gongorismo
Del apellido del poeta áureo secular «Góngora» y el sufijo -ismo (del latín -ismus y este del griego -ισμός).
En líneas generales, el término «gongorismo» se aplica en la presente entrada al papel desempeñado por Luis de Góngora en el campo de la Tradición Clásica entre 1580 y 1626, fechas que marcan el inicio y el final de su producción poética. Con todo, conviene tener muy presente que, según la acepción recogida por el Diccionario de la Lengua Española, se define como «gongorismo» el «estilo literario que se desarrolla a partir de la poesía de Luis de Góngora, escritor español del siglo XVII».
Más allá del matiz que centra la definición académica —esencialmente— en el plano de la elocutio, conviene subrayar que el estilo culto y oscuro de la nueva poesía del Barroco puede contemplarse, asimismo, como un eslabón decisivo en la Tradición Clásica, ya que de alguna manera sirvió de intermediario entre los genera antiguos y la actualización de los mismos llevada a cabo durante el reinado de los últimos Austrias. Del mismo modo que Góngora imitaba a Teócrito, Virgilio y Ovidio para componer la Fábula de Polifemo y Galatea, el epilio gongorino sirvió, a su vez, de modelo a las octavas mitológicas del conde de Villamediana, Pedro Soto de Rojas o Gabriel Bocángel. Si el racionero cordobés siguió brillantemente el dechado de las alabanzas consagradas por Claudiano al emperador Honorio y al general Estilicón para tejer su Panegírico al duque de Lerma, a partir de 1619 el encomio al privado de Felipe III se erigirá en la piedra angular del basilikòs lógos en España, con brillantes seguidores cortesanos que prolongan esa misma línea encomiástica (Gabriel de Corral, Salcedo Coronel, Bocángel). En el plano de la poesía descriptiva resulta forzoso ponderar el magisterio de las Silvae de Estacio en la concepción de las Soledades, que sirvieron posteriormente de poderoso estímulo para la redacción de textos tan complejos como las Silvas dánicas del conde de Rebolledo. Desde otra parcela relevante, la de la traducción de las grandes obras clásicas, tampoco puede olvidarse que la impronta gongorina resultó perceptible y marcó de alguna manera el ars vertendi del Barroco. Buena prueba de ello puede dar la versión castellana de la Eneida en octavas reales, impresa por Juan Francisco de Enciso y Monzón en 1698 (Izquierdo 1994).
Luis de Góngora y Argote (Córdoba, 1561–1627). La semilla de la vocación literaria de Góngora y su familiaridad con las litterae humaniores podría hallarse en el propio entorno doméstico, ya que el padre del futuro poeta contaba con una sólida formación académica, mostraba inclinaciones humanísticas, era conocido en los círculos historiográficos cordobeses por sus intereses anticuarios y poseía una considerable biblioteca. Algunos textos han conservado interesantes noticias sobre estos menesteres de don Francisco de Argote, a quien el humanista Juan Ginés de Sepúlveda se refería como vir doctus et acutus en una epístola latina datada en abril de 1552 (Ginés de Sepúlveda 1557, fol. 208 r.). El mismo cronista imperial también ponderaba —en otra misiva de febrero de 1554— el orgullo que tenía el licenciado Argote de ser originario de Córdoba, mientras disertaba sobre los elogios a la ciudad bética que pueden rastrearse en la literatura antigua (Ginés de Sepúlveda 1557, fols. 208 v.-210 v.). Por su parte, otro insigne historiador, Ambrosio de Morales, se refirió también al distinguido personaje en términos muy elogiosos: «el señor licenciado don Francisco de Argote, caballero principal en Córdoba, que con su ilustre linaje ha juntado el gran lustre de mucha doctrina, no en derechos solamente, sino en todas buenas letras, como podemos testificarlo los que lo conocemos» (Morales 1586, fol. 221 r.). La bibliofilia del padre de Góngora se infiere, además, de la estima en que tenía su rica colección de volúmenes, ya que él mismo consideraba que había de tasarse en más de «quinientos ducados» (Sliwa 2004 I, p. 239). Años después del óbito del jurisperito, otro anticuario cordobés, Pedro Díaz de Rivas, elogiaba aún los fondos de su apreciable biblioteca: «Vi de este mismo autor un libro de epístolas escritas a príncipes y otras personas notables del orbe. Imprimióse a octavo fuera del reino y húbelo de la gran librería de don Francisco de Argote, padre de don Luis de Góngora» (Artigas 1925, p. 13).
Los primeros pasos académicos del futuro escritor quizá estuvieran guiados por el ordenamiento de estudios instituido en la Compañía de Jesús, ya que parece probable que frecuentara las aulas del Colegio jesuítico de Santa Catalina, fundado en Córdoba en 1554. Los hijos de la nobleza culta cordobesa y la clase de los letrados se formaron en estos nuevos centros de enseñanza, si bien no se ha exhumado ninguna documentación que acredite el paso de Góngora. De ser atendible tal hipótesis, el conocimiento del latín que pudo tener desde la infancia resultaría bastante sólido. Aunque la datación del plan de estudios es algo más tardía, recuérdese cómo entre las reglas del profesor de humanidades figuraban las siguientes recomendaciones:
Para el conocimiento de la lengua [latina], que se basa principalmente en la propiedad y riqueza de vocabulario, explíquese en las prelecciones diarias a Cicerón solo de los oradores, y por lo general los libros que tratan de filosofía moral; de los historiadores, César, Salustio, Livio, Curcio y otros semejantes; de los poetas, principalmente Virgilio, exceptuadas las églogas y el libro IV de la Eneida. Explíquense además odas selectas de Horacio y también elegías, epigramas y otros poemas de poetas antiguos ilustres, con tal de que estén expurgados de toda obscenidad. La erudición empléese moderadamente, para estimular y recrear de vez en cuando el entendimiento (apud Gil 2002, p. 162).
Dentro de la Ratio studiorum de los jesuitas, la familiaridad con las letras latinas se acrecentaba en el curso medio de gramática a través de la lectura de las epístolas de Cicerón y «los poemas más fáciles de Ovidio». Posteriormente se alcanzaba «la clase suprema de Gramática», que atendía igualmente al estudio de composiciones, expurgadas, de Catulo, Tibulo, Propercio, Ovidio, algunas églogas de Virgilio, el cuarto libro de las Geórgicas y el séptimo de la Eneida (apud Gil 2002, p. 173).
Siguiendo la tradición paterna, entre 1576 y 1581 cursó estudios de cánones en la Universidad de Salamanca, mas la «pérdida de los libros de pruebas», desafortunadamente, nos veda saber «si obtuvo algún grado» académico (Paz 2012, p. 34). Desde el punto de vista de su conocimiento de las letras clásicas, el nieto del señor de Cabrillana e hijo de un juez de bienes confiscados de la Inquisición se matriculó como estudiante «generoso» (es decir, «noble») y pudo haber seguido las clases de griego impartidas por el Brocense, Juan Escribano y Diego Cuadrado en las aulas helmanticenses (López Rueda 1973). Se tiene noticia de que por aquellos años Francisco Sánchez de las Brozas había explicado en sus cursos la Poética del Estagirita, así como textos de Homero (la Ilíada, el Himno a Apolo), Hesíodo (Trabajos y días) y una selección de obras de Aristófanes, Menandro, Focílides y Luciano (Rodríguez Alfageme 2011, p. 83). El ambiente humanístico de Salamanca pudo facilitar el acceso de Góngora a textos recientemente publicados, así como acrecentar su interés por las novedades que iban surgiendo entonces en el campo literario. Si fijamos brevemente la atención, por espigar una muestra significativa, en los textos que el Brocense había dado a las prensas a lo largo de una década, encontramos su importante comentario a los Emblemas de Andrea Alciato (Lyon, 1573), las apostillas y correcciones a la poesía garcilasiana (Obras del excelente poeta Garcilaso de la Vega con anotaciones y enmiendas del licenciado Francisco Sánchez, Salamanca, 1574), el tratado cosmográfico De sphaera mundi (Salamanca, 1579), el Organum dialecticum et rhetoricum (Lyon, 1579), una sintética Gramática griega (Amberes, 1581), un comentario a los Topica de Cicerón (Amberes, 1582), así como una edición comentada de Juan de Mena (Salamanca, 1582). Conviene no olvidar que la primera vez que salió en letras de molde el nombre de Luis de Góngora fue, precisamente, en la edición salmantina de la traducción de Los Lusíadas por Luis Gómez de Tapia, en 1580, que iba precedida de un interesante prólogo del Brocense.
De ser atendibles en alguna medida las afirmaciones vertidas por Pellicer en una de las primeras biografías del autor, el inquieto joven destacó ya en ámbitos universitarios por su facilidad para la composición de poesía, tanto neolatina como vernácula. Ese talento natural le hizo descuidar los estudios de derecho canónico, ya que prefería honrarse con el título de «poeta erudito»:
Estos versos hacía en aquella edad, y así no me maravillo que no se diese del todo a la atención de los derechos, que era la facultad a que le inclinaban sus padres, porque obedeciendo a su natural, se dejó arrastrar dulcemente de lo sabroso de la erudición y de lo festivo de las Musas, que en años tan tiernos parece que le criaron como a Hesíodo, o que nació en su regazo, como ya se decía de Sidonio Apolinar. Con este dulce divertimiento mal pudo granjear nombre de estudioso ni de estudiante, pero él trocaba gustoso estos títulos al de poeta erudito, el mayor de los de su tiempo, con que comenzó a ser mirado con admiración y aclamado con respeto. Supo con elegancia la lengua latina, en que llegó a escribir versos muy de buen aire (Pellicer 2018).
Al carecer de piezas poéticas relevantes escritas en latín humanístico, es difícil precisar cuál fue el grado de dominio que Góngora tuvo de la lengua del Lacio. Tampoco tenemos parámetros que permitan determinar el nivel de conocimiento que alcanzó en las restantes lenguas de cultura en el Siglo de Oro (griego e italiano), aunque a tenor de las afirmaciones que hizo sobre este particular debía de resultar alto:
No van en más que una lengua las Soledades, aunque pudiera (quedándome el brazo sano) hacer una miscelánea de griego, latino y toscano con mi lengua natural y creo que no fuera condenable; que el mundo está satisfecho que los años de estudio que he gastado en varias lenguas han aprovechado algo a mi corto talento (Góngora 2000 II, p. 298).
Concluida la etapa formativa salmantina, la vida de Góngora transcurrió sin grandes sobresaltos entre su ciudad natal y la corte, con algunos viajes esporádicos a distintos enclaves de la península por mandato del cabildo catedralicio. A juicio de la mejor conocedora de sus andanzas vitales, pueden distinguirse en la biografía del escritor cuatro fases nítidas:
Las dos primeras cubren aproximadamente un cuarto de siglo cada una: la inicial, desde el nacimiento en 1561 hasta que se hace cargo de la ración en 1585. Años de aprendizaje, donde se decide su porvenir de clérigo y poeta. La segunda llega hasta 1611, cuando se libera de sus obligaciones eclesiásticas más apremiantes: cinco lustros de sujeción a la rutina catedralicia y de afianzamiento de su personalidad y reputación literarias. La tercera es la más breve, la que justifica las anteriores y la posteridad del escritor; también es la menos sondeable: el sexenio 1611–1617, durante el cual Góngora produce sus obras maestras. La cuarta abarca el último decenio de vida y empieza en abril del 1617, con el traslado a la corte (Paz 2012, pp. 44–45).
Al contrario de lo que sucede con un autor como Quevedo, todavía no se han identificado volúmenes «postillati» de la biblioteca personal del poeta andaluz, ni ha quedado rastro material alguno de la «librería» de su padre. Desafortunadamente, el testamento del licenciado Argote tampoco ha arrojado datos sobre el contenido de la biblioteca familiar que pudo haber heredado Góngora, una información que tanto podría ilustrarnos sobre sus posibles lecturas juveniles.
Los intereses anticuarios de Góngora y su conocimiento de los circuitos editoriales se desprende, sin embargo, de otro tipo de testimonio secundario. Sabemos que uno de los eruditos andaluces más notables del siglo XVII, don Francisco Fernández de Córdoba, abad de Rute, no dudaba en recurrir a Góngora para que le localizara en Madrid la edición de obras clásicas que necesitaba. En el verano de 1617, el autor de la Didascalia multiplex refiere en una misiva cómo
[Don Luis] por vía de Cristóbal de Heredia me envió dos libros que yo deseaba y había menester y son los mejores que han salido a luz hasta ahora en su género. El uno es Dionyssio Halicarnasseo Antiquitatum Romanorum; y el otro, las historias de Dión Cassio; ambos grecolatinos y con anotaciones de modernos (Alonso 1982, pp. 230–231).
Quizá en un futuro pueda exhumarse algún dato sobre los gustos bibliográficos de Góngora y sus hábitos de lectura a través de cartas, documentos legales o acaso algún ejemplar firmado o «margenado» con apostillas. Entre tanto, el estudio de la imitatio que sustenta la poesía del genio barroco y el testimonio de los comentaristas (Pellicer, Salcedo Coronel, Díaz de Rivas, Serrano de Paz, Vázquez Siruela, Cuesta…) nos permite ahondar en la cercanía del escritor cordobés a la Cultura Clásica.
Imitación y emulación en la Edad Barroca. Pocos dudarán en afirmar que la obra poética de Góngora constituye una de las cimas de la poesía barroca europea, parangonable —tanto en calidad como en audacia estilística— a la obra de Giovan Battista Marino en Italia o a los versos de John Donne en Inglaterra. Durante los siglos XVI y XVII, en el marco de una cultura europea sustentada en la recuperación humanística del legado grecolatino, la creación poética se cimentaba sobre dos conceptos basilares: la imitatio y la aemulatio. La grandeza de una composición lírica se medía, pues, por su capacidad de asimilar el magisterio de los grandes textos helénicos y latinos, así como por el talento y maestría que debía poner en juego para superarlos (Ponce Cárdenas 2016).
Para comprender este horizonte de expectativas, conviene atender al testimonio de los comentaristas áureos. Por ejemplo, José Pellicer de Salas, en sus Lecciones solemnes, ponderaba la excelencia imitativa de los versos gongorinos, subrayando cómo los denominados «poemas mayores» proporcionan un terreno espléndido para la búsqueda de hipotextos prestigiosos. Desde el plano microtextual, el cronista regio recalcaba que el estudio de la lengua poética de Góngora permite reconocer cómo las «frases» están «sembradas» de «imitaciones griegas y latinas». Desde una perspectiva macrotextual, sostenía Pellicer que el estudio de los genera en un texto híbrido como las inconclusas Soledades hace posible el trazado de una suerte de cartografía de modelos antiguos:
Anduvo don Luis con su espíritu poético examinando cazas y pescas en Opiano; en Claudiano epitalamios y bodas; palestras y juegos en Píndaro; alabanzas de la soledad en Horacio; tormentas y borrascas en Virgilio; boscajes y selvas en Valerio Flaco; transformaciones fabulosas en Ovidio; sin que se le pierda rito ni desatienda ceremonia, tan frecuente en las fórmulas de la Antigüedad que a perderse en los griegos y latinos se hallaran en las Soledades las noticias (Pellicer 1630, cols. 352–353).
El canon de autores grecolatinos que esboza el pasaje servía para situar a los lectores (de entonces y ahora) ante la abigarrada «confederación de géneros» presente en la obra magna del poeta barroco. Dos autores griegos (Píndaro y Opiano) y cinco latinos (Virgilio, Horacio, Ovidio, Valerio Flaco y Claudiano) le sirven para desplegar los senderos de la poesía cinegética y la haliéutica junto a los cauces del epitalamio, el epodo, la epopeya, el epinicio y el epilio. En efecto, mediante un depurado ejercicio de imitación ecléctica, Góngora había logrado fundir lo más granado de la literatura precedente —con genial criterio— para fundar algo novedoso y distinto.
En cuanto a la correlación de auctores antiqui y géneros, Pellicer asociaba en ese mismo fragmento la épica con Virgilio, Ovidio y Valerio Flaco (Eneida, Metamorfosis, Argonáuticas), el epinicio con Píndaro (Olímpicas, Píticas, Ístmicas, Nemeas), la poesía nupcial con Claudiano (Epitalamios y Fescenninos), la epopeya didáctica con Opiano (De la caza, De la pesca). Por otro lado, entre los corresponsales y amigos de Góngora que reflexionaron sobre sus obras mayores, cabe recordar el valioso testimonio de otro cronista regio, el helenista Pedro de Valencia. En una conocida epístola —en la que expresaba su juicio sobre el Polifemo y la Soledad primera— el autorizado humanista le recomendaba que practicara la imitación de los grandes modelos griegos, restringiendo la nómina a cuatro auctoritates principales (Homero, Píndaro, Sófocles, Eurípides) y a dos latinos (Virgilio y Horacio) (Pérez López 1988, p. 79). Ahora bien, como apunta prudentemente Mercedes Blanco, nada indica que siguiera dicho consejo.
Desde que Alfonso Reyes recalcara la idea de la necesidad de volver a los comentaristas, los modernos estudios sobre la poesía de Góngora (Alonso, Vilanova, Jammes, Carreira, Blanco, Matas, Micó…) han incidido en el examen concreto de elementos pertenecientes a la Tradición Clásica. A lo largo de las páginas siguientes se plantea una selección de las aportaciones críticas que han profundizado en el reconocimiento de las fuentes helénicas, los modelos romanos y los hipotextos neolatinos. Este panorama bibliográfico permitirá a los interesados en tan compleja materia orientarse sobre los trabajos en curso y las labores pendientes.
Literatura griega. El estudio de la influencia ejercida por los grandes autores de la literatura helénica en los versos gongorinos ha dado lugar a un interesante conjunto de reflexiones. Como valoración general, puede recordarse la del helenista Ignacio Rodríguez Alfageme (2011), que también se ocupa en su trabajo del poso latino. Por cuanto se refiere a asedios críticos que abordan el estudio de un modelo en particular, deben citarse los ensayos dedicados a la posible lectura que Góngora hizo de Homero (Bonilla 2011, Blanco 2012, Ly 2015, Ponce Cárdenas 2009), Bión de Esmirna (Hernández Oñate 2018), Dión de Prusa (Blanco 2014, Lida de Malkiel 20172), Opiano (Ponce Cárdenas 2014b), Filóstrato (Ponce Cárdenas 2013a) y Nono de Panópolis (Rodríguez Adrados 2003, Hernández de la Fuente 2006, Blanco 2016). En un terreno tan feraz como el de la poesía griega quedan aún muchos trabajos comparativos por hacer. Nos limitaremos a citar aquí tres ausencias francamente llamativas. A pesar de que en su siglo el creador de las Soledades fue ya saludado con el honroso título de «Píndaro andaluz», resulta curioso que no se haya dedicado ni un solo asedio crítico a las posibles concomitancias de los poemas gongorinos más complejos con los epinicios pindáricos. Otra ausencia crítica notable es la que plantea el examen de un problema tan central en la creación gongorina como el de la obscuritas, que cabría poner en paralelo con el modelo de la Alejandra de Licofrón, paradigma del estilo culto y recóndito en el mundo antiguo. Por último, urge indagar en el posible magisterio ejercido por la colección epigramática de la Anthologia Graeca, verdadera fuente de inspiración para los poetas de los siglos XVI y XVII a lo largo y ancho de Europa.
Literatura latina. El balance que arrojan los estudios publicados sobre los modelos latinos imitados por Góngora cuantitativamente resulta más positivo que el de los dechados griegos, ya que esta línea de análisis parece haber suscitado un interés mucho más considerable en la crítica. Pueden recordarse aquí los trabajos que han reflexionado sobre el atendible magisterio de Quinto Lutacio Cátulo (Laguna Mariscal 2014), Gayo Valerio Catulo (Blanco 2012, Bonilla–Tanganelli, 2016), Virgilio (Martín Puente 1995, Blecua 2008, Ponce Cárdenas 2012a, Poppenberg 2015), Horacio (Méndez Plancarte 1951, Ponce Cárdenas 2016, Ponce Cárdenas 2019b), Estacio (Laguna Mariscal 2005), Ovidio (Lehrer 1989, Vilanova 1992, Garrison 1994, Ramírez de Verger 1999, Cabani 2007, Gallego 2008, Ponce Cárdenas 2009, Pérez Lasheras 2011, Kluge 2013, Farmer 2015, Ponce Cárdenas 2019a), Tácito (Colón Calderón 2018) y Claudiano (Ponce Cárdenas 2003, Ponce Cárdenas 2006, Blanco 2011, Castaldo 2014, Ponce Cárdenas 2011a, 2011b, 2014a). Ciertamente, algunas líneas de investigación serían susceptibles de ser desarrolladas con mayor detalle, como las que afectan a los dos grandes maestros de la literatura augústea. Parece necesario ahondar aún más en el magisterio ejercido por Virgilio, no solo desde el texto de las Bucólicas, sino fundamentalmente en el poso que dejó el universo campestre de las Geórgicas en las Soledades. También merecería mayor atención la rescritura gongorina de hipotextos horacianos, tanto del ámbito de los Carmina como de las Saturae. Entre los autores de la Edad de Plata que merecerían una reflexión comparatista amplia y exhaustiva figura en destacado primer plano Estacio, fundamentalmente el modelo descriptivo y encomiástico instituido por las Silvae, tan atendido por otros autores barrocos como Quevedo. Junto al autor de la Tebaida cabe recordar también al bilbilitano Marcial, paradigma de sales y agudezas en el sentir de los eruditos del siglo XVII. Pese a que las huellas claudianeas han sido ya objeto de importantes trabajos desde la época de Eunice Joiner Gates, quizá estas puedan arrojar nueva luz sobre otros pasajes no atendidos. También sería deseable conectar el perfil de las obras mayores de Góngora con el «estilo enjoyado» de otros autores de la Antigüedad tardía, como Sidonio Apolinar.
Literatura neolatina. En el amplio campo de la tradición sobre la que se sustenta la creación lírica barroca, la parcela de estudio menos frecuentada es, sin lugar a dudas, la referida a los posibles modelos escritos en latín humanístico. Tan solo en fechas recientes la crítica ha atendido a la impronta que dejó en los versos gongorinos un género tan novedoso como la Piscatoria, fundado por Sannazaro en los cenáculos del humanismo partenopeo (Ravasini 2011, Ponce Cárdenas 2013b). Entre las novedades auspiciadas por la literatura neolatina se localiza asimismo un género híbrido, en el que confluían la imagen y el epigrama: la emblemática. El poso que el jurisperito lombardo Andrea Alciato y otros emblemistas menos conocidos pudieron dejar en la escritura de Góngora ha sido objeto de algunos asedios críticos importantes (Ciocchini 1960, Trabado 1996, Bonilla–Tanganelli 2013, Ponce Cárdenas 2018). Desde el terreno de la hibridación de géneros, otro gran maestro de la poesía neolatina en Nápoles, Giovanni Pontano, debió de suscitar la admiración gongorina. Prueba evidente de ello es el exquisito poema titulado Lepidina, que se articula en siete Pompae o cortejos. Los ecos de esta composición, hoy apenas conocida por los lectores, resultan patentes en el epitalamio inserto en la Soledad primera (Ponce Cárdenas 2020). Por último, se está comenzando a rastrear en estos últimos tiempos el manejo de los útiles compendios de erudición humanística por parte de Góngora. En esta línea de indagación novedosa, un descubrimiento reciente ha arrojado mucha luz sobre la utilización de los Epitheta de Ravisio Téxtor (Conde Parrado 2019).
A modo de valoración final. La obra de Góngora no puede entenderse cabalmente sin la aportación esencial de los modelos grecorromanos, las fuentes neolatinas y los hipotextos italianos. Desde los sonetos juveniles, pasando por romances tan famosos como el de Angélica y Medoro, hasta llegar a las grandes obras de madurez (Fábula de Polifemo y Galatea, Soledades, Panegírico al duque de Lerma, Fábula de Píramo y Tisbe), la escritura del genio barroco se sustenta sobre el ejercicio humanístico de la imitatio y la aemulatio. Pese a que se han hecho notables avances a lo largo de estas últimas décadas en el conocimiento de los modelos empleados por Góngora, resulta obligado decir que aún queda mucho trabajo por hacer. En ese sentido, quizá una de las principales tareas pendientes sea la recuperación sistemática del legado crítico de los comentaristas, no solo aquellos que vieron la luz de la imprenta (Salcedo Coronel y Pellicer), sino los que dejaron sus glosas en copias manuscritas (Manuel Serrano de Paz y Martín Vázquez Siruela).
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Jesús Ponce Cárdenas