcis captam deducta. El carácter peyorativo originario tuvo un momento estelar durante la Ilustración, cuyo racionalismo chocaba de frente con el oscurantismo, la barbarie y la superstición medievales. Una de las acusaciones más habituales que se inició en esta época y ha perdurado hasta la actualidad es la crítica al feudalismo como fuente de abusos de carácter social y como mal absoluto. Para ello, se cometieron anacronismos como equiparar la nobleza medieval a la previa a la Revolución de 1789 (Heers 1995, p. 132 et passim). También los historiadores marxistas engloban en una misma época feudal la etapa situada entre el feudalismo pleno de la Edad Media y la revolución industrial y política del siglo XVIII, pues dividen el curso de la historia en tres grandes épocas vinculadas a la vigencia de tres modos de producción: el esclavista, el feudal y el capitalista. Es cierto que el feudalismo, resultado de las invasiones germánicas, suponía la dependencia económica directa de la gente humilde respecto a algunos poderosos, normalmente guerreros, pero también monjes (Bloch 1986, pp. 456–457). Sin embargo, no es una característica aplicable a toda la Edad Media, pues las sociedades europeas se apartaron definitivamente de él a partir del siglo XIII, cuando culmina el desarrollo urbano: a la división tradicional de la sociedad medieval entre oratores, bellatores y laboratores, que se corresponde con las tres funciones fundamentales de la vida civil según la concepción cristiana, se añadiría más tarde, con la expansión de las ciudades, el burgensis (Le Goff 1990, pp. 21–24). El Romanticismo significó un breve paréntesis idealista que abrió una nueva perspectiva del mundo medieval, del que se valoran las virtudes individuales, como la caballerosidad o el amor cortés y la vertiente mágica o fabulosa, lo que coincidió con un entusiasmo por el arte medieval, especialmente el gótico. También el nacionalismo iniciado a partir de las guerras napoleónicas volvió sus ojos a la Edad Media, época en la que surgieron las naciones-estado y sus lenguas vernáculas; especialmente el alemán, que tomó como referente el Sacro Imperio Romano Germánico (Valdeón 2003, pp. 316–319). Pero la idea negativa del mundo medieval fue pronto retomada por los grandes propagandistas del Renacimiento italiano como Jules Michelet, cuya variable consideración sobre la época analiza con detalle Le Goff (1979, pp. 1–45), y Jacob Burckhardt, quienes caracterizaron la Edad Media como una época de decadencia absoluta de las artes y las letras para destacar el renacer de la cultura propiciado por los artistas del Quattrocento y el Cinquecento (Baura 2012, p. 8). Este punto de vista simplista y falsificador de la historiografía del siglo XIX fue heredado por la Europa Occidental del siglo XX, y rebatido desde mediados del siglo por autores como Jacques Le Goff, Régine Pernoud o Giuseppe Sergi. El primero considera que a partir del siglo XI no se puede hablar de edad de tinieblas, pues comienza el Occidente actual, más allá de las herencias antiguas, incluida la grecorromana (Le Goff 2002, p. 13). Pernoud (1998, pp. 71–72) critica la designación con el adjetivo «medio», como si fuera transitorio, de un período de mil años, y muestra su asombro por la visión que hoy en día se sigue teniendo de la Edad Media concebida de forma unívoca. Según Sergi (2001, pp. 19–20) la fama negativa depende en gran medida de la deformación que llevaron a cabo los humanistas al mirar al pasado reciente y ver la situación catastrófica del siglo XIV debida a la peste y las hambrunas. Como conclusión, hoy en día «lo medieval se mueve entre el más absoluto desprecio, por una parte, y el atractivo irresistible, por otra» (Valdeón 2003, p. 324), entre la visión negativa y despectiva como sinónimo de incultura y barbarie, y la positiva por su aureola mítica de seres fantásticos y aventura (Baura 2013, p. 28).
Curtius, en su imprescindible Literatura europea y Edad Media latina (Curtius 1999), considera que hay una continuidad de formas y motivos entre la Antigüedad latina y las literaturas europeas, más allá de las crisis y los períodos de decadencia. Para él, la literatura europea occidental es un continuum desde Homero, el héroe fundador, hasta Goethe, el último autor universal, pues ningún corte histórico real la ha separado de la literatura grecorromana. Esta idea de continuidad se basa en el hecho de que la invasión de los bárbaros no supuso una invasión cultural, pues los pueblos germanos asimilaron el latín como lengua de cultura y el cristianismo como religión y no aportaron ninguna idea nueva, o, por mejor decir, no transformaron los rasgos esenciales de la cultura. El Occidente medieval nació, pues, de las ruinas del mundo romano, y tomó forma a partir de la lenta fusión con el bárbaro (Le Goff 2002, p. 33), de manera que la Edad Media es «el Occidente surgido de la simbiosis romano-germana aproximadamente entre los años 500 y 1500 de nuestra era» (Sergi 2001, p. 8). Conocidas son las críticas recibidas por la obra de Curtius, normalmente acompañadas de un reconocimiento a su enorme aportación, especialmente las reseñadas por Lida de Malkiel (1975, pp. 271–338), y resumidas junto a otras en Rubio Tovar (1997, pp. 327–331). La idea de continuidad de Curtius ha sido criticada, entre otras razones, por no tener en cuenta el carácter individual y espontáneo de la creación literaria de los autores y desdeñar todo aquello que no sea tradición, así como por no diferenciar entre el valor de los grandes creadores y el de los simples transmisores. Los elementos comunes no siempre son resultado de la tradición, ni patrimonial ni culta, sino que ciertos paralelismos generales pueden ser debidos a una identidad cultural para la que Dámaso Alonso (1985) creó el término «poligénesis», cuyos límites con la tradición resultan con harta frecuencia difíciles de establecer (sobre la diferencia entre tradición y poligénesis se pueden consultar los trabajos de Vicente Cristóbal López [2005, pp. 34–40] y Gómez Moreno [2006, pp. 42–43]). El ideal de civilización de los humanistas italianos, inspirado en la Antigüedad grecolatina, se oponía a la Edad Media, símbolo de barbarie, y la mayoría de los historiadores de las lenguas vernáculas sigue la tendencia que considera que la Tradición Clásica se inicia en el Renacimiento (González Rolán et alii 2002, p. 19), como hace Highet (1954), el divulgador del término, al estudiar la influencia de la Cultura Clásica en las literaturas modernas. Resulta paradójico que el fundador del Warburg Institut centrara también sus estudios en el Renacimiento, cuando la idea de no rupturismo de Curtius proviene de la misma institución, que defiende la continuidad histórica entre la Antigüedad latina y la cultura de occidente para explicar el tronco común de la cultura europea (García Jurado 2015, pp. 83–84). Pero el término «Tradición Clásica» aparece por primera vez en Comparetti (1967, I, 119), quien lo aplica a la Edad Media, pues afirma que para todos los escritores de esa época Virgilio resulta ser «il sommo rappresentante dell’antica tradizione classica». Según Gabriel Laguna (2004, p. 88), que estudia el origen de la etiqueta, para Comparetti la Tradición Clásica es «el legado literario grecolatino, pagano, tal como se transmitió durante la Edad Media». El mayoritario rechazo de la relación entre la Tradición Clásica y el estudio de la literatura medieval se debe a que, en la época en que se constituyó como disciplina, la historiografía había desarrollado dos paradigmas historiográficos enfrentados: «el de la Edad Media, que miraba en lo cristiano la base de la construcción cultural europea, y el del Renacimiento, que ponía sus ojos en la Antigüedad clásica, asociada al Paganismo» (García Jurado 2014, p. 390). Resulta equivocado considerar lo medieval como ajeno al legado de la Antigüedad, pero la continuidad con el mundo antiguo contrasta con la ruptura que implica el Renacimiento como vuelta a la Antigüedad. Así, para Garin (1983, p. 80) el paso de la Antigüedad a la Edad Media es menos abrupto que el que existe entre esta y el Renacimiento, porque la filología humanística tomó conciencia de una ruptura que ya se estaba incubando en época medieval. Lo que caracteriza al Renacimiento es el reconocimiento de que Roma había sido una cultura básicamente diferente de la suya, como algo lejano en el tiempo, distinto e interesante como ideal, mientras que los estudiosos medievales fueron incapaces de distanciarse de ese pasado y desconocieron el cambio histórico en el tiempo: los autores renacentistas tuvieron interés por las lenguas clásicas como vehículos de transmisión de los textos antiguos, y se trataron de resolver los problemas que presentaban (Rouse 1995, pp. 53–55). Vicente Cristóbal López (2005, pp. 32–33) distingue entre una tradición patrimonial inconsciente propia del Medioevo occidental y una culta consciente predominante en el Renacimiento. La Edad Media sería el resultado de una progresión espontánea, inconsciente y natural desde la Antigüedad tardía y cristiana que supone una deformación progresiva del legado antiguo; el Renacimiento, por el contrario, una regresión voluntaria, consciente y artificial que pretende recuperar la cultura grecorromana pagana (Cristóbal López 2013, pp. 27–28).
Uno de los aspectos más relevantes de la Edad Media en cuanto a tradición es la transmisión de los textos clásicos desde el mundo antiguo al moderno: en la Alta Edad Media los monasterios fueron los principales centros difusores de la cultura en Occidente, mediante la costumbre iniciada por Casiodoro en Vivarium de copiar los manuscritos antiguos. El monaquismo occidental fue creado por san Benito de Nursia desde la abadía de Montecasino, fundada sobre el 529 y fuente de la orden benedictina, de gran éxito en Occidente entre los siglos VI y XI. Por su parte, surgen monasterios en Irlanda ya a finales del siglo V, cuyos monjes —el más famoso fue Columbano (ca. 543–615)— se trasladan primero a Inglaterra y Escocia y después al continente, participando de la cristianización de Germania y sus confines en los siglos VII y VIII. Al mismo tiempo, la latinización de Inglaterra se completa cuando Gregorio el Grande envía a Agustín a Canterbury (con el fin de convertir a los anglosajones el 597), ciudad de la que fue primer arzobispo y que se convirtió en el centro de la cristiandad romana; el otro gran centro urbano de la Inglaterra anglosajona en el que también se formó una rica biblioteca fue York, donde destaca la figura de Alcuino (ca. 735–804), llamado por Carlomagno a su corte el 782 para hacerse cargo de la Escuela Palatina. El renacimiento carolingio, originado y desarrollado en la corte de Carlomagno y sus sucesores inmediatos, fue más bien una recuperación de los clásicos latinos y su lengua, perdidos en la Edad Oscura, sirviéndose de la minúscula carolingia como letra manuscrita. Sobre las obras y autores conservados en la corte de Carlomagno y en las bibliotecas monásticas que se sirvieron de sus copias hasta finales del siglo IX se puede consultar el conocido Copistas y filólogos de Reynolds y Wilson (1995, pp. 97–102). Pese a que a finales del siglo IX se disolvió el reino de los francos, el movimiento intelectual se trasladó a los monasterios y las escuelas monásticas primero, que fueron los encargados de guardar las obras de los autores antiguos y de las patrísticas, y a las escuelas catedralicias hacia finales del siglo X. En este siglo, de transición hasta la expansión económica e intelectual de los siglos XI–XII, hubo un pequeño repunte intelectual en la corte de los otónidas sajones (936–1002), que constituye, junto con la época carolingia y el siglo XII, las principales tres etapas medievales de florecimiento cultural que han sido denominados «renacimientos» por su tarea de recuperación de los clásicos. El del siglo XII tuvo como sede principal la escuela de Chartres, de la que paradójicamente fue un inglés, Juan de Salisbury, su representante más destacado; a diferencia del carolingio, que se limitó al reino franco, este afectó a toda Europa en mayor o menor medida. Desde mediados del siglo XI y en el transcurso del XII la vida intelectual más creativa pasó progresivamente de los monasterios a las escuelas catedralicias urbanas, de donde surgieron más tarde las primeras universidades. A principios del siglo XIII ya se habían establecido las más tempranas: a la fundación de la primera en Bolonia el 1088, siguieron las de Oxford (1167) y París (1215). La enseñanza en estos centros, especialmente en este último, surge ligada a la doctrina escolástica, tan denigrada por los humanistas, cuyo objetivo principal fue racionalizar la doctrina cristiana, principalmente a través de la obra aristotélica; en este trabajo de conciliación entre tradición filosófica y teología cristiana destaca Tomás de Aquino. La primera universidad fundada en territorio hispano fue Salamanca (1218), si no se considera como tal al centro de enseñanza fundado en Palencia unos años antes.
En Curtius (1999, pp. 79–87) pueden consultarse los autores leídos en las escuelas según diversas listas, y Reynolds y Wilson (1995, pp. 109–113) hacen un recuento de los autores latinos conocidos y usados en el llamado renacimiento del siglo XII. Los textos manejados en los siglos XII y XIII son aproximadamente los disponibles hoy en día, pero no pueden desdeñarse los descubrimientos de los renacentistas italianos en su tarea de búsqueda de manuscritos de libros latinos, pues recuperaron algunos muy significativos que fueron olvidados desde la época carolingia e hicieron algunos descubrimientos importantes, multiplicando las copias de las obras antiguas con numerosas ediciones (González Rolán et alii 2002, pp. 22–23). Los autores clásicos sufrieron a lo largo de la Edad Media fluctuaciones en su consideración: Lucrecio, ampliamente copiado en época carolingia, fue olvidado después; Quintiliano se hizo más familiar en el último período de la Edad Media; y ciertos autores bastante conocidos hoy en día como Catulo o Apuleyo fueron casi desconocidos. La primacía de los autores fue variando a lo largo del tiempo, de manera que Ziolkowski (2007, pp. 22–23) habla de una aetas Vergiliana (siglos VIII–IX), una aetas Horatiana (X–XI) y una aetas Ovidiana (XII–XIII): los más importantes fueron, sin duda, Virgilio y Ovidio, y de Horacio se conocieron las Sátiras y las Epístolas. Otros autores clásicos conocidos fueron Lucano, considerado historiador, además de poeta; Estacio, que popularizó la historia de Tebas; Marcial, aunque en menor medida y, entre los tardíos Claudiano. En prosa, Cicerón fue considerado en primer lugar, a quien siguen Quintiliano, Séneca, Plinio el Viejo, Frontino, Aulo Gelio y Macrobio. Pero una característica conocida de la época medieval es que no se diferencian ni los textos clásicos y postclásicos, ni los paganos y cristianos, y autores de la Antigüedad Tardía como Prudencio, Marciano Capella, Boecio, Prisciano y otros recibieron la misma consideración que los grandes clásicos romanos (Ziolkowski 2007, p. 19). Se distinguen dos tradiciones de Virgilio como sumo representante de la Tradición Clásica en la Edad Media, la literaria y la popular, representadas respectivamente por el Virgilio poeta y por el mago (García Jurado, 2015, pp. 71–72). A cada una de ellas dedica Comparetti (1967) los dos volúmenes de su libro. En la práctica no es fácil distinguir entre lo culto y lo popular, pues el latín, que tenía entonces un uso semejante a la de una lengua viva, servía de enlace entre la tradición antigua y la producción nueva, y los textos más antiguos que se conocen sobre la leyenda popular de Virgilio están escritos en la lengua de Roma por personas cultas y de posición elevada y destinadas a gente de la clase más distinguida de la sociedad. La mayor difusión del otro gran autor clásico de la Edad Media, Ovidio, coincide con la recuperación de la Cultura Clásica del llamado renacimiento del siglo XII, y las obras más leídas fueron el Ars amatoria, los Remedia amoris, pero, sobre todo, las Metamorfosis, fuente casi única de la mitología clásica en Occidente hasta finales de la Edad Media, cuando se inauguró la tradición de los manuales mitográficos con la Genealogia deorum gentilium de Boccaccio (Cristóbal López 2000, p. 35). El influjo de Ovidio llegó, por supuesto, a la literatura romance, como se observa en el fin’amor de los trobadores, que escribieron en occitano la primera poesía vernácula de la Europa medieval, la lírica cortés, de la que es el primer representante Guillermo de Poitiers entre los siglos XI y XII. La poesía latina y la vernácula avanzan en paralelo y se influyen mutuamente hasta el siglo XII, el gran momento donde divergen, así como el último gran período de la poesía latina: los años comprendidos entre 1125 y 1230 representan la gran era de la poesía goliarda, en latín rítmico-acentual. Por su parte, la comedia elegíaca de los siglos XII–XIII tiene el Pamphilus de amore como su obra capital, retomado en el episodio de don Melón y doña Endrina del Libro de Buen Amor (Gómez Moreno 2006, p. 40).
Se debe ser cuidadoso al abordar la espinosa cuestión del influjo del cristianismo en la Tradición Clásica. Pese a los reparos vertidos sobre la literatura pagana por los autores cristianos, los Padres de la Iglesia fueron los principales encargados de trasladar las fuentes paganas a los autores medievales, y el cristianismo fue el agente transmisor de la cultura romana al Occidente medieval. Para los más severos los textos clásicos constituían un peligro, y el difícil equilibrio entre la cristiandad y los clásicos latinos se mantuvo durante siglos. Sabidos son los reparos que ya en el siglo IV manifestaban san Jerónimo y san Agustín hacia los textos paganos, y fue este último (Aug. Doc. Christ. 2, 40, 60) quien estableció un tópico de la Edad Media sobre el aprovechamiento de los autores paganos (Le Goff 2002, p. 98), al reclamar sin temor las verdades que dijeron los que se llaman «filósofos», en especial los platónicos, para aplicarlas al uso cristiano. Durante la Edad Oscura los llamados «fundadores de la Edad Media» compilaron de forma asimilable lo esencial de la cultura antigua y lo revistieron del ropaje cristiano (Le Goff 2002, p. 108). En el gobierno relativamente ilustrado del rey ostrogodo Teodorico (454–526) vivieron Boecio y Casiodoro: todo el conocimiento de Aristóteles durante la Alta Edad Media proviene de la Logica vetus del primero, y a través de las Institutiones divinarum et saecularium litterarum del segundo se introdujeron los esquemas de los retóricos latinos en la literatura y la pedagogía cristiana. En la Hispania visigoda Isidoro de Sevilla transmitió su pasión enciclopédica a los clérigos medievales, y sus Etimologías constituyen la fuente principal de la cultura científica de la temprana Edad Media. Menor es el papel de transmisor de la Cultura Clásica de Beda el Venerable, de cuya teoría de los cuatro sentidos de las Sagradas Escrituras procede la exégesis bíblica medieval. Los ajustes que deben hacer los cristianos a los textos paganos tienen diversas formas, como convertir en cristiano a un autor pagano y considerar la cuarta Égloga de Virgilio una predicción del nacimiento de Cristo, o llevar a cabo interpretaciones alegóricas de los clásicos como el propio Virgilio o, principalmente, Ovidio con el famoso Ovide moralisé del siglo XIV, lo que es muy habitual en la búsqueda de significados más en consonancia con el cristianismo de los mitos grecorromanos (Ziolkowski 2007, p. 20). Los autores medievales, interesados por la ejemplaridad moral, ofrecen una interpretación alegórica y evemerista de la mitología para aproximar su contenido a la cosmovisión de la época, con abundantes anacronismos y frecuente deformación de los nombres que constituyen una desvirtuación del legado clásico. El alegorismo destaca el lenguaje críptico de los mitos, que, para ser entendidos requieren de una exégesis, y el evemerismo postula su carácter histórico (Vela 2011, p. 184).
En las obras clave sobre Tradición Clásica se habla de una continuidad cultural en la Europa occidental que excluye pronto el griego, ya que los enciclopedistas de los siglos V al VIII que se pusieron a recopilar la sabiduría clásica solo podían acceder a los textos latinos, al desconocer la lengua helena. El griego clásico sigue, pues, su tradición en Oriente como lengua del Imperio bizantino, pero resulta casi desconocido en Occidente hasta el siglo XIV, de manera que incluso un autor tan imprescindible para entender la cultura en la Edad Media como Aristóteles era leído en traducciones latinas hechas por Boecio tras la caída del Imperio, o bien más adelante por las llevadas a cabo bajo la dirección de santo Tomás de Aquino o por judíos a partir de versiones árabes traducidas de las siríacas. De hecho, toda la ciencia griega que no había sido traducida al latín por autores como Boecio desapareció de Occidente (Rouse 1995, p. 48). Otro de los autores griegos más conocidos, también en traducciones latinas, fue Plutarco: las biografías de sus Vidas paralelas griegas y romanas gozaron de una enorme popularidad y se extendieron por todo el territorio europeo. La literatura griega se difundió hacia Oriente gracias a las traducciones al sirio, el hebreo y el árabe, y los escritos eclesiásticos se tradujeron al armenio, el georgiano y el copto. Muchas veces estas versiones preservaban obras cuyos originales griegos se habían perdido. Solo con el siglo XV se inicia, sobre todo en Florencia, la erudición griega, con gran cantidad de traducciones del griego al latín y al italiano a principios de la centuria, pues el estímulo de Petrarca y Boccaccio no había influido más allá de su reducido círculo intelectual (Burckhardt 1996, pp. 152–153).
El concepto de «Edad Media» toma como referencia la civilización occidental, pero a partir del siglo VIII son tres las grandes culturas presentes en Europa: la occidental cristiana, la bizantina u oriental cristiana y la islámica o musulmana. Ladero (2000, p. 76) justifica el eurocentrismo propio del término por el hecho de que la civilización occidental siempre ha mostrado mayor conciencia respecto a su propia dinámica histórica, lo que hace que la ciencia histórica actual sea un producto cultural de origen europeo utilizado también para explicar otras civilizaciones. Entre las mencionadas críticas a la obra de Curtius se encuentra la visión exclusivamente negativa sobre la cultura árabe (Lida de Malkiel 1975, p. 292), así como el olvido del legado oriental, árabe y judeocristiano que, junto con el clásico, componen la base cultural de Europa (Cristóbal López 2013 p. 23), acusación que abarca tanto a Curtius como a Highet, quien también manifiesta en ocasiones su antipatía por Oriente (Lida de Malkiel 1975, p. 350, et passim). No se debe desatender ni menospreciar este influjo en el medioevo occidental, especialmente por el impacto que tuvo el pensamiento árabe procedente del griego en la filosofía y en la ciencia, sobre todo en la medicina. Avicena fue el transmisor del pensamiento médico galénico a la Europa medieval, y, entre otros comentaristas de Aristóteles destaca el filósofo y médico andalusí Averroes. Estos autores árabes fueron traducidos al latín en las escuelas del Sur de Italia y la Península Ibérica, entre las que destacan respectivamente Salerno y Toledo.
Pero la mayor deficiencia del libro de Curtius, según Lida de Malkiel (1975, pp. 368–389), es la ignorancia de la Tradición Clásica en España. En la Hispania romana, tras las primeras invasiones en el siglo V por parte de suevos, alanos y vándalos, los visigodos, ya latinizados y arrianos, proporcionaron un reino hispánico socialmente estable. Ello hizo posible un aceptable nivel cultural, que favoreció la existencia de un personaje tan importante como Isidoro de Sevilla y sus Etimologías, un compendio de todo el saber antiguo basado en la interpretación mística y alegórica, con cita de innumerables autores, que influyó en el sistema educativo medieval con la distribución de las disciplinas en el trivium (gramática, lógica, retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía). La invasión árabe de casi toda la Península Ibérica en los inicios del siglo VIII supuso la interrupción de la vida monástica y de la continuidad cultural propia de la Alta Edad Media, si bien los clásicos no fueron excluidos de las bibliotecas y siguieron gozando de prestigio (González Rolán et alii 2002, p. 51), como se observa, siglos después, al repasar los autores latinos catalogados en las bibliotecas de los siglos XII y XIII en Castilla y Aragón: Virgilio, Horacio, Juvenal, Salustio, Terencio, Cicerón, Estacio, Aulo Gelio, Vegecio, Plinio el Viejo, Paladio y Lucano (González Rolán et alii 2002, p. 54). En estas centurias resultó de enorme importancia la labor desarrollada en la escuela de traductores de Toledo, reconquistada en 1085, donde primeramente buenos latinistas pusieron a disposición del Occidente europeo obras griegas de carácter científico y filosófico, preferentemente Aristóteles, que fueron conservadas en el mundo árabe a través de traducciones desde la lengua helena. Parece ser que la iniciativa de estas traducciones surgió del arzobispo Raimundo (1080–1152), y el traductor más prolífico fue Gerardo de Cremona, en la segunda mitad del siglo XII, aunque también destacan a principios del siglo XIII Alfredo el Inglés y Miguel Escoto, y a mediados de siglo Herman el Alemán. Estos traductores no sabían árabe, sino que trabajaron con intérpretes que generalmente eran judíos conversos, quienes traducían del árabe al castellano, mientras que ellos mismos pasaban los textos al latín. Ya en la época de Alfonso X el Sabio se amplió el espectro a obras literarias, y también se utilizó el romance para las traducciones de textos árabes y latinos, hecho excepcional en la Europa de Occidente (González Rolán et alii 2002, pp. 52–53). Esta labor es previa a la composición de la obra historiográfica, en la que Alfonso X incorpora una gran cantidad de los autores latinos traducidos. La General Estoria se sirve, para las narraciones de la gentilidad —la Biblia es la fuente básica de la que parte la historia universal—, de Lucano, Estacio, Ovidio y Dares y Dictis (Izquierdo 2005, p. 302): incluye una traducción casi completa de la Pharsalia y un gran número de pasajes de las Heroidas y las Metamorfosis (López Grigera 2007, p. 196). En la Cuarta Parte, para la historia de Macedonia, utilizó el Pseudo Calístenes, transmitido por muy diversas vías tanto latinas como orientales: un capítulo del famoso libro póstumo de Lida de Malkiel (1975, pp. 165–197) trata de la leyenda de Alejandro en la literatura medieval castellana. En este siglo XIII ya se puede destacar la presencia de la mitología clásica en la literatura castellana, como ocurre en las obras del Mester de Clerecía, especialmente en el Libro de Alexandre, pero también en el Libro de Apolonio y en el Poema de Fernán González (Villarrubia 2011, pp. 68–96). El ciclo troyano, el más fecundo y ya presente en el siglo XIII, ofrece su argumento a diversas crónicas de los siglos XIV y XV, entre las que destacan las Sumas de Historia Troyana del imaginario Leomarte, popularizada por una adaptación de finales del siglo XV, la Crónica Troyana. Tienen como fuente los relatos de Dictis (siglo IV) y Dares (siglo VI) de la Antigüedad tardía, de enorme influencia en la literatura medieval debido al desconocimiento de Homero en aquella época, y las obras medievales, tanto los relatos alfonsíes como el Roman de Troie de Benoît de Sainte-Maure y su traducción al latín, la Historia destructionis Troiae de Guido de Columnis (Castro 2011, pp. 128–142). El personaje de Dido tiene un importante papel en la recepción de la Tradición Clásica hispana, según Lida de Malkiel (1974, p. 59) por el arraigo en suelo hispano de Justino, quien, junto a Servio y a autores cristianos como Tertuliano, san Jerónimo y Orosio, ofrecen una versión «histórica» de la casta Dido, que tiene su origen en Timeo, además de la «poética» de la enamorada de Eneas que aparece en la obra virgiliana o en las Heroidas de Ovidio, ambas confluyentes en la Primera Crónica General de Alfonso X el Sabio. En el siglo XIV Aragón toma el relevo de Castilla en la Tradición Clásica, llevándose a cabo una gran actividad traductora al aragonés y, sobre todo, al catalán de autores clásicos latinos, que se amplía también a algunos griegos como Tucídides y Plutarco (González Rolán et alii 2002, p. 59). Tanto el historiador ateniense como las Vidas paralelas del segundo, en 1385, fueron traducidos al aragonés por el centro de estudios griegos que Juan Fernández de Heredia tenía en Aviñón. Esta ciudad fue la cuna del humanismo italiano del Trecento, tras instalarse allí la corte papal en 1309 (Gómez Moreno 1994, pp. 93–97). Entre los autores catalanes, Arnau de Vilanova y Ramon Llull fueron los primeros en llamar la atención sobre la importancia del griego, y posteriormente destacan Bernat Metge, cuya principal fuente para Lo somni es el comentario de Macrobio al Somnus Scipionis de Cicerón, y Antoni Canals, que tradujo al catalán la obra de Valerio Máximo Dictorum factorumque memorabilium justo antes de que se hicieran tres traducciones al castellano en el siglo XV. Las conquistas de Aragón en el Este bizantino explican la razón por la que este «prehumanismo» catalano-aragonés fuera más helenista que latinista (López Grigera 2007, p. 197). En Castilla también se hicieron numerosas traducciones en la primera mitad del siglo XV, entre las que cabe citar las de las obras de Cicerón llevadas a cabo por Alfonso de Cartagena y por Enrique de Villena, quien a su vez fue el primero en traducir al castellano la Eneida, así como la de las Heroidas de Juan Rodríguez de Padrón. Los autores de esta época, que podemos llamar prerrenacentista, manifiestan un conocimiento más profundo de las grandes obras clásicas que en los siglos anteriores. José Vela (2011) hace un repaso de este prerrenacimiento castellano y de sus dos figuras principales, Juan de Mena y el Marqués de Santillana. El primero hizo una traducción extractada de la Ilias Latina en su Omero romançado, pues desconocía el griego, y en su producción lírica se observa la importancia de los modelos clásicos. El segundo, pese a no conocer suficientemente el latín, disponía de una gran biblioteca y promovió las traducciones tanto de autores clásicos como de las últimas creaciones vernáculas procedentes de Italia.
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Lluis Pomer Monferrer