Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

fama

Del latín fama (Fr. Fame, Ing. Fame, It. Fama, Al. Ruf, Port. Fama).

Término (sustantivo femenino) que ha pasado del latín al español y otras lenguas europeas casi sin alteración y conservando las notas generales de su significado, a saber, «celebridad, notoriedad, reputación, opinión difundida sobre alguien».

La raíz del término significa originariamente «decir», «hablar», en su sentido más general, de lo que ya daban cuenta los propios romanos (Varro. Ling. 6, 55). La raíz es la misma que la del sustantivo fas (de donde fastus, nefastus, fascinum, etc.) y el verbo fari (que ya no se usaba en latín clásico como verbo propiamente dicho y cuyo participio neutro es fatum, que deriva en el español «hado»). Fama se forma sobre la raíz verbal más el sufijo -ma, frecuentísimo en griego, pero poco productivo en latín (que prefiere para lo mismo el sufijo -men), y que en ambas lenguas sirve para construir sustantivos que designan el resultado de la acción del verbo del que se derivan. En su sentido etimológico despojado de otras connotaciones fama sería, pues, «lo dicho», «aquello que se dice», en especial acerca de una persona o grupo de personas o un acontecimiento y como valoración generalmente aceptada.

La raíz de fama tiene el mismo origen que la del verbo griego φημί («decir»), a partir de la cual también hay un sustantivo femenino de formación análoga, φημή, aunque mucho menos usado que su equivalente latino (para un desarrollo más amplio sobre ambas familias etimológicas, Guastella 2017, pp. 53–65).

El concepto de «fama», en su acepción positiva, tiene mucho en común con el de «gloria», hasta el punto de ser casi intercambiables en ciertos contextos. En el ámbito concreto de la Tradición Clásica, «fama» es prácticamente un sinónimo de «éxito literario» (en ese sentido, afín a, pero diferenciado de «fortuna»), y es frecuente encontrar como una expresión casi hecha fórmulas del tipo «la fama de X» para aludir a la repercusión, el éxito o la recepción más o menos difundida de tal o cual escritor u obra. Sin embargo, en la historia cultural de la fama pesa el valor ambivalente que conserva en las lenguas modernas, y se ve constantemente asociada a su faceta negativa, que podríamos concentrar en la idea de «rumor» o relato inevitable y a menudo malintencionadamente deformado (Neubauer 2013).

La fama literaria se encuentra en estrecha relación con el concepto de «canon»: al fin y al cabo, la lucha por la fama «prestigiosa» es la lucha por la inclusión en el canon, y lo que suele llamarse «fama duradera», que estaría por encima de las modas pasajeras, no es sino la permanencia en uno u otro canon. Del mismo modo, las discusiones acerca de la fama injusta o no merecida equivalen a una propuesta de reordenación del canon, y suponen la identificación de otros cánones y la valoración negativa de los mismos.

El interés por la fama como opinión extendida dentro de una comunidad es un universal antropológico que claramente excede los límites de la literatura (Bueno 2002), pero sí que es cierto que el autor literario se halla en una situación de relación especial con respecto a la fama: la escritura (frente a, por ejemplo, las hazañas militares) es una de las más firmes posibilidades de obtener fama duradera, y no solo eso, sino que, además, el escritor se constituye en facilitador, en otorgador de esa fama a los objetos (personas, pueblos, acontecimientos, etc.) que elige como tema de su escritura.

Así, en la historia de la literatura el tema de la fama aparece, en primer lugar, simplemente como un elemento más del paisaje moral donde se mueven los seres humanos, junto con otros sentimientos, aspiraciones o rasgos de identidad. En segundo lugar, muy a menudo, por algo que podríamos llamar «deformación profesional», el escritor trata el asunto de la fama circunscrito al campo concreto del oficio de la literatura, centrándolo con frecuencia en su propia persona y cruzando entonces el límite entre la literatura y la metaliteratura. La fama se torna entonces potencialmente conflictiva dentro de la comunidad de lectores «docta» (de «connaisseurs» y productores) donde se inserta el autor, el cual, como desarrolló Bloom (1997), experimenta la angustia («anxiety») de generar su propia influencia en la posteridad, esto es, de intentar alcanzar la fama dentro del círculo donde se inscribe y en el que sucederá al suyo.

Por último, hay que señalar que desde muy pronto la idea de fama, como ocurre con otras entidades en principio abstractas, aparece sometida a alegorización y transformada en personaje que interviene en la acción de la trama: primero, como veremos, en la épica, para extenderse después a otros géneros literarios y al mundo de la representación visual.

Se trata, en fin, de un concepto tan integrado en la conciencia humana y en el mundo social (Bueno 2002) que en la reelaboración literaria del mismo han convivido en cada momento, lógicamente, las circunstancias antropológico-culturales y los precedentes artísticos. Realizaremos a continuación un breve recorrido histórico por algunos de los autores donde aparecen estos temas, necesariamente limitado y ceñido a figuras que pueden considerarse especialmente destacadas, influyentes y representativas.

Antigüedad: Grecia. El tratamiento literario del tema de la fama arranca desde el principio mismo de la literatura occidental y recorre toda la Antigüedad clásica (panorama en Hardie 2012, pp. 48–329). Los textos más remotos que nos han llegado del mundo griego, la Ilíada y la Odisea, son poemas épicos donde, sobre todo para el caso de la Ilíada, la fama es una de las aspiraciones de los héroes guerreros y un motor para muchas de sus acciones. Es también la fama lo que el poeta lírico más admirado de la Antigüedad, Píndaro (siglos VI–V a. C.), gracias a sus odas triunfales o epinicios, promete conseguir para los atletas cuyos triunfos atléticos celebra. En ambos casos estamos ante un concepto de «fama» de connotación casi exclusivamente positiva, afín al de «gloria», y que se designa con el sustantivo κλέος (que comparte raíz con el verbo κλύω, «oír»).

Sin embargo, y aunque Hesíodo (c. 750–650 a. C.) incluye una oceánide llamada Clímene (cuyo nombre, con esta misma raíz, querría decir «fama») en la apretada nómina de divinidades que hace desfilar por su Teogonía (Hes. Teog. 358), tiene más relieve la aparición de Feme (Φήμη) en su otra obra principal, Trabajos y días (Hes. Op. 761–764). Es aquí donde se asimila por primera vez la fama o el rumor a una especie de divinidad y se la presenta como una fuerza potencialmente dañina (Pérez Jiménez 1978, traduce φήμη, sin personificar, por «rumor»). Para varios estudiosos (e.g. Hardie 2012, pp. 53–54) se da una oposición directa entre esta «Feme» de Hesíodo, asociada al rumor y a la murmuración, y la «fama ilustre» (κλέος) de los poemas homéricos: Hesíodo estaría escribiendo ya desde un mundo post-heroico donde la fama, la opinión del común de la gente, no puede disociarse de connotaciones negativas. En esta tensión entre fama como brillo que resulta de los méritos y la virtud de quien la ostenta, por un lado, y como producto incontrolable del rumor y la maledicencia, por otro, se moverá en los siglos siguientes la consideración y el tratamiento literario de este concepto.

Sin salir aún de la cultura griega, no podemos dejar de mencionar, por último, que es el mundo helénico el que ha legado el personaje «real» con el que se ha denominado al deseo patológico de fama o «erostratismo»: un tal Eróstrato, del que lo único que conocemos es precisamente esta anécdota, prendió fuego al célebre templo de Ártemis (Diana) en Éfeso (una de las siete maravillas del mundo), con el único fin de adquirir renombre eterno, a mediados del siglo IV a. C. (algunas fuentes sitúan el hecho en el 356 a. C., sospechosamente coincidente con el nacimiento de Alejandro Magno; cf. Val. Max. 8, 14 ext, 5 y Strab. 14, 1, 22). Frente a esta figura, es fácil encontrar durante toda la Antigüedad muestras de moralismo y ascetismo en distintas escuelas filosóficas (en particular entre estoicos y epicúreos) que afirman decididamente la necesidad de mirar a la fama con indiferencia y hasta con desprecio, actitud que no dejará tampoco de rebrotar en los siglos siguientes y que cobrará fuerza con la difusión del cristianismo.

Antigüedad: Roma. En el mundo romano, contrariamente a lo que a veces puede leerse, la fama no alcanzó la condición de «divinidad» propiamente dicha. A pesar de que aparece como entidad personificada en distintas obras literarias de manera más elaborada que en Hesíodo, nunca se le dedicaron templos ni fue objeto de culto, ni sus representaciones visuales llegaron a pasar del texto a la pintura o la escultura. De esta forma, no constan vestigios arqueológicos ni literarios sobre una «diosa Fama» y, sin ir más lejos, no hay entrada para fama en la obra más completa sobre la mitología en las artes plásticas de la Antigüedad (el Lexicon Iconographicum Mythologiae Classicae).

Pertenece a la literatura romana, eso sí, el texto antiguo que más repercusión ha tenido para el tema de la fama personificada: se trata del pasaje de la Eneida (Verg. Aen. 4, 171–191) donde el poeta explica cómo la Fama disemina por todo el mundo la todavía fresca consumación del amor entre Dido y Eneas. Virgilio (Verg. Aen. 4, 181) caracteriza la fama como un monstrum horrendum (Syson 2013, pp. 44–62) y la presenta portando varios atributos que se reproducirán constantemente en las numerosas representaciones visuales de la Fama en la Europa moderna: la Fama de la Eneida está cubierta de plumas y dotada de alas (por la rapidez con la que se mueve), posee un gran número de ojos y de orejas (con los que enterarse de todo lo que ocurre), que además nunca descansan (porque no duerme), y dispone de otras tantas bocas y lenguas (con las que difundir lo que llega a conocer). El daño que produce su papel de esparcidora de noticias resulta, además, de que difunde por igual verdades y mentiras (tam ficti pravique tenax quam nuntia veri [Verg. Aen. 4, 188], «tan tenaz difusora de mentira y maldad como de lo que es cierto» trad. Echave-Sustaeta 1992).

Si Virgilio acuña los rasgos con los que Occidente representará después la personificación de la Fama, Ovidio proporciona otra imagen de largo recorrido: la de la «casa de la fama», cuando narra en las Metamorfosis (Ov. Met. 12, 39–63) cómo se extiende por todo el orbe la noticia de que la flota griega se dirige hacia Troya. En efecto, la Fama habita un edificio desde donde, por su situación, se ve y se oye todo lo que ocurre en el mundo, y que está íntegramente construido de bronce, lo que hace que toda esa información que llega reverbere como un eco y, devuelta hacia donde se produjo, se desplace sin obstáculos. En la casa viven junto a la Fama innumerables criaturas dedicadas a murmurar y chismorrear, de manera que las noticias que llegan se deforman y crecen antes de volver reflejadas: igual que Virgilio (en quien parcialmente se inspira), Ovidio presenta un retrato negativo de la Fama emparentado con el hesiódico.

Sin embargo, cuando, fuera de la épica, los poetas de la época augústea tratan el tema de la fama en clave metaliteraria y como concepto abstracto aplicado a sí mismos, la fama aparece como uno de los objetos más deseables. Así, el propio Ovidio, en su poesía amorosa (al igual que los otros elegíacos) acude a la fama como ofrenda inigualable para la amada: gracias a su fama como poeta, el nombre de su amante perdurará eternamente. Del mismo modo, el Ovidio desterrado que inaugura la figura del escritor exiliado, aunque expresa sentimientos ambivalentes hacia la búsqueda de la notoriedad (que desaconseja en Tristia [Ov. Trist. 3, 4]), es en la fama donde encuentra uno de sus pocos consuelos: privado de todos sus otros bienes, la confianza en la perduración de su nombre se alza como refugio del poeta contra la adversidad o el agravio (García Fuentes 1998).

En fin, la expresión más célebre de cómo un escritor cifra en la fama, gracias a la perduración de su nombre, el objetivo casi esencial de su labor literaria, la encontramos en Horacio y su conocido non omnis moriar («no moriré del todo», Odas [Hor. Carm. 3, 30, 6]): en el último poema del tercero de los tres primeros libros de las Odas (publicados conjuntamente en 23 a. C.), Horacio formula de manera difícilmente más explícita la aspiración recurrente del autor que desea superar la muerte gracias a que su obra continuará siendo apreciada por la comunidad de lectores a la que se dirige (Nasta 2004).

Así, durante las cinco décadas en las que se compone y publica la mayoría de poesía augústea (c. 30 a. C.–18 d. C.), se acuñan y elaboran, por parte de autores de gran influencia en la posteridad, todas las dimensiones de la relación de la fama con la literatura: la alegorización (la fama como personaje literario), la reflexión sobre el papel de la fama en la vida humana en general pero, sobre todo, en la del poeta (el escritor) en particular, y el poder que el poeta, gracias a su fama, tiene sobre la perduración de aquellos objetos que «toca». Cuando la literatura posterior, muy a menudo estableciendo conexiones directas con estos precedentes, vuelva sobre el tema, lo hará girando en torno a estos ejes.

Edad Media: España. Del mismo modo que para los héroes homéricos la fama era cuestión de importancia, también para el primer personaje de la literatura española es un asunto central: como ya señaló Lida de Malkiel (1952, p. 127), es precisamente el ansia de que se le reconozca su buen nombre lo que mueve las acciones del Cid en el Poema. En los siglos siguientes, la literatura castellana de la Edad Media refleja las líneas generales por las que el tema de la fama discurrió en el conjunto de la literatura medieval europea, y que pueden resumirse en cuatro: a) la fama alegorizada o personificada dentro de un poema que narra la visión o el sueño del poeta; b) el ideal caballeresco, que entronca con la épica y de algún modo reactualiza la idea gloria de los guerreros homéricos; c) la fama como objeto de reflexión moral en el seno de la literatura sapiencial; d) la idea de la poesía o la literatura como instrumento otorgador de fama (Curtius, 1948), que surge y adquiere vigor en el ámbito de la poesía trovadoresca y luego se traslada a la de cancionero castellana (Zinato 2014).

Uno de los géneros más asentados en la literatura medieval es, en efecto, el de los poemas alegóricos, presentados como visiones, sueños o viajes del poeta y entre los que sobresale, por supuesto, la Divina comedia de Dante, que trata casi de pasada sobre el deseo de fama como una manifestación de soberbia en Purgatorio (9, 91ss.). Son autores como Chaucer y Petrarca quienes sí dedican composiciones específicas a la fama: el primero con su obra La casa de la fama (The House of Fame, ca. 1380) y el segundo con uno de sus seis Triunfos (en concreto, el cuarto, situado significativamente después del de la muerte). Ambos abren el camino de numerosas reelaboraciones del tema: Chaucer describe la «casa de la fama», donde se reúnen los que la han alcanzado y donde quieren entrar los que no la tienen, pero aspiran a ella, sentando así un precedente de prolongada duración que, vulgarizado, llega hasta los modernos «halls of fame» del mundo del deporte o del espectáculo de hoy en día. Petrarca, por su parte, con la excusa de la procesión formada por hombres famosos que acompañan a la fama en su desfile triunfal, contribuye al prestigio de las recopilaciones, alegóricas como la suya o no, de semblanzas de figuras ilustres (como las de, por referirnos al ámbito castellano, Fernán Pérez de Guzmán).

Aunque durante toda la Edad Media la idea de la fama terrenal se ve postergada por la de la vida ultraterrena que propugna el cristianismo, surgen en el ambiente cortesano aprecio e interés por el deseo de gloria que ha de caracterizar a todo caballero digno de ese nombre, y que habrá de adquirir mediante el logro de hazañas y el cultivo de la virtud. Según Lida de Malkiel (1952, p. 167), es el Libro de Alexandre «el texto de la España medieval más importante para la idea de la fama», porque, al igual que su fuente (la Alexandreis), revive el afán de gloria del personaje antiguo, de tintes claramente paganos, y porque la figura de Alejandro, jefe militar y explorador de nuevas tierras, se reelabora en clave caballeresca (Cañas Murillo 1995). Del mismo modo, los caballeros del Amadís (publicado en 1508, pero que incluye materiales de, al menos, mediados del XV) se caracterizan por su ambición de fama, su preocupación en mantenerla y su interés por ampliarla, incluyendo en esto último el afán por aparecer en los libros que canten sus hazañas (Lida de Malkiel 1952, pp. 261–263): se trata, una vez más, de la fama propia del héroe épico, pero pasada por el tamiz del ideal caballeresco y unida, en el propio texto, a la idea de perduración gracias a la literatura.

No es, sin embargo, la fama que alcanza el caballero por sus gestas la que le interesa a un autor como don Juan Manuel, sino la de la valoración de los demás, la de la buena opinión de la comunidad a la que pertenece, y con ese sentido la utiliza Patronio en un buen número de ocasiones en El conde Lucanor y la hace aparecer don Juan Manuel en otras de sus obras. Lida de Malkiel (1952, pp. 207–220) insiste en la situación de este autor como un noble postergado, como nieto mal colocado nada menos que de Fernando III, para explicar la importancia que concede a una fama que, en contra de la ortodoxia, no ha de ser ascéticamente despreciada como bien mundano o perecedero: según esta estudiosa (1952, p. 208), a don Juan Manuel «la fama le importa y mucho». Más allá del caso concreto de este autor, el concepto de fama hace su aparición con cierta recurrencia en otras obras de la literatura sapiencial, pero siempre en un marco didáctico que lo aleja de la intersección con asuntos literarios que aquí nos interesa más.

A lo largo del siglo XV, no obstante, se va produciendo un cambio de mentalidad que concede un espacio mayor a la idea de la fama, hasta el punto de que puede detectarse un extendido deseo de gloria entre la nobleza castellana de esa centuria. Este fenómeno se refleja en los dos mayores poetas del reinado de Juan II, el Marqués de Santillana y Juan de Mena, pero, como ha explicado Lida de Malkiel (1952, pp. 276–278), con resultados distintos. Así, el Marqués de Santillana no exhibe un auténtico interés personal por la fama y las alusiones a la misma en su obra van más en la línea de amoldarse a la nueva moda literaria: es más, incluso formula sus prevenciones ascéticas hacia el ansia de gloria. Juan de Mena, por el contrario, nunca hace advertencias de tipo moral contra la fama ni llega siquiera a insinuar que su valor sea secundario respecto al de la vida eterna, asumiendo además de manera muy activa el papel de otorgador de fama gracias a la asegurada perduración de su obra.

Es en un poeta de la generación siguiente donde encontramos la solución sintética a esta tensión: como es bien sabido, Jorge Manrique plantea en sus famosas Coplas la existencia de tres vidas: la eterna, la terrenal y la de la fama, la cual permite cierto tipo de superación de la muerte en el recuerdo de la posteridad gracias a las buenas obras del individuo. Manrique, que no deja de ser un ascético y en momento alguno cuestiona que la vida eterna sea el único fin realmente deseable, no alberga dudas sin embargo acerca de que la fama deba ser preferida por delante de los otros bienes que se pueden obtener en la vida terrenal (Orduna 1967).

Siglo de Oro: España. La fama, así como los cercanos conceptos de «honra» y «honor», son elementos constitutivos esenciales de cómo se entiende la identidad personal de hombres y mujeres en el Siglo de Oro (Castro 1972), y aparecen consecuentemente por doquier como motor decisivo de los argumentos más variados y en los más diversos géneros literarios. Así, en la producción dramática de la época casi no hay pieza en la que no se utilice el término: una búsqueda en la base de datos Teatro español del Siglo de Oro da como resultado más de 5.000 ocurrencias de «fama» en las algo menos de 800 obras dramáticas que contiene (sobre el tema, Arellano 2015 y Lauer 2017). Por el contrario, una indagación similar en el Corpus Diacrónico del Español de la Real Academia Española muestra que hay poco rastro de «fama» en la novela picaresca, cuyo mundo se encuentra lejos de las preocupaciones de las clases más nobles por la honra familiar y de las elites literarias por la fama individual. Es, sin embargo, en el género más desatendido hoy en día, la épica, donde la fama tiene una presencia más visible. En efecto (de nuevo según el CORDE), encontramos cifras de apariciones del término como las siguientes: 90 en la Hispálica de L. Belmonte (1618), 33 en la Dragontea de Lope de Vega (1598), 117 en la Austriada de J. Rufo (1584), y nada menos que 150 en la Jerusalén conquistada, también de Lope (1609), y 217 en el Bernardo de B. de Balbuena (1624).

En varias de estas epopeyas hacen aparecer sus autores a la Fama como personaje alegorizado que, al igual que en la Eneida, se encarga de difundir las buenas y malas noticias y está dotada de las alas y de los otros atributos virgilianos. Cumplen así con el insoslayable peaje de modelar la épica moderna sobre la de Virgilio, pero responden también a la enorme presencia de la personificación de la Fama en las artes visuales del momento (Hardie 2012, pp. 603–639; Cheney 2013). Entre los emblemas de Alciato no hay ninguno que se dedique a la fama con ese término, pero el 136 celebra el renombre obtenido gracias al valor (con la imagen del sepulcro de Aquiles) y el 132 tiene como tema, este sí, la superación de la muerte a través de la literatura (el lema es ex litterarum studiis immortalitatem acquiri, «alcanzar la inmortalidad gracias a la dedicación a las letras»). El valor ambivalente de la Fama que venimos mencionando lo refleja perfectamente Cesare Ripa en el amplio repertorio de descripciones (las primeras ediciones no contenían imágenes) para poetas y escritores que es su Iconologia (1593), ya que presenta en orden sucesivo (Ripa 1593, pp. 73–75) la fama tal y como la refleja Virgilio y, después, dos Famas opuestas: la buena («Fama buona») y la mala («Fama cattiva»), resolviendo así, por escisión, la cuestión de la dualidad moral y consagrando, también, un atributo que jamás dejará de acompañar a la Fama: la larga trompa con cuyo toque anuncia su presencia.

En cuanto a la fama como preocupación metaliteraria, perdura en el Siglo de Oro la antigua tensión entre la aspiración del autor a la inmortalidad y la valoración de la fama como pecado de soberbia (Strosetzki 1996, pp. 75–80), pero se generaliza una diferencia de actitud que tiene que ver con la autoconciencia del poeta, como ha mostrado Ruiz Pérez (2004). Según este estudioso, mientras que el poeta medieval se ve a sí mismo como otorgador de fama pero no del todo capacitado para disfrutarla, la introspección que conlleva el marco de la lírica petrarquista posibilita que el autor español del XVI en adelante se sitúe a sí mismo en la cadena de «autores famosos» como uno más y reivindique su puesto en la misma: ni qué decir tiene que las feroces rivalidades de la escena literaria de la época pasan necesariamente por escritores con este elevado concepto de sí mismos y de sus obras.

Las dimensiones y la relevancia de la producción literaria del Siglo de Oro hacen imposible intentar siquiera una síntesis de orientaciones y posturas acerca de la importancia de la fama como concepto, pero el caso concreto de dos figuras puede ser ilustrativo: nos asomaremos pues brevemente a Cervantes y Gracián.

En una de sus piezas dramáticas, la celebrada Numancia, Cervantes hace converger diversos hilos relacionados con la fama que ya hemos visto, dándoles nuevo sentido. Así, pone en escena a la Fama como el personaje que profetiza la gloria que obtendrán los numantinos por su resistencia y sacrificio al entregarse a un ideal, el del pro patria mori, de origen antiguo, revitalizado por el humanismo y sobre el que se superpone el del martirio cristiano (Vivar 2000 y Esteban Naranjo 2018). Pero no solo eso: la fama de Numancia —advierte la Fama— será casi eterna, porque, aunque mueran los numantinos, su recuerdo será perdurable gracias a que renacerá (como ave fénix, dice) en el carácter valeroso y entregado de los futuros españoles.

Más ligera en tono y profunda en complejidad es la visión de la fama que puede extraerse del Quijote. Como bien ha mostrado Riley (2002), la fama es un tema fundamental de la obra, ya que es lo que persigue don Quijote a la manera de los héroes y caballeros de los que ya hemos tratado más arriba. La novela, además, acaba incluyendo en la narración, como ya había hecho el Amadís, la aparición de obras literarias que relatan las aventuras del protagonista de las que él mismo llega a tener noticia, dando así lugar a varias idas y venidas de la fama entre lo literario y lo real en varios planos de ficción que muestran la conocida ansia del autor por obtener una fama literaria vinculada al correspondiente desahogo económico.

La fama es uno de los motivos recurrentes de la obra de Baltasar Gracián, que la incluye como tema de reflexión una y otra vez en sus diferentes obras y cuya obtención constituye uno de los máximos anhelos de este escritor. Así, su primera obra, El Héroe (1637), lleva como subtítulo en el autógrafo conservado el lema «amante de la fama» (Egido 2014, p. 35), y uno de los fines principales que persigue con sus primeras obras es alcanzar fama literaria, para lo que acude no solo a la confianza en el mérito de sus propias composiciones, sino también a la relevancia de los temas tratados (como la figura de Fernando el Católico en El Político) y a la importancia de los dedicatarios.

Frustrado su intento de lograr una posición exitosa en la república literaria de la corte durante su estancia en Madrid, Gracián persistió en su aspiración a la fama mediante obras de título y enfoque paradójico, como la Agudeza y arte de ingenio y el Oráculo manual y arte de prudencia, obra esta última en cuyo aforismo número 10 contrapone explícitamente fama y fortuna: la primera dependería, sobre todo, de la propia virtud (aunque combinada con la habilidad social necesaria para obtenerla y conservarla), mientras que la segunda sería, esencialmente, caprichosa e inestable.

En fin, como señala Egido (2014, p. 28), en Gracián se superpone la búsqueda de la inmortalidad, por un lado, «con la de la felicidad y la de la fama, terminando por sustituirlas» y, por otro, con la «de la sabiduría, verdadero hilo conductor de todas sus obras», hasta el punto de que en su última obra, El Criticón, hace Gracián que sus protagonistas, tras la visita al castillo de la sabiduría, reemplacen la búsqueda de la fama por la entrega a Dios (Egido 2014, p. 223).

Del XVIII al XXI. La literatura y la reflexión sobre la literatura en el siglo XVIII están fuertemente marcadas, como es sabido, por un nuevo racionalismo enemigo de excesos estéticos y por una mirada crítica hacia a la tradición y las categorías heredadas. Buena muestra de ello es la Poética de Ignacio de Luzán (1737), quien, por ejemplo, elogia el Quijote (Poética 3, 1), pero censura varios defectos de las obras dramáticas de Cervantes, en especial el «haber introducido en el teatro personas morales personalizando los afectos del alma», al componer piezas en «donde hablan el Temor, la Curiosidad, la Desesperación, la Buena Fama…» (Luzán se refiere a La casa de los celos). En la misma obra, para aludir a lo que el lector o espectador medio puede conocer sobre posibles personajes, argumentos, tramas, etc., plantea Luzán la alternativa historia / fama (hasta por siete veces, en Poética 3, 4; 3, 7; 3, 10 y 3, 14), diferenciando así en el origen de ese conocimiento la solidez y fiabilidad de la historia frente a la tradición más vaga y de dudoso crédito que representa la fama. Esto es, que, para el neoclásico Luzán, la fama (al igual que otras abstracciones) no debe ser objeto de personificación, sino que, como fuente de noticias, ha de oponerse a la más fiable de la historia y, además, yendo a la cuestión del canon, no supone garantía de calidad literaria, ya que en el pasado se habría otorgado fama a autores que no la merecerían (según afirma en 2, 15).

Ideas muy parecidas defiende Gregorio Mayans, prácticamente contemporáneo de Luzán, que publica una extensa Retórica (1757) donde propone una selección de autores, entre ellos varios poetas que por la excelencia de su estilo han de servir de modelo a quien aspire a la elocuencia. Junto con las preferencias que revela en otras obras anteriores de asunto más claramente poético, Mayans estaría constituyendo una especie de, en palabras de Étienvre (2007), «Parnaso español», en el que, subraya esta estudiosa (Étienvre 2007, pp. 694 y 699), la «fama» (la pertenencia a un canon heredado) no es razón única ni suficiente para que Mayans incluya a tal o cual autor en su nómina (en su nuevo canon), ya que deja fuera a poetas consagrados y da entrada a otros poco conocidos afirmando, como Luzán, lo necesariamente revisable de algunas famas.

A lo largo del siglo XIX el mundo literario occidental sufre un profundo cambio que gira en torno a dos ejes principales: la fractura estética que, con respecto a la tradición literaria anterior, supone la difusión del Romanticismo, y el desarrollo de la sociedad burguesa, que conlleva una considerable extensión de la educación simultáneamente al asentamiento del capitalismo como modelo económico. Así, la estética romántica, con su exaltación del genio y de la figura individual del autor, hace que la fama se asocie en gran medida a la originalidad creativa. Por otro lado, la fama y el valor de una obra o un autor son el resultado, como propuso Bourdieu (1995) en una descripción del campo literario válida durante casi todo el siglo XX, de una lucha incesante entre los distintos agentes implicados en el campo de la producción (autores y empresas editoriales, sobre todo), que aspiran a obtener una posición lo más cercana posible al monopolio.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, la alfabetización casi universal, el crecimiento de los medios de comunicación de masas y la transformación de la sociedad en «sociedad del espectáculo» (Debord 1976) han acarreado varias consecuencias: la fama, independientemente de si se trata de la literaria o no, como cifró Andy Warhol en su célebre frase sobre los quince minutos, está al alcance de cualquiera, pero, al mismo tiempo, sujeta a inmediata caducidad. Por ello mismo, el concepto de fama se ha devaluado considerablemente y se asocia más a campos ajenos al arte y la literatura y relacionados con la exposición mediática: lo «famoso» está teñido de sospecha y frivolización y, de no ser para referirse a un pasado en parte idealizado, «famoso» y «fama» no responden al brillo y el prestigio cultural de épocas anteriores (algo que puede verse, por ejemplo, en el constante cuestionamiento por parte de la «alta» cultura de los mayores éxitos editoriales de ventas).

En fin, el cambio radical en las condiciones de producción y consumo de «literatura» que han producido internet y la comunicación a través de redes sociales nos plantea un horizonte del que aún nos tenemos que hacer cargo, pero que pone a la fama asociada a la literatura en una situación de tensión entre una interminable fragmentación de públicos y la globalización sin límites.

Bibliografía

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Jorge Fernández López

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