Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

género (estudios de) Del latín genus, -eris «género» (Ing. Gender Studies,

Fr. Études de genre).

Los «estudios de género», o «crítica feminista», constituyen una corriente crítica de estudio que analiza las obras literarias —y la cultura en general— desde el punto de vista de las relaciones entre hombres y mujeres, impulsada por la necesidad de explicar las desigualdades históricas entre ambos sexos y la urgencia de definir la identidad femenina y el lugar que la mujer ha ocupado y ocupa en el mundo. Los estudios con perspectiva de género surgen en el ámbito de los movimientos feministas, que descubrieron que el género es una categoría simbólica que establece un comportamiento normativo para hombres y mujeres, al tiempo que condiciona sus relaciones en todos los niveles (afectivo, social, e incluso sexual): los roles masculino / femenino, que emanan del patriarcado y que se sustentan en un férreo sistema de dominación y control sobre la mujer, impregnan también la literatura y el mundo literario tal y como se ha desarrollado históricamente. Este binarismo, que surge de la dualidad del sexo biológico, explica algunas características del mundo literario, tales como la escasez o invisibilidad de las mujeres escritoras, o el hecho de que las mujeres hayan tenido predilección, como autoras, por unos géneros frente a otros, y que esos géneros, a su vez, se hayan visto desprestigiados. Una vez desterrado el binarismo y asumido que el género es múltiple, variable, dinámico y transcultural, y que depende de la persona, la educación, la sociedad y otros factores difíciles de predecir, los estudios de género han dado paso a los estudios queer, que explican la multiplicidad de la identidad sexual y de género, y recogen la construcción de nuevas identidades surgidas del entorno LGTBI.

Feminismo y filosofía: las olas feministas. Los estudios de género no se entienden sin la historia del feminismo, el decir, el proceso de reivindicación de derechos de la mujer hasta equipararse social y personalmente con el hombre. La primera ola feminista se sustenta en el pensamiento y en las obras literarias escritas por dos mujeres cuyos destinos fueron trágicos: de un lado, la escritora francesa Olympe de Gouges, hija de la Revolución Francesa, que reivindicó los Derechos de las mujeres y de las ciudadanías (1791), a imitación de los Derechos del hombre y del ciudadano (1789) —código de leyes de donde las mujeres fueron excluidas—, fruto de la Revolución; de otro lado, la autora inglesa Mary Wollstonecraft, que escribió Vindicación de los derechos de la mujer (1792) y fue una de las precursoras de las sufragistas; no solo escribió para denunciar una situación injusta, sino que vivió de acuerdo a unos ideales feministas solidarios con las otras mujeres de su casa y amigas; también fue la madre de Mary Shelley, la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), uno de los primeros libros que pone en tela de juicio el concepto tradicional de familia y el papel de los padres como educadores, partiendo del mito clásico de Prometeo y del valor simbólico que en esa época adquirió como salvador del hombre. Recientemente, ha sido llevado al cine el proceso de creación de la novela poniendo el foco en la autora y su biografía (Mary Shelley [2017, dirigida por Haifaa al-Mansour]).

La primera escritora que denunció la desigualdad de la mujer en la tarea de la escritura fue Virginia Wolf en su obra Una habitación propia (1929), donde identificó la independencia económica y material de la mujer como claves en el oficio de escritora. También reveló la necesidad de crear una genealogía de mujeres escritoras anteriores a ella, es decir, llamó al esfuerzo conjunto por visibilizar a las mujeres que tradicionalmente habían quedado relegadas al anonimato (reivindicación extensible a todas las formas del arte y al saber en general), a pesar de haber ejercido la escritura en condiciones de gran dificultad y oposición. En Orlando (1928) llevó a la práctica el ejercicio de escribir desde ambos sexos, el masculino y el femenino, buscando una androginia literaria que ayudara a explicar el distinto aprendizaje que afronta una persona dependiendo de su sexo (perspectiva deudora del planteamiento utópico expuesto por Aristófanes en El banquete de Platón); y a introducir también el elogio del amor (la película Hedwig and the Angry Inch [1998, dirigida por John Cameron Mitchell], recoge en formato de animación el mito de la androginia contado por Aristófanes [véase González Vaquerizo 2019]) y, posiblemente, el mito de Tiresias (véase Martín Rodríguez 2019). Esta conciencia feminista, que denuncia la desigualdad entre hombres y mujeres, tiene su caldo de cultivo en las primeras sufragistas anglosajonas (1848) y coincide en el tiempo con la segunda ola feminista, que reivindicó con éxito el derecho de las mujeres al voto y a la participación en la política.

En el ambiente revolucionario del 68 surgió otra voz esencial en el desarrollo de la teoría feminista, la pensadora Simone de Beauvoir. En El segundo sexo (1949) introduce el término «género» y desarrolla el concepto en términos de construcción social —célebre es su frase, «la mujer no nace, se hace»—, que se sitúa en el epicentro de la tercera ola del movimiento feminista. Posiblemente, esta haya sido la etapa más fructífera de los estudios de género, a causa del profundo e intenso debate que se ha generado en torno al concepto, aplicado sobre todo a las ciencias sociales y no solo a la literatura. Sin embargo, aunque la literatura constituye una mínima parcela de análisis, se trata sin duda del lugar donde mejor se ha ilustrado la necesidad de las mujeres de ocupar todas las parcelas políticas y sociales de representación y visibilidad, así como su liberación sexual (la película Las horas [1999, dirigida por Michael Cunninghan] ilustra de manera aproximada los tres momentos clave del feminismo a través de tres historias de mujeres: Virginia Wolf, la perfecta esposa americana de posguerra, la señora Brown, y una moderna señora Dalloway en pleno siglo XXI).

En la época postmoderna, el género, concepto central del feminismo, ha sido puesto en duda o, más bien, ha sido reexaminado en su complejidad por la pensadora estadounidense Judith Butler, quien ha establecido las bases teóricas de la Queer theory en la obra El género en disputa (1990), cuyas consecuencias prácticas se están sustanciando en términos literarios actualmente. Posiblemente, los escritos de Butler y otras pensadoras y corrientes feministas actuales, tales como el movimiento Me too en favor de las profesionales del cine y otros medios audiovisuales sometidas sistemáticamente a abusos sexuales silenciados hasta ahora, están impulsando la cuarta ola feminista. En este momento, no solo está asumido que el género es una construcción social, sino también el sexo y el deseo: la heteronormatividad dice que se nace mujer de acuerdo a unos valores preestablecidos, se aprende a comportarse como mujer y a desear como mujer, es decir, a ser heterosexual. Desde la perspectiva queer, todo individuo debe preguntarse en cada momento cómo se siente socialmente, si hombre, mujer o de género fluido, si su pensarse coincide con su sexo biológico femenino, masculino o transexual, y cuál es su orientación sexual, es decir, por quién se siente atraído, si por hombres, por mujeres, por ambos, por nadie o por todos según el momento.

Feminismo y literatura. Etapas. En literatura, la mujer escritora cultiva en un primer momento, casi obligatoriamente en su afán de búsqueda, géneros como la biografía en forma de memorias, la epistolografía, en su necesidad de comunicación con sus semejantes o de defensa, el relato corto, por su carácter intimista y moralista, y, especialmente en la literatura inglesa, la novela gótica, al posibilitar este género la proyección al mundo de la fantasía de los temores y anhelos de las mujeres de los siglos XVIII y XIX (González-Rivas 2011, pp. 59–64). Ese es el caso de la exitosa novela Los misterios de Udolfo, 1794, de Ann Radcliffe, tan popular que Jane Austen alude a ella en La abadía de Northanger (1798–1799); aunque lo que sobresale en la obra de Radcliffe es la admiración por la naturaleza, se trata de una especie de consagración de la arcadia virgiliana, como si el culto por la naturaleza fuera una querencia femenina. Tan cultivado fue el género gótico por parte de la mujer inglesa que se ha llegado a acuñar el término «female gothic» (Moers 1976) para describir un fenómeno literario circunscrito a una época y un país, agitado, como ya se vio más arriba, por las reivindicaciones feministas y donde la lírica se consideraba y se ha seguido considerando hasta el siglo XX un género masculino (para el estudio en detalle de la producción femenina de novelas góticas y su análisis como síntoma de un malestar, véase Gilbert y Gubar 1980). En este contexto, como ya se ha adelantado, la obra más representativa es la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, que, además, es importante por reinterpretar un mito clásico en términos de responsabilidad paternal —muy distinta es la adaptación de su marido, Percy B. Shelley, cuyo drama lírico Prometeo liberado (1820) es un canto contra la tiranía de Zeus y el triunfo de la libertad, valores propios del Romanticismo reinante.

El Romanticismo ofreció una estrategia a las mujeres para adentrarse en otros géneros: el travestismo por medio de un pseudónimo masculino (paradójicamente, se da el caso contrario en la actualidad, dado que aparecen firmadas con nombre de mujer o anónimo algunas obras de carácter «escabroso», como son ciertas novelas de temática erótica o lésbica, tal y como ocurre con las obras presentadas al premio Sonrisa Vertical [véase Díaz Fernández 2019, pp. 187–193]). El pseudónimo masculino permitía la libre expresión y elección del género en que escribir; es el caso de George Sand (Amantine Aurore Lucile Dupin, baronesa de Dudevant), prolífica escritora francesa romántica, que escribió teatro, relatos breves, cuentos, pero también críticas literarias y políticas. Algunas obras fueron verdaderos referentes para sus contemporáneas en su lucha contra los prejuicios de una sociedad aún muy conservadora, de manera especial contra el matrimonio, verdadera cárcel para las mujeres, como Lelia (1833). Las hermanas Brontë también usaron pseudónimo masculino para escribir y publicar libremente sus libros y vivir de sus éxitos literarios, como también George Eliot (Anne Marie Evans), que rechazó el Romanticismo de la época y escribió sus novelas con un acentuado tono realista, al tiempo que gran lectora de los clásicos griegos y buena conocedora de la literatura latina. En España también se produjo este fenómeno en Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber, muerta en Sevilla en 1877), autora de novelas costumbristas que luchó por ofrecer una imagen de la mujer española al margen del estereotipo sensual y apasionado del Romanticismo al uso, es decir, una mujer creyente, abnegada, modesta, pero de fuertes convicciones y con capacidad para regir su vida (Kirkpatrick 1991, pp. 257–258).

Con el modernismo, las mujeres escritoras europeas tuvieron dos formas de manifestarse, posiblemente complementarias: la creación de círculos literarios para relacionarse entre ellas y el uso preferente de la novela como forma de expresión. De esta forma, crearon círculos literarios, de carácter reducido, donde sus manifestaciones fueran bien recibidas y discutidas en un entorno adecuado. Tal es el caso del círculo de Bloomsbury para Virginia Woolf (y su hermana Vanessa Bell, sus amigas Dora Carrington y Katherine Mansfiel e, indirectamente, su amante Vita Sackville-West), o la Rive gauche en París, que acogió a mujeres intelectuales de todo el mundo que encontraron un ambiente de libertad y admiración donde expresarse: Colette, Djuna Barnes, Gertrude Stein, René Vivien, Natalie Clifford Barney son buen ejemplo de esta libertad, expatriadas voluntariamente de países menos tolerantes con su deseo de libertad y reivindicación feminista (Benstock 1992, p. 108). Habría que añadir en España el modesto Lyceum Club femenino madrileño, compuesto por María de Maeztu, Victoria Kent, Isabel Oyarzábal, Zenobia Camprubí y otras intelectuales del momento (cf. Ezama Gil 2018, pp. 20–21), que intentaron animar la anodina vida intelectual y literaria de Madrid e invitar al Ateneo madrileño, institución marcadamente machista, a abrir sus puertas a las mujeres (Emilia Pardo Bazán fue la primera mujer admitida como socia numeraria en 1905, Ibidem, p. 26).

A partir de ese momento, la novela será el género preferido por las autoras para expresarse, si bien es verdad que prima la experimentación y el enfoque subjetivo, en consonancia con el estilo modernista (a este momento, 1922, corresponde el Ulysses de J. Joyce). Buscar una voz, una forma de expresión que se sienta tan poderosa como la masculina sin ser masculina parece ser el objetivo de algunos de esos relatos, que se nutren en gran medida de experiencias personales y de biografías de personas cercanas con las que compartieron intereses literarios y artísticos. Es el caso de Colette o de Djuna Barnes, por ejemplo, cuya complejidad narrativa y la necesidad de hablar de sí mismas crearon una literatura casi para iniciados: es el caso de El bosque de la noche (1936).

Después de la Segunda Guerra Mundial, ha sido el método comparativo el que más ha favorecido el proceso de visibilidad y empoderamiento que han ido adquiriendo paulatinamente las mujeres en el ejercicio de la escritura y la lectura. En un primer momento, gracias al estudio tematológico de figuras míticas y mujeres célebres a lo largo de la historia, el comparatismo historicista propició el cultivo exitoso de la novela histórica, tanto sobre Grecia como sobre Roma, que permite a las mujeres desarrollar una carrera literaria solvente y, dentro de un contexto posbélico, reflexionar sobre las consecuencias del poder. Es el caso de Margarite Yourcenar, catapultada a la fama con la novela Memorias de Adriano (1951), pero ya antes había reescrito varios mitos griegos en Fuegos (1936), La nueva Eurídice (1931) o Alexis o el tratado del inútil combate (1929), por citar las más conocidas. También se integra en esta tendencia Mary Renault con una producción prolífica donde destaca la trilogía dedicada a Alejandro Magno (escrita entre 1972 y 1981), donde sobresale su interés, además de por el carácter conquistador del personaje, por el estudio de la sexualidad ambigua del general macedonio. Sobre el tema de la indagación sexual, la autora ya había escrito la novela El auriga (1953), a partir del mito del carro alado del Fedro de Platón. Ambas autoras anticipan una línea de escritura que se va a privilegiar con el tiempo, como veremos más adelante, a través de figuras del mundo clásico: la búsqueda de la identidad. En esta misma línea, que aborda en lo humano desde lo histórico, es necesario citar la ingente obra de Colleen McCullough, que describió con interés histórico los terribles años del tránsito de la República romana al Imperio (sobre el lugar que ocupa, por un lado, la novela histórica memorialista —a la que pertenecen Yourcenar y Renault— y, por otro, la novela histórica de ocio —donde debe inscribirse la obra de Coleen McCullough— en la reescritura del mundo antiguo, véase López Gregoris 2019, pp. 155–161).

Gracias al enfoque tematológico, se suscitó un interés literario por recuperar los nombres y la obra de mujeres escritoras antiguas poco o mal conocidas, como es el caso para el mundo clásico de Safo (siglo VI a. C.), Clodia (siglo I a. C.), Livia (siglo I) o Hipatia (siglo IV), que son objeto de varias reescrituras, además de biografías más o menos documentadas. Ese mismo interés lleva a cuestionarse los modelos de conducta de las figuras míticas antiguas, como Helena, Penélope, Electra, Medea, Fedra, Antígona o Clitemnestra, fuertemente sujetas a las estructuras de control del patriarcado, y su relación conflictiva con el poder. Conviene recordar, a este respecto, que en las reescrituras llevadas a cabo por parte de los varones están ausentes los enfoques feministas: Las moscas (1943) de Jean Paul Sartre, A Electra le sienta bien el luto (1931) de Eugene O’Neill, Electra (1937) de Jean Giraudoux, entre otras.

Es un momento decisivo para la aparición de obras que reescriben el mito o la historia desde una perspectiva femenina y aún política, como es el caso de las novelas de Christa Wolf: Casandra (1983, véase Vinale 2018), durísima reflexión sobre las consecuencias para los más débiles de la ambición política, o Medea (1998, véase Ladrón de Guevara 2017); Casandra. Princesa de Troya (1993) de Hilary Bailey: el poemario Helena en Egipto (1961), de Hilda Doolittle, que sigue la versión euripidea de la no presencia de Helena en Troya (véase González González 1996–1997); Lavinia (2008, véase D’Alessandro), de Ursula K. Le Guin; Teodora, emperatriz de Bizancio (1987) de Gillian Bradshaw. En la literatura hispana la figura mitológica de Dido ha recibido varias relecturas como mujer poderosa y líder eficaz de una ciudad: Dido, la reina de Cartago, de Isabel Barceló (2009), Dido para Eneas (2014), de la argentina María García Esperón (cabe decir aquí que la literatura hispanoamericana se ha apropiado del mundo clásico de manera profundamente original y que merecería un estudio centrado exclusivamente en ese territorio), y El silbido del arquero (2015) de Irene Vallejo. Posiblemente de estas relecturas del mito femenino o de las figuras históricas pueda aislarse una doble tendencia en la reivindicación de los personajes femeninos: aquellos dominados o maltratados por el sistema heteropatriarcal, como Penélope, Helena o Casandra, y los personajes netamente criminales desde la óptica masculina, como Circe, Medea o Clitemnestra. De todos ellos se suceden relatos en primera persona que buscan, unos, darse voz y contar su historia, y otros, defender sus acciones violentas. Cabe apuntar que esta tendencia de tratar sobre personajes femeninos en el siglo veintiuno también ha sido compartida por los escritores varones, si bien parece que en ellos ese cultivo obedece, más bien, al deseo de aprovechar una moda, como es la de escribir sobre mujeres poderosas del mundo antiguo, sin perspectiva de género alguna: La casa de los nombres (2016), de Colm Toibin o Yo, Julia (2019) de Santiago Posteguillo. Merece mención aparte la novela La emperatriz amarga, dedicada a Sabina, esposa de Adriano (Manuel Francisco Reina, 2010), como víctima de violencia conyugal.

Pero la aportación más decisiva a las reescrituras del mundo antiguo en la literatura española proviene de los enfoques feministas identitarios, que han impulsado a las mujeres a reflexionar y a definir su identidad, primero como mujer dentro de la sociedad (Romera 2011, p. 221), y luego, cuando la identidad se suma a una lengua minoritaria, a un espacio físico determinante o a una sexualidad que es puesta en cuestión por vez primera. Con respecto al primer caso, la reivindicación de la mujer autónoma y con un papel que desempeñar en la sociedad, incluso en el exilio, cabe citar las obras de Carlota O’Neill (Circe y los cerdos, 1974), y de M.ª Luisa Algarra (Casandra o la llave sin puerta, 1953), dos piezas teatrales que defienden ideales republicanos y critican el papel de la mujer dentro de la familia y en la sociedad española. Ambas autoras dotan de gran independencia y lucidez a los personajes femeninos, que acaban rebelándose contra el rol que les viene impuesto por una sociedad machista, heteropatriarcal e hiperreligiosa. Y en este uso feminista del mito no se debe olvidar la relectura personal, también desde el exilio, de María Zambrano en su pieza La tumba de Antígona (escrita en 1964, pero publicada en 1967 en México), donde son varias las voces femeninas que van componiendo la lectura de la filósofa (véase González González 2011).

En esta misma línea de búsqueda de identidad como mujer frente al papel asignado tradicionalmente (sin opinión, sin visibilidad, sin «agencia», o capacidad de acción), también se inscriben otras relecturas novelescas de figuras clásicas, sobre todo de Penélope, mito que atenta contra los principios básicos del feminismo, entre las que destacan el relato «Penélope», de Lourdes Ortiz, dentro del libro Los motivos de Circe (1988), Las voces de Penélope de Iztiar Pascual (1996) y Los estados carenciales (2002) de Ángela Vallvey (sobre esta última, véase el análisis de Pérez Ibáñez 2018), pero hay otras muchas obras más en prosa y verso que vuelven al mito (interesa para más detalle la consulta de Marco 2008).

En este sentido, es especialmente importante la apropiación y resignificación de la figura de Penélope para la literatura gallega, al identificar su espera mítica con la de las mujeres de los hombres de mar que vuelven o no. La poesía gallega, desde Rosalía hasta Xohana Torres («Penélope» 1987), ha generado una fructífera genealogía de «Penélopes navegantes» (Piñeiro 2015, p. 10), donde se intenta deconstruir el personaje mítico para construir una identidad como sujetos de la historia y como habitantes de una tierra propia con una lengua propia. Esta «genealogía mítica» ha creado un diálogo intertextual entre las obras de todas estas escritoras (Fernández González 2009, p. 109) y ha enriquecido la polisemia del mito de Penélope hasta convertirla en una mujer que abandona la espera para viajar también ella.

La teoría «queer», que lucha por hacer posibles otros sujetos no heteronormativos y se piensa a través de la literatura o, como dice el filósofo Paul B. Preciado, utiliza «la escritura como técnica de producción de subjetividad» (2013), ha coincidido en el tiempo con la postmodernidad a la hora de propiciar una poética encaminada a deconstruir el sistema de valores del discurso hegemónico normativo basado en la centralidad del hombre varón y en su forma de jerarquizar el mundo. Gracias a esta teorización, algunas escritoras han propuesto lecturas subversivas de esas figuras femeninas grecorromanas con las que se reivindican otras identidades, otras alteridades, otras sexualidades. Especialmente significativa es la relectura de Margaret Atwood sobre Penélope (Penélope y las doce criadas, 2005) en clave crítica, con una Penélope que viene de entre los muertos para contar a los lectores actuales su versión de los hechos, desde un enfoque nada conformista ni trágico, sino paródico realista. Penélope y Circe también son protagonistas de una obra homoerótica de Begoña Caamaño (Circe o el placer del azul, 2009), menos trascendente literariamente hablando, pero que da buena idea de la fuerza identitaria de Penélope para la literatura gallega y de su acercamiento al mundo LGTBI (López Gregoris 2018b). Circe también ha recibido una notable relectura por parte de Madeline Miller (Circe, 2018), para ilustrar la lucha que debe emprender una mujer a la hora de encontrar su identidad fuera de su zona de confort, luchando contra el poder masculino todopoderoso y divino. Merece igualmente mención la anterior novela de Madeline Miller (La canción de Aquiles, 2011), por ofrecer una lectura gay de la relación entre Aquiles y Patroclo. En clave netamente feminista, pero también poscolonial, acaba de publicarse la novela El silencio de las mujeres (Pat Barker 2019), para visibilizar el papel de las mujeres en la guerra de Troya, especialmente las mujeres cautivas —la narradora de los hechos es Briseida—, objeto de disputa, de intercambio y de deseo, donde la relación de Aquiles y Patroclo también es codificada en términos homoeróticos. Por último, en diciembre de 2019 apareció la obra de Anne Carson (Si no, el invierno), un acercamiento muy particular y personal de la académica canadiense a la poesía de Safo y a su personalidad que no puede ser calificado de novela, pero que da claves novelescas de la vida de la poeta de Lesbos, en una clara visión postmoderna.

Siguiendo con este enfoque postmoderno, la figura de Helena de Troya ha recibido una adaptación teatral feminista, de reivindicación de sus actos y de ataque a las decisiones políticas tomadas en su nombre por los hombres que la manipularon para obtener el poder; se trata de la obra de teatro Juicio a una zorra, de Miguel de Arco, cuya representación comenzó en 2012 (de manera esporádica aún se representa). La obra está escrita, como ha desvelado Unceta Gómez (2015), en clave de obras antiguas que hablan de Helena, con una finalidad feminista y reivindicativa muy lograda (véase también Álvarez 2020). También el cómic ha servido para canalizar apropiaciones subversivas e identitarias; entre las obras españolas, cabe señalar la versión en manga Tragedy: una Helena de Troya inmortal y lesbiana I–II (Javi Cuho y Henar Torinos 2014–2016), donde una Helena, ajena al episodio troyano, se reencarna continuamente para recuperar a su verdadero amor, su madre, Leda; presenta un sexualidad abierta y no definida, que le permite relaciones amorosas no normalizadas (véase para el detalle Palermo, e.p.). La Odisea y algunos mitos cretenses también son usados por Alison Bechdel en la búsqueda de su orientación sexual y de su identidad familiar dentro de la lograda novela gráfica de evidentes tintes autobiográficos Fun home. Una familia tragicómica (2006, véase López Gregoris 2020), donde las referencias al mundo clásico, míticas o literarias, sirven para sustentar la estructura narrativa. E incluso el personaje cómico inventado por Aristófanes, Lisístrata, es usado por Ralph König en una historieta homónima encaminada a una reivindicación filogay como fórmula para superar la huelga sexual, propuesta por las mujeres para acabar con la guerra entre atenienses y lacedemonios (véase López Gregoris 2013).

Dentro del esfuerzo de las mujeres por abarcar todos los géneros literarios, incluso los tradicionalmente considerados masculinos, hay uno, el de la novela de detectives, que ha tenido un desarrollo particular, también impulsado por el pensamiento «queer». Descubrir un misterio con una técnica detectivesca es el argumento de la novela de Isabel Abenia La última sibila (2018), que narra el proceso de aprendizaje de una joven como futura sacerdotisa del oráculo de Delfos y su capacidad para desvelar secretos de poder que han dado lugar a asesinatos y complots; esta técnica detectivesca, que tiene como insigne antecesora a Lindsey Davis y su famoso detective Marco Didio Falco, en la célebre serie iniciada con La plata de Britania (1989), ya la usó para la literatura española Julia Ibarra en la novela Sasia la viuda (1988) para desvelar la trama de corrupción y muerte contada por Cicerón en el discurso Pro Cluentio.

Ahora bien, la influencia «queer» ha hecho posible que el normalmente sórdido mundo de los detectives también lo frecuenten mujeres detectives, que desarrollan su trabajo con todos los tics del género, pero con elementos propios de la cultura moderna: son detectives o policías lesbianas que establecen redes amistosas con otras mujeres y ponen de relieve valores femeninos como la solidaridad, la comprensión, el saber escuchar, la incertidumbre, la autocrítica, la ironía y saber dejar escapar a la culpable si es por una buena causa. Isabel Franc (Lola Van Guardia) dentro de la literatura española es buena representante de esta tendencia con su inspectora Emma García (Con pedigree, 1997, es la primera novela de la serie protagonizada por esta policía), como también Susana Hernández, creadora de la policía Santana (Curvas peligrosas, 2010) y Clara Asunción García (El primer caso de Cate Maynes, 2011), creadora de la detective lésbica Cate Maynes. Todas ellas han supuesto un revulsivo en la literatura negra española, con personajes lésbicos, herederos del personaje de la detective Michelle Knight, creación de la autora norteamericana Jean M. Redmann (Fernández Ulloa 2014, p. 105). La parodia del género negro, con una detective desestructurada, alcoholizada, con problemas afectivos, llena de manías y paranoias, pero profundamente crítica con el sistema y con ella misma, y con una personalidad grotesca, exagerada, fanfarrona, sin cortapisas a la hora de reivindicar relaciones lésbicas y explicitar escenas sexuales entre mujeres, remite, por un lado, a la parodia del género detectivesco tradicional masculino, tanto en formato escrito como visual y, por otro, a una tradición de representación grotesca de criminales y detectives, sobre todo estos últimos como compendio degradado final («epítome» no explícito, en la clasificación de Unceta Gómez 2019, como forma de apropiación de los modelos clásicos por parte de la cultura popular) de una figura clásica cómica muy reconocible y de gran recorrido en la literatura dramática occidental: el miles gloriosus. En este sentido, la novela negra actual no se entiende sin la influencia que las películas del mismo género proyectan sobre la producción literaria, con obras como Ocean’s Twelve (Soderberg 2001, véase el análisis de Maurice 2009) y Burn after Reading (Hermanos Coen 2008, véase el análisis de López Gregoris 2018a). A lo dicho hay que añadir que la autora estadounidense suele incluir referencias a personajes de la Antigüedad clásica como Safo, Circe, Yocasta (este es el título de una de sus novelas publicada en 2006), como estrategia consciente de estar tejiendo sutilmente una fina red genealógica entre aquellas figuras míticas y el personaje de Micky Knight. Pero el objetivo de esta apropiación está aún por determinar, y desentrañarla es tarea de los estudios de género apoyados por los estudios de tradición del mundo clásico.

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Rosario López Gregoris

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