filohelenismo
Compuesto del griego phílos «amigo», «amante» y del Lat. mod. hellenismus, procedente a su vez del Gr. Hellēnismós, que denomina a la influencia ejercida por la antigua cultura griega en la civilización y cultura posteriores (Fr. Philohélénisme, Ing. Philohelenism, It. Filoellenismo, Al. Philohelenismus, Port. Filoelenismo).
El «fileleno» o «filoheleno» se define como el amante de la cultura griega. La palabra se acuña en el siglo XIX, en plena época de guerra de independencia del pueblo griego respecto al Imperio Otomano (1821–1829), por lo que el término se extiende a denominar también y principalmente a los defensores de la causa por la independencia griega frente a dicho imperio.
Desde el comienzo del Renacimiento, con el descubrimiento de los textos clásicos, Occidente había vuelto su mirada al mundo antiguo, viendo en él no solo su fuente de inspiración temática, sino el modelo canónico al que seguir en la elaboración de la obra artística o literaria. Esta situación se perpetúa hasta comienzos del siglo XIX, cuando los autores clásicos grecolatinos dejan de constituir el modelo de la preceptiva literaria. No obstante, no se debe caer en la simplificación de pensar que el movimiento romántico implica, sin más, la ruptura con el mundo clásico, pues la tan manida oposición entre los conceptos de lo clásico y lo romántico no supone, de ninguna manera, que los escritores románticos rechazaran la presencia de lo grecolatino en sus obras. Lo que sí es cierto es que, durante el llamado periodo neoclásico, el mundo grecolatino —y, especialmente, el latino— emerge con especial fuerza en el canon estético y se introduce en la preceptiva literaria asimilado al racionalismo y al didactismo. La ruptura con el pasado que supone el movimiento hace que sus seguidores incorporen el mundo clásico a su obra de una manera diferente, haciendo de la Antigüedad la imagen ideal de los valores que propugnan: si en el siglo XVIII clasicismo equivalía a mesura, equilibrio y racionalidad, en el XIX, una vez roto el canon literario, clasicismo —y, sobre todo, helenismo— equivale a rebeldía, independencia y libertad. Sin embargo, como es de esperar, detrás de esta revalorización y nueva utilización del mundo helénico hay un largo proceso que, con distinta incidencia, se deja ver en los diversos países europeos desde el siglo anterior.
Por una parte, los descubrimientos arqueológicos de Pompeya (1748) y Herculano (1738) dejan a la vista del hombre moderno la vida cotidiana de la antigua Roma tal y como era en el momento de la erupción del Vesubio, lo que acrecienta las ansias viajeras y turísticas de las personas de la buena sociedad, y que, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, se hace indispensable para la educación de los jóvenes de clase media-alta, especialmente en Inglaterra, aunque también, en distinta medida, en el resto de las naciones europeas.
Resulta reseñable, sobre todo, el proceso de revalorización de lo helénico que se lleva a cabo en Alemania y que se focaliza, desde el punto de vista literario, en el llamado prerromanticismo alemán, más exactamente conocido como el movimiento del Sturm und Drang, que propugna lo griego como la expresión más elevada de los sentimientos y pasiones, y cuya más pura encarnación la constituirá el personaje de Euforión de Goethe.
En paralelo a la recuperación del mundo helénico por la literatura alemana, se produce, desde el punto de vista institucional, una reivindicación del mundo griego en el marco de la renovación del sistema universitario alemán, lo que repercutirá, en distinto grado, en el resto de los sistemas educativos europeos y en las reformas llevadas a cabo en ellos entre los últimos años del siglo XVIII y el comienzo del siglo XIX, con la incorporación de la «Altertumswissenschaft» o las «Ciencias de la Antigüedad», en cuya base se halla el deseo de recobrar el sentimiento de pureza de Europa con la recuperación de sus orígenes griegos. En el marco de este proceso brillan algunos de los más conspicuos representantes de la nueva intelectualidad alemana, como es el caso del estudioso del arte antiguo Johann Joachim Winckelman, el del mayor representante del helenismo romántico, Friedrich August Wolf, o el de su amigo Wilhelm von Humboldt, renovador educativo y autor del texto programático «Sobre el estudio de la Antigüedad y del griego en particular».
También en Inglaterra a lo largo del siglo XVIII se ve incrementado el interés por las lenguas clásicas y, especialmente, del griego, hasta llegar, ya en el XIX, a imponerse una extraordinaria valoración de las «Classics», que se introducen en el sistema educativo de las «Public Schools», como medio de formación moral e intelectual de los jóvenes de las clases dirigentes.
Al mismo tiempo, en la Francia posrevolucionaria se extiende, tal vez como forma de evasión tras el trauma de los acontecimientos vividos, la lectura de libros de viaje ambientados en la antigua Grecia, representados sobre todo por las obras de Jean-Jacques Barthélemy, Viaje del joven Anacarsis á la Grecia, que se había publicado en 1788, y de Étienne-François de Lantier, Viajes de Antenor por Grecia y Asia, con nociones sobre Egipto: manuscrito griego del Herculano, publicada 1798.
Ciertamente, España no se integra con el mismo ímpetu en estas corrientes europeas que prepararán el ambiente para el estallido del Romanticismo, pero eso no quiere decir que esté completamente ajena a la moda imperante de los viajes (por imaginarios que resulten) a suelo helénico ni a la de literatura de viajes, algo que se deja ver perfectamente en las publicaciones e, incluso, en la prensa del momento, como demuestra el hecho de que desde comienzos del siglo XIX en los diarios se publiquen resúmenes y extractos de esta literatura viajera. Desde luego, El viaje del joven Anacarsis ve la luz muy pronto en suelo español, ya que la primera traducción data de 1796 y es reeditado en diversas ocasiones entre 1811 y 1814, así como Los viajes de Antenor ven su versión española, llevada a cabo por Bernardo María de la Calzada, en 1802, solo cuatro años después de su edición original francesa.
Pero también hay otras obras de viajes por el ámbito griego que, aunque menos populares que las anteiormente referidas, aparecen resumidas, extractadas o publicitadas en los diarios españoles de la época. Aunque en ellas prima el elemento de la descripción geográfica, es interesante señalar que ya se percibe puntualmente en su contenido el lamento por la degradación de la Grecia clásica a causa de la barbarie mahometana y subyace la idea de la superioridad natural de Grecia, algo que tanto arraigará en el movimiento romántico.
Al margen del hallazgo y relectura del mundo helénico por los mencionados escritores y pensadores de finales del siglo XVIII, los acontecimientos históricos influyeron notablemente a la hora de forjar el ideal de Grecia por parte de los escritores del Romanticismo europeo. En este momento de revalorización de las pasiones, el elemento nacionalista, tan sensible a los sentimientos individuales, comienza a invadir Europa, de modo que se suceden las revoluciones, sobre todo a partir de la de 1820 (que afecta a Italia, Portugal, Grecia y España), que constituirán la base para las unificaciones de Italia y Alemania, y que solo llegan a consolidarse ya bien avanzada la centuria. Dentro de estas corrientes nacionalistas destaca el movimiento de liberación griego, ya que la antigua Hélade en este momento constituía parte del imperio Otomano desde que fuera tomada Constantinopla por los turcos en 1453. Más que el elemento religioso y su afán por eliminar el islam del territorio europeo, es el reconocimiento que los Estados europeos tienen de la importancia de la Grecia clásica en la génesis de Europa —tan propugnada por los renovadores universitarios alemanes— lo que hace que se extiendan en el continente las simpatías para con la revolución griega iniciada en 1821 y que se resolverá con la configuración del nuevo Estado griego al final de la guerra contra los turcos, en 1832.
Desde luego, los sentimientos de solidaridad con el levantamiento griego corren como la pólvora por las distintas naciones europeas, donde prenden especialmente dentro de la juventud de clases ilustradas que, rápidamente se organizarán en sociedades y comités de apoyo al pueblo heleno, lo que cristalizará, en última instancia, en el alistamiento de voluntarios para combatir junto a las tropas griegas. El gesto más conocido es el del padre del Romanticismo inglés, Lord Byron, que muere en el sitio de Missolonghi (1824), donde lucha como voluntario, o el de su amigo Shelley, que fallece poco antes de zarpar hacia Grecia. El afán filoheleno llegará a cruzar el océano y a arraigar en el continente americano, donde va a encontrar gran eco en los ámbitos universitarios, aristocráticos y en las clases adineradas de los países.
La situación en España es diferente por el consabido aislamiento de nuestra nación y por la propia historia interna de nuestro convulso siglo XIX. Se ha hecho notar, no obstante, las simpatías que por el movimiento de liberación griego se dieron en los círculos militares españoles del Trienio Liberal (1820–1823), defensores de la Constitución de 1812, por la proximidad de objetivos y el paralelismo hasta en la denominación de «Guerra de la Independencia» para la mantenida por los españoles contra el invasor francés en la década anterior y la mantenida por los griegos contra el ocupante musulmán.
Ciertamente, durante los años de la guerra española contra el francés existe testimonio del recurso argumental a Grecia tanto por los elementos más radicales como por los más conservadores del momento, pues si los primeros identifican a Grecia con la libertad política, llegando a componer odas en su alabanza, los segundos aluden a los excesos liberales de la civilización grecorromana para hacerlos responsables de su destrucción.
Por lo demás, aunque las circunstancias del gobierno absoluto de Fernando VII entre 1814 y 1820 no debieron de facilitar las noticias sobre la génesis de la revolución griega, sí que es cierto que el interés por el redescubrimiento de Grecia se filtra en la prensa española a través, la mayor parte de las veces, de traducciones de artículos extranjeros, que dan cuenta de los viajes de estudiosos europeos a suelo helénico. La situación cambia con la llegada del Trienio Liberal, lo que, añadido al hecho de que la revolución griega eclosiona en un momento en que para los españoles se inicia el esperanzador y fallido periodo constitucional, hace que, en un principio, las noticias griegas se acojan en España con entusiasmo, y permite observar las simpatías liberales por las acciones de los griegos con vistas a recobrar la libertad que el yugo otomano les negaba. Sin embargo, el eco que, naturalmente, pudo tener el estallido de la revolución en Grecia entre las clases letradas hispanas no fue lo suficientemente intenso como para que en nuestro país se formaran los grupos de apoyo a Grecia que sí hubo en el resto de los países europeos y en los Estados Unidos, de forma que el enrolamiento de españoles en las tropas de la causa griega fue algo prácticamente inexistente en nuestro país, cuyos jóvenes tenían sobrados motivos para ejercer sus ansias liberales dentro de la tierra patria.
Consecuentemente, la estética filohelénica en la literatura española, con la aparición de exaltados caudillos griegos en lucha por la libertad como personajes de la poesía y de la narrativa, será más bien algo importado de forma secundaria a partir, sobre todo, de la poesía byroniana, sin que ello signifique que, al menos, las personas ilustradas no fueran ajenas al conflicto griego, cuyo eco en la prensa deja testimonios evidentes.
Cierto es, sin embargo, que las primeras publicaciones de libros en España sobre el tema de la independencia griega no se producen hasta una fecha cercana a 1829–1830, si bien desde mediados de la década ya aparecen traducciones de obras extranjeras, mayoritariamente francesas, dedicadas al tema filohelénico, a veces realizadas de forma anónima, a veces firmadas con pseudónimo, y que, en cualquier caso, dejan notar que el conflicto nacionalista griego ya ha cobrado carta de naturaleza España (Latorre Broto 2019). Es el caso del Escrito sobre la Grecia de Chateaubriand (Madrid, Sancha, 1828), aunque resúmenes de las crónicas de su célebre viaje ya habían visto su publicación en traducción española dentro de la prensa de comienzos de siglo. De tema claramente filohelénico, centrada en la lucha greco-turca, es destacable la traducción de la obra de Auguste Fabre, Historia del sitio de Missolonghi (Madrid, Sancha, 1828), solo dos años después de su primera edición francesa, en una versión que aparece sin autor, aunque se ha apuntado la posibilidad de que este fuera Juan José Puche y Montalbán. Un segundo caso de traducción de un texto francés dedicado a la insurrección griega lo constituye Noticias de la Grecia durante la campaña de 1825 o Memorias históricas y biográficas de Ibrahim, su ejercito, Khourchid, Séve, Mari y otros generales de la espedicion de Egipto en Morea, por H. Lauvergne; traducido libremente del frances al español por L** (Torner, Barcelona, 1829). Se trata de una traducción anónima de la obra de Hubert Lauvergne, que se había publicado en Francia en 1826. Sin embargo, antes de 1830 se documentan dos obras propiamente españolas donde, en distinta medida, se hace referencia al asunto greco-turco: la primera en el tiempo es debida a Fermín Caballero, y se prolonga en distintos títulos entre 1826 y 1830: La Turquía, teatro de la guerra presente (1826); Mapa exacto de la guerra de Turquía (1828); La Turquía victoriosa (1829) y Noticias sobre Turquía (1830). Asimismo, el militar liberal español José Manuel San Millán y Coronel, bajo el pseudónimo de Vicente Antonio Roger y Coma, publica Descripción geográfica, política, militar, civil y religiosa del Imperio otomano (Madrid, 1827, con reedición en el año 1829). Una postura más evidentemente filohelénica presenta la obra del propio San Millán, firmada, en este caso, como Marcos Manuel Rio y Coronel, Compendio histórico del origen y progresos de la insurrección de los griegos contra los turcos: desde el año 1821 hasta la llegada a Egina del presidente actual de la Grecia (Madrid, Ramos y Compañía, 1828).
Dentro de la literatura del Romanticismo, por decirlo en términos muy amplios y generales, son dos los ámbitos que los escritores europeos de la época encuentran como marco idóneo para dar forma a sus ideales, y en ambos casos se vuelve la vista a un pasado idealizado donde impera la pureza de los más nobles sentimientos, la individualidad y el retorno a la naturaleza, como propugna la estética del momento. Este pasado ideal se materializa acudiendo bien a la Edad Media, bien al mundo clásico y, muy especialmente, al mundo griego, tan evocado en la época al calor de la guerra contra el turco. Cada uno de estos ámbitos se ha identificado con una corriente distinta del Romanticismo: el Romanticismo moderado, de carácter católico, volvería sus ojos con nostalgia al medievo, y el Romanticismo progresista, rebelde e irreligioso, preferiría el imaginario del mundo griego. Los exponentes máximos de ambas corrientes serían, respectivamente, Walter Scott y Lord Byron en la literatura inglesa. Esta división tan tajante que tiene lugar en las letras inglesas difícilmente encontrará su correlato en las hispanas, con mucha frecuencia influidas por aquéllas, cuando no sus claras imitadoras. En España es el Romanticismo de Walter Scott el que prevalece como modelo estético, sin embargo, no por ello dejará de observarse ciertos ecos del mencionado Romanticismo filohelénico. Durante los primeros años de la década de los 30 del siglo XIX se pueden ver algunos ejemplos de este tema en poetas del momento, como Eugenio de Ochoa, José de Espronceda o Francisco Martínez de la Rosa, que dedican entusiásticos versos al alzamiento de la Grecia sometida. Es hecho comúnmente aceptado que esta breve veta del Romanticismo en España aparece por influencia de la obra de Lord Byron, posiblemente por vía indirecta a partir de Las Orientales de Víctor Hugo.
Uno de los ejemplos más tempranos de esta poesía de tema filohelénico es «Despedida del patriota griego de la hija del apóstata», de Esproceda, recreado sobre un original inglés de mitad de la década de los 20, junto con la «Canción guerrera con motivo del levantamiento de los griegos», escrito desde el exilio por el aún neoclásico en su forma Martínez de la Rosa, y publicado entre sus poemas en 1833. En ese mismo año está fechado el poema «A Grecia», de Eugenio de Ochoa, donde, de la misma manera, se exhorta al levantamiento del pueblo griego. Una variante del tema filohelénico, consistente en exaltar los hechos de la Grecia clásica para después extrapolarlos a los sucesos coetáneos, aparece en otro poema del propio Ochoa, titulado «Leónidas», donde nuestro romántico evoca la figura del rey espartano que dirigió a los griegos frente al invasor persa y que fue derrotado en las Termópilas y muerto por orden del monarca aqueménida. Más testimonios, aunque menos puestos de relieve hasta el momento, nos ofrece la narrativa de época romántica española que presenta ecos de tema filoheleno. En el corpus que hemos recogido podemos distinguir hasta tres tipos de uso del tema filohelénico, en función del momento y lugar en que se desarrolle la acción narrativa: el conflicto greco-turco coetáneo, la lucha contra los turcos en tierra griega durante el siglo XVI y la propia Antigüedad.
El primer tipo, por decirlo así, el más claramente filohelénico en el sentido usual del término, presenta la acción en el marco geográfico y temporal greco-turco contemporáneo al autor. En este grupo se encuentran Amor y religión o la joven griega (Cabrerizo, 1830), sin nombre de autor, y Grecia o la doncella de Missolonghi (Mompie, 1830), obra de Estanislao de Kotska Vayo. Esta última tiene la peculiaridad de enmarcar la acción en la ciudad griega que se convirtió en símbolo de la lucha y sacrificio del pueblo heleno, por haber sido sitiada dos veces y finalmente tomada por los turcos, y, sobre todo, por haber muerto en ella el mayor exponente del Romanticismo filoheleno, Lord Byron.
El segundo tipo sitúa la acción narrativa en el contexto de las luchas de los españoles contra el turco donde se produjo la Batalla de Lepanto. Aquí aparece Kar-Osman, Memorias de la casa de Silva (Bergnes, 1832), obra de Ramón López Soler. Esta novela cuenta con la particularidad de aunar el tema de la exaltación de Grecia (y Europa) contra el turco, con otro asunto cultivado por los novelistas españoles del momento, como son las hazañas de época de la casa de Austria.
La última novela que hemos seleccionado, y que conformaría un tercer modo de insertar el tema filohelénico en la narrativa, es también obra de López Soler, que en esta ocasión firma con uno de sus pseudónimos como Gregorio Pérez de Miranda y centra su acción en la propia Antigüedad: se trata de Las ruinas de Persépolis, libro traducido del latín e ilustrado con varias notas por Gregorio Pérez de Miranda, publicado en 1832, ambientada en el mundo del Mediterráneo y Oriente ptolemaicos. Se da la circunstancia de que esta novela, pese a tener de fondo la cultura griega (postclásica), se ambienta en lugares exóticos de Asia, uniéndose así el gusto por el mundo griego con otra de las corrientes que triunfa en la narrativa y la poesía de época romántica: el «orientalismo», que obedece a la voluntad de lejanía y exotismo y que desarrolla un concepto de oriente pagano, enfatizando sus aspectos más sensuales, con presencia de odaliscas, cautivas y sultanas.
Dentro del apartado de narrativa podemos incluir también, a modo de colofón, aquellas adaptaciones románticas de novela extranjera de tema griego, como es el caso de Las Aventuras de Safo y Faón: historia griega, puestas en español por P. S. P., publicadas por Cabrerizo en 1832, que no es más que la traducción y adaptación a la estética romántica del momento de la obra italiana de finales del siglo anterior Avventure di Saffo, poetessa di Mitinele, traduzione dal greco originale, nuovamente scoperto de Alessandro Verri (Tip. Patria, 1780).
Cabe reseñar que, dejando aparte el enigma de autoría que presenta la novela Amor y Religión, son solo dos los escritores hispanos, Ramón López Soler y Estanislao de Kostka Vayo, los que buscan sus argumentos, de una manera u otra, volviendo los ojos a Grecia. Ambos tuvieron peso en los inicios y en el desarrollo de la narrativa romántica hispana, cada uno desde las otras dos ciudades que, junto con Madrid, fueron el epicentro desde el que se irradió la nueva estética romántica a todo el país: Barcelona y Valencia. Ambos tuvieron también en común su formación humanística: López Soler en la Universidad de Cervera, y Vayo como alumno de las Escuelas Pías valencianas, así como también coinciden en sus intentos de aunar el clasicismo del que procedían con las nuevas corrientes románticas que ellos conocían a través de los principales exponentes europeos, como Byron o Scott, y que tanto influyeron en su obra.
En cuanto al teatro, en 1830 se estrena en Sevilla, con gran éxito de crítica y público, un drama de Francisco Martínez de la Rosa de tema mitológico griego: Edipo: tragedia en cinco actos, cuya primera edición es de 1829. No es, desde luego, lo habitual que se lleve un tema clásico al teatro en estos momentos de incipiente implantación de la estética romántica, con un espectador ávido de que se dramaticen temas medievales o de la historia de España, como ya había hecho el propio Martínez de la Rosa en su Morayma (1829) y volvería a hacer inmediatamente en La conjuración de Venecia. Año de 1310 (1830) y poco después en Aben Humeya (1836). Sin embargo, el estudio monográfico de su Edipo ha puesto de manifiesto cómo elementos clave del argumento mítico se han reinterpretado por el dramaturgo español en clave romántica: el destino trágico del personaje, el homicidio involuntario de un familiar, la locura o el amor fatídico que conduce a la muerte son elementos del Edipo que tendrán su peso fundamental dentro del drama del Romanticismo. No podemos dejar de pensar en la coincidencia cronológica del estreno y extraordinario éxito del Edipo y el breve resurgir del interés por el mundo helénico en nuestro país, como vamos a consignar seguidamente.
Junto con la pregunta acerca de la existencia más o menos marcada de la estética filohelénica en España, cabe cuestionarse si existió una relación entre el eco de los sucesos de Grecia en lucha contra el Imperio Otomano y la preocupación por los estudios helénicos en España. Una excelente clave documental la ofrece el texto de una censura de la Traducción de Anacreonte, Safo, y Tirteo, realizada por José del Castillo y Ayensa. La censura, fechada en 23 de marzo de 1832, la llevó a cabo Alejandro Albizu, a la sazón académico numerario de la Real Academia Greco-Latina y contador en la Real Biblioteca. Este documento presenta la peculiaridad de contener en su texto el vocablo «philheleno» [sic] que, con toda probabilidad, es la primera vez que se documenta en un texto castellano. La cuestión clave es dilucidar qué quiere decir en este documento la palabra en cuestión. El término «filoheleno», en principio, significaría «partisano en la Guerra de Grecia» o «amante de la Grecia moderna», sin embargo, en el contexto de la censura de Albizu ha de entenderse que está utilizado para designar no tanto a los amantes de la Grecia moderna, como a los amantes de la Grecia clásica y del idioma griego antiguo. La utilización del vocablo parece indicar que este —pese a que la grafía sugiere la presencia de un galicismo— está asentado al menos entre la clase intelectual española y que, en un principio, su valor semántico no lo reduce a denominar únicamente a los implicados estética o moralmente en el conflicto bélico que condujo a la independencia de Grecia. Ello nos lleva a plantear la existencia de una relación entre la recuperación del pasado helénico, propugnado por el movimiento romántico y estimulado por los acontecimientos de la guerra de la independencia griega, y cierta «moda» de reivindicar los estudios clásicos —y más concretamente los estudios helénicos— en España. Estos eruditos, que no siempre se adscriben a la estética romántica, sí sienten la necesidad de reivindicar las letras griegas de la Antigüedad. Muestra de ello es una serie de obras publicadas durante un periodo que podemos fijar entre 1828 y 1935 y que se concretan en gramáticas griegas y traducciones de textos de la literatura helénica clásica. En cuanto a la formación de estos a veces improvisados helenistas, cabe también decir que es variada. Dado que a finales del XVIII los estudios helénicos en la Universidad española están prácticamente muertos, los individuos que destacan en las letras helénicas en el primer cuarto del XIX pueden proceder de uno de los tres reductos en que aún se conservó el estudio de la lengua griega: la Real Biblioteca, los Reales Estudios o algunas órdenes religiosas, entre las que destaca la emergente de los Escolapios. Frente a ello, aparece en varias ocasiones la interesante figura del helenista autodidacta. Durante un breve periodo de cinco años encontramos sorprendentemente la presentación a censura de tres nuevas gramáticas griegas, habida cuenta de la escasez de ellas que había en España hasta ese momento. Las tres gramáticas a que nos referimos son la de José M.ª Román, la del padre Inocente de la Asunción, y una tercera cuyo autor no se consigna, pero que, con toda probabilidad, es la de Antonio Bergnes de las Casas. Es significativo que cada una de ellas proceda de un estamento diferente de la abigarrada sociedad española de la época: la milicia, la iglesia y la que será inmediatamente la nueva intelectualidad universitaria. La primera estaba compuesta por José M.ª Román, teniente coronel del cuerpo de ingenieros y uno de los casos de autodidactismo en el estudio de la lengua griega. Preso durante la Guerra de la Independencia, a lo largo de su cautiverio en Francia había aprendido la lengua griega. La licencia del Consejo para la edición de la gramática de Román se dio el 26 de septiembre de ese mismo año de 1831 y se publicará en la Imprenta Real en enero de 1832.
Poco después, la Academia Greco-Latina, encargada de la censura de dichas obras, recibe para su evaluación una gramática griega titulada Gramática griega elemental, compuesta para niños por el Padre Inocente de la Asunción, de las Escuelas Pías, que ya había sido publicada en Madrid, por Ibarra, en 1829, y para la que se solicita licencia de reimpresión. El padre Inocente de la Asunción Palacios tuvo cierto renombre dentro de la pedagogía española de comienzos del XIX, en un momento en que la orden de los Escolapios irrumpe con fuerza en la enseñanza religiosa madrileña. Se educó dentro de un colegio de la propia orden, las Escuelas Pías de San Antón, y posteriormente profesó en las Escuelas de San Fernando, también en la capital, donde realizó estudios, entre otras cosas, de lenguas clásicas y donde fue catedrático de latín y griego. El origen de esta gramática parece estar en unos apuntes de clase que el padre Palacios daba a sus discípulos, pero la obra no tuvo la valoración positiva por parte del censor, posiblemente por rencillas personales entre el examinador y el propio escolapio. La tercera de las gramáticas griegas se remite de parte del Consejo con fecha de 10 de noviembre de 1831. Sorprendentemente, nada se nos dice de la autoría de esta obra, que se describe simplemente como «un tomo manuscrito, intitulado Gramática Griega». La censura, dada en 7 de febrero de 1832, es positiva. Hay razones para pensar que se trata de la publicada como Nueva Gramática Griega en 1833, del catedrático de la Universidad de Barcelona Antonio Bergnes de las Casas, que mantenía, por lo demás, durante aquellos años, cierta relación con la Academia Greco-Latina y que, tras aprender la lengua griega también de forma autodidacta y fascinado por los sucesos de la guerra de liberación de Grecia, terminaría siendo el gran renovador de los estudios helénicos en España desde su cátedra de la Universidad de Barcelona.
Amén de la publicación de las gramáticas, también en estos años se concentra la publicación de traducciones de varios autores de la literatura griega, desde cuyos prólogos se hacen ardientes llamamientos a la recuperación de la traducción de la literatura helénica en nuestro país. Se trata de una traducción de los líricos griegos y de, al menos, tres versiones de Homero, de las cuales solo una se conserva completa.
Como avanzábamos, en aquel momento las traducciones de clásicos griegos suponen una pequeña «moda» dentro de la vida de la buena sociedad, de la clase política con pretensiones intelectuales, que afectó a personajes de diferentes corrientes estéticas. Así, de las traducciones de esta índole cuya noticia nos ha llegado, solo una, la famosa Ilíada de Hermosilla, es debida a la mano de un profesor de griego, mientras que el resto se debe a aficionados a este idioma, especialmente juristas y políticos que, al calor de las circunstancias del momento, se animan a emprender esta tarea literaria. Tanto en los prólogos de las obras editadas como en los informes de censura aparece como lugar común la importancia de realizar la traducción desde los textos originales griegos y de dotar a España de una literatura propia en este género de traducciones. Es el caso de los prólogos de Anacreonte, Safo y Tirteo, traducidos del griego en verso y prosa por don José del Castillo y Ayensa, publicada por la Imprenta Real en 1832, y de La Ilíada de Homero; traducida del griego al castellano por José Gómez Hermosilla, publicado, asimismo, por la Imprenta Real en 1831. Mientras Castillo y Ayensa era un diplomático de carrera, que tuvo una temprana afición a las lenguas, Gómez Hermosilla era un helenista profesional, profesor de griego en los Reales Estudios de San Isidro, si bien su traducción de la Ilíada, de espíritu y forma claramente neoclásicos, pese al momento en que se publicó, levantó durante décadas los juicios más dispares.
Durante estos mismos años se llevaron a cabo otras dos traducciones, al parecer completas, de Homero por mano de helenistas aficionados, políticos de profesión e intelectuales de vocación: el abogado Francisco Estrada y Campos y el también jurista Serafín Chavier. El Homero de Estrada fue muy mencionado en la época y se sabe que las planchas llegaron a grabarse en París, si bien la obra no parece que llegara a ver la luz. Del Homero de Chavier se habría llegado a elaborar el prospecto en la imprenta de Bergnes en 1835, sin que tampoco la traducción fuera finalmente impresa. Solo se conserva de la obra de Chavier la traducción de los 21 primeros versos de la Ilíada, recogidos en la obra de Sinibaldo de Mas titulada Sistema Musical de la Lengua Castellana, publicada también por Bergnes, en 1832. A partir de ellos se observa la gran literalidad de la versión que le da un aire inusitadamente moderno.
Merece párrafo aparte la traducción de textos de novela griega y bizantina. Éstos no fueron objeto de traducción por parte de los cultos helenistas de oficio o de afición, que reivindicaban las traducciones patrias realizadas a partir de los originales griegos. La novela griega y bizantina, en estos momentos, fue objeto de atención en unos niveles más populares, dado que el componente amoroso que en ellas se desarrolla llevó a algún traductor y editor de la época a reinterpretar estos textos en clave puramente romántica. En estos casos, se acude a versiones francesas que se retraducen y se editan en colecciones junto a novelas tanto españolas como extranjeras, a gusto de la época.
Si bien solo una de ellas llegó a editarse, son dos los testimonios conservados. El primero en el tiempo data del año 1828 y se conserva en un manuscrito de la Real Academia de la Historia con el título Los amores de Abrocomo y de Anthia: historia efesiana traducida de Jenofonte por M. J (–) con notas sobre la geografía, costumbres y diferentes usos de los antiguos. Bajo el título aparece una firma y un año: Benito Serrano Aliaga, 1828. Se trata de una traducción al español de la versión francesa de la novela de Jenofonte de Éfeso, publicada por la editorial Guillaume en 1797 en su colección Bibliothèque des romans grecs traduits en français. El traductor, Benito Serrano Aliaga (Puebla de Alfindén [Zaragoza] 1804–Madrid 1866), tuvo una dilatada trayectoria profesional ligada a la jurisprudencia. No sabemos el grado de formación que tuvo el joven abogado en lenguas y literaturas clásicas, pero es cierto que su estancia en Madrid, desde 1824 hasta el 29, coincide con el momento de incremento del interés por la lengua y la literatura griegas entre los intelectuales de la capital del reino. Sea como fuere, lo cierto es que es muy probable que la retraducción que llevó a cabo Serrano Aliaga se hiciera con miras editoriales, aun siendo de forma confesa la traducción de una versión francesa, como también es posible que se eligiera esta traducción por el gusto del momento en obras que presentaran anotaciones de tipo geográfico y etnográfico, en ocasiones, como estaba previsto en este caso, añadidas por el propio traductor
Algo más de un lustro después aparece editada Los amores de Ismene e Ismenías, novelita griega puesta en castellano, publicada en la imprenta de José Rubio, en Barcelona, en 1835. Se publica dentro de una colección de diversas novelas de índole folletinesca. Aunque no se indica ni el nombre del traductor ni la lengua desde la que se vierte, se trata, de nuevo, de una retraducción desde el francés de la obra del bizantino Eustacio Macrembolita, en versión ya muy reducida y publicada por Guillaume en la misma colección Bibliothèque des romans grecs traduits en français, de la que había sacado Serrano Aliaga el texto de Jenofonte de Éfeso para su traducción pocos años antes. En este caso, no se nos dan los datos del traductor hispano, cuyas iniciales V. B. figuran bajo el prólogo, única parte del texto donde el español ha innovado con respecto al texto francés, al añadirle un exaltado tono romántico. Bajo estas iniciales puede encontrarse Vicente Bastús y Carrera (ca. 1795–1873), aunque resulta más plausible que se refieran a Vicente Boix (1813–1880), buen conocedor de la Cultura Clásica, como alumno de las Escuelas Pías, escolapio profeso durante un tiempo y catedrático de latín, que dedicó buena parte de su actividad literaria a la composición de novelas de corte histórico, al gusto del momento.
En la misma clave de recuperación de lo helénico en distintos niveles culturales y sociales es preciso entender la conversión de la primitiva Academia Latina Matritense en Real Academia Greco-Latina, que se produce oficialmente en 1831. La antigua corporación, encargada de controlar las cátedras de latinidad, en este momento extiende su control a la expedición de títulos que facultan para la enseñanza de la lengua griega e, incluso, hizo intentos para que, a la hora de opositar a cátedras de latín fuera preciso justificar el conocimiento del griego.
Cabe señalar que, en buena medida, esta ampliación de las atribuciones de la Academia en lo tocante a la lengua griega se produjo por impulso de algunos notables intelectuales vinculados a las Escuelas Pías, caso del secretario y principal valedor de la corporación José Gómez de la Cortina o de José Musso y Valiente. A partir de este momento en la Academia se crea una Comisión de Lengua Griega cuyo proyecto más sobresaliente en el plano científico fue la creación de una colección de autores griegos, en paralelo con la colección de autores latinos que la Academia llevaba años preparando. Era esta una obra concebida al servicio «de la enseñanza de esta lengua» y que estaba previsto en tres tomos en octavo con textos escogidos de Esopo, Plutarco, Isócrates, Hesíodo, Aristófanes, Sófocles, Píndaro y Homero. Nada nos autoriza a pensar que el proyecto llegara a término, aunque los caracteres tipográficos griegos fueron presentados por el impresor Aguado y, si hubo material elaborado a este efecto, se ha perdido. La nueva etapa de la corporación se pone bajo la protección de la reina María Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII, recién desposada con el monarca en 1829, cuestión que, si bien obedece al carácter cortesano de la sociedad de finales del Antiguo Régimen, tiene la particularidad de acogerse al lugar común extendido en la época acerca de los conocimientos de lengua griega de la soberana, cuestión hasta el momento indemostrable, pero que también propalan José M.ª Román y José del Castillo y Ayensa en las dedicatorias de sus obras. Dadas estas circunstancias, no resulta extraño que uno de los proyectos inmediatos de la Academia durante estos años sea la elaboración de una alocución en griego, destinada a ser declamada ante la reina, para felicitarla como acción de gracias por los favores recibidos, en unos momentos en que la soberana se había encargado del Despacho de Estado durante la enfermedad de su esposo. Varias composiciones en griego llegaron a redactarse por parte de diversos individuos de la comisión encargados de ello, si bien la deseada recepción de la soberana no llegó a tener efecto, al sorprender antes la muerte al monarca en septiembre de 1833. Gracias a las circunstancias de la instauración de la Academia Greco-Latina, en 1831, y de la de la nueva Universidad Central, ya en los comienzos del estado liberal, en 1940, conservamos las composiciones de, al menos, dos discursos, en griego y latín, para reivindicación de la propia lengua de la Hélade.
El primero es un «Discurso en alabanza de la lengua griega», del helenista Saturnino Lozano, en 1831, compuesto con ocasión de la apertura del curso de la nueva Universidad Central; ya en 1840, el padre Bernardo Carrasco, benedictino cisterciense que había sido catedrático de griego en la última etapa de la Universidad de Alcalá, compone un discurso que pretende promover los estudios de lengua griega entre la juventud del momento. No sabemos qué repercusión tuvo el llamamiento del Padre Carrasco en la elección de los estudios de los jóvenes de su época. Lo cierto es que, cinco años más tarde, con la reforma de estudios llevada a cabo por Gil de Zárate, hubo una regulación de los estudios de griego en la enseñanza media y superior en España. Con ella terminaba un ciclo, el de una breve época en que el mundo griego, su lengua y su cultura se abordaron en España de manera espontánea, diversa y apasionada.
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