Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

grand tour

Del francés Grand Tour (del latín grandis, -e «grande» y de tornus, i «vuelta») (Ing. Grand Tour, It. Grand Tour o Il viaggio in Italia, Al. Kavalierstour o Bildungsreise y Große Reise).

En el English Language Learners Dictionary de la editorial Merriam-Webster, filial de la Enciclopedia Británica, el concepto de «grand tour» es recogido en su primera acepción como el viaje que realizaban en el pasado jóvenes adinerados de Inglaterra y Estados Unidos a diferentes países de Europa como parte de su formación:

grand tour

1 or Grand Tour: a journey to the different countries of Europe that in the past was part of the education of wealthy young people from Britain and the U.S.

2 a tour that is given to show people around a place

First known use of grand tour 1678, in the meaning defined at sense 1

Así las cosas, el «grand tour» se puede definir como un tipo de viaje formativo y cultural que se desarrolló durante los siglos XVI al XIX y, principalmente, en el siglo XVIII. Se trata, pues, del viaje que jóvenes europeos, en un primer momento aristócratas y posteriormente también burgueses, de países septentrionales, principalmente Inglaterra, realizaban a Italia como complemento a su formación. Desde sus inicios, el viaje a Italia implicaba tanto las motivaciones científicas, formativas y didácticas como las simples aficiones de coleccionistas. El mismo Samuel Johnson decía, a propósito del viaje a Italia, que todo hombre que no hubiera estado en este lugar debía ser consciente de su inferioridad:

A man who has not been in Italy, is always conscious of an inferiority, from his not having seen what it is expected a man should see. The grand object of travelling is to see the shores of the Mediterranean. On those shores were the four great Empires of the world; the Assyrian, the Persian, the Grecian, and the Roman. —All our religion, almost all our law, almost all our arts, almost all that sets us above savages, has come to us from the shores of the Mediterranean (Boswell 1917, pp. 847–848).

Hasta el siglo XVIII, el viaje a Italia tenía un fuerte componente humanista en el que el viajero, además de iglesias o monumentos, se dedicaba a visitar bibliotecas donde se conservaban manuscritos de los autores clásicos. Este será el caso de Michel de Montaigne, quien, al visitar la Biblioteca Vaticana, disfruta de un códice de la Eneida de Virgilio, así como de Plutarco y de Séneca, sus autores predilectos.

Respecto al origen de la lexía compleja «grand tour», esta aparece por primera vez en 1670 en el libro de Richard Lassels titulado Voyage of Italy:

[…] no man understands Livy or Caesar, Guicciardin and Monluc, like him, who hath made exactly the Grand Tour of France and the Giro of Italy. (Lassels 1670, s/p).

Lassels indica la importancia del beneficio de viajar, por un lado, y el viajar con beneficio, por otro:

For my Countries sake; To read to my country-men two profitable Lessons. The first, Of the profit of travelling. The second, Of travelling with profit (Lassels 1670, s/p).

Añade, además, lo que el joven viajero, acompañado de un preceptor o bear-leader, debe aprender de cada uno de los países que visita y lo que no. En este sentido, nos dice en ese mismo prefacio que el joven noble debe viajar a Italia a los quince o dieciséis años y pasar dos o tres años conociendo el país que ha civilizado al mundo, aprender su lengua y sus muchos gobiernos, además de música, arquitectura, pintura y matemáticas y regresar a su país no sin antes pasar tres años más en Francia aprendiendo esgrima, equitación, manejo de diferentes armas, o política, entre otras materias, de suerte que regrese a su nación a los veinte o veintiún años para ocupar con dignidad el lugar al que está destinado:

I would therefore have my young Noblemans Governour to carry him immediately into Italy at fifteen or sixteen; and their season his minde with the gravity, and wise Maximes of that Nation, which hath civilized the whole world, and taught Man Manhood. Having spent two or three years in Italy in Learning the Language, viewing the several Courts, studying their Maximes, imitating their Gentile Conversation, and following the sweet Exercises of Musik, Painting, Architecture, and Mathematicks, he will at his return, know what true use to make of France. And having spent three more years, in learning to Fence, Dance, Ride, Vault, Handle his Pike, Musket, Colours &c. The Map, History, and books of Policy; he will be ready to come home at twenty or one and twenty, a Man most compleat both in Body and Mind, and fit to fill the place of his Calling. I say, Make true use of France. For I would not have my young Traveller imitate all things he sees done in France, or other Foreign Countreys […] So in Italy, I would have him learn to make a fine house; but I would not have him learn of the Italians to keep a good house (Lassels 1670, pp. 24–25).

El grand tour ejerció una notable influencia dentro del ámbito de la vida cultural y artística de la época, de modo que formaba parte de la experiencia vital que todo joven noble debería adquirir, así como de conocimiento in situ de los lugares citados por los autores clásicos estudiados, de suerte que tales jóvenes debían recorrer Italia con la cabeza llena de textos clásicos: Virgilio, Horacio, Tito Livio, Polibio, Plinio, Silio Itálico o Teócrito, entre otros, además de sitios y acontecimientos históricos; por tanto, el viaje y la visita a los lugares donde se desarrollaron los hechos y vivieron estos personajes se convirtió inevitablemente en el complemento necesario para la formación integral de los futuros estadistas. En este sentido, es fácil entender el motivo por el que el recorrido del grand tour quedó prácticamente inalterado hasta bien entrado el siglo XIX, según las rutas establecidas por viajeros anteriores. Grosso modo, una vez se partía desde el puerto de Dover, los lugares visitados, al margen de las postas, eran Calais, Montreuil, Amiens, París, Marsella, Mont Cenis, Turín, Milán, Bérgamo, Génova, Verona, Módena, Padua, Parma, Cremona, Lucca, Piacenza, Perugia, Bolonia, Venecia, Florencia, Pisa, Loreto, Ancona, Brescia, Ferrara, Siena, San Marino, Roma, Nápoles, Paestum, Pompeya, Herculano, y Sicilia (Agrigento). Los que venían desde Bélgica pasaban por Gante, Amberes y Bruselas. Por su parte, no eran más que unos pocos, entre ellos Goethe, los que se acercaban hasta Sicilia. No fue este, desde luego, el caso de E. Gibbon, quien nos cuenta en su Autobiografía que, tras escalar Mont Cenis y descender a la llanura de Piamonte no a lomo de elefante, como Aníbal, sino sobre un asiento de mimbre, recorrió luego Turín, Milán, Génova, Parma y Módena. A continuación, prosigue su viaje hasta Roma, donde sus varias visitas al foro romano y la visión de sus ruinas le suscitan la inspiración necesaria para escribir su The History of the Decline and Fall of the Roman Empire (Londres, 1776–1789) y, posteriormente, regresa a su país natal por los mismos lugares por donde hizo su entrada en Italia:

Por el camino de Bolonia y los Apeninos llegué […] a Florencia […]. Después de dejar Florencia comparé la soledad de Pisa con la industria de Luca y Leghorn y continué mi viaje por Siena a Roma. […] No puedo olvidar ni expresar las fuertes emociones que agitaron mi espíritu cuando por primera vez me aproximaba y entraba en la ciudad eterna. Después de una noche sin dormir, atravesé con un andar altivo las ruinas del Foro; cada lugar memorable donde Rómulo resistió, o Tulio habló, o César cayó se hallaba de golpe presente ante mis ojos […]. En mi peregrinación de Roma a Loreto crucé de nuevo los Apeninos […].

Me apresuré a salir de la triste soledad de Ferrara […]. El espectáculo de Venecia me proporcionó unas horas de asombro; la universidad de Padua es una antorcha moribunda, pero Verona se envanece aun de su anfiteatro y su nativa Vicenza está adornada por la clásica arquitectura de Palladio; el camino de Lombardía y Piamonte […] me llevó de nuevo a Milán, Turín y al paso del Monte Cenis, donde volví a cruzar los Alpes hasta Lyón [… y] París […]. Me embarqué en Calais, desembarqué de nuevo en Dover (Gibbon 1949, pp. 110–114).

Sin embargo, el viajero del siglo XVIII es fundamentalmente un viajero que sigue las pautas de un nuevo enfoque filosófico basado en la experiencia, el empirismo, y cuyo más destacado exponente era Francis Bacon (1561–1626). De esta forma, en la consideración del viaje como parte de la formación del individuo, Francis Bacon, en su obra titulada Of Travel, establece las bases que ha de seguir todo viajero, de manera que habrá de anotar en su «Diario» qué cosas merecen la pena ser vistas, qué se debe buscar, observar y visitar:

travel, in the younger sort, is a part of education, in the elder, a part of experience. […] That young men travel under some tutor, or grave servant, I allow well; so that he be such a one that hath the language, and hath been in the country before; whereby he may be able to tell them what things are worthy to be seen, in the country where they go; what acquaintances they are to seek; what exercises, or discipline, the place yieldeth. For else, young men shall go hooded, and look abroad little. […] Men should make diaries; […] as if chance were fitter to be registered, than observation. Let diaries, therefore, be brought in use. The things to be seen and observed are: the courts of princes, especially when they give audience to ambassadors; the courts of justice, while they sit and hear causes; and so of consistories ecclesiastic; the churches and monasteries, with the monuments which are therein extant; the walls and fortifications of cities, and towns, and so the heavens and harbours; antiquities and ruins; libraries; colleges, disputations, and lectures, where any are; shipping and navies; houses and gardens of state and pleasure, near great cities; armories; arsenals; magazines; exchanges; burses; warehouses; exercises of horsemanship, fencing, training of soldiers, and the like; comedies, such whereunto the better sort of persons do resort; treasuries of jewels and robes; cabinets and rarities; and, to conclude, whatsoever is memorable, in the places where they go. After all which, the tutors, or servants, ought to make diligent inquiry. […] Let him not stay long, in one city or town; more or less as the place deserveth, but not long (Bacon 1908, pp. 79–80).

Asimismo, dice Rousseau en el libro IV de su Emilio a propósito de la necesidad de que los jóvenes viajen como parte de su formación y de que no se conformen con meras lecturas:

Se pregunta si es útil que los jóvenes viajen, y se discute mucho sobre esto. Si lo propusieran de otro modo, y preguntaran si es útil que hayan viajado los hombres, quizá no discutirían tanto.

El abuso de los libros mata la ciencia. Creyendo que sabemos lo que hemos leído, ya no creemos que tengamos que aprender. La mucha lectura solo sirve para hacer ignorantes presuntuosos. No ha habido siglo en que se haya leído tanto como en este y en que haya menos ciencia; entre todos los países de Europa no hay uno en el que se impriman tantas historias, relaciones y viajes como en Francia, ni ninguno donde menos se conozcan el genio y costumbres de las otras naciones. Tantos libros nos hacen olvidar el libro del mundo, y si aún leemos en él, solo son más páginas (Rousseau 2017, p. 501).

No obstante, Rousseau defiende la idea de que no basta con el simple hecho de viajar, sino que hay que saber viajar y, frente a lo que cabría esperar, para nuestro filósofo son los españoles los que mejor lo hacen, pues aunque sea, en su opinión, un pueblo que viaja menos que el francés o el inglés, cuando lo hace, saca provecho para su patria de lo que ve al estudiar las costumbres, la política y el gobierno de los lugares que visita:

Para instruirse no basta recorrer países, sino saber viajar. Para observar, hay que tener ojos y fijarlos en el objeto que se quiere conocer. Hay muchas gentes a las que todavía instruyen menos los viajes que los libros porque ignorando el arte de pensar, en la lectura el autor guía su espíritu, y en sus viajes nada saben ver por sí mismos. Otros no se instruyen porque no quieren instruirse. […] De todos los pueblos del mundo, el francés es el que más viaja, pero saturado de sus costumbres, todo lo que no tiene un parecido con ellos lo confunde. También viaja el inglés, pero este lo hace de otro modo; es forzoso que estos dos pueblos sean contrarios en todo. La nobleza inglesa viaja y la francesa no; la plebe francesa viaja y la inglesa no. Esta diferencia me parece muy honrosa para los ingleses. […] Por regla general, los pueblos menos cultivados, los más cuerdos y los que menos viajan, hacen mejor sus viajes, pues al ser menos adelantados que nosotros en nuestras frívolas investigaciones, y menos ocupados en los objetos de nuestra vana curiosidad, ponen toda su atención en lo que es verdaderamente útil. No conozco más que los españoles que viajen de esta forma.

Mientras que un francés frecuenta a los artistas de un país, un inglés hace dibujar alguna antigüedad y un alemán lleva su álbum a casa de los sabios, el español estudia en silencio el gobierno, las costumbres y la policía, y él es el único de los cuatro que saca del viaje observaciones útiles para su patria (Rousseau 2017, pp. 502–503).

Paradójicamente, Rousseau no cree que los viajes convengan a todo el mundo, ni que el beneficio y la enseñanza de viajar sea igual para todos:

[…] La instrucción obtenida de los viajes se refiere a la causa que los motiva; si ésta es un sistema filosófico, el viajero ve únicamente lo que quiere ver; si es el interés, absorbe la atención de los que se dedican a él. El comercio y las artes, que mezclan y confunden los pueblos, también son obstáculos para su estudio. […] Se dice que tenemos sabios que viajan para instruirse, y esto es un error: los sabios hacen esos viajes por interés, como los demás. Ya no hay Platones ni Pitágoras, y si los hay, están muy lejos de nosotros. Nuestros sabios solo viajan por orden de la corte; los despachan, los mantienen, los pagan para ver un objeto determinado, el cual no es un objeto moral. […] Hay una gran diferencia entre viajar para ver países o para ver sus pueblos. Lo primero es siempre propio de los curiosos, y lo segundo es accesorio. […] Por lo tanto, no se puede deducir que los viajes sean inútiles cuando viajamos mal (Rousseau 2017, pp. 505–506).

En este sentido, Rousseau es consciente del peligro en el que pueden caer los jóvenes sin una buena orientación o sin una buena instrucción con vistas a un fin:

Los viajes empujan la inclinación hacia su pendiente y terminan por hacer bueno o malo al hombre. El que regresa de correr el mundo, ya es lo que será durante su vida; son más los que vuelven malos que no buenos, pues entre los que emprenden viajes, son más los inclinados a lo peor que a lo mejor. Los jóvenes mal educados y mal conducidos contraen en sus viajes todos los vicios de los pueblos que visitan, pero ni una de las virtudes mezcladas con estos vicios; en cambio, los que tienen buenas inclinaciones, aquéllos en quienes se ha cultivado su buen natural y que viajan con intención de instruirse, regresan mejores y más juiciosos de lo que eran. […] Todo lo que se hace de una forma racional tiene sus reglas. Los viajes mirados bajo el punto de vista educativo, también deben tener las suyas. El viajar por viajar es andar errante, ser un vagabundo; el viajar para instruirse todavía es un objeto muy vago, ya que la instrucción sin un fin determinado es nula (Rousseau 2017, p. 506).

En cualquier caso, un viajero que emprendiera el viaje a Italia, sea cuales fueran sus motivaciones, debía hacerse con una buena guía, textos y una colección de artilugios de los más variados tipos: mapas, relojes, goniómetros, sextantes, pequeñas balanzas, termómetros, barómetros, catalejos, telescopios, cámaras ópticas, etc., todo ello debidamente protegido y escondido de furtivas miradas. Tales objetos podían acompañarse, como en el caso de Gibbon, de una cuidada selección de lecturas clásicas:

En el campo, Horacio y Virgilio, Juvenal y Ovidio, eran mis compañeros asiduos, pero en la ciudad tracé y ejecuté un plan de estudio para uso de mi expedición trasalpina: la topografía de la antigua Roma, la vieja geografía de Italia y la ciencia de las medallas. […] Pasajes de los autores griegos o latinos los leí en el texto de Cluverius […] pero leí separadamente las descripciones de Italia de Estrabón, Plinio y Pomponio Mela, los catálogos de los poetas épicos […]. Con estos materiales formé una tabla de caminos y distancias reducidas a nuestras medidas inglesas; llené un cuaderno con mis colecciones y notas sobre la geografía de Italia e inserté en mi diario muchas notas largas y doctas sobre las insulae y población de Roma, la guerra social, el paso de los Alpes por Aníbal, etc. después de echar una ojeada a los agradables diálogos de Addison (Gibbon 1949, pp. 109–110).

Como se observa en el texto de Gibbon y, anteriormente hemos visto en el de Bacon, se impone a todo viajero la redacción de un diario donde queden reflejadas las observaciones que se vayan haciendo, de forma que esta experiencia individual pueda ser útil a futuros viajeros, así como el ir acompañado de una guía, que en el caso de Gibbon es la famosa guía de Addison.

Con respecto a las guías de viaje, el viajero del XVIII disponía de un gran cantidad de ellas. Attilio Brilli destaca que se ha calculado que, a lo largo del siglo XVIII, podía contarse fácilmente, entre Inglaterra, Francia y los países germánicos, con la publicación de, al menos, dos guías nuevas al año. No obstante, entre las que destacaban por su calidad hay que mencionar la de Richard Lassels, The Voyage of Italy, aparecida póstumamente en 1670 en dos partes y publicada en París por su amigo Simon Wilson. Esta obra, amén de incluir los consejos necesarios para que el viaje a Italia fuera provechoso, resultó de particular importancia por ser la primera que introdujo el término de grand tour, como ya dijimos al comienzo. Otras guías de no menor importancia y difusión fueron Le voyage d’Italie publicada por Charles-Nicolas Cochin en 1758, utilizada por Boswell en su viaje a Italia, tal y como anota en su diario, y la del hugonote francés Maximilien Misson, Nouveau voyage d’Italie, publicada por primera vez en 1691. Joseph Addison, partiendo de la guía de Misson, publica en 1705 sus Remarks on Several Parts of Italy &c in the years 1701, 1702, 1703. Esta guía sirvió de referencia para cualquier viajero amante de las lecturas clásicas y de las antigüedades. Recuérdese que, como hemos visto antes, el propio Gibbon se valió de ella para organizar su propio viaje.

A estas guías habría que añadir la de Thomas Nungent, titulada The Grand Tour y publicada en 1749, donde se describen las principales ciudades, sus orígenes y más destacados monumentos, gabinetes, bibliotecas, palacios de príncipes y nobles, estatuas y pinturas, costumbres de los pueblos, monedas, comercio y gobiernos, así como una lista de postas y sus precios. De gran calidad y notable repercusión por sus numerosas ediciones posteriores y por ser la base de otras guías, incluida la alemana (muy utilizada por Goethe) de Johann Jacob Volkmann, fue la realizada por Joseph Jérôme de Lalande, Voyage d’un François en Italie (París 1769), con una documentadísima reseña parcialmente inspirada en el Voyage en Italie del presidente De Brosses, en el Voyage d’Italie de Cochin, en La historia del arte de la Antigüedad de Winckelmann y en las obras de Mengs. Por último, destacamos, entre las guías del XVIII, la realizada por el profesor de botánica de la universidad de Cambridge Thomas Martyn, The Gentleman’s Guide in his Tour through Italy, with correct Map and Directions for Travelling in that Country (1777).

Durante el siglo XIX, la primacía de la difusión corresponde a Remarks on Antiquities, Arts and Letters during an Excursion in Italy in the years 1802 and 1803 del escocés Joseph Forsyth (Londres, 1813), utilizada todavía al cabo de setenta años por el escritor Henry James. Otras guías de principios de siglo con caracteres románticos y de vasta difusión son las de Mariana Starke, Letters from Italy (Londres, 1800) y Travels on the Continent (Londres, 1820), con una descripción de itinerarios, postas, costes, duración de los recorridos y consejos prácticos, así como, ya desde otro punto de vista, la bastante más sofisticada, culta y con rasgos mezclados de espíritu jacobino, Italy de Lady Sidney Morgan, volumen predilecto de Byron, Shelley y Heine. En sus Promenades dans Rome, Stendhal sostiene que los mejores viajes a Italia son los de Forsyth, De Brosses, Misson, Duclos y Lalande.

No obstante, si bien las guerras napoleónicas de finales del XVIII obligaron a muchos viajeros a cambiar los itinerarios tradicionales y buscar otros nuevos, lo que contribuyó en no poca medida al declive del fenómeno «grand tour», sin embargo, las guías de viaje no sufrieron cambios notables en cuanto a su contenido hasta el decenio comprendido entre 1830 y 1840, que es cuando aparecen guías a la manera de ensayos topográficos y literarios, y las primeras guías del editor londinense John Murray. La primera guía Murray, Handbook for Travellers in Northern Italy, en edición de F. Palgrave, apareció en 1842, a la que siguió la correspondiente a Central Italy en 1843 y diez años después la dedicada a Southern Italy.

Junto a las guías, los relatos de viajeros por Italia también sirvieron de vademécum para cualquiera que emprendiera el «grand tour». Entre los más famosos destacan los diarios de Boswell, Sterne, Goethe o del presidente De Brosses, y ya en el XIX, los viajes a Italia de Stendhal y de Chateaubriand, por citar solo algunos. En el caso de Boswell, su diario desarrolla tres temas prohibidos en las conversaciones educadas de la época, a saber: el sexo, la religión y la política, y su «grand tour» le sirvió para conocer su propio carácter y capacidades, además de permitirle romper con las barreras impuestas por su propia sociedad y de encuentrarse con dos grandes tradiciones: la clásica (Boswell sabía de memoria cuarenta odas de Horacio) y la cristiana. Desde el momento en que Boswell cruzó los Alpes fue consciente de que se diferenciaba de otros viajeros por el hecho de que antes había visitado a Rousseau, quien ejerció una gran influencia sobre él, y a Voltaire. Por su parte, De Brosses, repercutió decisivamente, como hemos dicho más arriba, en la guía de Lalande. Goethe, en su Viaje a Italia, realizado entre 1786 y 1788, si bien recoge menos citas clásicas, su descripción sobre las personas, lugares y costumbres, amén de su llegada a Sicilia, ha influido en los viajeros y escritores posteriores, y El viaje Sentimental de Sterne supuso un antes y un después en el modo de viajar. Por último, Stendhal, cuyo viaje realizado en 1828 le llevó a redactar un cuaderno para su primo R. Colomb, es, en opinión de Aldous Huxley, la mejor compañía para un viaje a Italia.

A todo lo dicho habría que añadir el cambio de mentalidad estético y vital que trajo el movimiento romántico con sus nuevas ideas estéticas y que llevó el interés del viajero desde la realidad exterior al estado de ánimo de quien mira y observa. Así las cosas, no es de extrañar que textos como Corinna de Mme. de Staël, el Voyage en Italie de Chateaubriand o el poema Childe Harold’s Pilgrimage de Byron se convirtieran en verdaderos vademécums y guías espirituales. Estos libros reelaboran los itinerarios tradicionales enriqueciéndolos con un fascinante número de citas, no siempre clásicas. Como consecuencia, cualquier inglés que visitara Italia hacia la mitad del siglo XIX llevaría en su equipaje las guías Murray, revisadas y publicadas en Londres, para las informaciones prácticas y el citado poema de Byron (en concreto el «Canto IV», dedicado a Italia) para confirmar sus sentimientos.

Grand tour y Tradición Clásica. En relación con la Tradición Clásica, nos hallamos en pleno siglo XVIII ante un fenómeno previo a los «Estudios de la Antigüedad» («Altertumwisenschaft» y «Alterthumskunde») y a los propios estudios de la Tradición Clásica, de suerte que los textos clásicos adquirirán una actualidad diferente, dadas las nuevas lecturas que reciben. En este sentido, lecturas y lugares irán unidos ante una nueva idea de turismo donde también el arte participa de esta relación. No olvidemos que en 1766 se publica la obra de Gotthold Efraim Lessing, titulada Laocoonte o los límites de la pintura y la poesía, un tratado que ponía en cuestión algunas ideas sobre arte de Winckelmann y que ejerció una notable influencia en pensadores y artistas posteriores; de manera particular, Lessing cuestionó el viejo aserto ut pictura poesis, y, no en vano, se trató de un capítulo más de la famosa «batalla de antiguos y modernos». También Addison participó en cierto modo de la idea ut pictura poesis al afirmar, con relación a las esculturas antiguas, que existía una gran semejanza entre las figuras de muchas deidades paganas con la descripción de poetas latinos, y se preguntaba si los poetas fueron copistas de la estatuaria griega en alguna ocasión y en otras si la estatuaria había tomado su tema de los poetas, citando al Laocoonte como un ejemplo de los muchos que podemos encontrar en Roma. Es más, Christian Gottlob Heyne, introductor del tratamiento científico para la mitología griega, el año de 1767 impartió en la Biblioteca Central de Gotinga lecciones de mitología en el arte a sus alumnos más aventajados antes de su partida para el grand tour en Italia u otros lugares, toda vez que les mostraba copias de obras famosas o textos de colecciones de anticuarios, incluidas las de la Antigüedad herculana, preparadas por la Academia Herculana de Nápoles:

Nella Biblioteca centrale di Göttingen Heyne teneva lezioni di Kunstmythologie (mitologia artistica) ai suoi studenti più privilegiati, in procinto di partire per il Grand Tour in Italia o di visitare altri luoghi, mostrando loro copie di opere famose o i sontuosi testi di raccolte antiquarie, compressi quelli delle antichità ercolanesi curati dall’ Accademia Ercolanese di Napoli (Cerasuolo 1999, p. 60).

Respecto a los textos clásicos, resulta insoslayable el hecho de que, en cierto modo, se creara un nuevo canon de autores acorde con los lugares visitados. Addison, autor de la célebre guía antes mencionada, ofrece todo un catálogo de autores griegos y, principalmente, latinos, que debían ser leídos según el momento, lugar y circunstancia. De esta forma, cualquier joven que se adentrara por Marsella debía acudir a la lectura de Claudiano; en la Galia Narbonense a Tibulo, en San Remo a Horacio, en Mónaco a Virgilio (en la famosa traducción de Dryden) y Lucano, en Génova a Silio Itálico, Virgilio y Ausonio; en Pavía a Silio Itálico y en Milán, Juvenal, Claudiano y Ausonio; en Brescia, de nuevo Virgilio en Verona, Virgilio, Silio Itálico y Claudiano. En Padua, Virgilio, y en Venecia Claudiano. En el camino desde Venecia a Ferrara los autores escogidos son Virgilio y Lucano y de Venecia a Ancona, Lucano y Silio Itálico; en Rávena encontramos a Marcial, Silio Itálico y Plinio, y en Rímini, Lucano. En Loreto, en la antigua casa de Rómulo, Virgilio, y en Loreto-Recanati-Macerata-Tolentino y Foligno, las lecturas de Propercio, Virgilio, Silio Itálico, Estacio, Juvenal y Claudiano. En Terni se leía a Virgilio, Claudiano, Silio Itálico y Ausonio, mientras que en Narni, el autor requerido era Marcial; en Otricoli, Claudiano y en el camino de Roma a Nápoles no podían faltar las lecturas de Juvenal, Horacio, Lucano, Silio Itálico, Claudiano y Marcial. El autor leído en la Campania Felice es de nuevo Silio Itálico, y en Gnatia, Horacio. Más lecturas hallamos en la Bahía de Nápoles y en el mismo Nápoles: Virgilio, Horacio, Estacio, Ovidio y Silio Itálico son los escogidos; en el Vesubio, Marcial y en el Faro de Capri, Estacio. Ya en la isla de Capri se recurre a Suetonio, Virgilio, Lucrecio, Juvenal, Marcial, Ovidio y Claudiano. En Cumas no podían faltar Virgilio y Lucano, así como era posible rememorar a Estrabón y la Odisea de Homero para la descripción de los cimerios. Para Caieta se acude a Virgilio y para el monte Circeo y sus bosques al propio Virgilio, amén de Plutarco y Longino. En Nettuno, a dos millas del cual se hallaban las ruinas de Anzio, famosa por su templo dedicado a Fortuna, no faltaban las lecturas de Suetonio, Marcial y Horacio. Ya en la desembocadura del Tíber es Virgilio el autor seleccionado y, en el puerto de Ostia, Juvenal y Palladas (poeta griego que vivía en Alejandría). En Roma, además de los autores clásicos Juvenal, Propercio, Horacio, Ovidio y Séneca, era de vital importancia consultar el Thesaurus Antiquitatum Romanarum (1694–1699, en doce volúmenes) de Graevius, colección que, en opinión de Addison, una vez conocida y aprendida, ya poco podía ser añadido. Como podemos observar, la mayoría de los autores y textos citados por Addison se refieren a poetas, lo que nos lleva a la idea de que se trata de una lectura más evocadora que la de la prosa, toda vez que se mantiene el elemento empírico de compaginar lecturas y visitas a los lugares, y al hecho de que los poetas grecolatinos solían ser memorizados. De hecho, qué mejor lugar para recitarlos que en los lugares que habían inspirado tales textos. Así, curiosamente, Boswell, un fiel ejemplo de esta combinación del viaje formativo con lo que sería la Tradición Clásica y que atraviesa los Alpes a través del paso de Mont Cenis, no cita a Tito Livio para rememorar el paso de Aníbal con sus elefantes a través de estas montañas, sino que su primera cita de un clásico es ya en Milán y, concretamente, el autor citado es un poeta, Ausonio:

I arrived this morning at Milan. I drank chocolate, and got into spirits. This was the first town I saw mentioned by a classic. Often did I repeat, «Et Mediolani mira omnia, copia rerum, etc.» (Boswell 1955, p. 44).

El siguiente clásico citado por Boswell es Virgilio, cuya descripción lee tres veces:

Yesterday came to Terni. Took horses and rode to Cascade of Velino. Prodigious wild. Read Virgil’s description thrice; was quite in Aeneid… (Boswell 1955, p. 52).

Más tarde, en Nápoles, siguiendo la ruta de esta tradición, visitará el palacio real en Portici, la «gruta» (en realidad, se trata de un mausoleo) que pasa por ser la tumba de Virgilio, las ruinas de Herculano y Pompeya, mientras escribe a Wilkes una carta en latín, pues sabía de su amor por las lenguas clásicas. Tampoco olvida la visita a iglesias y al Vesubio. En una carta dirigida a John Johnston, amén de citar un verso de las Odas de Horacio, cuenta que se dedica a recorrer los lugares clásicos de los alrededores y que no es posible concebir un enclave mejor que la visión de la bahía de Nápoles y los campos donde sitúa las musas de Virgilio:

I ought now to write you a most delicious letter, for Naples is indeed a Delicious spot; praeter omnes ridet. I have been near three weeks here and have been constantly employed in seeing the classical places all around. Is it posible to conceive a richer scene than the finest bay diversified with islands and bordered by fields where Virgil’s Muses charmed the creation, where the renowed of ancient Rome enjoyed the luxury of glorious retreat and the true flow of soul which they valued as much as triumphs? (Boswell 1955, p. 62).

En esta combinación de formación y viajes, a su llegada a Roma, Boswell se matricula en un curso sobre antigüedades y artes que le había recomendado McKinlay y que era habitual para turistas. Este curso, ofertado por un anticuario escocés, Mr. Colin Morison, le llevó a conocer las principales atracciones de Roma. De este modo, sus visitas al foro y sus ruinas le hacen comprender la magnificencia de lo que fue Roma, así como no puede dejar de emocionarse al recordar y ver los sitios donde se desarrollaron grandes acontecimientos, como el rostrum del que fue colgado Cicerón o el Coliseo, que para Boswell representa una amplia y sublime idea de la grandeza de los antiguos romanos. La consecuencia inmediata de estas visitas fue el hecho de que lo animan a hablar en latín durante el curso de antigüedades y a mejorar su fluidez hasta sentirse como un antiguo romano:

Struck by these famous places, I was seized with enthusiasm. I began to speak Latin. Mr. Morison replied. He laughed a bit at the beginning. But we made a resolution to speak Latin continually during this course of antiquities. We have persisted, and every day we speak with greater facility, so that we have harangued on Roman antiquities in the language of the Romans themselves (Boswell 1955, p. 65).

Las visitas a lugares del pasado romano no solo conmueven a Boswell pues, cincuenta años más tarde, Byron, impresionado ante el Palatino y sus ruinas, le dedica una estrofa en su canto IV del Childe Harold’s Pilgrimage.

El curso sobre antigüedades y arte llevará a Boswell a visitar la iglesia que fue cárcel Mamertina, de la que dice que Salustio dio una horrible descripción, y se propone leer todo Virgilio y Horacio en Italia. También visita la Biblioteca Vaticana y el Belvedere, del que destaca las estatuas de Meleagro (parece ser que es un Mercurio), Laocoonte y Apolo. En sus posteriores visitas al Vaticano dirá que las rodillas del Apolo están muy mal y que los hijos de Laocoonte están demasiado formados, dado que parecen hombres en miniatura. Ya en Nápoles, en una carta dirigida a William J. Temple, Boswell desea que su amigo estuviera con él y recuerda los momentos en los que sus mentes estaban encantadas con la poesía romana:

What would I not give, Temple, to have you here with me. How would we recall the days when we used to climb Arthur Seat, when our minds were fresh to all the charms of Roman poetry, and our bosoms glowed with a desire to visit the sacred shades (Boswell 1955, p. 71).

Asimismo, relata su intento en Frascati (la antigua Tusculum) de escribir un tratado sobre la felicidad a la manera de las famosas Tusculanas de Cicerón:

I went lately and passed two days at Frascati, the Tusculum of old. The weather was delicious. I felt the genius of the place, and was supremely happy. In true philosophical frame I sat down and wrote a Tusculan Question on happiness, in which I considered religion. I was perfectly impartial, and calmly enquired how much more clear light has been imparted to the world during the eighteen hundred years that have rolled on since Cicero wrote his famous Tusculan Questions. Of this genuine sketch I may perhaps make a very good essay… (Boswell 1955, p. 72).

En una carta dirigida a Wilkes desde Roma, Boswell hace el intento de escribirle una epístola heroica y recurre a un verso de las Elegías de Propercio, in magnis [et] voluisse sat est (Prop. 2, 10, 6). Wilkes, por su parte, en respuesta a esa carta donde se le ponía en conocimiento de la muerte del poeta satírico Charles Churchill, recuerda a Cicerón en sus Cartas a Ático (Cic. Att. 83, 3, 6) cuando se lamenta por la pérdida de Léntulo. Más adelante, Wilkes, allí mismo, aludirá a un lema Ulubrae, procedente de una Epistula de Horacio y que se hallaba en la casa de Lord Auchinleck, padre de Boswell:

And do you intend to retire after all your peregrinations to the Ulubrae you spoke of with glee? (Boswell 1955, p. 77).

El verso de Horacio al que se refiere Wilkes es: Quod petis, hic est, est Ulubris, animus si te non deficit aequus (Hor. Ep. 1, 11, 29–30).

Finalmente, Wilkes acaba su carta despidiéndose a la manera de Cicerón en sus Cartas a Ático: Cura ut valeas, et nos ames, et tibi persuadeas te a me fraterne amari (Cic. Att. 1, 5, 8). De igual modo, Boswell no duda en citar el De Senectute de Cicerón para consolar a Wilkes de la pérdida de su amigo Churchill:

The loss of Churchill is not doubt the severest affliction that you could meet with. Pray let me be serious and advise you to seek consolation from the inmortality of the soul, which your departed friend strongly defends in his Duellist. The arguments for that noble system which vindicates the divine justice are surely strong, and it depends on ourselves to cultivate elevating hope. It was the prospect of meeting the renowned and the worthy of former ages that made Cicero say, «Si in hoc erro, libenter erro». I heartly wish that John Wilkes, who has his mind so well furnished with classical ideas, had this one in daily remembrance (Boswell 1955, p. 79).

En posteriores cartas dirigidas a Wilkes, las citas a Virgilio y Horacio son frecuentes. Así, en una carta escrita desde Mantua, Boswell cuenta que ha visitado los lugares donde vivió Virgilio y habla de las abejas, en clara alusión a sus Geórgicas:

Mr. Wilkes will probably smile at my having so much of the Pierian rage, but I am sure he will relish a few lines written on the spot where Virgil lived. I am at the village where he was born, and my vivacious Fancy sees him sporting in the gay innocence of youth with the bees flying around him in pleasing Melody. I date my letter from Mantua because he has been always called from it the Mantuan Bard, though his little native village is two Italian miles from the chief town of the territory. I don’t know how this village, from being called Andes, has now got the name of Pietole (Boswell 1955, pp. 114–115).

Además, reconoce no solo sentirse imbuido del alma virgiliana, incluso cuando está en Escocia, sino estar viviendo en la época de Virgilio, y se pregunta sobre si la humanidad sigue siendo la misma que entonces o son las faltas de los hombres las que los hacen menos felices que en los tiempos de los antiguos romanos:

I am happy enough to have as fine a day as Italy can give me. I set out when primus equis Oriens adflavit anhelis and sailed softly down the Mincius, who still viridis tenera praetexit harundine ripas. I really see nothing improbable in supposing that beings of finer substance than we inhabit such delicious scenes as I now behold. Till you prove me the contrary, I shall believe this agreeable mythology. I do assure you that when I am at Auchinleck in a sweet summer season, my imagination is fully persuaded that the rocks ad woods of my ancestors abound in rural genii. There is hardly a classical spot which I have not upon our own estate, and even after having travelled the enchanted land itself, I shall not be deprived of my romantic dreams. My having seen the realities shall not undeceive me. I have sought about here for the shade of the patulae fagi, but could not find it. I am, however, sitting sub umbra, and fronde super viridi. I look around me with delight, and I think I can trace the lands of Maro

qua se subducere colles / Incipiunt mollique iugum demittere clivo, / Usque ad aquam et veteris, iam fracta cacumina, fagi.

If you can suppose and old mulberry tree to be the beech here mentioned, you have a perfect picture.

Gay Wilkes, congratulate with me; an hour of felicity is invaluable to a man whom melancholy clouds so much. Here as I sit I am perfectly well. Time rolls back his volumen. I am really existing in the age of Virgil, when man had organs framed for manly enjoyment and a mind unbroken by dreary speculation —when he lived happy and died in hope. Will you tell me, is humanity really the same now that it was then? And is it only our faults that we are not as happy as the old Romans? Is it posible for us to regain those clear and keen sensations, that bright and elegant fancy, that firm and exalted soul which they certainly had? (Boswell 1955, pp. 115–116).

Durante su estancia en Roma, Boswell también trató a Winckelmann, cuyo gusto, fino y clásico, destaca y quien en ese momento catalogaba las antigüedades del cardenal Alejandro Albani, sobrino del papa Clemente IX:

Thursday 9 may. Yesterday …. Abbé Winckelmann an hour. Fine and classical taste. […] Saturday 11 may. Yesterday… at three with Abbé Winckelmann at Cardinal Alexander Albani’s villa (Boswell 1955, pp. 80–81).

En compañía de John Stuart, Lord Mountstuart, visita Tívoli, el lugar donde estaba la finca sabina de Horacio, y mientras ven la famosa Fons Bandusiae, Boswell improvisa una oda del poeta latino. Este entusiasmo hacia lo clásico queda reflejado en una carta dirigida a John Johnston:

Boswell expressed his «classical enthusiasm» at seeing the countryside described by Horace in a letter to John Johnston (24 May 1765) and added: «I am sharing the classical satisfaction with an exiled countryman, Mr. Andrew Lumisden, secretary to the son and heir of King James the Seventh» (Boswell 1955, p. 88 n.1).

Como podemos observar, Boswell es el ejemplo más claro de lo que supuso el «grand tour» y muchos jóvenes como él, cuya capacidad económica les permitía adquirir antigüedades y obras de arte para llevarlas a sus hogares, contribuyeron, bien es verdad, al aumento de copias y falsificaciones, pero también a la publicación de grabados y libros sobre las antigüedades de esos lugares que visitaban. Por otra parte, la visita a las villas diseñadas por Andrea Palladio en Vicenza, Génova y otros lugares favoreció en gran medida la introducción del estilo palladiano en las pudientes mansiones británicas. De este modo, el gusto por lo clásico que se implanta en Gran Bretaña tendrá como consecuencia la creación de dos instituciones, la Society of Antiquaries fundada en 1707 y, en 1732 la Society of Dilettanti, cuyo principal requisito era haber recorrido «suelo clásico». Finalmente, en 1768 se funda la Royal Academy, según el modelo de la Academia Francesa de pintura. Por otra parte, las excavaciones realizadas en Italia durante el siglo XVIII contribuyeron al desarrollo de una conciencia histórica que impulsaría a los eruditos a realizar compilaciones enciclopédicas del conocimiento de los antiguos y a publicar los nuevos hallazgos con cierto espíritu crítico. Fruto de estas publicaciones y catálogos donde se recogían las antigüedades encontradas y estudiadas, ya por eruditos como Winckelmann o coleccionistas como Sir William Hamilton, fue el desarrollo de lo que se llamó en Inglaterra el estilo «antiguo», cuya principal fuente de inspiración eran los vasos griegos, romanos y etruscos, hallados en las excavaciones. Sin embargo, fue tal la demanda de copias de estas antigüedades clásicas, que manufactureros de la talla de Wedgwood, en busca de nuevos diseños, formaron auténticas bibliotecas de obras de referencia que incluían todos los volúmenes que ilustraban las antigüedades de Italia y los descubrimientos del «grand tour». Así, por ejemplo, cabe destacar el relieve realizado por John Flaxman representando la «Apoteosis de Homero» a partir de un grabado de un kylix griego perteneciente a la colección de Hamilton que este prestó a Wedgwood, o las numerosas copias realizadas a partir del famoso vaso Portland.

España y el «grand tour». Con respecto a España hay que decir que no existió el concepto o idea de un «grand tour», pues nunca fue un equivalente al de las estancias y, por lo tanto, su repercusión como viaje de formación de los jóvenes aristócratas españoles no fue la misma que en el resto de Europa. No obstante, durante la segunda mitad del siglo XVIII, los Borbones financiaron estancias con el objeto de mejorar la industria y el comercio patrio y los viajes literarios para el estudio de las antigüedades hispanas. Es cierto que, a instancias de Mengs, pintor de cámara de Carlos III, se concedió pensiones de Bellas Artes a un grupo de estudiantes destacados de la Academia de San Fernando, para que completaran su educación en Roma bajo la dirección de José Nicolás de Azara, embajador de España en el Estado Pontificio. Sin embargo, estas pensiones no son equiparables a lo que supuso el «grand tour» en los estados del norte. Así las cosas, hemos tenido diplomáticos, viajeros y militares como Azara, Ponz o Francisco Miranda, becados y pensionados (Goya) y viajeros «forzosos» (sc. exiliados, como el jesuita Juan Andrés), pero nunca hubo una conciencia del viaje a Italia realizado como formación para los jóvenes de la clase aristocrática o pudiente burguesa. Solo tres de estos viajes eruditos tuvieron como meta Italia. Nos referimos al caso de Francisco Pérez Bayer, enviado por Fernando VI, el de José Ortiz y Sanz, quien viaja para estudiar la arquitectura romana con el fin de traducir a Vitruvio, gracias a una pensión de Carlos III en 1778; y, finalmente, el de Leandro Fernández de Moratín, financiado por Carlos IV, o más directamente por su ministro Manuel Godoy, entre 1792 y 1797, para conocer el estado de la literatura y el teatro en Francia e Italia. A un lado, por lo tanto, deben quedar las estancias obligadas de los jesuitas expulsos en 1767 y las de los artistas y arquitectos pensionados por la Real Academia de Nobles Artes de San Fernando. No es de extrañar, pues, que a mediados del siglo XVIII el duque de Huéscar, hastiado de la incapacidad de los diplomáticos españoles, recomendara a las familias de prestigio que enviasen a sus hijos a viajar por Europa para completar su formación. Tanto es así, que el propio Moratín nos ha dejado un valioso testimonio de esta falta de interés por los viajes cuando comenta la conversación que mantuvo en Milán en 1793 con el famoso poeta Parini:

Los españoles viajan poco, y los que lo hacen no suelen acostumbrar a dar molestias con su presencia a los hombres de mérito que hallan al paso. ¿Para qué? ¿no basta con visitar al banquero? (apud Tejerina 1978, p. XLVI).

Por su parte, Cadalso, en las instrucciones dadas por un padre anciano a su hijo, que va a emprender sus viajes, dice lo siguiente dentro de su obra Los eruditos a la violeta:

Antes de viajar y registrar los países estrangeros, seria ridiculo y absurdo que no conocieras la misma tierra: empieza, pues, por leer la historia de España, los anales de estas provincias, su situacion, producto, clima, progresos ó atrasos, comercio, agricultura, poblacion, leyes, costumbres, usos de sus habitantes; y después de hechas estas observaciones, apuntadas las reflexiones que se te ocurran, y tomando pleno conocimiento de esta península, entra por la puerta de los Pirineos en Europa. Nota la población, cultura y amenidad de la Francia, el canal con que su mayor rey ligó el Mediterráneo al Océano: las antigüedades de sus provincias meridionales, la industria y comercio de Leon y otras ciudades; y llega á su capital: no te dejes alucinar del esterior de algunos jóvenes intrépidos, ignorantes y poco racionales. Estos agravian á sus paisanos de mayor mérito: busca a estos, y los hallarás prontos á acompañarte é instruirte, y hacerte provechosa tu estancia en Paris, que con otros compañeros te seria perjudicial en estremo. Despues que escribas cada noche lo que en cada dia hayas notado de sus tribunales, academias, y policía, dedica pocos dias á ver tambien lo ameno y divertido, para no ignorar lo que son sus palacios, jardines y teatros, pero con discrecion, que será honrosa para ti, y para tus paisanos. Despues encamínate hacia Londres, pasando por Flándes, de cuya provincia cada ciudad muestra una historia para un buen Español: nota la fertilidad de aquellas provincias y la docilidad de sus habitantes, que aun conservan algun amor á sus antiguos hermanos los Españoles. En Londres se te ofrece mucho que estudiar. […] ocuparán dignamente el precioso tiempo, que sin estos estudios desperdiciarias de un modo lastimoso en la crápula y libertinage (palabras que no conociéron mis abuelos, y celebraré que ignoren tus nietos). Además de estos dos reinos, no olvides las cortes del Norte y toda Italia, notando en ella las reliquias de su venerable antigüedad, y sus progresos modernos en varias artes liberales (…). Despues restitúyete á España, ofrécete al servicio de tu patria; y si aun asi fuese corto tu mérito ó fortuna para colocarte, cásate en tu provincia con alguna muger honrada y virtuosa, y pasa una vida tanto mas feliz, cuanto mas tranquila en el centro de tus estudios y en el seno de tu familia, á quien dejarás suficiente caudal con el ejemplo de tu virtud (Cadalso 1999, pp. 64–65).

La lectura de este ameno y simpático texto no puede menos que acercarnos al pasaje de Rousseau sobre la manera de viajar de los españoles que hemos visto más arriba. Sin embargo, socarronamente continúa Cadalso con instrucciones de lo que el joven ha de hacer al emprender el viaje:

Aquí estaba roto el manuscrito, gracias à Dios, porque yo me iba durmiendo con la lectura […]. De otro cuño es la moneda con que quiero enriqueceros en punto de viajes; y así dando á la adjunta instruccion el uso mas bajo que podais, tomad el siguiente:

Primero, no sepais una palabra de España; y si es tanta vuestra desgracia que sepais algo, olvidadlo, por amor de Dios, luego que toqueis la falda de los Pirinéos.

Segundo, id como bala salida del cañón desde Bayona á Paris, y luego que llegueis, juntad un consejo íntimo de peluqueros, sastres, bañadores, &c. y con justa docilidad entregaos á sus manos, para que os pulan, labren, acicalen, compongan y hagan hombres de una vez.

Tercero, luego que esteis bien pulidos y hechos hombres nuevos, presentaos en los paseos, teatros y otros parages, afectando un aire frances, que os caerá perfectamente.

Cuarto, despues que os harteis de Paris, ó Paris se harte de vosotros, que creo más inmediato, idos á Londres. A vuestra llegada os aconsejo dejeis todo el esterior contraído en Paris, porque os podrá costar caro el afectar mucho galacismo. En Londres os entregaréis á todo género de libertad, y volved al continente para correr la posta por Alemania é Italia.

Quinto, volveréis á entrar en España con algun estraño vestido, peinado, tonillo y gesto; pero sobre todo haciendo tantos ascos y gestos como si entrárais en un bosque ó desierto. Preguntad cómo se llama el pan y agua en castellano, y no hableis de cosa alguna de las que Dios crió de este lado de los Pirinéos para acá. De vinos, alabad los del Rin; de caballos, los de Dinamarca; y así de los demas renglones, y seréis hombres maravillosos, estupendos, admirables y dignos de haber nacido en otro clima (Cadalso 1999, pp. 65–66).

Pese a que contamos con autores que incitaban al viaje como medio de formación, no fue un hecho muy extendido en España y, en consecuencia, los estudios históricos referidos al «grand tour» no han suscitado gran interés hasta tiempos recientes. Habrá que esperar a los años 2002–2003, el momento en que el profesor José María Luzón organice la exposición y el catálogo sobre el Westmorland: recuerdos del Grand Tour, cuando se tome en España conciencia, por primera vez, de lo que supuso este gran viaje para la aristocracia, fundamentalmente británica. A partir de un episodio concreto, el apresamiento de la fragata británica Westmorland, procedente de Livorno (Italia), el año de 1779 en las costas de Málaga por las tropas francesas, se desarrolla toda una investigación y estudio de los objetos confiscados en el barco que acabaron dispersos por diferentes museos y colecciones privadas de España. De esa forma, lo que parecía en principio un episodio sin importancia, la captura de un barco británico sin más, resultó un tesoro a la luz de la carga transportada, a saber, libros, estampas, estatuas y pinturas, por un valor de unas cien mil libras esterlinas de aquella época, y de los ilustres viajeros que iban en él: los hijos del gobernador Johnstone junto con su tutor. Entre esos objetos de valor había un cuadro valorado en unos diez mil pesos (se trataba de La liberación de Andrómeda de Mengs, inspirada en los modelos de la pintura antigua hallada en Pompeya y Herculano) así como cajones destinados al duque de Gloucester, hermano del rey de Inglaterra. Sin embargo, de los noventa cajones requisados solo cincuenta y siete llegaron a Madrid, repartidos entre la Academia de Bellas Artes de San Fernando, el Museo del Prado y Patrimonio Nacional.

Si bien, a raíz de la obra de J. M.ª Luzón, la conciencia de la existencia de este gran viaje de formación ha favorecido nuevos estudios acerca de la posible relación del «grand tour» y España, el estudio y conocimiento de este fenónemo viajero y cultural no ha sido como en otros países de nuestro entorno.

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María José Barrios Castro

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