educación
Del latín educatio -ōnis (deverbativo de educāre, formado por el preverbio ex- y el verbo dŭcāre, de la misma raíz que el verbo dūcĕre) Fr. Éducation, It. Educazione, Port. Educação, Cat. Educació, Ing. Education).
No cabe duda de que la educación entendida como proceso formativo del individuo que tiene lugar dentro de un sistema más o menos institucionalizado —esto es, un sistema graduado cronológica y jerárquicamente con vistas a la consecución de unas metas didácticas— mediante el que adquiere conocimientos, valores y creencias, en aras de un desarrollo intelectual y moral que lo capacite para su inserción en sociedad, es consustancial al concepto de Tradición Clásica. Puede decirse que, en buena medida, hay Tradición Clásica porque una sociedad en un momento dado decide que ese conjunto que se identifica con el legado de la Antigüedad no solo debe preservarse como referente de la misma, sino que, sobre todo, ha de formar parte del proceso formativo de las futuras generaciones, de suerte que la transmisión inherente al propio concepto de traditio tiene lugar fundamentalmente en las aulas. De acuerdo con este planteamiento, en lo que atañe específicamente al tema que nos ocupa, debe prestarse atención tanto a la segunda etapa educativa —ya que es en ella cuando tiene lugar la transmisión del legado clásico de una manera más amplia— como a la educación superior —por más que hasta fechas relativamente recientes solo comprenda a una minoría— en la medida en que en ésta se produce con mayor intensidad de la recepción.
En el ámbito educativo, el aspecto más relevante de esta transmisión no es otro que la enseñanza de las lenguas clásicas, especialmente la lengua latina, lo que supone atender, al menos, a cuestiones tales como qué conocimiento de lengua se pretende alcanzar, por qué medios y con qué enfoque se espera lograrlo y, finalmente, qué material se estima más apropiado para la consecución de los objetivos previstos. Además de la transmisión de la lengua, el sistema educativo es un importante agente en la conservación del legado clásico en su acepción habitual y restringida de conjunto de textos grecolatinos. Ahora bien, la acción del sistema escolar no se limita a impulsar su transmisión, sino que supone también un ejercicio de revisión de la tradición en el sentido de que se produce una nueva mirada sobre el legado clásico, la cual se manifiesta, ante todo, en un proceso selectivo de autores y obras conforme a criterios que no son exclusivamente pedagógicos, sino que suelen responder también a juicios morales y a principios ideológicos. El resultado suele coincidir con el concepto poliédrico de canon, en la medida en que la selección de autores adopta como criterio su condición de modelos a imitar y emular. Finalmente, en la relación entre educación y Tradición Clásica conviene prestar atención también al hecho de que el sistema educativo suele ser un buen indicador del papel que concede la sociedad a esta tradición, lo que se revela tanto en su mayor o menor presencia en el sistema curricular como en el enfoque que se adopta en la aproximación al mismo. En suma, a través de la naturaleza y función que desempeña la Tradición Clásica en el proceso formativo, se puede inferir la importancia que la sociedad concede a este legado, en qué medida y cómo ejerce influencia en la misma y hasta qué punto es un referente compartido por el conjunto de la ciudadanía.
Edad Media. Aunque la Edad Media quedara definida precisamente por suponer una interrupción de la Tradición Clásica, lo cierto es que el legado de la Antigüedad siguió ejerciendo su influencia, aunque fuera de manera intermitente, parcial, condicionada y con notables variaciones en un período que, al fin y al cabo, suele cifrarse en unos mil años. Más aún, en ella tienen lugar algunos fenómenos que son fundamentales para la preservación de ese legado y para la propia configuración de la Tradición Clásica y que, además, están íntimamente vinculados a la educación.
Con las invasiones bárbaras y la ausencia de una estructura de Estado digna de tal nombre, desapareció el sistema educativo de la antigua Roma, que estaba organizado en tres etapas: a partir de los siete años una enseñanza de los rudimentos de lectura, escritura y aritmética bajo la responsabilidad del magister ludi; sobre los doce años, una formación orientada a hablar con corrección y propiedad y a la comprensión de los textos literarios bajo la dirección del grammaticus; y, finalmente, la culminación de este proceso educativo en las manos del rhetor, quien preparaba para hablar en público con vistas a la futura actividad profesional. En los primeros tiempos de barbarie, las ruinas de este sistema escolar encontraron refugio en las escuelas monacales de la Alta Edad Media para resurgir posteriormente renovado en época carolingia y expandirse luego, mediante la eclosión de escuelas catedralicias y universidades, a partir del siglo XIII. Aunque lógicamente hay elementos de continuidad, se produce un cambio sustancial: el nuevo sistema escolar estará orientado a satisfacer las necesidades de la religión cristiana. Así, por ejemplo, en su cúspide, la teología vendrá a reemplazar a la retórica, la cual, además, quedará circunscrita a ámbitos bien específicos, tales como la composición en prosa, especialmente epistolar (ars dictaminis); las normas para la composición en verso (ars poetriae); y los tratados para elaborar sermones (ars praedicandi). En este sentido, es bien significativo que este nuevo sistema de enseñanza quede asentado a partir de la reforma carolingia, la cual, por otra parte, aspira ante todo a una cristianización de la sociedad, esto es, a la primacía de la Iglesia por encima de cualquier otra institución social y a la adhesión a la fe considerada como verdadera por parte de todos los miembros de la sociedad.
Este sistema educativo supuso, asimismo, un cambio en cuanto a la selección de autores y obras. La polémica doctrinal originaria sobre la compatibilidad entre cultura cristiana y pagana —de la que da testimonio el famoso sueño jeronimiano (Jer. Ep. 22)— se terminó saldando a favor de la inclusión de autores y obras paganas en la formación de los jóvenes cristianos, aunque, naturalmente, no en condiciones de igualdad. El caso es que siempre estuvo más o menos latente cierto resquemor hacia la cultura pagana y, en el fondo, por más que se sustente en ella, latía el deseo de emanciparse. A ello se añade, además, que los textos grecolatinos son apreciados por su carácter instrumental y práctico. El aprendizaje ha de servir, ante todo, para comprender las Sagradas Escrituras y el corpus doctrinal cristiano. La famosa carta De litteris colendis de Carlogmano a finales del siglo VIII no aspira más a que el clero adquiera un conocimiento de la lengua latina suficiente como para poder comprender los textos sagrados, instruir en los mismos y celebrar la liturgia con corrección. No solo no hay una auténtica asimilación de la cultura antigua, sino que, en el proceso de enseñanza, hay una prevención a que el novicio quede contaminado por el contenido que transmiten los textos. Por ello, con frecuencia se cae en la interpretación alegórica o moral de los mismos. En ocasiones, su mayor o menor adecuación a la moral cristiana llega a afectar incluso a su transmisión, la cual, por otra parte, era de por sí ya tremendamente complicada. El caso es que el conocimiento de la literatura latina fue siempre limitado y su difusión, además, restringida, mientras que en el caso de la literatura griega puede calificarse simplemente de excepcional. Justo es reconocer, sin embargo, la enorme deuda contraída con los copistas de los siglos VIII y IX, gracias a los cuales hemos conservado innumerables textos que de otra manera se hubiesen perdido, hasta el punto de que la mayoría de las obras que poseemos suelen corresponderse con las que se salvaron en época carolingia.
Así las cosas, la enseñanza en la Edad Media se asienta sobre un conjunto reducido de auctores de procedencia pagana y cristiana cuyo nexo común es el de contar con el prestigio de estar en posesión de una sabiduría intemporal. De hecho, no hay una perspectiva mínimamente cronológica en esta aproximación que distinga, por ejemplo, entre autores clásicos y postclásicos. Se trata además de una enseñanza con una clara orientación práctica, que se interesa sobre todo por los textos sapienciales y técnicos, mientras que la lectura de los textos literarios no tiene tanto un fin en sí misma como en servir para la instrucción. Precisamente, como consecuencia de este interés utilitarista, el acceso a estos textos se producirá con frecuencia no a través de la obra conservada en su concepción original, sino por medio de formatos instrumentales: bien mediante recopilaciones enciclopédicas, bien en colecciones de sententiae, exempla y florilegia. De este modo, no solo se facilita su consulta, sino que, además, al quedar fuera de su contexto original, estos pasajes y citas pueden ser utilizados para apoyar la doctrina cristiana. En este contexto utilitarista, no es de extrañar que el conocimiento de los textos clásicos que requiere el currículum escolar sea bastante restringido. En la escuela monástica o catedralicia del Alto Medievo prácticamente es suficiente con la Biblia, los escritos de los Padres de la Iglesia —especialmente Agustín de Hipona— y algún autor antiguo. Para las artes del triuium basta con Calcidio, Boecio, Marciano Capela, Casiodoro e Isidoro de Sevilla. Posteriormente, con el desarrollo de las escuelas urbanas, este elenco se irá ampliando en el sistema educativo bajomedieval a partir de una base formada por los denominados auctores maiores en el nivel superior —Cicerón, Salustio, Virgilio, Terencio, Horacio, Juvenal, Lucano, Ovidio, Persio y Estacio— y de los auctores minores en el nivel inferior ---Dicta Catonis, Ilias Latina, Maximiano, Aviano y Esopo latino—.
De particular significado para la Tradición Clásica en la Edad Media fue el hecho de que el renacimiento carolingio elevara el latín a la categoría de lengua única de cultura, de suerte que se convirtió en la lengua de las clases más cultivadas en Europa. Sin embargo, esta elección como lengua estándar común conllevó a un tiempo su normalización y la interrupción de su evolución diacrónica, lo que acarreó como consecuencia la separación definitiva entre lengua latina (escrita y culta) y lengua romance (oral y popular). Conviene advertir, en cualquier caso, que la situación del latín fue algo más compleja, en la medida en que el concepto de «Mittellatein» no es unitario, sino que engloba manifestaciones diversas. Comprende así una lengua escrita relativamente unitaria fundada sobre la base del latín tardoantiguo y que admite una variedad de registros según el tipo de texto, el ideal estilístico al que se aspira y el nivel de instrucción. Hay, además, un latín oral que abarca situaciones muy diferentes que van desde la comunicación entre personas cultas de origen diverso a la comunicación eclesiástica y monástica y que puede incluir otras situaciones de uso corriente más o menos romanceadas. Además, a partir del siglo XII, surge un latín escolástico como lengua técnica destinada a la enseñanza mediante el debate y a las necesidades de la lógica, que se caracteriza por sus abundantes neologismos y por un número restringido de construcciones fraseológico-sintácticas. Lo relevante, en cualquier caso, es que la pervivencia del latín como lengua de cultura fue consecuencia en buena medida de la reforma carolingia, que lo convierte en el elemento clave del sistema escolar. Más aún, gracias a este impulso, el latín termina por expandirse por tierras como la Europa del Este o Escandinavia, que no habían sido holladas por las legiones romanas, y se mantendrá como lengua de cultura por un período aproximado de mil años, el que va desde la coronación como emperador de Carlomagno en la Navidad del año 800 hasta el 6 de agosto de 1806, cuando Francisco II decreta la supresión del Sacro Imperio Romano Germánico.
En este marco general europeo el solar hispano presenta una significativa diferencia. En los momentos de mayor inestabilidad de la época de las invasiones bárbaras, la antigua provincia de Hispania mantuvo un apreciable nivel cultural bajo los visigodos, donde destacó la figura de Isidoro de Sevilla. Sin embargo, la invasión árabe del 711 ocasionó el derrumbe del sistema político y, por ende, cultural del mundo hispano-visigodo, cuyos escasos restos buscarían refugio en el entorno carolingio o en el norte de la península, o bien terminarían agostándose bajo la dominación musulmana. Ello supuso también un aislamiento en mayor o menor medida de la Europa cristiana que, además, se agravó por lo prologando de esta situación de territorio de frontera. A modo de ejemplo, baste con recordar que la capital del antiguo reino visigodo, Toledo, no vuelve a ser cristiana hasta el año 1085, o que Sevilla se reconquistara en el 1248. En este contexto, no es de extrañar que los contactos con Europa fueran escasos y difíciles, como se pone de manifiesto en el casi total aislamiento hasta el siglo X y luego con el retraso de la llegada del renacimiento del siglo XII. Así las cosas, el sistema escolar hispano quedó sin el germen benefactor carolingio y, por lo tanto, mermado en la enseñanza de la lengua latina y en la transmisión de la Tradición Clásica, tal como la había heredado el resto de Europa.
Edad Moderna. Con el Renacimiento no solo surge el pensamiento moderno que sitúa al ser humano en el centro del universo intelectual, sino también el anhelo de una nueva sociedad donde el individuo ha de poder desarrollar todo su potencial, que en buena medida se pretende construir a partir de la recuperación de la Antigüedad, de suerte que la nueva civilización que se espera alumbrar no sería más que una Roma renouata gracias a la recuperación de la Cultura Clásica, tal como ha sido transmitida a través de los textos griegos y latinos. No debe olvidarse, a este último respecto, que la aparición de la imprenta dio un impulso inusitado al afán de conocimiento de la Antigüedad. Para la consecución de estos objetivos se configurará un nuevo sistema educativo que, en lo esencial, permanece inalterado hasta el siglo XIX y al que se le debe que, en buena medida, la Tradición Clásica sea el paradigma por el que se midan los gustos estéticos y los comportamientos sociales en el mundo occidental.
Para este pensamiento renacentista, la enseñanza medieval resultaba absolutamente insatisfactoria, en la medida en que, en último término, todos los saberes eran ancilares de la teología y, por lo general, tenían además un sesgo marcadamente técnico. Ahora, en cambio, no solo se antepondrán los saberes humanos a los divinos, sino que, además, se configurará un nuevo modelo educativo cuya finalidad será la formación del hombre moderno; esto es, una educación integral, apta para su perfección como individuo, pero también para su desarrollo en sociedad. Se trata, en definitiva, de la adquisición de una cultura general mediante los studia humanitatis. Como consecuencia, en el curriculum escolar recupera una posición preeminente la retórica, que se verá ahora acompañada por la poesía, la historia, la filosofía moral y, naturalmente, la gramática latina, que constituye la puerta de acceso a todas las ciencias.
Además, la formación en estas materias se lleva a cabo mediante una selección de autores grecolatinos, de la que quedarán excluidos los escritores de la Antigüedad tardía o de los albores de la Edad Media. En líneas generales, este canon escolar que se termina de configurar a finales del siglo XVI se ha venido manteniendo sin sustanciales modificaciones hasta la actualidad. Por otra parte, al ser los textos clásicos un fin en sí mismo y no un medio, no solo se desarrollará la técnica filológica, sino que se pondrá también el centro de interés en la civilización grecorromana, cuyo conocimiento termina siendo incorporado de esta forma al nuevo sistema educativo. Mención particular merece el hecho de que a este canon escolar se incorpore definitivamente la literatura griega. A diferencia de la Edad Media, el Renacimiento recupera para Occidente la lengua griega y su literatura, y se generaliza su conocimiento, bien mediante el acceso directo, bien a partir de versiones latinas o traducciones vernáculas. Esta recuperación de la vertiente helénica de la Tradición Clásica variará, lógicamente, dependiendo de la época y del lugar, pero será progresivo e imparable, de suerte que, si el humanismo renacentista mira todavía, sobre todo, a la Antigüedad romana, el siglo de las luces vendrá a poner su atención definitivamente en la civilización griega, de manera particular en el siglo V a. C., y elevará a la categoría de modelo la Grecia clásica, al reconocerla como uno de los momentos cumbres de la historia de la humanidad.
La instauración del nuevo modelo educativo no estuvo, sin embargo, exenta de tensiones e incluso de fuertes resistencias a su generalización. Es bien significativo a este respecto que al principio y al final de la Edad Moderna —en el Renacimiento y en la Ilustración— hubiera una honda preocupación por la educación que tiene su reflejo en un buen número de obras de reflexión pedagógica —que en último término entroncan con Quintiliano y Cicerón—, las cuales manifiestan un hondo interés por los procesos educativos, la programación de las enseñanzas, los autores más apropiados e, incluso, por los medios que resultan más convenientes. No menos significativo es que en estas reflexiones pedagógicas se atienda, sobre todo, a la educación secundaria como etapa clave en el sistema educativo y, por lo tanto, donde mejor debían reflejarse los cambios producidos en la nueva sociedad. A este respecto, conviene señalar también que con frecuencia las innovaciones docentes más interesantes se producen fuera de la universidad, que suele mostrarse mucho más reacia a los cambios. El caso es que, tras la ruptura que supuso el Renacimiento, el sistema educativo, conservador por naturaleza, recuperó una marcada querencia por el recurso a la tradición y a la autoridad, al tiempo que, al primar la gramática y la retórica, terminó cayendo de nuevo en un mero formalismo ajeno a un conocimiento en profundidad de la Antigüedad. A todo lo anterior hay que añadir que la enseñanza volvió a recuperar un marcado carácter dogmático como plasmación de los conflictos religiosos que se viven a partir de la Reforma. Protestantismo y catolicismo pondrán de nuevo los valores religiosos en el centro de sus respectivos sistemas educativos, si bien no es menos cierto que mantuvieron un fuerte componente de humanidades clásicas en sus planes de estudios. Sirvan, a modo de ejemplo, la escuela de Melanchthon, entre los primeros, como la Ratio studiorum jesuítica, entre los segundos.
Mención particular merece el aprendizaje del latín, el cual se mantendrá como lengua vehicular de la enseñanza hasta el siglo XIX. Pero aquí también los cambios son notables. Para empezar, esta lengua será bien distinta del latín medieval, ya que la restauración de la Antigüedad llevó aparejada necesariamente la recuperación del latín clásico como modelo lingüístico. Sin embargo, la ausencia de un ideal único de latín clásico deparó en el conocido debate entre ciceronianos y anticiceronianos respecto a la norma lingüística que debía imperar; debate que a finales del siglo XVI se vio entreverado por un nuevo gusto por las prácticas postclásicas de Séneca y Tácito. En cualquier caso, el resultado fue que en la práctica escolar occidental terminará asentándose como norma un latín clásico de base ciceroniana. Por otra parte, esta consolidación del neolatín no debe hacer olvidar que subsistió también una latinidad alejada de la norma clásica, que vendría a enlazar con la tradición bajomedieval, cuya práctica es mayoritariamente oral como lengua franca o como lengua de jerga profesional de la teología, la medicina y el derecho. Y junto a la cuestión normativa no está de más recordar que el hecho de que se consolide el latín como lengua vehicular en la enseñanza no está exento de una paulatina pérdida de esferas de competencia, incluida la propia educación. Así pues, aunque en la enseñanza superior —y en los saberes científicos especializados— su dominio seguirá siendo incontestable, la dignificación de las lenguas vernáculas requerirá una mayor presencia en las aulas, sobre todo en la etapa intermedia.
Naturalmente el mundo hispánico participa de este entusiasmo por la Antigüedad clásica, si bien no es menos cierto que con notables limitaciones y condicionantes, en buena medida como consecuencia de que, a diferencia de Europa, durante la Edad Media no se asentó un poso de latinidad en el sistema educativo. El caso es que, con el humanismo renacentista, la recuperación del latín y del griego no alcanzará los niveles de otros países europeos. Esta debilidad se vio, además, acentuada porque desde muy temprano se abogó en niveles de educación secundaria por el castellano como lengua vehicular en lugar del latín, incluso para el aprendizaje de la propia gramática latina. Es cierto que, frente a este interés pedagógico, desde el siglo XVII se produjo una recuperación del latín como lengua escolar. Ahora bien, no estamos ya ante una manifestación del ideal humanista de reivindicación de la Antigüedad clásica. El componente laico del Renacimiento se había visto sepultado por los intensos enfrentamientos religiosos que en España se concretaron en el triunfo de la Contrarreforma, cuyo interés estaba en la defensa de la cultura católico-romana. En este contexto, la enseñanza del latín volvió a tener un carácter fundamentalmente instrumental; esto es, un medio para el aprendizaje ante todo de la lengua, la gramática y la retórica, en la medida en que pueden proporcionar elementos de apoyo para la defensa doctrinal de la Iglesia Católica. En modo alguno se pretende la recuperación de los ideales clásicos que contienen los textos. Y esta situación se vio, además, agravada porque el país se fue cerrando sobre sí mismo. Felipe II adoptó medidas especialmente aciagas, como las pragmáticas de 1558, por las que se prohíbe bajo pena de muerte la importación de libros reprobados, o la de 1559, por la que se prohibía a los universitarios, estudiantes y maestros, salir a estudiar a otras universidades europeas, salvedad hecha de las de Roma, Nápoles y Coimbra. Estas y otras medidas, junto a la crisis socioeconómica, no hicieron más que acentuar nuestro retraso en las humanidades. Bien significativo a este respecto es que, tras la proliferación de gramáticas y métodos en el siglo XVI, la enseñanza de la lengua latina quedara monopolizada a partir de 1601 por el Arte de Nebrija reformado por el padre Juan de la Cerda.
Más grave fue, lógicamente, la situación de la enseñanza de la lengua griega. Así, frente a su implantación y expansión en el siglo XVI, el siglo XVII supuso un acusado declive que tocó fondo más tarde, como consecuencia de la Guerra de Sucesión (1701–1714), que sumió al país en el caos y en la ruina. En este contexto, no es de extrañar que el griego prácticamente terminara desapareciendo de la enseñanza universitaria. De este estado de cosas da fiel testimonio el hecho de que, cuando a raíz de la expulsión de los jesuitas en 1767 Carlos III propusiera una reforma de estudios en la que se reforzaba el número de cátedras de griego, fueran las viejas instituciones universitarias las que se opusieran. De esta situación solo se empezó a salir gracias a que una parte de los ilustrados españoles confiaron en el aprendizaje de las lenguas clásicas como medio de recuperar el pasado esplendor y de incorporarse a la cultura europea.
La expansión de España por América supuso igualmente la implantación de este sistema escolar en el Nuevo Mundo prácticamente desde el inicio mismo de la conquista. Es bien conocido, por ejemplo, el caso en Nueva España del Imperial Colegio de la Santa Cruz de Santiago Tlatelolco, fundado en una fecha tan temprana como 1536 por la orden de los franciscanos, a imagen del Imperial Colegio de la Santa Cruz de Valladolid, y donde los colegiales tlatelolcas adquieren un amplio conocimiento de la lengua latina que llega a comprender incluso cierta práctica literaria y que, además de textos pertenecientes a la tradición cristiana, comprende textos grecolatinos literarios, así como textos de carácter técnico, como gramáticas y vocabularios que fueron posteriormente el germen del que nacerían las primeras gramáticas de las lenguas amerindias.
Gracias a esta educación, las sociedades coloniales hicieron suya también la Tradición Clásica, al menos entre sus elementos más cultivados, tal como se pone de manifiesto, por ejemplo, en la huella dejada en las letras hispanoamericanas, donde autores como Virgilio, Horacio y Ovidio, entre otros, forman parte del canon literario. Ahora bien, no es menos cierto que desde finales del XVI la educación colonial, al igual que en la Península, estuvo orientada a proporcionar una formación católica dirigida por la Corona y por la Iglesia, de suerte que la cultura asentada en tiempos coloniales, a diferencia de la etapa de conquista, venía a reproducir el deficiente conocimiento del mundo clásico en España, que se agudizaba de manera especial en el caso de la lengua y la literatura griega. El saber clásico, en definitiva, no pretendía la recuperación de la literatura, el arte, las ciencias o la filosofía antiguas, sino capacitar para el servicio de la Iglesia. Y, al igual que en la Península, este modelo se empezó a cuestionar en la segunda mitad del siglo XVIII, cuando el pensamiento ilustrado y liberal ofrece una visión de la Tradición Clásica centrada ahora en la reivindicación de la libertad y en la exaltación del individuo como agente político. Ahora será la Grecia clásica —y, en menor medida, la Roma de Cicerón— la inspiradora y legitimadora del deseo de emancipación. El resultado fue que los próceres independentistas, forjados en la educación criolla, fecundaron su pensamiento con la lectura de los clásicos grecolatinos y con la admiración por la Antigüedad, apropiándose de ideas, conceptos e incluso del imaginario clásico.
Edad Contemporánea. Las profundas transformaciones que han sufrido las sociedades occidentales a partir de las Revolución francesa han tenido lógicamente su reflejo en la presencia de la Tradición Clásica en el ámbito educativo. Es cierto que en el mundo decimonónico y, sobre todo, en el norte de Europa, el latín y la Cultura Clásica gozan todavía de un notable vigor, en la medida en que hasta el siglo XIX el aprendizaje de la lengua latina ha sido el elemento nuclear. Así, por ejemplo, un individuo tan poco sospechoso de conservadurismo como el joven Karl Marx es capaz, durante sus años de bachiller, de sentirse atraído por la poesía clásica hasta el punto de traducir al alemán el libro primero de los Tristia de Ovidio y de redactar en latín un ensayo bajo el título de An Principatus Augusti merito inter feliciores annos Rei Publicae Romanae numeretur? como parte de los ejercicios de graduación del Friedrich-Wilhelm Gymnasium en 1835. No obstante lo anterior, la característica distintiva de la contemporaneidad será la tendencia a la reducción y postergación en el ámbito académico de las lenguas y la Cultura Clásica.
Son varias las causas que confluyen en este estado de cosas. En primer lugar, el tránsito de un poder justificado por la divinidad a un poder sustentado en la soberanía popular. Desde un punto de vista ideológico la visión de la Cultura Clásica como vinculada al Antiguo Régimen ha contribuido, sin duda, a la pérdida de prestigio y a su marginación en los planes de estudio contemporáneos. Es cierto que el latín y la Cultura Clásica eran las piedras angulares de un sistema educativo que, como todos, tenía como finalidad conservar los valores y principios sobre los que se sustentaban las instituciones políticas y sociales que, al fin y al cabo, lo habían generado. En definitiva, el latín y, por extensión, lo clásico, solo eran vistos como la lengua de la Iglesia y del Imperio. Por otra parte, la lengua latina y la Cultura Clásica eran unas disciplinas con un marcado carácter elitista en la medida en que con su adquisición se distinguía a unas clases instruidas para ocupar los puestos rectores de la sociedad, lo que atenta con los más elementales principios igualitarios de las sociedades democráticas contemporáneas. El resultado es que, desde una perspectiva estrictamente política, el latín quedó tildado frecuentemente con un marchamo reaccionario.
Tampoco desde un punto de vista socio-laboral se favorecía el mantenimiento de los saberes relacionados con la Antigüedad. Mientras que en el Antiguo Régimen, incluso para los miembros de las clases sociales inferiores, el aprendizaje del latín suponía un medio de promoción social, así como la posibilidad de obtener una salida profesional más o menos digna, como la teología o el derecho, en las sociedades contemporáneas se cercenaba esta posibilidad, en la medida en que no satisfacía las necesidades propias de la radical transformación socioeconómica de la revolución industrial, con lo que quedaban tildados definitivamente como unos saberes trasnochados y escasamente útiles para una sociedad moderna.
Por otra parte, el auge nacionalista, en la medida en que ha supuesto la exaltación de las lenguas y literaturas propias, también ha contribuido a postergar la lengua latina y la Tradición Clásica en su conjunto. Es cierto que desde el siglo XVI las lenguas vernáculas alcanzan una madurez extraordinaria que tiene su reflejo en unas literaturas nacionales que van alcanzando la condición de modélicas. Pero no lo es menos que, además de seguir conservando como propio el nicho académico, las lenguas clásicas y el conjunto de autores grecorromanos seguían siendo percibidos como una herencia común y compartida por toda persona con un cierto nivel cultural en Occidente. Sin embargo, a partir del siglo XIX, la exaltación de lo nacional llevará a la sustitución de la Antigüedad por lo particular, de suerte que ya no hay un referente cultural común, sino una serie de compartimientos estancos nacionales. Al mismo tiempo, se considerará que el latín porta en sí mismo la mácula de lengua imperial y, por lo tanto, subyugadora de naciones y lenguas. Y no menos notable es que algunas de estas lenguas nacionales, como el francés y luego el inglés, se postularán como herederas y sustitutas del latín, de suerte que este no tendrá siquiera la justificación de la utilidad de ser una lengua de uso internacional en ámbitos como el diplomático o el académico.
También es consecuencia del Romanticismo el que desde el siglo XIX se vengan reproduciendo una serie de movimientos culturales de exaltación del individuo y en contra de todo aquello que pudiera suponer una cortapisa a su libertad. En este sentido, el aprendizaje tradicional de las lenguas clásicas termina simbolizando la antítesis de estos valores. Al fin y al cabo, el aprendizaje de su gramática, con sus infinitas reglas y excepciones, no hacía que ahormar el genio de cada individuo. Lo mismo acaecía con las respectivas literaturas, que pasaban a ser vistas como fruto de las reglas de la poética y de la retórica y no del genio individual, con el agravante, en el caso de la literatura latina, de que era considerada escasamente original, al percibirse como una mera derivación de la griega.
Y en este conjunto de factores también es significativo que esta pérdida de la posición preeminente en el sistema educativo de la Tradición Clásica tenga lugar cuando, a partir de finales del siglo XVIII, surge la «Altertumswissenschaft» («Ciencias de la Antigüedad») como disciplina, de modo que se da la paradoja de que, precisamente cuando la filología clásica alcanza rango científico, el latín pierde su condición de lengua común europea y la Cultura Clásica deja de ser un referente compartido. No cabe duda de que en este distanciamiento tuvo que ver una visión de la Antigüedad que deja de estar idealizada al modo renacentista y que, al situarse en su correcto contexto histórico, se ve como lejana y distante. El caso es que el latín y el griego se vieron abocados a reintroducirse en el conjunto de saberes universitarios como unos estudios histórico-filológicos de difícil acomodo, puesto que no eran ninguna de las lenguas nacionales ni poseían el valor instrumental de las lenguas modernas. Y si esta reubicación en el ámbito universitario era aún posible en virtud de su condición de disciplinas científicas, en el nivel de la educación secundaria el aprendizaje del latín y del griego adolecía de una sólida justificación, lo que les dejaba en una situación de debilidad que se ha venido arrastrando a lo largo de toda la época contemporánea.
En el caso de España, el declive anterior se ha visto agravado por la inestabilidad política y la penuria económica, factores ambos particularmente pertinaces hasta bien avanzado el siglo XX. No obstante, y por lo que atañe al sistema educativo, justo es reconocer también que a lo largo de la segunda mitad de la pasada centuria tienen lugar dos logros dignos de mención: la instauración de la filología clásica como enseñanza universitaria que alcanza, además, un notable nivel científico, y la consolidación de la enseñanza del latín y del griego en la enseñanza media. Ambos logros, sin embargo, no estuvieron exentos de dificultades y de una tortuosa trayectoria.
Probablemente, el momento decisivo fuera cuando la burguesía del XIX consideró oportuno que sus hijos, al menos en bachillerato y en buena parte de los estudios universitarios, recibieran una formación en la que se incluyera el latín y algo de griego. En este sentido, por ejemplo, es bien ilustrativa la encendida defensa de la enseñanza del latín en la exposición de motivos del plan impulsado por el ministro de Fomento D. Pedro José Pidal en 1845 y redactado por el jefe de sección de Instrucción Pública D. Antonio Gil de Zárate. Esta oposición a la enseñanza del latín y griego procedía no solo de los sectores innovadores de la sociedad, sino también de los elementos más intransigentes de la iglesia católica en España, que habían hecho suyas las ideas del abate Gaume. Y es que la justificación de la presencia del latín y del griego en el sistema educativo fue de la mano, a un tiempo, de una evolución desde materias instrumentales, ligadas fundamentalmente a la retórica y a la poética, hasta disciplinas histórico-filológicas, sobre todo en las últimas décadas del siglo XIX y por influencia fundamentalmente germana. También es fruto de una renovación y modernización pedagógica, ya que no debemos olvidar que, por ejemplo, todavía en estos inicios de centuria la enseñanza del latín está bajo la losa del Antonio (sc. de Nebrija).
Este proceso de renovación se vivió con mayor intensidad en el mundo hispanoamericano. Al igual que en la península, desde el siglo XVIII se venía criticando la enseñanza tradicional del latín y la visión deficiente y trasnochada que se ofrecía del mundo clásico. En Argentina, por ejemplo, en el Manifiesto al mundo del Congreso de Tucumán (1817) se recrimina a la metrópoli que «La enseñanza de las ciencias era prohibida para nosotros, y solo se nos concedieron la gramática latina, la filosofía antigua, la teología y la jurisprudencia civil y canónica». Pese a todo, los padres de las nuevas repúblicas, que habían completado su educación criolla con un conocimiento directo de lo que suponía la Antigüedad en otros países europeos como Francia y Gran Bretaña, y entre cuyos miembros destacaron eruditos en saberes clásicos, intentaron la incorporación de las humanidades clásicas a los sistemas educativos que se iban pergeñando en las nuevas naciones. Sin embargo, el ansia de modernidad al albur de las turbulencias de la independencia terminó deparando en el abandono de la Tradición Clásica dentro del sistema escolar. El resultado fue que en esta reformulación de los saberes la enseñanza del legado clásico no encontró acomodo en los sistemas educativos latinoamericanos en bachillerato y solo se encuentra presencia del latín y griego en el sistema universitario de manera ocasional como título propio o bien integrados en otros estudios como filología, filosofía, historia o derecho, de los que, paradójicamente, el latín y el griego han sido desterrados mayoritariamente en España.
En cambio, en nuestro país esta reorganización sí permitió mantener, aunque con dificultades, una presencia de la Tradición Clásica en los planes de estudio a lo largo del siglo XIX, particularmente en los universitarios, mientras que en la enseñanza media llegó a ponerse en tela de juicio, tal como demuestra, por ejemplo, que en 1866 se suprimiera el griego en secundaria o que en 1868 el latín llegara incluso a quedar como optativo. No fue ajena a esta situación la gravedad de la penuria financiera. Sirva para ilustrarlo que de las diez universidades que se mantuvieron con el Plan Pidal de 1845 solamente seis —Madrid, Barcelona, Granada, Salamanca, Sevilla y Zaragoza— contaron con enseñanza de griego, número que todavía se vería reducido en 1900 al amortizarse las cátedras de griego de Sevilla y Zaragoza, de modo que desde 1900 hasta 1935 en España solo hubo posibilidad de cursar estudios de esta materia en las cuatro primeras.
Pese a todo, el sentimiento regeneracionista que triunfa con el cambio de siglo y que pone su fe en la ciencia como motor del resurgimiento del país será determinante en el impulso de los estudios clásicos en nuestro país. Así, y por lo que afecta al bachillerato, tras los planes de Callejo (1926), Villalobos (1934), Sainz Rodríguez (1938) se asentará un bachillerato de humanidades con latín y griego, si bien desde el plan de 1938 —en el que hay siete años de latín y cuatro, luego tres, de griego— se irá reduciendo su presencia hasta llegar a la situación actual, en la que el primero tiene carácter obligatorio durante dos cursos, mientras que el segundo queda reducido a la condición de materia optativa. En cuanto al nivel universitario, la aprobación de un plan de estudios en filología clásica tendría lugar en 1932 con la Segunda República, aunque las dificultades de implantación hicieron que solo se concediese el título en Madrid, Barcelona y Salamanca. Desde estos humildes inicios, la especialidad fue expandiéndose hasta impartirse en la actualidad en dieciocho instituciones universitarias. En definitiva, la segunda mitad del siglo XX ha visto el nacimiento y auge de los estudios clásicos en la universidad española, su desarrollo científico así como la consolidación del estudio del latín y griego en bachillerato.
Esta fase de expansión alcanzó su cénit en las últimas décadas del siglo XX, coincidiendo con la generalización del bachillerato y la incorporación a la universidad de amplios sectores sociales en unas generaciones que habían experimentado, además, un fuerte crecimiento demográfico. A partir de entonces se ha producido un paulatino declive que, más allá de las peculiaridades nacionales, viene a ser una manifestación de la tendencia general en la mayor parte de los países occidentales, de acuerdo con la cual se cuestiona la virtualidad de la Tradición Clásica, no como disciplinas académicas universitarias, pero sí en la enseñanza media y aun fuera de los estudios universitarios específicos. Precisamente, estos últimos vendrían a ser los dos retos que en la actualidad deben hacer frente las sociedades occidentales respecto a la Tradición Clásica en el ámbito educativo: en la convicción de que el legado clásico no solo es referente intelectual y cultural de la sociedad occidental, sino una de sus señas de identidad primordiales, las sociedades contemporáneas occidentales deben encontrar fórmulas para que la Tradición Clásica y su enseñanza sigan formando parte de la panoplia de saberes que se deben adquirir en la educación secundaria y en una formación universitaria general.
Bibliografía
-
Álvarez de Morales, Antonio. Génesis de la Universidad Española Contemporánea, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1972.
-
Banniard, Michel. Viva voce. Communication écrite et communication orale du IVe au IXe sièclre en Occident latin, París, Institut des Études augustiniennes, 1992.
-
Carrera de la Red, Avelina. El «problema de la lengua» en el Humanismo Renacentista Español, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1988.
-
Depreux, Philippe. «Ambitions et limites des réformes culturelles à l’époque carolingienne», en Revue historique 623/3 (2002), pp. 721–753.
-
García Jurado, Francisco. «El nacimiento de la Filología clásica en España. La Facultad de Filosofía y Letras de Madrid (1932–1936)», en Estudios clásicos 134 (2008), pp. 77–104.
-
García Jurado, Francisco. Teoría de la Tradición Clásica. Conceptos, historia y métodos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2016.
-
Garin, Eugenio. La educación en Europa 1400–1600: problemas y programas, Barcelona, Crítica, 1987 [= L’educazione in Europa 1400–1600: problemi e programmi, Roma–Bari, Laterza, 1976].
-
Gil Fernández, Luis. Panorama social del humanismo español (1500–1800), Madrid, Tecnos, 1997 [= Madrid, Alhambra, 1981].
-
González Rolán, Tomás, Pilar Saquero Suárez-Somonte y Antonio López Fonseca. La Tradición Clásica en España (siglos XIII–XV). Bases conceptuales y bibliográficas, Madrid, Ediciones Clásicas, 2002.
-
Hernando, Concepción. Helenismo e Ilustración (El griego en el siglo XVIII español), Madrid, Fundación Universitaria Española, 1975.
-
Hinojo Andrés, Gregorio. «Las universidades y la enseñanza de las lenguas clásicas: Perspectiva histórica. Las universidades en Hispanoamérica», en Emilio Crespo y María José Barrios Castro (eds.), Actas del X Congreso español de estudios clásicos, Madrid, Sociedad Española de Estudios Clásicos, 2000, pp. 75–82.
-
Kallendorf, Craig W. «Education», en Anthony Grafton et alii (eds.), The Classical Tradition, Cambridge (Mass.)–Londres, Harvard University Press, 2010, pp. 292–299.
-
Leonhardt, Jürgen. Latein: Geschichte einer Weltsprache, München, C. H. Beck, 2009.
-
López Férez, Juan Antonio. «Notas sobre la historia de los estudios clásicos en España, con atención especial al Griego: desde el siglo XIII hasta 1936», en Silva 2 (2003), pp. 171–232.
-
López Martín, Ramón. Ideología y educación en la dictadura de Primo de Rivera. II. Institutos y universidades, Valencia, Universidad de Valencia, 1995.
-
Martínez Lasso, Pilar. Los estudios helénicos en la universidad española (1900–1936), Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1988. Tesis doctoral.
-
Moralejo, José Luis. «Literatura Hispano-latina (siglos V–XVI)», en José María Díez Borque (ed.), Historia de las Literaturas Hispánicas No Castellanas, Madrid, Taurus, 1980, pp. 14–137.
-
Olsen, Birger Munk. I classici nel canone scolastico altomedievale, Spoleto, CISAM, 1991.
-
Peset, Mariano y José Luis Peset. La universidad española (Siglos XVIII y XIX): despotismo ilustrado y revolución liberal, Madrid, Taurus, 1974.
-
Piltz, Anders. The World of medieval learning, Oxford, Basil Blackwell, 1981 [= Medeltidens lärda värld, Stockholm, Bokförlaget, 1978].
-
Rico, Francisco. El sueño del Humanismo, Madrid, Alianza, 1993.
-
Sánchez Salor, Eustaquio. De las «elegancias» a las «causas» de la lengua: retórica y gramática del humanismo, Alcañiz–Madrid, Instituto de Estudios Humanísticos, 2002.
-
Santiago-Otero, Horacio y José María Soto Rábanos. «La sistematización del saber y su transmisión entre la minoría culta: escuelas, universidades, escritura, libros y bibliotecas», en José Ángel García de Cortázar (coord.), Historia de España Menéndez Pidal. Tomo XVI, La época del gótico en la cultura española, Madrid, Espasa-Calpe, 1997, pp. 791–828.
-
Scaglione, Aldo. «The Classics in Medieval Education», en The Classics in the Middle Ages. Papers of the Twentieth Annual Conference of the Center for Medieval and Early Renaissance Studies, Binghamton (New York), Center for Medieval & Early Renaissance Studies, 1990, pp. 343–362.
-
Stotz, Peter. Il latino nel Medioevo: guida allo studi di un identità lingüística europea, Firenze, Edizioni del Galluzo, 2013.
-
Stray, Chistopher. «Education», en Craig W. Kallendorf (ed.), A Companion to the Classical Tradition, Malden, Blackwell, 2007, pp. 5–14.
-
Villa, Claudia. «I classici», en Guglielmo Cavallo, Claudio Leonardi y Enrico Menestò (dirs.), Lo Spazio Letterario del Medioevo. 1: Il Medioevo Latino. I: La produzione del testo, Roma, Salerno, 1992, pp. 479–522.
José Antonio Beltrán Cebollada