Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
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fuente

Del Lat. fons «fuente», «origen», «causa», «principio»; «autor» (Al. Quelle, Fr. Source, Ing. Source).

El Diccionario de la Lengua Española ofrece diversas acepciones del término «fuente» que van desde el sentido literal («Fuente o manantial, lugar en donde brota agua del suelo») hasta otros sentidos derivados. Es, en cualquier caso, la acepción séptima («7. f. Principio, fundamento u origen de algo») la que guarda cierta correspondencia con el ámbito que aquí nos interesa, aunque el diccionario no deje explícito el carácter biológico que también tiene la fuente como elemento que lleva consigo la fecundidad allá donde va llegando. Coherente con esta idea, la fuente también se relaciona con el concepto de «causa», en el sentido de que sin tal fuente no habría fertilidad posible. De manera más concreta, la «fuente literaria», con el sentido básico de «fundamento u origen», aplicado al ámbito de la Tradición Clásica, tendría que ver con aquellos textos primigenios que están en la base (de la inspiración) de un texto moderno, de manera que el texto antiguo haría las veces de manantial fecundo que posibilita el surgimiento de los textos posteriores. Al igual que en el caso de los demás términos que sirven para referirse al fenómeno de la tradición, el recurso a la idea de fuente tiene naturaleza metafórica, en este caso muy antigua.

Una antigua metáfora. Dentro del ámbito de las metáforas que constituyen el concepto de Tradición Clásica (básicamente, las del «legado o herencia», «pervivencia», «contagio» o la metáfora «democrática» [García Jurado 2016, p. 32]), la «fuente literaria» debería situarse de manera preferente junto a la del «contagio», concebido este como «influjo», es decir, como algo que «(in)fluye» para crear un nuevo texto; esta afinidad puede apreciarse, asimismo, por el uso conjunto que suele hacerse del término «fuente» junto a la palabra «influencia», a menudo considerados como sinónimos («fuentes e influencias»). Este uso metafórico es antiguo y ya puede encontrarse dentro de la propia lengua latina en lo que respecta al término fons, como cuando leemos multo studiosius philosophiae fontes aperiemus, e quibus etiam illa manabant, que encontramos en las Tusculanas de Cicerón (Tusc. 1, 3) para referirse a las «fuentes de la filosofía», en este caso, las obras escritas por los antiguos griegos. La metáfora, naturalmente, continúa en las lenguas romances con este mismo sentido. Vicente Cristóbal López recuerda cómo Alfonso X el Sabio decía que «los griegos son las fuentes y los latinos los arroyos» (Cristóbal López 2002, p. 1782). De esta forma, la metáfora de la fuente responde a una idea lineal de la tradición, de carácter causal, donde los textos antiguos (in)fluyen en los modernos. El mundo moderno y el desarrollo de la metodología científica vino a aportar a este término un nuevo sentido técnico.

Fuente como término técnico: «Quelle». La antigua metáfora de la fuente va a adquirir, sobre todo dentro del ámbito académico alemán, un sentido técnico («Quelle»), al calor de la nueva metodología de las ciencias históricas desarrollada durante el siglo XIX, de manera concreta, lo que conocemos como la «crítica de fuentes» («Quellenkritik») y la «búsqueda de fuentes» («Quellenforschung»). De esta forma, la búsqueda, estudio y edición de las fuentes se convierte en la pieza clave de los modernos estudios historiográficos: documentos de archivo o monumentos epigráficos constituyen, en este sentido, ejemplos paradigmáticos de lo que es una fuente histórica. Dentro de las claves historiográficas del positivismo, se desarrollaron procedimientos para depurar el análisis de estas fuentes, como entidades fidedignas de información sobre el pasado. No obstante, a comienzos del siglo XIX, era Francia la que estaba a la cabeza de este tipo de investigación, gracias a la creación de la moderna «École des Chartes». El historiador Georges Duby explica de manera muy gráfica tales afanes:

En 1821, con la fundación de la Escuela Nacional de Archiveros Paleógrafos se restauraba, se reparaba, lo que el siglo de las Luces por dejadez, la Revolución con su voluntad de borrar todo rastro de opresión, y el Imperio con su afán de modernismo habían estropeado por turno. De ahí el nombre que se le dio a esta escuela (sc. École des chartes), por las cartas que la Monarquía acababa de otorgar, en las que se apoyaban los privilegios del clero y de la nobleza, las llamadas cartas de franquicia que Augustin Thierry se disponía a estudiar, en las cuales la triunfante burguesía veía el origen de sus libertades y fortuna. El orden restablecido se basaba en la memoria. Buscaba garantías de legitimidad. Con el entusiasmo del Romanticismo volvía la vista a la Edad Media, que fascinaba al joven Michelet. De esta nueva institución debían salir hombres capaces de proseguir el trabajo comenzado en el siglo XVII y continuado en el XVIII en confortables monasterios por los benedictinos. Esta orden se había impuesto como tarea exhumar los galimatías enterrados en el polvo y el olvido. Se dedicaron a establecer la lectura correcta de los manuscritos, a fecharlos y a detectar las falsificaciones. Pusieron a punto las técnicas de la paleografía y la diplomática. Se esforzaron en reforzar lo que llamaban «pruebas» —documentos destinados efectivamente a este fin, como los de una investigación policial—, por sacar a la luz la verdad, refinando así, poco a poco, los métodos para una crítica racional de los textos. La Escuela Nacional de Archiveros Paleógrafos había recibido la herencia de estos pioneros de la erudición. Enseñaba —lo sigue haciendo— los procedimientos que confieren a la historia la apariencia de ciencia exacta. En ninguna otra parte, ni siquiera en Bélgica, ni en Alemania, se puede aprender mejor a preparar la materia prima que emplea el historiador, a separar la escoria que la arropa, a purificar las «fuentes» (Duby 1993, pp. 33–34).

De entre los muchos aspectos interesantes que nos muestra este texto, quisiera destacar la idea de que la «fuente», además de la materia prima del historiador, es una «prueba», planteamiento que no solo confiere validez a aquello que investigamos o pretendemos demostrar, sino que, además, hace que la «fuente» se convierta en el elemento clave para conferir cientificidad al estudio histórico. En cualquier caso, esta primacía del estudio de las fuentes conlleva un sutil problema, pues, en muchos casos, el esfuerzo que ya implica en sí mismo su búsqueda o su edición puede hacernos pensar que los afanes de estudio deben terminar justamente ahí. Asimismo, la excesiva tecnificación de este estudio nos puede inducir a dejar en un segundo plano otros aspectos cualitativos y menos mecánicos. A partir de un momento dado, la «Quellenforschung» ya no resulta, en este sentido, un estudio suficiente, sino previo a la hora de emprender nuevos análisis. A este respecto, son muy oportunas las reflexiones que Jacques Fontaine, relevante conocedor de la Antigüedad tardía y de la obra de san Isidoro de Sevilla (uno de los autores que más fuentes clásicas recoge en su obra), hace a propósito de esta insuficiencia en la investigación:

Cuando Isidoro escribe la definición y etimología de una palabra, aunque sea de un «vaso», realiza un acto de creación viva; sabe que se sitúa en un estadio vivo y actual de una tradición que se remite a Suetonio y Varrón, y participa de esa cultura viva, que él aúna en la obra con el concepto racional de su fe. Hay que tener en cuenta que quien escribe esa etimología no es tan solo (¡triste y característica designación!) «el último gramático de la Antigüedad» que veían en él muchos predecesores, sino que primero es obispo de Sevilla, hermano de Leandro, en una época entre dos concilios, es el hombre de Iglesia y de Estado, amigo de reyes, responsabilizado con la restauración de la Iglesia, de la lengua latina y con la realización de una síntesis cultural hispano-visigoda; y no puede olvidarse que la obra de Isidoro ha sido leída mejor gracias a la comprensión que de ella tuvieron las generaciones posteriores, que han buscado y practicado en ella la belleza de la lengua latina y la cultura romana, a través del saber anterior. En definitiva, podemos decir que la formación de las diferentes generaciones de lectores de las obras antiguas es, por utilizar palabras de Descartes en su Discurso del método, «Une conversation avec les plus honnêtes gens des siècles passés»; es decir, una conversación entre el pasado y el futuro, pero dentro del presente. Mejor, pues, que hablar de Quellenforschung —palabra ya abstracta y casi técnica— es hablar de la recherche de sources, ya que en la fuentes antiguas —y siempre vivas—, pongamos por caso un Tertuliano, existe un concepto de tradición viva que fluye, que sigue fluyendo; hay que ir más allá, a esa búsqueda de unión, de conversación entre el pasado y el futuro. Ya abordé esta concepción, terminada ya la experiencia de mi tesis doctoral, en una reflexión sobre «Problèmes de méthode dans l’étude des sources isidoriennes» (apud Velázquez 1994, pp. 423–424).

Esta insuficiencia de la «Quellenforschung» como mero rastreo nos lleva también a pensar en la representación inconsciente que los investigadores se hacen acerca de lo que es una «fuente», acaso como una pieza enterrada bajo siglos de historia, a la manera de lo que ocurre en el ámbito de la arqueología. En la literatura, tales presupuestos varían sustancialmente, dado que una fuente, pongamos por caso, un texto latino más o menos reconocible en un texto moderno, adquiere una vida propia y diferente con respecto a la que tenía en su contexto original. Por ello, merece la pena que también analicemos el concepto de fuente en el ámbito concreto de los estudios de Tradición Clásica.

El uso del término «fuente» en el ámbito de la Tradición Clásica. La Tradición Clásica, como disciplina nacida al calor del historicismo y del positivismo, ya en la segunda mitad del siglo XIX, va a rescatar, de forma congruente con la nueva metodología del momento, la vieja metáfora de las «fuentes literarias» constituidas por los autores griegos y los latinos para convertirla en el elemento clave de la nueva investigación: la búsqueda de tales fuentes. Así las cosas, tales fuentes van a adquirir un cierto carácter arqueológico, tan propio, por lo demás, de la «Quellenforschung». Acorde con esta visión arqueológica, se articula el método positivista que conocemos como «A en B», como es el caso de la obra Horacio en España, de Menéndez Pelayo (Ruiz Casanova 2007). De esta forma, el autor antiguo, en este caso el texto de Horacio, se convierte en «la fuente» y pasa al contexto de una nueva realidad histórica, la de las letras hispanas, a partir de una relación causal y de único sentido entre el punto de partida y el de llegada, de acuerdo con el referido estudio de las fuentes. Mediante el análisis y estudio de una ingente cantidad de textos, Menéndez Pelayo va estableciendo la manera en que la fuente horaciana ha influido en los poetas hispanos y portugueses. Leamos como ejemplo un significativo pasaje del tomo segundo de su Horacio en España, dedicado a los «imitadores»:

Entendiendo yo por poesía horaciana la que fielmente se inspira en el pensamiento ó en las formas del lírico de Venusa, con plena y cabal noticia de sus perfecciones y excelencias, en balde buscaríamos rastros de esta tendencia durante los siglos medios, en que no Horacio, poeta en cierto sentido moderno, sino otros ingenios latinos, en especial Virgilio y Lucano, tuvieron más ó menos directo predominio é influencia (Menéndez Pelayo 1885, pp. 7–8).

El uso de términos clave como la búsqueda de «rasgos», unido a otras palabras del tipo de «inspirarse», «predominio» o «influencia» dan clara idea del propósito de esta obra, encaminada a la búsqueda de la fuente de inspiración, bien de contenido, bien formal. Por tanto, ahora ya no vamos a estar simplemente ante una vieja y arraigada metáfora, sino ante un término técnico que obedece a una metodología concreta, de manera análoga a lo que ocurre en la moderna investigación historiográfica. En el caso de la Tradición Clásica tales «fuentes» se corresponden con los textos de la literatura grecolatina, a cuyos repertorios debemos acudir para reconstruir de primera mano los primeros testimonios de temas, motivos y tópicos que luego reaparecen en las obras literarias modernas. La investigación sobre las fuentes literarias debe ser ahora exhaustiva y sistemática, no algo meramente genérico. Leamos como ejemplo el significativo comienzo de El Lazarillo de Tormes:

Yo por bien tengo que cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas (1), vengan a noticia de muchos y no se entierren en la sepultura del olvido (2), pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite (3). Y a este propósito dice Plinio que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena (4); mayormente que los gustos no son todos unos, mas lo que uno no come, otro se pierde por ello, y así vemos cosas tenidas en poco de algunos, que de otros no lo son (5). Y esto para que ninguna cosa se debería romper ni echar a mal, si muy detestable no fuese, sino que a todos se comunicase, mayormente siendo sin perjuicio y pudiendo sacar de ella algún fructo (6) (Anónimo 1987, pp. 3–4).

El texto, pese a su fingido carácter autobiográfico y directo, esconde interesantes tópicos que tienen su primer testimonio reconocido en un texto clásico. De esta forma, vemos cómo las «cosas […] nunca oídas ni vistas» (1) encuentran su correlato en una oda de Horacio (Carmina non prius audita […] canto [Hor. Carm. 3, 1, 2-4]), mientras que la «sepultura del olvido» (2) responde perfectamente a Cicerón (Cic. Arch. 24):

¡Cuántos cronistas de sus hazañas se cuenta que llevó consigo el célebre Alejandro Magno! Y sin embargo, cuando llegó junto al sepulcro de Aquiles en Sigeo, exclamó: «¡Qué afortunado joven, que tuviste a Homero como cantor de tu valor! Y con razón, pues, si no hubiera existido la famosa Ilíada, el mismo túmulo que tapaba su cuerpo también habría sepultado su nombre. Y nuestro gran Pompeyo, que igualó su fortuna a su valor, ¿acaso no concedió la ciudadanía durante una arenga a Teófanes de Mitilene, relator de sus gestas, y no es cierto que aquellos hombres valerosos pero rudos soldados aprobaron aquello en medio de un enorme griterío como si fueran partícipes del premio, contagiados del dulce favor de la gloria?» (Espigares Pinilla 2000).

El hecho de que en la lectura del prólogo del Lazarillo se pueda encontrar agrado y deleite (3) está en el Ars Poetica horaciano (aut prodesse […] aut delectare [Hor. Ars. P. 333]), que constituye un lugar tan tópico como la afirmación, ahora explícita, hecha por Plinio el Joven, de que no hay libro tan malo que no contenga algo bueno (4) (Dicere etiam solebat nullum esse librum tan malum, ut non ali qua parte prodesset [Plin. Ep. 3, 5, 10]). De igual manera, se recurre otra vez a Horacio para la idea de que no todas las cosas son consideradas de la misma forma (5) (denique non omnes eadem mirantur amantque […] Renuis quod tu, iubet alter [Hor. Ep. 2, 2, 58–63]), idea que puede encontrarse igualmente en el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés:

Ya sabéis que, assí como los gustos de los hombres son diversos, assí también lo son los juizios; de donde viene que, muchas vezes, lo que uno aprueva condena otro, y lo que uno condena aprueva otro (Valdés 1976, p. 162).

Pero hay otro tópico ciceroniano, como es el del «fruto» o provecho (6), que nos lleva tanto a Plinio el Joven, en calidad de lector de Cicerón (verum fatebor, capio magnum laboris mei fructum [Plin. Ep. 9, 23, 5]) como al propio discurso del Pro Archia (Cic. Arch. 16), que sería la fuente primaria:

Dentro de esta clase de personas está Escipión Africano, digno de estar entre los dioses y al que conocieron nuestros padres; están C. Lelio anciano, Catón, el más valeroso e instruido de su tiempo. Todos ellos, si los libros no les hubieran ayudado en nada a la hora de conocer y mejorar sus cualidades personales, nunca se habrían entregado a su estudio. Y aunque este beneficio tan enorme (hic tantus fructus) no fuera evidente y solo buscáramos en ellos el mero placer, creo que consideraríais esta tendencia del espíritu la más digna del hombre, y la más liberadora (Espigares Pinilla 2000).

Como podemos ver, el resultado de la investigación de fuentes consiste en detectar los ecos clásicos y encontrar los textos antiguos donde tales ecos aparecen «genuinamente» expresados. De esta forma, observamos que hay varios ecos clásicos notables dentro del prólogo de El Lazarillo; sin embargo, esta labor «detectivesca» no sea, acaso, tan importante como el hecho de que esta reunión de tópicos ya esté dando cuenta de una convención humanística (Horacio, Plinio el Joven, el propio Cicerón…) que incluso puede ser leída en clave irónica y, es más, a la que el mismo autor de El Lazarillo ha podido recurrir sin necesidad de consultar ni de conocer las fuentes clásicas primigenias que acabamos de señalar. De esta manera, es importante transmitir la idea de que la inspiración en ciertos lugares comunes procedentes de los textos clásicos no solo constituye un mecanismo causal, sino que se trata de una manera de entender la literatura antigua como si de una «atmósfera» se tratara (recurro a una bella metáfora de Pedro Salinas cuando se refiere a la tradición literaria) en la que respira la literatura moderna para encontrar sus argumentos y temas de inspiración.

En buena medida, la investigación en el ámbito de la Tradición Clásica giró en torno a la búsqueda incansable de las fuentes literarias antiguas que habían alimentado temas y motivos recurrentes en la literatura moderna. Esta investigación se aplica sin dificultad, por ejemplo, cuando se busca el origen de citas latinas en textos medievales o renacentistas escritos en latín, en especial aquellos que están basados en la imitatio. El problema surge cuando tomamos como objeto de estudio la literatura en lengua romance, donde el hallazgo de una fuente grecolatina, si bien constituye un ejercicio meritorio, no va a suponer el «fin» último de la investigación, ya que comienzan a aparecer nuevos factores, como el de la recontextualización o recreación de tales fuentes, lo que exige ya un análisis de mayores miras. La mera indagación de las fuentes suscitó, ya a mediados del siglo XX, la crítica de Pedro Salinas, a quien se atribuye la irónica expresión de «crítica hidráulica» con respecto a este método de indagación. Así lo vemos, significativamente, en su conocido estudio sobre el poeta Jorge Manrique:

Para justificar la poesía de Jorge Manrique, hay que colocarla en el centro de la gran tradición espiritual de la Edad Media. No quiero referirme a las famosas influencias, a los igualmente famosos precursores, ni mucho menos a las fuentes, adormideras de tantas labores criticas bienintencionadas y que durante años han suplantado el objetivo verdadero del estudio de la literatura. Todos estos son factores parciales, agentes menores de una realidad mucho más profunda, de mayor complejidad biológica: la tradición. En historia espiritual la tradición es la habitación natural del poeta. En ella nace, poéticamente, en ella encuentra el aire donde alentar, y por sus ámbitos avanza para cumplirse su destino creador (Salinas 1974, p. 103).

Salinas está aportando, ante todo, una visión no mecanicista de la tradición literaria, basada en el estudio de fuentes como único objetivo desvelador y analítico, y nos invita a tener una idea global del papel que la tradición desempeña en el propio ejercicio creador de la literatura. Desde este punto de vista, con la llegada de las nuevas teorías sobre el texto, de inspiración estructuralista, nos vemos obligados a llevar a cabo ciertos cuestionamientos teóricos en torno al mismo concepto de fuente literaria.

Los límites epistemológicos del concepto de fuente: la intertextualidad. Hoy día, el uso del término «fuente» para referirnos a la inspiración literaria que recibe un autor ha venido a verse un tanto arrinconado por el de «intertexto» o, de manera más específica, «hipotexto» o texto subyacente (Allessandra Munari ha estudiado cómo la antigua «crítica de fuentes» ha derivado en los actuales estudios de «intertextualidad» [Munari 2019]). De manera general, quienes recurren a esta nueva terminología intentan modernizar su discurso, si bien no caen en la cuenta de un hecho metodológico muy sutil que vamos a plantear sucintamente: el término «fuente» pertenece a una concepción positivista de la literatura, basada en los datos, y los términos «intertexto» o «hipotexto» responden a una concepción estructural, basada en la relación entre los datos. Se trata de dos sistemas lógicos de diferente naturaleza, pues mientras en el primero los objetos son considerados en sí mismos, al margen de cualquier relación que establezcan con otros objetos, en el segundo sistema la relación como tal se constituye en un elemento clave que confiere nuevos significados a los objetos. Asimismo, lo que en la metodología positivista se denomina «fuente» literaria no deja de ser un concepto de naturaleza causal («A está en B porque A ha influido en B»), mientas que un intertexto supone, fundamentalmente, una relación de naturaleza múltiple y que, por tanto, no tiene que ser necesariamente causal.

Pongamos un ejemplo que hemos tenido ocasión de apreciar a propósito de nuestros estudios acerca de la nueva lectura que Borges hace de Virgilio. Los cuatro primeros versos del poema «Elegía» dicen así:

Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,
ha llorado unas lágrimas humanas.
No puede sospechar que conmemoran
todas las cosas que merecen lágrimas:

(J. L. Borges, «Elegía», en La cifra [Borges 1989, p. 309])

No sabemos en qué medida resulta sencillo o no detectar que el verso cuarto esconde una «fuente» virgiliana que no es otra que el hemistiquio sunt lacrimae rerum (Verg. Aen. 1, 462), hasta el punto de que el verso de Borges nos ofrece una buena traducción de uno de los versos de la Eneida que pasan por ser de los más difíciles. El problema, y no baladí, consistiría en preguntarnos si, en realidad, el medio verso de Virgilio está materialmente dentro del verso de Borges o es algo esencialmente diferente, resignificado. Una respuesta medianamente objetiva podría consistir en que nos preguntáramos qué son las cosas que «merecen lágrimas» para Virgilio y cuáles son para Borges. En el caso de Virgilio, de acuerdo con la traducción de Espinosa Pólit, son las siguientes:

[…] en amplia serie de pinturas, halla
los combates de Ilión, toda la guerra
que en alas de la fama corre el mundo,
los Atridas y Príamo, y Aquiles
para ambos implacable. Se detiene,
y con llanto en la voz: «¿Qué tierra, Acates,
o qué región —exclama, habrá en el orbe
que de nuestros dolores no esté llena?
Mira a Príamo allí: los nobles hechos
aquí también su galardón conquistan;
lágrimas hay por nuestras cosas, y almas
que ante la muerte y el dolor se inmutan»

(Virgilio, Eneida 1, 456–462, trad. de Espinosa Pólit 2008, p. 365)

En Borges, por su parte, las cosas que causan el llanto son las siguientes:

[…] la hermosura de Helena, que no ha visto,
el río irreparable de los años,
la mano de Jesús en el madero
de Roma, la ceniza de Cartago,
el ruiseñor del húngaro y del persa,
la breve dicha y la ansiedad que aguarda,
de marfil y de música Virgilio,
que cantó los trabajos de la espada,
las configuraciones de las nubes
de cada nuevo y singular ocaso
y la mañana que será la tarde.
Del otro lado de la puerta un hombre
hecho de soledad, de amor, de tiempo,
acaba de llorar en Buenos Aires
todas las cosas

(J.L. Borges, «Elegía», en La cifra [Borges 1989, p. 309])

Ni las cosas son las mismas, ni tampoco el contexto o el lugar donde llorarlas, pues hemos pasado de la épica a la elegía, del drama de todo un pueblo al drama de un único hombre, y de Cartago a Buenos Aires. En el caso de Borges, mucho más importante que el mero hecho de detectar el hemistiquio virgiliano sería apreciar cómo este texto subyacente se aleja de las convenciones literarias del siglo XX y se ha expandido hasta convertirse en algo esencialmente diferente y único. En este sentido, es oportuno que leamos las reflexiones que acerca de los términos «fuente» e «intertextualidad» lleva a cabo el poeta Ángel González:

Lo que los últimos (o ya penúltimos) teóricos de la literatura llaman «intertextualidad» es un fenómeno viejo, tan viejo como la propia literatura, y yo diría que inherente no solo al hecho literario, sino a todas las actividades propias del ser humano […]. Ciñéndonos al campo específico de la literatura, la hoy llamada «intertextualidad» se conocía antes por diversos nombres, que venían a significar distintos aspectos de este hecho: rasgo de estilo, de época, de escuela o de generación; fuentes, influencias, préstamos literarios o —en su forma degradante— plagios. Por su parte, los tratadistas de estética fueron sensibles a esos fenómenos. Las normas de la vieja preceptiva no eran más que el intento de codificar y declarar de obligado cumplimiento ciertos requisitos formales e incluso argumentales que, al cumplirse en una multiplicidad de textos, podían de hecho ser contemplados a la luz de la intertextualidad (González 1992, p. 3).

Hasta aquí, el autor recurre a un argumento que bien podría quedar expresado mediante el lema latino nihil novum sub sole (procedente, por cierto, del libro del Eclesiastés 1,10 en la versión latina de la llamada Vulgata). Sin embargo, es interesante la reflexión que subsigue a estas líneas:

[…] es preciso reconocer que no todo es tan simple e intrascendente en la teoría al uso. Cuando un escritor contemporáneo refleja o incorpora textos ajenos, no suele obedecer a las mismas motivaciones que movían a los autores del pasado. Y estos matices habrá que marcarlos dándole un nombre nuevo a un viejo hecho. Han cambiado el tiempo y el sentido —la percepción del mundo.

Si los autores del pasado acudían a determinadas «fuentes» es porque se sentían inmersos en el fluir de la Historia; si se hacían eco de textos ajenos, es porque tenían conciencia de la permanente validez de la cultura. Los teóricos de las postrimerías del siglo XX parten de otras premisas: ellos creen vivir el fin de la Historia, piensan que todos los sistemas ideológicos son falsos porque se basan en postulados ilusorios, y que las creaciones literarias y culturales carecen en sí mismas de sentido, no tienen más significación que la que el «lector» quiera darles; no hay modelos, no hay textos sagrados (González 1994, p. 3).

Este elemento temporal puede ser determinante, en efecto, de manera que lo que consideramos una «fuente» en un texto del siglo XV o XVI ya no es equivalente cuando nos acercamos a la creación literaria del siglo XX, tan alejada de las convenciones clásicas.

A manera de conclusión. El concepto de fuente, además de constituir una vieja metáfora para referirnos a los orígenes del conocimiento y la literatura, se ha convertido después en la pieza clave del modelo científico positivista, que concede primacía a los datos como tales, de forma que los considera individualmente, y entiende que su razón de ser preexiste a cualquier posible interpretación o relación. Desde esta perspectiva, la literatura grecolatina constituye un conjunto delimitado de datos («autores y obras») cuya naturaleza no dependería de las interpretaciones ulteriores, sino que «emana» de sí misma, de ahí la congruencia entre el uso del término «fuente» con su propia etimología de algo que «fluye» y «emana». Asimismo, la presencia de la literatura grecolatina (llamémosla «A») en otras literaturas (llamémoslas «B») se producirá siempre sin perder su esencia originaria y en un solo sentido («A» en «B»), es decir, sin necesidad de que una nueva relación, pongamos por caso, entre Virgilio y Borges, origine un objeto de conocimiento necesariamente nuevo, como podría ocurrir desde una perspectiva estructural o sistémica (la relación entre «A» y «B» puede modificar la naturaleza de los elementos que la conforman en la medida en que su delimitación conceptual depende de la propia oposición). La idea fundamental que se desarrolla en esta entrada ha sido la de contextualizar el concepto de «fuente» en su adecuado contexto epistemológico frente a la nueva realidad relacional que constituye el fenómeno de la intertextualidad.

Bibliografía

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Francisco García Jurado

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