Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

estética de la recepción (1) y recepción(es) clásica(s) (2)

(1) Del alemán, Rezeptionsästhetik (Fr. Esthétique de la réception, Ing. Reception Aesthetics, It. Estetica della ricezione); (2) Del Ing. Classical Reception(s) (Fr. Réception classique, It. Studi classici di recezione, Al. Klassiche Rezeptionen).

Estética de la recepción. Los estudios de la «estética de la recepción» («Rezeptionästhetik»), se basan en los trabajos que desarrolló un grupo de estudiosos de la Universidad de Costanza (fundada en la ciudad de Costanza [Baden-Wurtemberg, Alemania], en 1966), que tomó el nombre de «Escuela de Costanza», y que se centró básicamente en conferirle al lector un papel sustancial en la comprensión del fenómeno literario frente a la omnipresencia tradicional del autor. Las figuras más representativas de esta escuela fueron Hans Robert Jauss (1921–1997), Wolfgang Iser (1926–2007), y Harald Weinrich (1927–), a los que siguieron una generación posterior, con teóricos como Karlheinz Stierle, Rainer Warning, Wolf-Dieter Stempel y Hans Ulrich Gumbrecht. El acto fundacional de la «estética de la recepción» como teoría literaria fue el discurso inaugural de Hans Robert Jauss, el 13 de abril de 1967, en la Universidad de Costanza, que posteriormente sería la semilla para el desarrollo de su más famosa obra, La historia de la literatura como provocación a la ciencia literaria (primera edición alemana 1967, y versión española en editorial Península en 1976). Las perspectivas que propugnan Jauss, Iser y todos sus discípulos y seguidores, aunque se engloban dentro del campo de la teoría literaria, hunden sus raíces en el campo filosófico, mediante cuatro vertientes: la fenomenología de Husserl (Ferraris 2010, pp. 175–182), el historicismo de Dilthey (Ferraris 2010, pp. 131–135), el existencialismo y el concepto de «Dasein» de Heidegger (Ferraris 2010, pp. 184–192), y la hermenéutica de Gadamer (Ferraris 2010, pp. 202–211); no, en vano, tanto Jauss como Iser asistieron a las clases de este último [Ferraris 2010, pp. 282–287]).

En palabras de Alfonso Sánchez Vázquez (2005), la teoría que propone Jauss supone tres cambios de paradigmas respecto a cómo se enfocaban los estudios literarios: a) clásico-humanista o renacentista (se parte de un canon de normas y autores, especialmente entre los siglos XVIII y XIX, basados en la poética clásica, que el autor debe imitar); b) historicista-positivista (surge en el siglo XIX, se trata de una perspectiva nacionalista que busca legitimar la identidad de cada territorio a través de un estudio histórico-estadístico de la lengua y la literatura); c) estilístico-formalista (surge en el siglo XX, después de la Primera Guerra Mundial, basado en la estilística de Leo Spitzer y empleado por la escuela formalista rusa y el «New Criticism» estadounidense; solo analizan el aspecto formal del texto literario, sin hacer caso a la intervención de factores históricos, culturales o sociales).

Estas formas de abordar el texto literario preponderantes se centraban, esencialmente, en el autor y la obra en sí y no en el destinatario, al que dejaban un papel muy secundario y prácticamente inexistente. A diferencia de estas perspectivas, las tesis de la «estética de la recepción» centran en el receptor el peso de la significación y comprensión literaria en el marco de su propio contexto cultural, historiográfico y personal, que le influye profundamente en la interpretación de su lectura. A todos estos factores habría que añadir también el propiamente ideológico, en la línea de los criterios del crítico y teórico literario ruso Mijaíl Bajtín, que, en buena medida, influyeron en las tesis de la estética de la recepción. El filósofo ruso trata del «horizonte ideológico» del autor y afirma que «el discurso escrito es de alguna manera parte integrante de una discusión ideológica a gran escala» (Zavala 1991, p. 52).

Seguidamente, vertebraremos las principales directrices de la estética de la recepción a partir de los parámetros que aportan las tesis de sus dos teóricos principales: Jauss e Iser. Para el primero, su noción de estética de la recepción se enmarca dentro de una perspectiva más historiográfica y de historia de la cultura. De hecho, para el crítico alemán la historia de la literatura no se basa en una linealidad progresiva y objetiva de hechos y manifestaciones literarias establecidas en el decurso temporal, sino en un diálogo persistente entre los contextos históricos, que se reactualizan constantemente a través de la experiencia de nuevas lecturas. La historia literaria se enmarca en el entorno contextual donde se desarrolla, «conforme al cual el autor produjo el texto». Se trata del horizonte del autor «a», en el que y por el que el autor configuró su propio texto. Así pues, el «horizonte» del pasado dialogará con el horizonte del futuro, que es el que Jauss, denomina, de «expectativas» (Sánchez Vázquez 2005, p. 46).

De esta forma, Jauss aporta una serie de nociones que son fundamentales para entender el análisis de la obra literaria a partir del receptor, como es la idea de los «horizontes», término que toma y comparte con Gadamer, y que el filósofo alemán aplica para la hermenéutica. Este último, siguiendo a Hegel y Heidegger, fue el primero en emplear este concepto y le confiere un sesgo más filosófico y filológico, al considerar el lenguaje «la hermenéutica suprema», y describe el concepto de «horizonte histórico» para comprender la tradición, a la que el lector moderno llega con una serie de «prejuicios» (Tornero 2006, pp. 60–61). Sin embargo, para Gadamer la noción de «clásico» se convierte en un «prototipo de toda conciliación histórica entre pasado y presente», por lo que no requiere «la superación de la distancia histórica» (Jauss 2000, p. 174) y regresa al carácter intemporal que da pie a la poética imitativa renacentista. Por el contrario, Jauss delimita más el concepto y le da un enfoque dinámico, de carácter más historiográfico y literario: «La reconstrucción del horizonte de expectativas en el que tuvo lugar la creación y recepción de una obra en el pasado permite, por otro lado, formular preguntas a las que daba respuesta el texto y deducir cómo pudo ver y entender la obra el lector» (Jauss 2000, pp. 171–172).

Para Jauss, los «horizontes» se despliegan en tres puntos que recuerdan a los procesos históricos hegelianos de «tesis», «antítesis», y «síntesis». Primero, se parte del horizonte «inscrito en el texto […], conforme al cual el autor produjo el texto»; seguidamente, define el «horizonte de expectativas», que supone el «horizonte» desde el que el receptor «dialoga» con el texto que lee; por último, incluye la «fusión de horizontes», que combina el primero con el segundo. Por lo tanto, se trata de un «horizonte del autor y otro del receptor, uno del pasado y otro del presente» (Sánchez Vázquez 2005, p. 46). Para Jauss, esta forma de leer el texto no responde a un proceso psicológico, sino histórico, que se sustenta por el marco de lecturas y los conocimientos literarios de un determinado periodo que, además, harán que varíen los «horizontes de expectaciones», al situarse en diferentes momentos de lectura:

El horizonte de expectaciones de la literatura se distingue del horizonte de expectaciones de la práctica histórica de la vida por el hecho de que no solo conserva experiencias hechas, sino que también anticipa la posibilidad irrealizada, ensancha el campo limitado del comportamiento social hacia nuevos deseos, aspiraciones y objetivos y con ello abre caminos a la experiencia futura (Jauss 1976, pp. 204–205).

Los horizontes de expectativas generan una «distancia estética» respecto a la obra, de tal forma que, si es un autor muy adelantado a su tiempo, esa distancia será muy amplia, por lo que recibirá la incomprensión del público lector.

Cuando ambos horizontes, el de la obra y el del lector, entran en contacto se produce lo que tanto Gadamer como Jauss denominan como «fusión de horizontes». Veamos, en palabras de Gadamer, el concepto de «fusión de horizontes»:

Si el intérprete supera el elemento extraño de un texto y ayuda así al lector en la comprensión de este, su retirada no significa desaparición en sentido negativo, sino su entrada en la comunicación, resolviendo así la tensión entre el horizonte del texto y el horizonte del lector: lo que he denominado fusión de horizontes. Los horizontes separados como puntos de vista diferentes se funden en uno. Por eso la comprensión de un texto tiende a integrar al lector en lo que dice el texto, que desaparece de ese modo (Gadamer 1998, p. 338).

Ahora, en palabras de Jauss, podemos apreciar cómo la «fusión de horizontes» adquiere un sentido más literario:

El lector solo puede convertir en habla [cursivas del autor] un texto —es decir, convertir en significado actual el sentido potencial de la obra— en la medida en que introduce en el marco de referencia de los antecedentes literarios de la recepción su comprensión previa del mundo. Ésta incluye sus expectativas concretas procedentes del horizonte de sus intereses, deseos, necesidades y experiencias, condicionado por las circunstancias sociales, las específicas de cada estrato social y también biográficas. […] La fusión de los dos horizontes —el dado previamente por el texto, y el aportado por el lector— puede realizarse espontáneamente en el disfrute de las expectativas cumplidas, en la liberación de los imperativos y la monotonía de la vida ordinaria, en el acceso a una propuesta de identificación o, de manera aún más general, en la afirmación de una ampliación de la experiencia (Jauss 1987, p. 77).

En definitiva, el eje puntal de las tesis de Jauss se centra en el concepto de «horizonte de expectativas», en torno al que giran tanto el «horizonte de experiencias» como tal, así como la propia «fusión de horizontes». Precisamente, los «horizontes de expectativas» permiten «objetivar» el análisis de una obra literaria tanto en un plano sincrónico como diacrónico. De este modo, lo ya recibido y leído se deposita en la memoria y genera a su vez nuevos marcos de futuras expectativas, que Iser llega a denominar «frustración de expectativas» por las anticipaciones malogradas que puede llegar a tener un lector determinado respecto a su lectura. Más allá de los planos extratextuales y contextuales en que se mueven los horizontes de Gadamer y Jauss, Iser se concentra en las relaciones intratextuales y sintácticas dentro de la «dialéctica» que el propio lector ejerce respecto a los textos que maneja y «recibe».

Fue Wolfgang Iser el que, a diferencia de Jauss, se vio más influido por el historicismo de Dilthey y la hermenéutica de Gadamer y siguió, además, las directrices del New Criticism y la narratología con influencia sustancial del crítico de la teoría de la literatura Roman Ingarden. De hecho, de la misma forma que Jauss se valió de los conceptos de «horizonte» de Gadamer, adaptándolos a la teoría de la literatura que el alemán planteaba, Iser hizo lo propio con los conceptos de «Leerstellen» y de «Konkretisation», que, empleados en la narratología del polaco Ingarden, Iser los adapta con mayor flexibilidad y pragmatismo a la estética de la recepción. De este modo, si Jauss se centra en la interacción del lector «empírico» con su contexto social, histórico y biográfico, Iser dirige su atención a los mecanismos y procesos que estructuran el mismo proceso de lectura en el receptor. De esta forma, Iser se centra en el texto individual y la relación del lector con este. El concepto de Leerstellen, por otra parte, alude a los «espacios en blanco» o «vacíos» que se producen cuando un lector-intérprete «concretiza» su lectura de un texto inicial. Estos «vacíos» se producen porque el horizonte del autor y del receptor son distintos y el lector «anticipa» aspectos del autor que le interesa para su propio horizonte, sea personal, sea historiográfico. El lector rellena los espacios en blanco a través de su imaginación, que se despliega a través de conjeturas, inferencias, saltos lógicos y suposiciones por parte del lector, cuya concretización dependerá de la psicología del lector y también de su horizonte historiográfico, en la medida en que Iser se pueda ver influido por las tesis de Jauss. Este proceso de continuidad autor-lector («protención» y «retención») hará que el texto adquiera un sentido coherente, a ojos del propio lector. En definitiva, para Iser, en la obra literaria se conjuga el plano artístico (que es el que propiamente corresponde al autor) con el estético (que sería el que corresponde a la «concretización» que hace el lector). El texto existe no solo como producto objetivo y escrito, sino en cuanto a que toma forma en la imaginación del receptor. Se mueve entre un plano existente y no existente, en un juego entre lo ya realizado y lo que puede llevarse a cabo según la percepción del propio lector. De hecho, según Pareyson, la Tradición Clásica no se puede entender como algo estático, sino dinámico, porque «en el mismo momento en que surge como voluntad de conservación y perpetuación, nace como realidad destinada a innovarse y a cambiar». De este modo, la Tradición Clásica como manifestación paradigmática de la «tradición» sería en sí misma la mejor manifestación de la estética de la recepción:

La tradición es una de aquellas realidades que cambian por el hecho de que uno se adhiera a ella, no tanto por el incremento que resulta de añadir a la obra nuevas energías, cuanto sobre todo porque viven solo en las personas que participan de ella, y por ende en las nuevas que la adoptan: es una realidad antigua que vive solo en la actividad siempre nueva de la que es a la vez estímulo y resultado (Pareyson 1987, p. 39).

La estética de la recepción ha dejado derivados muy importantes como los estudios de «Classical Receptions» de Lorna Hardwick y Charles Martindale, que, si bien parten de los principios de la escuela de Costanza, acaban tomando un camino propio y particular. Por otro lado, las tesis de Jauss e Iser tuvieron su paralelo en el angloamericano «Reader-Response Criticism», con integrantes como Gerard Prince, Stanley E. Fish, Jonathan Culler, David Bleich y otros. Precisamente Fish explica de otros modos, pero de manera muy similar, los conceptos de los correlatos de sintaxis oracionales y las concretizaciones de Ingarden e Iser. Fish, si bien mantiene, en cierta forma, los mismos principios teóricos de los dos profesores alemanes, acaba «radicalizándose» y rompiendo las «barreras con las que éstos rodeaban al lector», con lo que «terminó por reivindicar para la lectura el derecho a una subjetividad y a una contingencia completas» (Compagnon 2015, p. 190). Fish (1989, p. 111) refiere que los textos en su pleno «enunciado» («statemen») no dicen nada y se constituyen como «problemáticos», por lo que requieren de la «estrategia» («strategy») del lector con la que «tienen completo sentido» y los deja «abiertos» a la continua incertidumbre, que permite constantes delimitaciones concretizadoras por parte del propio lector. Esa «estrategia» correspondería a los «correlatos» de Ingarden y se completarían de sentido en el acto «concretizador» que confiere pleno significado a por qué un lector moderno recibe de determinada manera a uno antiguo. Otro de los puntos de vista de Fish es el de la «comunidad interpretativa», por la que dice que las normas y estrategias de interpretación se avienen no a un receptor concreto, superando con ello un cierto «solipsismo» o «intencionalidad afectiva», sino a un grupo de receptores que constituirían una «comunidad de intérpretes», en la que el propio lector individual está sumergido: «texto y lector son prisioneros de la comunidad interpretativa a la que pertenecen» (Compagnon 2015, p. 191).

Dentro de esta línea de la recepción, y con relevante influencia del crítico inglés Harold Bloom, encontramos otro importante estudioso en el especialista literario americano Eric Donald Hirsch. Hirsch pretende conferir un equilibrio entre el sentido original de un texto («meaning»), que es «aquello que continúa siendo estable en la recepción de un texto», y el «significado» («significance»), que «designa aquello que cambia en la recepción de un texto». Mientras que «el sentido es singular, el significado, que pone al sentido en relación con una situación, es variable, plural, abierto y quizá infinito». Para Hirsch el sentido se relaciona con la interpretación del texto, y el significado con el «objeto de la aplicación del texto al contexto de su recepción (primera o posterior), y por lo tanto de su evaluación» (Compagnon 2015, p. 100). De este modo, Hirsch quiere evitar que el sentido original de un texto se pierda en las múltiples interpretaciones de las generaciones venideras. Existe una intención original del texto que suelen buscar los filólogos, pero también interpretaciones posteriores que ayudan a fijar el texto original unas veces, pero que, otras veces, empañan la intención original que suelen estudiar los críticos literarios. Los conflictos de interpretación vienen a menudo motivados por el conflicto entre el sentido original y las interpretaciones subsiguientes (Compagnon 2015, p. 102). Según las interpretaciones que se dan a un determinado texto, unas están más cerca de la consideración original del autor que otras. Por este motivo, en frecuentes ocasiones, los lectores ahondan más en el «meaning» del texto que los propios autores y, por ello mismo, le sacan muchos más sentidos potenciales («significances») que el propio autor. A esta acción de «exprimir» el sentido original del texto, Hirsch le da el nombre «validity», que básicamente es la «validación» de sentidos profundos del sentido original del texto, que el autor no vio y que el lector saca a la luz a (por ejemplo, las múltiples lecturas románticas del Quijote alumbraron sentidos enriquecedores y desconocidos para el propio Cervantes). Veamos el concepto de «validity», en palabras de Hirsch:

[…] in some cases the author does not really know what he means, then it seems to follow that the author’s meaning cannot constitute a general principle or norm for determining the meaning of a text, and it is precisely such a general normative principle that is required in defining the concept of validity (Hirsch 1967, p. 20).

En nombre de esa «validity», muchas veces el «interpreter» hace ver «implicaciones» que son «necessary accompliments to the author’s meaning» (Hirsch 1967, p. 21). En otras palabras, el «significance» del lector-intérprete ayuda a confirmar el «meaning» de autor-creador. Por ello mismo, las lecturas pueden ser «validables» o también se puede hacer lecturas por «ignorancia del autor inconsciente», que dan pie muchas veces a «distort and falsify the meaning of which he was concious, which is not “better understanding” but simply misunderstanding of the author’s meaning» (Hirsch 1967, p. 21). La manera desviada de una falsa o torticera interpretación del lector será lo que Hirsch denomina «misunderstanding». Esos «misundersandings», según nuestra «perspectiva» y no sabemos hasta qué punto Hirsch lo pudo tener en consideración, podrían ser «malintencionados», más allá de los que son por «ignorancia» de la fuente original. Las malas intenciones, muchas veces, vendrán motivadas por la gran recarga ideológica que se pudiera verter sobre un texto.

Un ejemplo de un «misunderstanding» planificado podría ser el que desarrolla el jesuita español Bartolomé Alcázar, en plena época de la contrarreforma, en su obra El perfecto latino, donde, en primera instancia, emplea la primera Catilinaria de Cicerón, donde el Arpinate se dirige a Catilina, censurándole su bajeza moral en su sedición contra el estado romano. Una vez presentado el texto inicial de la primera Catilinaria, el jesuita usa, a continuación, el mismo texto para presentar una lectura alternativa en que santa Mónica, a modo de Cicerón, se dirige a su hijo san Agustín, como alter-ego, censurándole todos aquellos males y pecados que él mismo santo seatribuye en sus Confesiones. Para ello cambia los adjetivos con que Cicerón censura a Catilina que, en su caso, mostraban el carácter sedicioso, antisocial y antipatriótico del romano; en tanto que santa Mónica señala el carácter pecaminoso, intimista y atormentado de san Agustín. Las estructuras del texto son las mismas, con lo que se deja de manifiesto cómo el horizonte de expectativas del jesuita incluye «sentidos» («significances») del «significado» («meaning») del texto ciceroniano, con el propósito de arremeter contra el agustinismo protestante contra el que la Compañía se encuentra en liza, al «validar» modificaciones de aquellos términos que no le interesan. Con ello, genera un «malentendido» («misunderstanding») estructural de todo el texto en un juego retórico muy propio del periodo barroco.

Por último, nos gustaría incluir ejemplos concretos de la lectura de autores latinos respecto a modernos a la luz del análisis de las herramientas teóricas de la «estética de la recepción». El primer ejemplo puede ser la lectura que se hizo de Lucrecio por parte de los ilustrados racionalistas y empiristas (Newton, Voltaire, Diderot, etc.) del siglo XVIII, la cual se enmarca en un horizonte de expectativas basado en la revolución científica y en el enciclopedismo y, según ese marco, tales lectores pasan a concretar los «Leerstellen» de su noción de los átomos lucrecianos a la luz de los descubrimientos de la química y de la física de su periodo histórico. Por otro lado, por cuestiones estéticas, los románticos alemanes del XIX (Schlegel, Schelling, etc.) desecharán de su horizonte tanto ideológico como de expectativas la teoría del átomo, y «malinterpretarán» al poeta latino como poeta del absoluto, por lo que se centrarán en su noción de la naturaleza como fuerza de la necessitas, de manera que rellenarán o validarán los vacíos que perciban que tiene el autor de De rerum natura mediante la aplicación de sus propios criterios acerca del absoluto, propios del idealismo alemán. De este modo, si oponemos la concretización atomista del XVIII frente a la concretización idealista del XIX, se percibe la fusión de horizontes de ambos criterios antitéticos. Otro ejemplo también lo podríamos encontrar en la recepción del historiador latino Tácito, cuya obra historiográfica se interpretó o «malinterpretó» durante el siglo XVII a través de una «Konkretisation» o «validity» de «maquiavelismo católico», que sirvió para el horizonte de expectativas habsbúrguicas como «strategy» ideológico-política de la «comunidad interpretativa» de la Iglesia contrarreformista, frente a la «comunidad interpretativa» protestante, la que, a su vez, «malinterpretaba» el maquiavelismo secularizante. De este modo, se produce una fusión de horizontes católicos frente a protestantes a través de las «strategies» que representan Tácito y Maquiavelo, forzados a oponerse («misunderstanding») en el contraste extratextual de los horizontes de experiencias históricas donde se mueven, cuando, paradójicamente, sus tesis políticas se hallan muy cercanas. Por otra parte, a finales del XVIII y principios del XIX, el «meaning» de la libertas de Tácito se convierte en un concepto representativo que ilustrados y liberales republicanos, de corte francés, «rellenan» en cuanto a sus «sentidos» («significances») de «liberté», lo que se configura en la lucha que emprenden contra el absolutismo del antiguo régimen. Así pues, si ponemos en relación ambos periodos, podremos apreciar también la fusión de horizontes que supone cómo un autor latino es «concretizado» por dos pensamientos antitéticos que dependen del «horizonte de experiencias históricos» de los receptores que, en esos momentos, los está empleando.

Otro ejemplo en que podemos aplicar las herramientas de la estética de la recepción en la relación de textos clásicos con modernos se puede ver en hasta qué punto un ilustrado como Montesquieu lee textos de Cicerón a partir del «horizonte de expectativas» del ilustrado francés en cuanto a las coordenadas historiográficas, culturales y subjetivas en que él mismo se enmarca; de este modo, habrá que analizar el «horizonte de experiencias» del periodo republicano de Cicerón que se refleja en su propia obra. Según esto, las pautas historiográficas, literarias e ideológicas que rigen el horizonte ciceroniano se «fusionarán» con los del horizonte ilustrado de Montesquieu, dando paso a una «fusión de horizontes» que recrea y reconstituye tanto el «horizonte» del primero, como del segundo. Por este mismo motivo, nuestro análisis deberá ser detallado en ciertos aspectos donde se pueda apreciar la lectura e interpretación de «b» (Montesquieu) en cuanto a «a» (Cicerón). Por ello mismo, se establece una relación dialógica de «b y a», y no de «a en b», como se aplica normalmente en los estudios de Tradición Clásica. La ecuación se puede complicar si añadimos un tercer lector, como puede ser el ilustrado español Gaspar Melchor de Jovellanos, que lee tanto a Cicerón como a Montesquieu, pero cuyo horizonte de expectativas, por su misma cercanía histórica, se acerca más al horizonte del francés que al del latino; no obstante, su idiosincrasia española, que es más propia de una sociedad católica, hará que en ciertos factores sea más compatible con una concepción tomista de Cicerón que la propia de Montesquieu, de quien Jovellanos se desligará debido a su sesgo germánico de conceptos como los propios del honor y virtud del Arpinate:

De este modo, el concepto de «honestidad», con el que se conjuga tanto el «honor» como la «virtud» es el problema económico-social que se planteó en la Roma ciceroniana, que Cicerón interpretó, de una determinada forma, acorde a su «horizonte de expectativas» ideológico, y que Montesquieu y Jovellanos establecerán bajo otras coordenadas que buscan rellenar los «vacíos» y «misunderstandings» que no sirvieron para solucionar el problema económico y social romano, y que la mentalidad ilustrada pretende resolver. La forma de rellenar dichos «huecos» será precisamente o bien mediante la concepción del «honor» germánico de Montesquieu, o el eclecticismo ilustrado entre racionalismo y empirismo, conjugado con la espiritualidad tomista que Jovellanos maneja. Por otro lado, por ser su antecesor, el propio ilustrado español maneja también los conceptos del pensar de Montesquieu. Así pues, el «diálogo» clásico-moderno, adquiere una mayor complejidad, cuando interviene un tercer «interpreter» que ayuda a configurar la recepción del antiguo en el moderno. Según eso y siguiendo las pautas antedichas, se analizará también si Jovellanos «concretiza», «se opone» o «ideologiza» a Cicerón en la «fusión de horizontes» que se establece entre ambos autores con el filtro intermedio de la lectura de Montesquieu y otros intelectuales ilustrados (Espino Martín 2017, p. 333).

Tanto Montesquieu como Jovellanos fusionan sus «horizontes» de expectativas con el de Cicerón, y «concretizan», reforzando o rellenando los «vacíos» que el propio horizonte ciceroniano está mostrando, con el propósito de adecuar los intereses ciceronianos a los suyos propios respecto al marco social nobiliario y al cultural ilustrado en el que se mueven.

Recepción(es) Clásic(as). La metodología conocida como «recepciones clásicas» se refiere al procedimiento de estudio de las relaciones entre la Antigüedad Clásica —griega y latina— y la Modernidad, entendida esta relación ahora no solo a partir de las influencias literarias (Comparetti, Menéndez Pelayo, Highet, Jauss), sino que, como novedad, se incluye también como posible objeto de estudio el cine, la publicidad, los videojuegos o las canciones. Asimismo, tras la aparición de los estudios poscoloniales, surge, algo más tarde, un interés por ampliar también los horizontes geográficos y lingüísticos: de Europa y América pasaremos a los países asiáticos y africanos. En suma, el gran cambio operado por esta metodología de recepción «posjaussiana» es una apertura de los objetos de estudio.

Al hablar de «recepciones clásicas» no estamos, sin más, uniendo los estudios ya asentados de Tradición Clásica, a la manera de Gilbert Highet, con los de la estética de la recepción, más propios de la teoría de la literatura, sino que —como señala ese plural— estamos ante una disciplina que ha sufrido una nueva mutación, que, también, podemos afirmar que es la última que conocemos. Debemos señalar, asimismo, que empleamos la voz en español «recepciones clásicas» por la vocación hispánica del DHTC, pero su formulación habitual se hace en inglés (Classical Receptions), dado que han sido precisamente las universidades anglosajonas las que han instituido tal disciplina.

Podemos distinguir dos etapas fundamentales en la acuñación de esta metodología. Una primera sería, precisamente, la del encuentro de estas dos formas de concebir la influencia literaria (Tradición Clásica y estética de la recepción, véase la primera parte de esta misma entrada) en los años 60 y 70 (La historia de la literatura como provocación de la ciencia literaria data de 1967). Como señala García Jurado:

En un principio, los conceptos de «Tradición Clásica» y «estética de la recepción» no llegaban a tocarse, dado que uno pertenecía al ámbito de los estudios clásicos y el otro al de la teoría de la literatura. Sin embargo, acabarán entrando en contacto a medida que los estudios sobre recepción van aplicándose paulatinamente al propio objeto de estudio de la Tradición Clásica, sobre todo al interés por los propios lectores de los clásicos (García Jurado 2016, p. 171).

Esta primera etapa, que hemos calificado como «etapa de encuentro», nos sitúa en un paradigma de análisis que el propio García Jurado (2016, p. 173) califica como «estético-formalista» y se sitúa tras la Primera Guerra Mundial. A nuestro juicio, el punto de arranque de este paradigma es el texto de T. S. Eliot «Tradition and Individual Talent», de 1920. El ensayo de Eliot constituye, además de una de las bases de los estudios de recepción, una suerte de manifiesto literario del «modernismo» anglosajón (Yeats, Eliot, Pound, Joyce). Tras Eliot, muchos otros creadores literarios han venido reflexionando sobre estas paradojas de la creación literaria —particularmente en las estéticas modernas— que recurren a la tradición literaria previa, precisamente con la idea de que estos textos recobrados para la Modernidad tienen la capacidad de resultar absolutamente alternativos. Tales reflexiones encuentran en el mundo hispano sus grandes exponentes en Jorge Luis Borges —«Kafka y sus precursores», «Pierre Menard, autor del Quijote» y «Funes el memorioso» en forma narrativa— y Octavio Paz ---Los hijos del limo (1974) y, en términos generales, dentro de los ensayos reunidos en el tomo I de sus Obras completas, titulado de forma genérica La casa de la presencia. Poesía e historia (1994)—. Las reflexiones de los creadores literarios, como hemos dicho, constituyen un pensamiento complementario al que los académicos enrolados en la estética de la recepción propondrán en esta misma época.

Un vez que se produce este encuentro y reconocimiento entre la Tradición Clásica —en su formulación a cargo de Highet en The Classical Tradition: Greek and Roman Influences on the Western Literature (1949)— y la recepción —en su forma académica por parte de Jauss y su escuela (Wolfgang Iser, Roman Ingarden) y, en una forma literaria, por parte de los poetas anglosajones (Eliot, Pound) y sus lectores en español (Borges, Paz)—, es cuando podemos comenzar a hablar acerca del concepto que nos ocupa: el de la (o las) recepción(es) clásica(s) («Classical Reception[s]»). En primer lugar, hay que recordar que esta juntura no es solo resultado de la suma de los dos componentes. Antes al contrario, el resultado actual de lo que se conoce por «recepción clásica» es fruto de una circunstancia bien específica: la adopción de tal denominación por parte de las universidades anglosajonas, europeas y americanas, ha asentado tal conjunción de tradiciones hermenéuticas, con un carácter y metodología propios. Esto ha supuesto que el lector se encuentre con un buen número de publicaciones académicas en las más prestigiosas editoriales, artículos en revistas especializadas e incluso, desde el año 2009, una revista específica dedicada al estudio de las «Classical Receptions» con el respaldo, nada menos, de la Oxford University Press.

Dentro del gran número de publicaciones de esta línea de investigación, que no se caracteriza tanto por una reflexión metodológica abundante, cuanto por un buen número de publicaciones que, a partir de la práctica de dichos estudios, han llegado a conformar una disciplina propia, encontramos algunos textos que sí se ocupan de la reflexión teórica acerca de lo que se está haciendo cuando se trabaja en «recepciones clásicas». A nuestro juicio, el más completo es la introducción de los profesores Lorna Hardwick y Christopher Stray (2008b) al volumen editado por ellos mismos (A Companion to Classical Receptions). Los profesores de las universidades Open University y Swansea University, respectivamente, proponen en ese texto una génesis de la disciplina y una propuesta metodológica.

Su génesis coincide con lo señalado en los párrafos previos de esta entrada: la vía abierta por Jauss con la estética de la recepción (2008b, p. 2) es la que, según estos profesores, ha permitido la conformación de esta disciplina. Las ideas de Jauss llevarán a los estudiosos de los contextos de la propia Antigüedad a los más contemporáneos y ajenos, en principio, al mundo griego y romano. Podríamos resumir las características de esta disciplina de la siguiente forma: 1.ª) crítica al concepto tradicional de influencia; 2.ª) democratización y conciencia de la heterogeneidad de lenguas, culturas, soportes, etc.; 3.ª) confluencia metodológica de teóricos y literatos; 4.ª) énfasis en la experiencia del lector; 5.ª) recepciones intermedias y 6.ª) anti-esencialismo, postestructuralismo e ideología.

La crítica al concepto tradicional de influencia, como es sabido, es común a varios métodos relacionados con la Tradición Clásica, como también señalan Hardwick y Stray (2008b, pp. 2–3: «historia cultural», «intertextualidad», «literatura comparada», «mitocrítica», etc.). La particularidad de la recepción clásica viene, naturalmente, de los conceptos de «horizonte de expectativas» y «fusión de horizontes» de la estética de la recepción jaussiana. La influencia, como diría María Rosa Lida de Malkiel en su reseña de la gran obra de Highet, «no es un fluido que mane de Homero y Virgilio con virtud de vivificar y ennoblecer cuanto toque», sino «un juego complejo» donde «tanto o más importantes que la belleza del arte clásico son las circunstancias de su acogida» (Lida de Malkiel 2017, p. 364). Tal crítica al concepto tradicional de influencia requiere, antes que nada, de una concepción abierta de la filología, que supere el paradigma «positivista y anti-historicista», como señala Hexter (2006, p. 23).

La segunda característica que hemos mencionado supone un aspecto clave: la democratización de la relación entre los textos antiguos y los modernos. Ya no se concibe tal relación de una forma jerárquica, según la cual el antiguo es superior al moderno, que solo recibe o imita el fondo o la forma de la obra antigua. Al establecer esta relación como un diálogo que se da por voluntad del moderno, desaparece cualquier idea de jerarquía o superioridad de los autores antiguos. A partir de tal democratización, se llega inevitablemente a una conciencia de la heterogeneidad de lecturas, contextos, lenguas y tradiciones donde se producen los actos de recepción. De esta forma, ya no se estudiará solo cómo autores europeos o de países americanos son los depositarios de un legado antiguo, sino que se hace un especial hincapié en la relación con contextos, autores o formas de pensamiento a priori no relacionados con los autores clásicos. La idea democratizadora de los estudiosos de la recepción clásica, además, conduce a un interés fundamental por el diálogo establecido en otros objetos de estudio: soportes digitales, películas, videojuegos o canciones.

En tercer lugar, merece la pena destacar la permeabilidad del método conocido como «recepción clásica», que, como ya hemos señalado en las primeras líneas de esta entrada, se nutre de una disciplina académica proveniente de la teoría literaria, a la que añade también un variado conjunto de reflexiones de los literatos modernos que, particularmente durante el siglo pasado, han vuelto recurrentemente sobre la relación entre Modernidad y tradición y sobre la paradoja de que la Antigüedad griega y romana pueda acceder a la Modernidad y ser, con ello, novedosa, desafiante e, incluso, rupturista. Además, debe prestarse atención a la hora de entender la base teórica de este método en relación a los derroteros de la filosofía alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial y los debates que suscitó la obra de Hans Georg Gadamer, Verdad y Método (1960). Haynes (2006), por ejemplo, recoge la polémica que establece Jürgen Habermas en su reseña de la obra de Gadamer, a propósito, fundamentalmente, de dos cuestiones: la idea de «prejuicio» de la hermenéutica y la crítica al lenguaje. Cuestiones fundamentales que, sin embargo, no han sido el objeto principal de interés por parte de los estudiosos de las Classical Receptions. Sin embargo, este énfasis en la teoría literaria provoca, en ocasiones, la pérdida de la conciencia de lo que de clásico (esto es, de intemporal) tiene el autor antiguo, llegándose hasta el punto de que, en ocasiones, se habla de «estudios de recepción» («Reception Studies»), obviando la especificidad del estudio de un grupo de autores como los clásicos, cuya presencia en la Modernidad implica todo un caudal de lecturas y acercamientos previos (De Pourcq 2012, pp. 223–224).

Con respecto al interés que despiertan los autores literarios modernos para estos estudiosos de la recepción clásica, puede mencionarse el caso de Seamus Heaney, poeta irlandés muy interesado por los clásicos, tanto como lector creativo él mismo en sus poemas como en calidad de traductor de algunos de los textos clásicos (recientemente, hemos tenido noticia de la publicación póstuma en 2016 de su traducción del libro VI de la Eneida). Hasta aquí no habría diferencia con otros autores modernos de otro tiempo. Sin embargo, la presencia de Heaney en Harvard dentro del marco de las clases del latinista Richard F. Thomas sobre traducción poética de los clásicos es ejemplo de la interacción entre creación y estudio académico, dado que, durante esas sesiones, Heaney propuso para su discusión su propia obra y su traducción de Horacio (Hor. Carm. 1, 34), a la luz de los recientes atentados terroristas contra las Torres Gemelas de Nueva York (Thomas 2016), muestra de un proceso notablemente diferente a las dinámicas previas, donde el creador no es solo objeto de estudio, sino que contribuye también a la interpretación de su propia obra, lo que, paradójicamente, influye de vuelta en su propia estética. Por ello, tampoco extraña que el propio Heaney sea el encargado de un capítulo del volumen Living Classics. Greece and Rome in Contemporary English Poetry (2009), editado por Stephen J. Harrison en la colección Classical Presences de la Universidad de Oxford, acerca, precisamente, de la traducción de los clásicos.

El cuarto componente de este método es el del énfasis en la experiencia del lector. El lector en la recepción es el elemento fundamental que dispara estos procesos complejos de recreación moderna de la Antigüedad, dado que, a partir de la crítica al concepto de influencia, se asume al lector de la obra antigua como iniciador y parte relevante en la modificación provocada con su lectura de lo antiguo. Hardwick y Stray señalan que las respuestas en sí mismas, en su intención, pueden y deben ser estudiadas específicamente:

It is also necessary to consider the relative status of the multiple meanings represented by the responses of unconnected individuals and the more consensual judgements arrived at among groups of different kinds (including the classically educated or «reception-oriented» students or general readers or spectators) (Hardwick y Stray 2008b, pp. 3–4).

Por «recepciones intermedias» nos referimos a grandes autores de la historia de la literatura que han creado convenciones literarias a partir de sus lecturas particulares de los clásicos y que contribuyen decisivamente a que sus contemporáneos vuelvan a los autores clásicos que ellos mismos leen y reelaboran. En muchas ocasiones, los autores modernos no leen a los antiguos por azar o por un interés nacido de ellos mismos, sino que las obras que pueden calificarse como «recepciones intermedias» ofrecen lecturas que ejercen una fuerza de atracción no solo hacia su propio texto, sino también hacia el texto antiguo que ellos están recreando en ese momento. La fuerza que tienen los textos antiguos se ve complementada, en ocasiones, por la que son capaces de ejercer algunos otros contemporáneos que proyectan a otros modernos hacia la Antigüedad. Ello no solo posibilita una lectura directa del antiguo por parte de otros modernos, sino que deja para la posteridad una imagen en cierto modo distinta del autor antiguo. Martindale (2013, p. 171) recuerda el ejemplo de Dante con Virgilio y la convención forjada con la Divina comedia de Virgilio como poeta que ejerce de guía por los infiernos.

Por último, debe tenerse en cuenta que todas las características anteriores desembocan en una concepción anti-esencialista de la literatura clásica. Por tal, entendemos una mirada hacia los clásicos que entiende que estos, en cierto modo, no son los mismos leídos en diferentes momentos de la historia. Es un hecho paradójico: el mismo texto, exactamente el mismo, leído por autores de tiempos, lugares y lenguas diferentes, sin embargo, adquiere significaciones distintas, en función precisamente de quiénes sean sus lectores. La construcción final del significado del texto no está cerrada, sino que debe ser completada por los sucesivos lectores, como el Pierre Menard de Borges, que concibió la idea no de ser Cervantes en el siglo XVII español, lo que «descartó por fácil», sino «seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard» (Borges 1972, p. 41).

Probablemente, la reflexión de mayor hondura filosófica sobre las implicaciones de esta afirmación continúa siendo Verdad y método (Wahrheit und Methode, 1960), de Hans Georg Gadamer. En ella, el filósofo alemán, discípulo de Martin Heidegger, plantea una nueva relación entre la tradición, en términos generales, y la Modernidad, afirmando que la primera no tiene un significado cerrado y absoluto que sea susceptible de reproducirse ad aeternum. En cierto momento de la obra, Gadamer, citando a otro de los padres de la hermenéutica, Friedrich Schleiermacher, afirma lo siguiente: «Una obra de arte está en realidad enraizada en su suelo, en su contexto. Pierde su significado en cuanto se la saca de lo que le rodeaba y entra en el tráfico; es como algo que hubiera sido salvado del fuego pero que conserva las marcas del incendio» (apud Gadamer 2012, p. 219). Budelmann y Haubold (2008, p. 16) señalan en su análisis de las diferencias entre los conceptos de tradición y recepción que los textos modernos que entablan un diálogo con el pasado no son una «máquina del tiempo» que permita retrotraernos al significado prístino. El presente, por el contrario, está conformado por un variopinto conjunto de visiones y acercamientos previos que es preciso dilucidar por parte del estudioso de la recepción para poder tratar de reconstruir el significado preciso que la obra tenía en la época de su autor, por parte de este y de sus contemporáneos, quienes podrían diferir de él, y las sucesivas reelaboraciones que se han dado en la historia.

Este hecho es, a nuestro juicio, el que determina la actual dirección que han tomado estos estudios, hasta tal punto que su situación actual se ha denominado en multitud de ocasiones como fruto de un «giro democrático», esto es, de una relación de igualdad entre los textos antiguos y los modernos, cuyo diálogo presupone todos los elementos anteriormente señalados para este método preciso. Ello afecta, como ya se ha dicho, tanto a los presupuestos teóricos como a la selección de los objetos de estudio. De ahí que ya no presupongamos ni la localización geográfica ni la lengua o la historia de la nación del autor moderno, sino que, por el contrario, existe un especial interés por distintos soportes culturales (cine, medios de comunicación de masas) y por la interacción con culturas (indigenismo, Oriente, África) y tradiciones consideradas marginales hasta el momento (orientalismo, feminismo, psicoanálisis). A ello contribuyó, también, el matiz político que se le dio en los años 80 a tales estudios, donde «recepción» quería mostrarse como término opuesto a «tradición» merced a las luchas políticas entre progresistas (partidarios de la recepción), frente a conservadores (defensores de un concepto de Tradición Clásica al uso, ligado al elitismo propio de la academia inglesa durante los años de gobierno de Margaret Thatcher en el Reino Unido) (Budelmann y Haubold 2008, p. 14; Hardwick y Stray 2008b, pp. 4.5; De Pourcq, pp. 222–224).

Esto ha supuesto que, al momento de escribir esta entrada, los estudios de «recepciones clásicas», bien asentados, como hemos dicho, en las grandes universidades anglosajonas, sin embargo, hayan generado debates importantes tanto en las propias universidades anglosajonas como en otras, donde no se ha dado tal triunfo por la ruptura conceptual planteada por los planteamientos propuestos. Trataremos aquí también de dar cuenta de ello. Con respecto al primero, incluso en las universidades y centros de investigación —repetimos, principalmente anglosajones— la inclusión de esta disciplina como un área de investigación principal ha dado lugar a una reformulación de la orientación de los estudios de filología clásica («Classics») precisamente hacia un énfasis en las lecturas de la posteridad.

El profesor de la Universidad de Bristol Charles Martindale (2013) ha mostrado los peligros, sin embargo, de una posible dispersión del ideal humanístico que debe presidir estos estudios. A su juicio, debido a la ausencia de una teoría que merezca tal nombre (2013, p.171), se ha desprovisto a los clásicos de un significado que él denomina «transhistórico», término que toma de Walter Pater, dado que, en la batalla por la recepción y por la comprensión de la relación entre antiguos y modernos como una relación anti-esencialista, se ha abandonado la búsqueda de lo que de hermoso y perdurable tienen los textos clásicos que es, precisamente, lo que permite que hayan sido reelaborados por tantos y tan variados lectores a lo largo de la historia: una experiencia estética compartida, si bien no igual, pues ésta se da irremediablemente en la historia. A juicio de Martindale, se ha renunciado en estos estudios a comprender lo que ha unido al caudal de lectores de los antiguos, haciendo hincapié en lo que los separa, lo que vuelve imposible el diálogo. Para Martindale (2013, p. 181) tan peligroso es no comprender que Grecia y Roma no se agotan en la Antigüedad («no work of art has its meaning wholly determined by its point of origin») como no hacer el camino de regreso a la Antigüedad y quedarse en un mero presente que puede tornarse naíf («we must go to the past if we are to make new the present, which is why the past is as important as the present»).

Martindale, además, alerta contra la fascinación que están viviendo los académicos al respecto de la irrupción de la cultura de masas en las aulas, haciendo más sugerente para docentes y alumnos un curso sobre los «clásicos y el cine» donde se proyecte la película Gladiator de Ridley Scott que un curso sobre la visión de los clásicos —por seguir a Martindale (2013, p. 176)— de James Joyce en el Ulises o de Seamus Heaney en su poesía. No debe privilegiarse, nos dice Martindale lo popular o lo culto por el hecho de serlo. Reproducimos el pasaje por extenso dado lo desafiante, a nuestro juicio, de su reflexión:

In a reformed classical pedagogy, reception would be integral; not an addition, or the dilution of ancient by modern, because the interest in the classical world is on the wane or we lack the skills of traditional classicists (that would merely be to admit defeat). So my challenge to anyone proposing a course built mainly round postclassical material would be this: show me how that material can initiate or inform a significant dialogue with antiquity. […] Dialogic reception energizes the classics, and illuminates antiquity; superficial reception studies do not generate dialogue, do not tell us about the classical (2013, p. 177).

Este análisis crítico de Martindale vio la luz en el número 5.2 de la Classical Receptions Journal, al que siguió en el mismo número un debate entre distintos especialistas como comentario al desafío planteado. Puede consultarse ese número para una mayor profundización en las discusiones y los matices planteados, lo cual ofrecerá al lector, además de un panorama más amplio, una idea de la importancia que está adquiriendo este método de estudio.

El reto en el que se encuentra la recepción clásica en la academia de otras latitudes —es el caso de las universidades de habla española de España y América— es el previo: el de luchar por abrirse camino y situar la disciplina como ese elemento valioso que, a través de la historia de las distintas lecturas de los antiguos, contribuye a iluminar regiones de la Antigüedad que, tal vez, habían quedado preteridas. Es, por tanto, el intento de justificar la propia existencia de la disciplina como una parte no menor de los estudios clásicos, frente a vertientes ya consolidadas como la lingüística, la crítica textual o la traducción, la que se está produciendo en la actualidad, con un resultado aún incierto.

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