evemerismo
Nombre derivado del nombre propio griego Ευήμερος, latinizado, Evhemerus y sufijo -ismo (del latín -ismus y este del griego -ισμός) (It. Evemerismo, Ing. Evhemerism; Fr. Évhémérisme; Al. Evhemerismus).
El «evemerismo» es una teoría hermenéutica que trata acerca de la interpretación de los mitos, sobre todo, en su dimensión histórica y social, y cuyo procedimiento de análisis se inserta en el marco de los campos de tradición y recepción clásica. El «evemerismo» toma su nombre del escritor Evémero (ca. 330 a. C.–ca. 250 a. C.) (acerca de los aspectos religiosos, sociales e históricos de Evémero véase Domínguez García 1994, Winiarczyk 2013 y Roubeckas 2017; el segundo de los investigadores citados añade un análisis minucioso de los autores antiguos que lo profesaron en distintas vertientes). Sobre el nombre de Evémero se configura el correspondiente sustantivo abstracto terminado en «-ismo» ya en el siglo XX. Así lo encontramos en varios diccionarios enciclopédicos; si bien previamente «evemerismo» se refería a las ideas o pensamiento de Evémero; por ejemplo, Jacoby sigue hablando de «Evhemeros» en su entrada para la Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft [pp. 952–972], de Pauly-Wisowa en 1907, mientras que Klaus Thraede, lo presenta ya su entrada con el encabezamiento «Evhemerismus», dentro del Reallexikon für Antike und Christentum [pp. 877–890], publicado en 1966.
Los conceptos de «alegoría» y «evemerismo» se van configurando, no obstante, ya en la propia Antigüedad clásica, cuando poetas y filósofos comienzan a ensayar una explicación racional de los mitos y de las narraciones fabulosas. García Gual (1997, p. 53) refiere que ya en Heródoto podemos encontrar antecedentes de esta teoría. Los primeros que plantearon explicaciones racionalistas frente a las manifestaciones míticas de la obra homérica fueron Jenófanes de Colofón (a Jenófanes se le debe la famosa afirmación de que los dioses son hijos de los mortales que los crean y los contrapone, precisamente a la idea de un Dios único, conductor del universo) y Teágenes de Regio, pensadores «ilustrados» del siglo VI a. C. (para más detalle de estos autores véase García Gual 2013, pp. 198–199). Estos escritores elaboraron comentarios y explicaciones alegóricos de los mitos; «alegoría» significa «otro modo de hablar», de forma que el mito es considerado como un lenguaje alternativo que interpreta la realidad de manera metafórica y cifrada, expresada especialmente por los poetas:
[…] «decir de otro modo» (alla agoréuein), pueden ser desveladas las ideas abstractas y no contingentes contenidas en los mitos, las cuales deberían irrumpir en la vida cotidiana cargadas de un benéfico contenido ético-religioso (Cassirer 1944, pp. 246–247).
Estos autores veían, detrás de los dioses, un fenómeno de «antropomorfismo» de los fenómenos de la naturaleza, como Zeus en el lugar del trueno, Apolo en el del sol, Poseidón como el agua, etc. Precisamente, las interpretaciones alegóricas fueron cada vez más utilizadas, a medida que se iba desarrollando el pensamiento filosófico. Otros autores que trataron la perspectiva alegórica del mito fueron el filósofo Empédocles de Agrigento, ya en el siglo V a. C, que interpretaba el mundo como una relación de tensiones contrarias de los cuatro elementos que quedaban designados con los nombres de los dioses griegos que los representaban: Zeus como fuego, Hera como aire, Hades como tierra y Nestis como agua (Duch 1998, p. 250), o escritores como Paléfato, en el siglo IV a. C., que escribió una obra titulada Historias increíbles donde trata acerca de «una versión racionalizada de los mitos, que nos sorprende por lo anecdótica y facilona» (García Gual 2013, p. 201, y Sanz Morales 1999, pp. 403–424, sobre la interpretación racionalista del mito en Paléfato; de hecho Winiarczyk (2013) lo considera un «pseudo-evemerista»); posteriormente, la escuela de los estoicos empleará en abundancia la alegoría, ya que, al desarrollar una filosofía en torno a un logos cósmico que daba dirección y sentido al universo, interpretaba que los mitos eran formas cifradas de mostrar los designios de esa «inteligencia del universo» cuyas razones se escapaban a la débil racionalidad humana.
De esta forma, se podría considerar el evemerismo como una vertiente alternativa y muy cercana a la interpretación alegórica de los mitos. Evémero de Mesene vivió en época helenística (siglo IV a. C.), al servicio del rey Casandro de Macedonia, uno de los Diádocos, generales de Alejandro Magno, que se repartieron su imperio. Escribió el libro Hierá Anagraphé, título que se puede traducir por «inscripción sagrada». Con el propósito de glorificar a su patrón Casandro, Evémero traza un relato utópico, al estilo de Platón, cuya trama tiene lugar en una isla poco conocida al sudeste del continente asiático, como si de una pequeña Atlántida se tratara. Evémero narra su viaje a un grupo de islas, de entre las que Pancaya era la más grande, con territorio fértil, y con una sociedad jerarquizada al estilo de las monarquías helenísticas (algo que, además, nos recuerda la sociedad de la República de Platón) en tres clases: productores, soldados y sacerdotes, que regían la sociedad. No se conserva la obra original de Evémero, sino que la conocemos bien por referencias indirectas de otros autores de la Antigüedad clásica, tales como Estrabón, Polibio, Diodoro de Sicilia, Ennio, o Cicerón. De todos ellos fue Diodoro el que más se explayó al describir la localización geográfica y la sociedad de Pancaya, en el libro V, y las teorías evemeristas en el VI. En el libro V, Diodoro sitúa la isla de Pancaya en la «costa de la Arabia Feliz bañada por el Océano» (Diod. Sic., Bibl. Hist. 5, 41, 4–5, trad. Torres Esbarranch 2004, p. 294), que se caracteriza por su fertilidad y su producción de incienso y mirra. Habitan la isla los panqueos y otros pueblos provenientes de diversos lugares: «oceanitas, indios, escitas y cretenses» (Diod. Sic., Bibl. Hist. 5, 42, 4–5, trad. Torres Esbarranch 2004, p. 296). Los panqueos eligen a tres magistrados que no deciden sobre temas importantes, ya que esa decisión recae en los sacerdotes.
Dentro de la isla destaca la ciudad de Pánara, donde se erige «el templo de Zeus Trifilio, situado en un terreno llano y especialmente admirado por su antigüedad, la suntuosidad de su construcción y la buena situación del lugar» (Diod. Sic., Bibl. Hist. 5, 42, 4–5, trad. Torres Esbarranch 2004, p. 294). En el libro VI, Diodoro se centra en la teoría evemerista, por cuya interpretación racionalista «muestra sus simpatías» frente a «los escritores de mitos, Homero, Hesíodo, Orfeo y otros autores semejantes» (Torres Esbarranch 2004, p. 368, n. 4), que «han forjado historias más bien monstruosas sobre los dioses» (Diod. Sic., Bibl. Hist., 6, 1, 2–3, trad. Torres Esbarranch 2004, p. 368). En efecto, Diodoro glosa las explicaciones de Evémero sobre los dioses y nos dice que el santuario de Zeus Trifilio «fue fundado por el mismo dios en el tiempo en que era rey de toda tierra habitada, cuando todavía vivía entre los hombres». Precisamente, en el templo se encuentra una estela de oro, donde se narran las hazañas de Urano, de Crono y Zeus:
Evémero dice a continuación que primero fue rey Urano, que era un hombre moderado y magnánimo, versado en el movimiento de los astros, y que fue el primero en honrar los dioses de los cielos con sacrificios, por lo que recibió el nombre de Urano. Con su mujer Hestia tuvo dos hijos, Titán y Crono, y dos hijas, Rea y Deméter. Crono reinó después de Urano, y casándose con Rea engendró a Zeus, a Hera y a Posidón. Zeus fue el sucesor del trono y se casó con Hera, con Deméter y con Temis, de las que tuvo hijos: los Curetes de la primera, Perséfone de la segunda, y Atenea de la tercera. Fue a Babilonia, donde fue acogido por Belo, y a continuación se dirigió a la isla de Panquea, situada en el océano, y allí levantó un altar a Urano, su abuelo. Partiendo de allí pasó por Siria, y visitó a Casio, entonces señor de Siria, del que tomó su nombre el monte Casio. Al llegar a Cilicia, venció en una batalla a Cilix, el señor de la región, y visitó otros muchos pueblos, todos los cuales le tributaron honores y le proclamaron dios (Diod. Sic., Bibl. Hist. 6, 1, 8–11, trad. Torres Esbarranch 2004, p. 370).
En palabras de Diodoro, Evémero considera que los dioses pertenecían a una antigua dinastía de reyes, al estilo de los reyes helenísticos, que se caracterizaron por «sus acciones benéficas (energétai)» y por sus «inventos (heuretái)» (Duch 1998, p. 261). Según el estudio de Vicente Domínguez García (1994), Evémero escribió su libro con un propósito panegírico en honor a su mecenas, el rey Casandro; de este modo, el monarca quedaría identificado, gracias a sus hazañas y obras, con un futuro dios cuando su pueblo se olvidara de su carácter humano, al igual que sucedió con Urano, Crono y Zeus. La obra de Evémero tuvo gran acogida y sirvió de impulso para la «deificación» de abundantes monarcas que se caracterizaron por sus grandes y excelsas obras (Filipo, Alejandro, Tolomeo II de Egipto, Antíoco II de Siria, etc.). Por lo tanto, según apunta García Gual:
La revelación de Evémero se apoyaba, pues, en una sólida base «cultural». ¿Por qué no iban a ser los viejos dioses antiguos reyes deificados por agradecimiento popular y el olvido histórico? (García Gual 1997, p. 54).
No se sabe bien si Evémero pretendió una «autodeificación de los reyes con fines políticos» o si era realmente un divulgador racionalista, fustigador de supersticiones al estilo de Voltaire (de hecho K. K. Ruthven [Myth, Londres 1976, p. 6 (apud García Gual 1997, p. 55)] lo elogia y considera el fundador de la antropología moderna). A pesar de su inicial propósito pragmático y político, lo cierto es que la teoría del autor de Hierá Anagrafé daría pie, después de su muerte y con la extensión del «evemerismo», a polémicas puramente filosóficas y religiosas que serían empleadas hábilmente por diversos autores para defender distintas posturas ideológicas con las que ellos mismos se identificaban:
Lastly, modern euhemerism maintains that every case of deified dead people constitutes euhemerism and should be treated as such. Considering however the nature of our sources, it becomes evident that what we are dealing with is not so much Euhemerus’s evhemerism but, as it turns out, the reception of his theory already from antiquity onwards. As such, the study of Euhemerus’s theory is first and foremost not the examination of his own conception and articulation of what came to be known as «euhemerism» but rather the way in which it has been presented, changed, modified, corrupted, manipulated, and utilized in the works of later authors —both ancient and modern, «pagan» and Christian, religious and secular (Roubekas 2017, p. 200).
La visión de Evémero como «antropólogo» y racionalista fue la que contribuyó a la idea del «evemerismo» como una forma de hermenéutica. El mismo Gilbert Highet (2018, II, p. 331) se refiere a Evémero en su erudita obra The Classical Tradition, y citando a Jacoby (nota bibliográfica citada más arriba), considera que el evemerismo es una «técnica de racionalización del mito como reflejo de la historia». Pone ejemplos literarios de la técnica evemerista como Os Lusíadas, de Camoens, donde se afirma que «los dioses antiguos fueron en realidad personajes ilustres por sus hazañas y virtudes, y que los hombres, en recompensa ’divinos los hicieron, siendo humanos: […]’» (Camoens, Os Lusíadas, IX, estrofas 91–92). También explica que dentro del pensamiento religioso y político grecorromano estaba la idea de que «los hombres que mostraban excelencia sobrehumana podían transformarse en dioses», y que uno de los más representativos de este fenómeno era Hércules, a la vez que figuras como Baco, Cástor, Pólux, Esculapio, Eneas, Rómulo, Alejandro Magno, o los emperadores romanos que se caracterizaron por sus acciones relevantes. Por último, apunta que los cristianos «han creído que las leyendas de las divinidades paganas son en realidad historias de demonios que vinieron acá y allá a este mundo antes de la revelación de Jesucristo» (Highet 2018, II, pp. 331–332). Esta interpretación es la que refiere Milton en su Paraíso recobrado (1671).
A partir de época romana, Evémero es considerado como fustigador de dioses paganos y, por ello, se le consideró como relevante autoridad en la apologética cristiana. Así pues, Cicerón, en su De natura deorum, (escrita entre el 45 y 44 a. C.) lo refiere, principalmente, como un pensador que negó la religión al rechazar la divinidad de los dioses, y Plutarco, en su «Isis y Osiris», dentro de sus Moralia (escritas entre el siglo I y II d. C.), se muestra más contundente al condenar el ateísmo que extendió Evémero por todo el mundo conocido. La importancia que estos autores dan al supuesto ateísmo del autor de Hierá Anagrafé muestra la preocupación y la desestabilización que este podría suponer para Roma. A diferencia de la Grecia clásica, donde se trataban los mitos como lenguaje de interpretación del mundo, especialmente literario, o de la Grecia helenística, donde se veía en el mito una buena manera de garantizar la prestigiosa posteridad de las dinastías de los distintos reyes herederos de Alejandro, en Roma, la mitología adquiere un carácter oficialista que se imbrica en el sistema político para vertebrarlo y dar sentido a sus instituciones. La importancia de los ritos y del culto es fundamental para sustentar una sociedad que, debido a su fuerte organización administrativa, requiere de una garantía divina oficializada.
Por su parte, las tesis evemeristas que Cicerón y Plutarco presentan con precaución, o directamente con menosprecio, son retomadas, en la etapa cristiana, con el fin de que sirvan de argumento contra el paganismo romano; el autor que destacado a este respecto es Lactancio, quien en sus Institutiones Divinae (obra escrita a comienzos del siglo IV d. C.), arremete con fuerza contra los dioses paganos. Las Institutiones fueron escritas en plena persecución del emperador Diocleciano contra los logros y derechos que habían conseguido los cristianos; de ahí, que el apologeta utilice a Evémero para reforzar su profundo carácter combativo contra el paganismo (de hecho, se considera una de las más grandes obras de la apologética cristiana). En efecto, junto con Lactancio, las ideas del autor de Hierá Anagrafé adquirieron tal carta de naturaleza que tuvo notable presencia en los escritos de otros muchos apologistas cristianos, tales como Eusebio de Cesarea, Minucio Félix, Atanasio, etc. Por otra parte, cabe destacar las referencias evemeristas que San Agustín expone en su De civitate Dei (Aug. De civ. D. 6, 7, 1):
¿No fue verdad que dieron todos aprobación a Evémero, que escribió, no con charlatanería mítica, sino con la historia en la mano, que todos los dioses tales fueron hombres y mortales? (San Agustín de Hipona, De civitate Dei, libro VI «La teología mítica según Varrón», Cap. 7 «Semejanza y concordia entre la teología fabulosa y la civil», 1 [ed. y trad. José Morán O.S.A., 1958, p. 425]).
Varios siglos después, durante la Antigüedad Tardía, San Isidoro de Sevilla se refiere en sus Etimologías (Isid. Etym. 8, 11, 1-4) a las tesis evemeristas, en relación con la demonización de las estatuas de personaje paganos que habían sido deificados y que, posteriormente, la estética romántica retomará y ampliará con visos artísticos y literarios, como veremos:
(1) Aquellos a quienes los paganos llamaron «dioses» se dice que en un principio fueron hombres, y que, después de su muerte, comenzaron a ser venerados entre los suyos de acuerdo con la vida y los méritos de cada uno […]. (4) Hubo también algunos que fueron hombres poderosos y fundadores de ciudades, en cuyo honor, cuando murieron, los hombres reconocidos erigieron estatuas para encontrar consuelo en la contemplación de su imagen; pero poco a poco y por incitación del demonio, este error fue arraigando de tal manera en sus descendientes, que, a los que honraron únicamente por el recuerdo de su nombre, sus sucesores terminaron por considerarlos dioses y les dieron culto (San Isidoro de Sevilla, Etymologarum, libro VIII «Acerca de la Iglesia y las sectas», 11. De diis gentium, 1–4 [trad. José Oroz Reta y Manuel A. Marcos Casquero, 2004, p. 709]).
Durante el Renacimiento, la mitología queda reducida especialmente a un lenguaje plástico y metafórico que potencia los motivos decorativos, tanto de la literatura como del arte en sus distintas vertientes (pictórico, escultórico o arquitectónico). De este modo, durante este periodo el mito sigue dos vertientes: una primera, no alegórica, puramente estética y sensorial que adorna o sustituye de modo icónico «conceptos generales», y una segunda propiamente alegórica que profundiza en los conceptos morales del cristianismo. Giovanni Boccaccio, en su obra Genealogia deorum gentilium (1372), conjuga el enciclopedismo medieval, propio de las Etimologías de Isidoro de Sevilla, con una búsqueda aguda de las «significaciones simbólicas y parabólicas de los mitos, con el fin de descubrir toda clase de enseñanzas edificantes» (Duch 1998, p. 266). Siguiendo el impulso moralizador de la Edad Media, ve en los mitos «parábolas paganas, cuyo conocimiento es sumamente útil para la instrucción moral de los cristianos». Muestra en su obra, al estilo evemerista, «genealogías y parentescos entre los dioses, semidioses, héroes y grandes personajes de la Antigüedad, con el fin de ofrecer en un todo ordenado y pedagógico el universo de divinidades de la Antigüedad greco-latina» (Duch 1998, p. 266).
De este modo, con Boccaccio como destacado precedente se desarrolla la gran alegorización del mito, que se identifica con las enseñanzas morales bíblicas. Por este motivo, se abandona el evemerismo para sustituirlo por su hermana, la alegoría. Los mitos se ven como «alegorías del mundo físico» y del «saber moral», de modo que «cualquier leyenda podía ser leída como una imagen en clave de sentencia moral» (García Gual 2014, p. 226). El auge de la interpretación alegórica del mito desarrollará aspectos «ideológicos» durante el siglo XVII, ya en pleno periodo barroco. Por un lado, el protestantismo intentará reducir el adorno mitológico en busca de la pureza de la palabra divina, a lo que responderá la Iglesia con el recargamiento de una alegoría embellecedora y religiosa. De este modo, el protestantismo, aliado con el pensamiento científico, que a través de autores como Francis Bacon (el análisis racionalista y simbólico del mito lo desarrolla en su libro La sabiduría de los antiguos [publicado en latín en 1609, con el título de De sapientia veterum]) o Gerardo Vossio, entre otros, ahondaron en de-construir el mito y negarle toda validez religiosa a través de una «alegorización pseudo-etimológica» (Duch 1998, pp. 255–256). En estos autores, el mito ejercía una función no ocultadora, sino informadora y pedagógica en diversos campos como el filosófico, moral, político, etc., al calor de una época donde, a pesar de que no se había desarrollado todavía el método científico, ya se apuntaba a una perspectiva tanto racional como empirista del saber, por lo que los mitos deben ser desechados por ser meras «fábulas» e «invenciones de los hombres». En todo este tratamiento del mito, vemos que se produce un reemplazo de la visión evemerista por la alegórica. El evemerismo queda reducido a su mínima expresión y se ve sustituido, en gran medida, por una fuerte alegorización muy ideológica y propagandística de la ortodoxia católica («como hace notar Paul Decharme, en pleno siglo XVII, Daniel Huet, obispo de Avranches, descubrirá en todos los dioses del paganismo figuras más o menos alteradas de Moisés» [Duch 1998, p. 267]). Por este motivo, frente a la etapa renacentista, en que el empleo del mito es vitalista, lleno de sensibilidad artística y literaria, «al margen de la teología oficial» e impulsado por el espíritu individual del creador y artista, que busca la belleza y «un nuevo saber poético» (García Gual 2014, p. 234), durante el periodo barroco, su uso se vuelve frío, libresco y erudito, con un propósito muy pragmático y didáctico de aleccionamiento al servicio de las instituciones eclesiásticas o también políticas, como en el caso de la propaganda mitológica deificadora de las monarquías absolutistas.
Frente al uso del mito en clave alegórica del Renacimiento y del Barroco, en el periodo ilustrado, en cambio, por su profundo espíritu racionalista e historicista, se potenciará el evemerismo como instrumento clave de «deconstrucción» del fenómeno mitológico. El pensamiento ilustrado va a sentir un profundo menosprecio por la mitología. Así pues, los principales autores que teorizaron sobre el tema, como fueron los franceses Nicolas Fréret, Bernard de Fontenelle, Des Brosses, Lafitau, el alemán Christian Gottlob Heyne o los ingleses Bryant y Thomas Taylor (una relación concreta de autores y obras que trataron del mito en el siglo XVIII la encontramos en Spence 1996, pp. 50–54), consideraron que el pensamiento mítico correspondía a una filosofía de la ignorancia, a una etapa de la conciencia humana prerracional. La visión del mundo del hombre era como la de un niño, llena de errores, de superstición y de fantasías. Precisamente, la respuesta que confiere el ser humano al cosmos es pre-científica, no existe la sistematización que nace del empirismo y racionalismo científico y, por eso, es falsa y rechazable. En efecto, el homo mythicus debe ser decodificado y analizado en clave racional para poder entender la lógica que hay detrás de él. Posteriormente, de la crítica del mito se pasará, por analogía, a la de las propias religiones y a lo que de «mítico» y fabuloso éstas encierran, en especial, el cristianismo en su versión católica. De ahí se emprenderá la gran crítica deísta por parte de Voltaire, Diderot y D’Alembert, que se dirigirá a la Iglesia como divulgadora de supersticiones y fábulas.
Paradójicamente, en el contexto de ese desprecio y decodificación racional que los ilustrados muestran hacia la interpretación mítica de la realidad, se revitalizan las ideas evemeristas. Autores como Antoine Banier, David Hume o Voltaire harán alusión al método o a la figura de Evémero para denunciar los errores y las supersticiones mitológicas. Banier desplegará los conceptos de Evémero a través de una interpretación racionalista y erudita en varias obras profusas, como la Explication historique des Fables [1715, tres volúmenes], La Mythologie et les Fables expliquées par l’histoire [1738–1740, tres volúmenes] o una explicación «evemerista» sobre la Metamorfosis de Ovidio, publicada en 1732: Les Métamorphoses d’Ovide, en Latin, traduites en François, avec des remarques et des explications historiques (véase el estudio de Padrone [1995] sobre este autor y otros evemeristas franceses del setecientos, incluidas las referencias de L’Encyclopédie y la «mitologia istorica» de Giambattista Vico). Por otro lado, David Hume en su «The natural history of religion» (1739) tratará acerca del evemerismo como discurso alegórico:
Most of the divinities of the ancient world are supposed to have once been men, and to have been beholden for their apoteosis to the admiration and affection of the people. The real history of their adventures, corrupted by tradition, and elevated by the marvellous, become a plentiful source of fable; especially in passing through the hands of poets, allegorists, and priests, who successively improved upon the wonder and astonishment of the ignorant multitude. […] The limited influence of these agents, and their great proximity to human weakness, introduce the various distribution and division of their authority; and thereby give rise to allegory. The same principles naturally deify mortals, superior in power, courage, or understanding, and produce hero-worship; together with fabulous history and mythological tradition in all its wild and unaccountable forms. And as an invisible spiritual intelligence is an object too refined for vulgar apprehension, men naturally affix it to some sensible representation; such as either the more conspicous parts of nature, or the statues, images, and pictures, which a more refined age forms of its divinities (Hume 1793, pp. 67987–68003).
A pesar de que David Hume pretende dar una explicación racional del origen de los dioses, trata con especial interés elementos del evemerismo que serán muy del gusto romántico: el héroe, de cualidades sobrehumanas y su olvido, que queda representado en estatuas, imágenes y cuadros, para que no se pierda en la conciencia de las generaciones venideras. Si Banier empleó el método evemerista para explicar cada una de las fábulas, dioses y héroes mitológicos, Hume lo aludió indirectamente dentro de la hermenéutica alegórica. La referencia a Evémero también queda plasmada en L’Encyclopédie, dentro de la entrada «Polythéisme» [atribuida a Diderot 1765, pp. 954–964], donde se describe su relación con la interpretación de los dioses y mitos tanto por parte de autores clásicos (Platón, Estrabón, Cicerón o Virgilio, etc.), como modernos (Toland, Pluche, Newton, Locke o Bayle, entre otros [cf. Padrone 1995, pp. 83–88]). Pero quien más contribuyó a difundir las tesis evemeristas, dentro del marco del escepticismo y los ataques a la superstición y la ignorancia religiosa, será Voltaire cuando emplee al propio Evémero como protagonista de su última obra, publicada en 1777: los Diálogos de Evémero. A pesar de que Evémero no utiliza un procedimiento científico para explicar el origen humano e histórico de los dioses sirve, sin embargo, de portavoz del método que Voltaire abraza con fuerza y utiliza para defender su postura de impulsor del racionalismo y perseguidor de la superstición y de la fantasía que en la mitología se manifiesta de forma evidente y digna de rechazo.
Al final del siglo XVIII, el evemerismo irá perdiendo fuerza racionalista y será reconfigurado en el XIX dentro de la filosofía romántica de Hegel, Schlegel, Schelling u Hölderlin, de modo que se convertirá en un instrumento de evocación y de anhelo de una época gloriosa donde el mito representaba el lenguaje poético de cuando los hombres se movían en un ambiente natural, en compañía de los distintos dioses paganos. El «evemerismo romántico» no trata de desenmascarar a los «hombres especiales» que ocultaban a los dioses, tal y como lo hacía el «evemerismo ilustrado», sino que pretende recuperar la divinidad que los hombres albergábamos dentro de nosotros, al estar al lado de los propios dioses en un ambiente de pureza natural. El «evemerismo romántico» busca dar la vuelta al racionalista, de forma que, si en este último, los dioses escondían a los hombres, en el romántico los hombres esconden a los dioses. En tanto que, en el primero, los hombres olvidan que sus dioses eran antiguos héroes, en el segundo, los hombres olvidan a los antiguos dioses que viven entre ellos, porque se ha perdido la fe en su poder y andan escondiéndose y huyendo entre la humanidad, escapando de la expansión del dios único cristiano. El evemerismo romántico es una suerte de «evemerismo inverso», si consideramos que se trata de una reacción opuesta a la del evemerismo cristiano o racionalista. Se potencia, a diferencia del racionalismo ilustrado, el paganismo como una religiosidad más auténtica y pura que la propiamente cristiana, que se ha corrompido con su politización eclesiástica. Los románticos pretenden regresar a los elementos propios de la naturaleza y ven una mayor identificación de ésta con los dioses paganos, ya que no dejan de ser alegorías y símbolos de los elementos naturales. Una muestra muy significativa de este fenómeno la representan las teorías lingüísticas de Max Müller, que constituirán una suerte de «evemerismo lingüístico», ya que Müller argumenta que las raíces lingüísticas indoeuropeas que indicaban como significante una actividad o acto pasaron, merced a un proceso de «nominalización personificadora» (nomina numina), a acabar representando por semejanza metafórica, el «camuflaje nominal» de los distintos dioses indoeuropeos:
[…] los nombres se volvieron dioses en cuanto las gentes dejaron de entender su aspecto primitivo, que era el designar bajo la forma de un agente un aspecto de la naturaleza (Indra era el «hacedor de lluvia», Rudra el «rugidor», según los aspectos divinos de la lluvia y el trueno), para verse como un personaje mítico (García Gual 1997, pp. 94–95).
De ahí que se refuerce el concepto de dios olvidado, que se identifica con las estatuas, cuya blancura muestra la pérdida y progresiva desaparición de la vitalidad con la que brillaban cuando eran reverenciadas en épocas antiguas. Por ejemplo, ya Hegel, en su Fenomenología del Espíritu (1807), afirmaba que la figura de los dioses mantiene en la «naturaleza transfigurada» la realidad autoconsciente del espíritu de un pueblo, «como un elemento superado, como un oscuro recuerdo» (Hegel 1991, p. 411). Por ello mismo, los dioses transfigurados en estatuas «son ahora cadáveres cuya alma vivificadora se ha esfumado, así como los himnos son palabras de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus juegos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conciencia la gozosa unidad de ellas con la esencia» (Hegel 1991, p. 436). Por otro lado, Hölderlin nos habla en su obra El Archipiélago (1802) acerca de los dioses griegos olvidados, aquellos con los que el alemán desea convivir y a los que invoca con el apóstrofe de «nombres magníficos», que pudiera preludiar las tesis lingüísticas de Müller:
¡Madre Atenea, para ti también creció más orgullosa desde la tristeza tu espléndida colina, y floreció largamente, y para ti, ¡dios de las olas!; y tus predilectos cantan su agradecimiento muchas veces aún alegremente reunidos en el promontorio! ¡Ay, los hijos de la dicha, los devotos! ¿Vagan acaso ahora lejos por la tierra de los padres, olvidados de los días del destino, al otro lado del Leteo, y ningún anhelo puede hacerles volver?
¡Nunca los verán mis ojos! ¡Ay!, ¿Nunca os encontrará por los mil senderos de la tierra verdeante el que os busca, ¡figuras iguales a los dioses! […]. Quiero vivir con vosotros allá en el valle silencioso, junto a las rocas colgantes de Tempe, e invocaros a menudo en la noche, ¡nombres magníficos! (Hölderlin 1971, pp. 93–94).
La noción del dios pagano olvidado irá teniendo manifestaciones concretas en la literatura decimonónica (en especial, dentro del género del terror gótico y de la fantasía decadentista, con autores como Quiller-Couch, Arthur Machen, o Rubén Darío, entre otros). Así, por ejemplo, en el primer caso, el escritor inglés muestra en su relato «Febo en Halzaphron» (Scribner’s Magazine, agosto de 1901) un Apolo que huye de la predicación cristiana de San Leven y se refugia en un pueblo indeterminado de la Cornualles escocesa, donde aporta solaz, vitalismo y alegría a sus habitantes antes de tener que huir por la presencia expansiva del cristianismo. En la conversación que Apolo tiene con el fraile evangelizador se muestran los ecos del «evemerismo romántico»:
—El nazareno viaja hasta muy lejos; pero este sitio lo pasó por alto en Sus viajes, y la gente tenía necesidad. Les he dado mi ayuda; pero ahora me abandonan… sin duda por ti.
El santo inclinó la cabeza. El Cantor se rió.
—Es fuerte, pero los viejos dioses no albergan maldad alguna. Esta noche me uniré a su sueño, pero en cierta forma he amado a este pueblo. Me apiadé de sus sufrimientos y le he traído solaz. Les he enseñado a olvidar, y puede que al olvidar hayan aprendido mucho que tendrás que desenseñarles. Pero trátales con amabilidad. Son niños, y demasiado a menudo los hombres santos llegáis con varas de hierro. ¿Nos sentamos y hablamos un rato, por su bien? (Quiller Couch 2005, pp. 438–439).
Arthur Machen presenta en el Gran Dios Pan (1894) a esta divinidad como un dios olvidado que es señor de una dimensión oscura llena de terrores y espantos, y a la que se puede acceder «levantando» un «velo» que se encuentra en una parte intrincada de nuestro cerebro (Machen 2015, pp. 18–19). Este relato de Machen servirá de inspiración al fecundo universo de Howard Philips Lovecraft y su dimensión de dioses terroríficos, de sonidos inarticulados e imposibles (de hecho, el propio Lovecraft dedica algunos de sus poemas y diarios de juventud a Pan [véase el estudio que David Hernández de la Fuente 2005, pp. 41–46]). El relato de Machen será también inspiración de narraciones cortas como «Y, llámame Conrad» de Robert E. Zelazny (1965), del género de la ciencia ficción, que presenta un mundo post-apocalíptico con sátiros que rondan por paisajes asolados. Rubén Darío se une a la pléyade de autores que emplean este «evemerismo romántico» en su cuento «En la batalla de las flores» (1893), donde, siguiendo la impronta de Quiller Couch, presenta los viajes errabundos de un Apolo en un mundo moderno que ya no cree en él; acaba recalando en París, donde se hace ayudante de un «bibliopola decadente» (Darío 2002, p. 281) y, más tarde, se vuelve un rico estanciero que por las mañanas se entrega de lleno a los negocios y por las noches recupera su divinidad:
Anteayer por la tarde vi salir de lo de Odette a un apuesto y rubio caballero que a primera vista se me antojó un príncipe sajón de incógnito; […]
Apolo —pues no era el caballero rubio— me ofreció un rico cigarrillo, y empezó a hablarme de esta manera:
—Desde hace mucho tiempo dicen por allí que los dioses nos hemos ido para siempre. ¡Qué mentira! Cierto es que el Cristo nos hizo padecer un gran descalabro. El judío Enrique Heine, que tanto nos conocía, contó una vez nuestra derrota; y un amigo suyo, millonario de rimas, aseguró que nos habíamos declarado en huelga. La verdad es que si dejamos el Olimpo, no hemos abandonado la Tierra. ¡Tiene tantos encantos, para los mismos dioses! Unos hemos tenido buena suerte; otros muy mala: no he sido yo de los más afortunados. Con la lira debajo del brazo he recorrido casi todo el mundo. Cuando no pude vivir en Atenas me fui a París; allí he luchado mucho tiempo, sin poder hacer gran cosa. ¡Con deciros que he sido, en la misma capital del arte, fámulo y mandadero de un bibliopola decadente! Me decidí a venir a América, a probar fortuna, y un buen día desembarqué en la Ensenada, en calidad de inmigrante. Me resolví a no hacer un solo verso, y en efecto: soy ya rico, y estanciero; […]
—Aquí internos —respondióme—, he de confesar que no he dejado de ocuparme en mi viejo oficio. En ciertas horas, cuando el bullicio de los negocios se calma y mis cuentas quedan en orden, dejo este disfraz de hombre moderno, y voy a hacer algunas estrofas en compañía de los silfos de la noche y de los cisnes de los estanques (Darío 2002, pp. 280–281).
El evemerismo romántico se sigue incluso mostrando en la lírica de estilo decadentista, como en el siguiente poema del saudosismo portugués de Teixeira de Pascoaes (precedente de la lírica paganizante de Pessoa), en su «O pobre Tolo» (1923), donde el «pobre bobo» es un «Apolo friolero» desprovisto de poder alguno, pobre y errabundo:
Pasan diosas y dioses sobre el puente,
arrojado por un ímpetu volcánico
entre orillas quiméricas, sin fin…
pasan delante del bobo, que es también
un decaído Apolo friolero,
con un triste perfil anochecido,
y alrededor de la cabeza una guirnalda
de rosas marchitas y mustios lirios.
Exiliado del Sol, llegado al mundo,
la túnica dorada le rasgaron,
y un fantasma aparece en su nombre…
tiembla con el frío, y se recoge
en su intimidad ese refugio
de los dioses que temen la realidad.
Y descubre otros campos del paisaje,
con otros habitantes, otros árboles,
y otras noches de lívido silencio…
Solamente es memoria. Anda descalzo,
suelta su pelo al viento de las alturas.
Se pone a evocar el espíritu de las cosas;
¡Y las cosas, trastornadas, coronadas
y como ilimitadas, se confunden
en la más extraordinaria aparición!
Y, entusiasmado, ¡canta el pobre bobo!
Canta, flota en las olas de su canto.
(Teixeira de Pascoaes 2006, VI, p. 323)
El evemerismo literario que se refleja en la literatura de terror gótico decadentista o el relato fantástico modernista tiene su continuación en la denominada literatura «pulp» de la primera mitad del siglo XX, que abarca una suerte de géneros periféricos (véase «polisistemas»), donde se plasma con ciertas transformaciones el «evemerismo romántico» y de los que surgirán, en buena medida, los subgéneros de literatura de terror (un ejemplo del pulp evemerista en este género será la novela de Malpertuis de Jean Ray, que veremos más adelante), fantasía (un ejemplo de evemerismo son los relatos de Conan que incluyen mitología nórdica, griega o egipcia, entre otras); o ciencia ficción (por ejemplo, la novela Illion, de Dan Simmons, que reproduce la Iliada en un entorno espacial con los dioses griegos, a modo de extraterrestres intentando recrear en Marte el asedio de Troya). En todos estos relatos de subgéneros periféricos se manifiesta este evemerismo romántico que, desde una hermenéutica racionalista y deísta, se convierte en una perspectiva lírica y artística para la estética romántica y, de ahí, se va transformando en un esquema temático para la literatura periférica que aporta entretenimiento a amplios sectores de la población. De hecho, esto quedará más de manifiesto cuando se produzca una extensión generalizada de la cultura pop después de la Segunda Guerra Mundial y el advenimiento del consumismo lúdico de masas. Otra de las más destacadas novelas que muestra este «evemerismo de entretenimiento narrativo» es la citada Malpertuis (1943), del escritor belga Jean Ray, autor prolífico de relatos en revistas pulp, y heredero, en buena medida, del terror de Machen y de Lovecraft. En Malpertuis se presenta una mansión encantada que se sitúa en una dimensión ultraterrena, donde un nigromante, Cassave, reúne y controla diferentes dioses paganos, los cuales, ante la pérdida de fe de la humanidad, van desapareciendo y se muestran como personajes grotescos y terroríficos propios del género de casas encantadas y fantasmas. Así pues, se incluyen varios dioses con pseudónimos que se esconden en burgueses anglosajones, como el consumido Lampernisse, que era el otrora glorioso Prometeo y que, irónicamente, pretende que infructuosamente no se apaguen las luces de la mansión; los Griboin, son los maltrechos Hefestos y Afrodita; Mathias Krook es un pálido resto del dios Apolo; la señora Groulle es una ajada Juno; Eisengott, el soberbio Zeus que ahora es un títere controlado por el nigromante Cassave. Por último, se han de incluir las terroríficas hermanas Cormelon, que son las Furias / Euménides o la Medusa Euryale, que se muestra hermosa, como muestra una parte del mito, y cuya mirada petrificadora no deja de ser un símbolo alegórico de las estatuas en que se han transformado todos los personajes. Todos ellos presentan una imagen decadente en oposición radical a la gloria que tuvieron, siempre moviéndose en un entorno brumoso y fantasmagórico. El siguiente pasaje recuerda a los ecos evemeristas, primero racionalistas y, luego románticos:
Cassave promulgó una ley que esperaba explotar en su propio provecho: los hombres hicieron a los dioses; por lo menos, contribuyeron a su perfección y a su poder. Se prosternaron ante esta obra inmensa de sus manos y de su espíritu, sufrieron su voluntad, se sometieron a sus deseos como a sus órdenes; pero, de la misma forma, los condenaron a muerte […].
Los dioses mueren […]. Sus extraños cadáveres flotan en alguna parte del Espacio […]. A lo largo de siglos y milenios, se van consumiendo lentamente, en alguna parte de ese Espacio, en monstruosas agonías (Ray 1990, p. 170).
Una especie de Malpertuis moderno lo constituye la novela American Gods (2001), de Neil Gaiman, obra iniciática donde el dios Odín, camuflado en el Sr. Wednesday, es un rico extravagante que va recorriendo Estados Unidos, en compañía de su ayudante Sombra, en busca de otros dioses olvidados y disfrazados en personajes marginales, con el fin de recuperarlos y devolverlos a su antiguo esplendor. Si en Malpertuis son los dioses griegos los que aparecen transfigurados en personajes humanos, en American Gods se trata de dioses, especialmente nórdicos, eslavos, africanos, egipcios, árabes, cherokees (de los grecorromanos tan solo interviene el dios Vulcano), que simbolizan los primeros y principales pueblos que habitaron o inmigraron a Norteamérica. Gaiman los contrapone a los nuevos dioses de «Internet», «Entretenimiento», «Comunicación» o «Globalización», ésta última representada por el Sr. Mundo, que van persiguiendo a los dioses clásicos para eliminarlos.
Del «evemerismo de entretenimiento narrativo» pasaremos al «gráfico-literario» cuando, en el marco de la literatura periférica pulp, se desarrolle el cómic-book de superhéroes, cuya figura más icónica es la de Superman, publicado en 1938, que acabará convirtiéndose en un icono representativo del «American way of life». A partir del éxito de Superman, muchos de los superhéroes que aparecen tras él dentro de la editorial National Comic Publications (más adelante DC Cómics) tienen origen y se desenvuelven en un trasfondo profundamente mitológico. Así pues, el propio Superman es una mezcla de dios Apolo (luz solar), Zeus (controla el viento con su aliento y vuela), Hércules (su superfuerza); todos ellos conjugados con la figura de Yahvé / Cristo (su proteccionismo redentor y teísta). Por otro lado, basado en él, la editorial Whiz Cómics saca a la luz en 1940 al Capitán Marvel; este, cuando grita la palabra SHAZAM («S» de Salomon; «H» de Hércules, «A» de Atlas, «Z» de Zeus, «A» de Aquiles y «M» de Mercurio) se convierte en una suerte de Superman, lo que muestra cómo los dioses se encerraban subrepticiamente en «el hombre de acero». El universo de Wonder Woman (1941), que es una superheroína amazónica, refleja todos los dioses grecolatinos con alusiones constantes a la mitología clásica (esto se produce especialmente a partir de la etapa del guionista y dibujante George Pérez, en los años 80); Flash (1940) es una suerte de dios Mercurio; y Aquaman (1941), de Poseidón. Estos primeros dioses-superhéroes de los años cuarenta y cincuenta se van a complementar con los que incluya, posteriormente, la editorial Marvel a partir de los años sesenta y setenta. A diferencia de DC, que sacó a relucir los dioses grecorromanos en sus héroes, Marvel hará más hincapié en todo el panteón de los dioses nórdicos a través de la serie Thor (1952), que tendrá como acompañante a Hércules, el cual, por competencia con DC, ocupa una posición secundaria, pero al que, por su progresiva popularidad entre los lectores, a finales de los 90 y del 2000, se le dio la oportunidad de su propia serie, que se convertirá en una destacada plataforma de dioses y seres de la mitología griega, al igual que la Wonder Woman de George Pérez (Marvel incluirá también a los dioses egipcios como Set, Horus, Ra, etc., que participarán en la serie de los Vengadores). No podemos dejar de destacar el mundo sideral-mitológico de Jack Kirby en el Cuarto Mundo (1968) para la DC Comics, o Los Eternos (1976) para Marvel, o, en esta última editorial, la saga «space-opera», de Jim Starlin, sobre la figura de Thanos (1973), apócope de Thanatos, uno de los dioses griegos de la muerte. También hemos de incluir la referencia de la aclamada serie del citado Neil Gaiman, The Sandman (1988), donde se incluye una serie de dioses que se camuflan e intervienen en los asuntos humanos como el propio Sandman, que será un alter-ego de Morfeo, las Furias, Lucifer, que abandona el infierno y se dedica a tocar el piano en un «jazzbar», o los dioses de los distintos panteones nórdicos, egipcios, etc., que, además, aspiran a hacerse con el control de las distintas regiones infernales, cuando Lucifer las abandona.
Los superhéroes son o bien hombres con poderes de dioses (la idea evemerista tradicional) y que se divinizan por esos superpoderes (Superman es un extraterrestre con superpoderes en la tierra o Flash, que los adquiere por un accidente), o verdaderos dioses que se mueven disfrazados en el mundo de los hombres (Thor o Hércules), lo que respondería más a un evemerismo romántico. Resulta más que paradójico que muchos de los superhéroes adquirieran sus poderes por vías científicas: por ejemplo, Flash adquiere sus poderes cuando toda una serie de compuestos químicos hacen una reacción electromagnética con su cuerpo, debido al rayo que se introduce en su laboratorio durante una tormenta; o el caso de Spider-man, que adquiere sus poderes por la picadura de una araña radioactiva. Esos poderes que se consiguen por procedimientos racionales y científicos los transforman en dioses mitológicos. De esta forma, Flash es una suerte de Mercurio, y Spider-man, según el guionista J. Michael Straczynski, se identificaría con el dios totémico araña Anansi de la tribu africana de los Ashanti (González 2016, pp. 119–121). Los comic-book de superhéroes nos presentan un evemerismo posmoderno que conjuga un «melange» entre el evemerismo racionalista y el romántico.
Últimamente, la presencia de los mitos y las referencias a ellos en el mundo del cómic son cada vez más intensas, más frecuentes y elaboradas, como, dentro de la literatura juvenil llevada al cine y al cómic, la saga de Percy Jackson de Rick Riordan (2005–), donde la presencia modernizadora de dioses mitológicos y sus hijos en las sociedad moderna norteamericana es un claro ejemplo del «evemerismo romántico y de entretenimiento»; de hecho, en su novela La Pirámide Roja (2011), de la que se ha hecho también una versión en novela gráfica (2019), los dioses egipcios Horus, Isis, Osiris, entre otros, se introducen, sin llegar a poseerlos (salvo en el caso del «malvado» Seth), en cuerpos de adolescentes y sus familiares, lo cual hace que se vuelven avatares de estos mismos dioses; éstos actúan como una especie de conciencia o voz interior de los humanos; cuando ellos lo desean adquieren las habilidades y poderes de las divinidades que alojan, produciéndose, a modo de una especie de superpuesta coraza cristalina, la imagen icónica del dios (Horus, como halcón, Isis, como mujer con alas de milano, Seth, como lebrel…). Se trata de una suerte de «evemerismo metafísico y / o psicológico» ya que, en este caso, los dioses no se camuflan entre humanos ni son humanos que responden a patrones divinos, sino entes que poseen cuerpos o espíritus benéficos que los insuflan de poderes especiales. Finalmente, la serie de cómic God is Dead (2013), de Jonathan Hickman, muestra la recuperación de la tierra por parte de los dioses paganos y resalta en el primer número la sustitución en el solio papal del propio Papa por el dios del Zeus que, a modo de nuevo Cristo, afirma:
Suficiente. He regresado. El Rayo ha regresado. ¡Zeus ha regresado! Seré adorado otra vez, seré obedecido (Hickman 2013, p.6).
Con esta última afirmación el evemerismo romántico deviene ilustrado, porque los dioses, al regresar, se vuelven reales y, por lo tanto, se racionalizan, al encontrarse ya entre nosotros.
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Javier Espino Martín