historia cultural
Del latín historia y del adjetivo derivado de cultura (Fr. Histoire culturelle, Ing. Cultural History, It. Storia culturale, Al. Kulturgeschichte, Port. História Cultural).
La denominación «historia cultural» se refiere a una corriente historiográfica que surge en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX como reacción al historicismo positivista dominante, en el contexto del debate sobre la conciencia histórica y la herencia cultural en Alemania. Jakob Burckhardt apunta las bases de la «Kulturgeschichte» desde una aproximación antropológica, otorgando un papel preponderante a la cultura en la interpretación de la historia. No obstante, es Aby Warburg quien establece sus fundamentos, conceptos y principios metodológicos como disciplina a partir del replanteamiento de los fundamentos de historia del arte, con el fin de esclarecer el significado complejo de la pervivencia del mundo clásico para la civilización occidental. Para este propósito, va a introducir una visión interdisciplinar que integre herramientas procedentes de la filología, la psicología, la antropología y la historia, donde el pasado se entienda como una instancia que actúa y se recrea en el presente. La historia cultural ha alcanzado nuevos desarrollos y una considerable proyección en la segunda mitad del siglo XX y en los comienzos del siglo XXI.
La gestación de la historia cultural como disciplina y de los métodos que la caracterizan tiene lugar en el contexto del debate que rodea los estudios historiográficos alemanes desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del siglo XX. Durante el siglo XIX se forja una corriente de estudios de la Antigüedad donde alcanza un gran predominio el paradigma de conocimiento del mundo histórico que se conoce como «historicismo positivista», gracias principalmente a Leopold Von Ranke (1795–1886), a partir de una proyección de los métodos filológicos de la escuela alemana, que concibe los documentos como la piedra angular de cualquier disciplina histórica. Los desarrollos y reacciones a esta concepción de la historiografía constituyen el telón de fondo sobre el que surge la historia cultural.
La introducción del método de la «Quellenforschung» de la filología alemana en la arqueología clásica se atribuye tradicionalmente a Otto Jahn (1813–1869), filólogo clásico, epigrafista y arqueólogo, que inició una labor de recopilación de fuentes clásicas sobre diversos enclaves, entre las que resulta fundamental el estudio de la Acrópolis de Atenas a partir de la descripción de Pausanias y de la identificación de los testimonios e inscripciones conservadas, obra que contó con la colaboración de su sobrino el arqueólogo Adolf Theodor Friedrich Michaelis (1835–1910). Michaelis enriqueció las pautas del método de trabajo en un comentario a esta edición de Pausanias de Jahn (Jahn–Michaelis 1861) y que posteriormente impulsó una nueva edición de la misma obra (Jahn 1880), donde ya no solo edita los textos y sus fuentes antiguas, sino que incorpora 40 planchas de planos y restauraciones de edificios y monumentos, así como grabados de distintos testimonios para dar cuenta de los rituales y prácticas cultuales de las divinidades honradas en Arx Athenarum. La relación entre Jahn y Michaelis (Errington 2017) contribuye a fraguar los métodos y técnicas de trabajo entre los textos y la reconstrucción arqueológica, que Michaelis continúa en la edición de la obra póstuma de Jahn titulada Griechische Bilderchronike (Jahn–Michaelis 1873), donde completa el análisis de las imágenes y los textos de piezas como la Tabula iliaca capitolina. Michaelis (1835–1910), profesor de Warburg en la Kaiser-Wilhelms-Universität de Estrasburgo, había planteado una indagación sobre el uso de la Venus de Medici con el arte del humanismo italiano (Michaelis 1880, pp. 11–17), cuestión de la que se ocupó poco después Eugène Müntz (1845–1902), historiador del arte del Renacimiento italiano, que aplicó un método positivo sustentado en el conocimiento de los documentos originales (Müntz 1889).
En el ámbito de los estudios propiamente historiográficos, frente a la corriente dominante de la academia alemana, Jakob Burckhardt (1818–1897) configuró las bases de la historia cultural o «Kulturgeschichte» (Burckhardt 1855; 1860), caracterizada por el cuestionamiento del positivismo extremo y por el intento de integrar múltiples disciplinas en su concepción de la historia, asumiendo, al menos parcialmente, la tradición hegeliana que entiende la historia como una continuidad que se despliega dialécticamente en forma de etapas que caracterizan el desarrollo evolutivo de la libertad humana. Sin embargo, frente a una visión meramente lineal y progresiva de la historia, Burckhardt postula la necesidad de adentrarse transversalmente en el marco que permita la comprensión de cada periodo, de manera que los acontecimientos históricos y, en concreto, las obras de arte, a las que concede un papel primordial, no queden reducidas a su condición de datos positivos, sino que se expliquen desde la perspectiva más amplia de los fenómenos culturales y espirituales de cada época. Incorpora, además, la psicología de la percepción, con el fin de indagar los vínculos de las obras de arte y las experiencias humanas, y concede un espacio significativo a la subjetividad en la interpretación de la historia. Burckhardt trata de interpretar los hechos a través de la imbricación de los acontecimientos históricos, culturales y artísticos para perfilar los rasgos de cada período, el «espíritu de la época», y otorga un papel primordial a la cultura como agente que modela el carácter de cada etapa, al concebirla como la instancia que posibilita la libertad y el desarrollo intelectual y material del hombre: «llamamos cultura a toda la suma de evoluciones del espíritu que se producen espontáneamente y sin la pretensión de tener una validez universal o coactiva». Burckhardt se aleja de la forma de entender la historia más extendida en la época, rechaza el mero registro de datos para buscar su interpretación desde una perspectiva amplia e integradora, a la vez que cambia el enfoque y el objeto de estudio del historiador, que no se restringe a los grandes avatares políticos, sino que ensancha los temas a todos los aspectos culturales, sociales y artísticos que contribuyen a caracterizar una época. Así sucede en su estudio acerca de la transición entre paganismo y el cristianismo durante el período entre Diocleciano y Constantino (Buckhardt 1853), y en los estudios sobre los patrones culturales de transición desde el medievo hasta el Renacimiento en Italia (1860), perfilando los matices del auge de la conciencia individual que caracteriza la época moderna y mostrándose partidario de considerar el Renacimiento como resultado de una profunda ruptura cultural con el Medievo (Buckhardt 1860; 1868).
Otro hito en el intento de creación de una «Kulturgeschichte» con carácter científico, en el contexto de las controversias académicas sobre el modelo epistemológico desarrollado en Alemania en el siglo XIX, tiene que ver con el acercamiento interdisciplinar al estudio de la historia que propuso Karl Gotthard Lamprecht (1856–1915), quien otorgaba un peso predominante a las fuerzas psicológicas en el devenir de la historia, configurando las bases de una «psicología social científica», aplicada a la investigación histórica. Esta iniciativa fue fuertemente contestada por otras corrientes de historiadores alemanes, como Georg von Below y Friedrich Meinecke. Lamprecht, frente a los métodos que se orientaban a la descripción de los hechos particulares que usaban los sucesores de Ranke, propugnó la creación de un método genético con el fin de establecer leyes que expliquen el cambio histórico y el desarrollo social. En su obra, donde subyace un acusado prejuicio de superioridad de la cultura alemana, Lamprecht centró su atención en los problemas que suscita la transición de un período histórico a otro, sirviéndose de los presupuestos de la teoría de la evolución, que ofrecía un marco explicativo para la vinculación entre los hechos históricos y su interpretación (Chickering 1993). Sobre estas premisas formuló el embrión de un método histórico-cultural (Lamprecht 1900) y en 1909 fundó en Leipzig un Instituto dedicado a la historia cultural y universal (Institut für Kultur- und Universalgeschichte), que posteriormente siguió desarrollando estudios culturales comparados (Middell 2004; Weller 2010, pp. 227–267).
El impulso más destacado para dotar a la «historia cultural» de un método de carácter científico proviene de Aby M. Warburg (1866–1929), historiador del arte y de la cultura que, aunque no llegó a crear, en sentido estricto, un método historiográfico, puso en marcha líneas de investigación que tuvieron continuidad, con distintos matices y orientaciones, gracias a colaboradores de la altura de Fritz Saxl (1890–1948), Gertrud Bing (1892–1964), Erwin Panofsky (1892–1968), Edgar Wing (1900–1971) y Ernst H. Gombrich (1909–2001), y que se han mantenido hasta la actualidad gracias al Warburg Institute de Londres.
De la complejidad del pensamiento de Warburg da cuenta la diversidad de influencias intelectuales de distintas disciplinas y orientaciones que contribuyeron a enriquecer su visión de la historia y de la Tradición Clásica: formado con los historiadores Henry Thode (1857–1920), Carl Justi (1832–1917) y Anton Springer (1825–1891), así como con el filólogo Hermann Usener (1834–1905), se adentró en la lectura de la obra de Charles Darwin y del antropólogo Tito Vignoli (1829–1914), en los trabajos de Franz Cumont (1867–1947) sobre las religiones mistéricas, y de Franz Boll (1867–1924), sobre las representaciones del cielo y los astros en la Antigüedad y el Renacimiento; asimismo, también ejercieron influencia sobre Warburg la obra del etnólogo Adolf Bastian (1826–1905), el biólogo Richard Semon (1859–1918) y sus investigaciones sobre la memoria y la huella psíquica de los recuerdos, e incluso el indoeuropeísta Hermann Osthoff (1847–1909) y el filósofo Friedrich Nietzsche (1844–1900). Pero entre los principales referentes para la formación de su pensamiento y de su método de trabajo se encuentran los mencionados Jakob Burckhardt (1818–1897) y Karl Lamprecht (1856–1915), gracias al cual Warburg asume la importancia de la psicología social para adentrarse en el sentido de las obras de arte, así como la idea de que la historia del arte tenía que servir como una vía de acceso privilegiada a las ideas y a la mentalidad de una sociedad.
La propuesta de Warburg sitúa el epicentro de la historia cultural en la Tradición clásica, toda vez que tiene como objetivo adentrarse a través de las imágenes en el significado complejo de la pervivencia del mundo clásico para la civilización occidental, concebida la idea de entender el pasado como una instancia que se recrea y actúa en el presente, de manera que «toda época tiene el renacimiento de la Antigüedad que se merece» (Warburg 1926, anotaciones). Aunque es difícil ofrecer una sistematización de su método, dado que la obra de Warburg consiste en investigaciones de campo fragmentarias y concretas más que en formulaciones teóricas (Ginzburg 1989), es posible delinear las bases conceptuales de su modo de entender la historia cultural.
Burckhardt había desbrozado el camino de la creación de la historia cultural como disciplina desde una perspectiva que se ampliaba con un enfoque antropológico, pero dentro de las categorías de la historiografía tradicional; Warburg intenta dar un paso más y convertir esta materia en una «ciencia de la cultura» («Kulturwissenschaft»), sustentada en la psicología, la antropología y la etnología. Su aproximación a las obras de arte desborda las categorías tradicionales sobre las que se basaba hasta entonces la historia del arte, para integrar en su labor la psicología de la creación, la memoria y el proceso de producción de imágenes asociado a las ideas de una época. En este contexto, adquieren gran relevancia los mecanismos de la memoria, considerada como el espacio mental entre el yo y el objeto, cuyo funcionamiento no responde a una secuencia cronológica, sino a una estratificación de huellas y significados: en ese espacio se produce el proceso creador, materializado en las imágenes y, en concreto, mediante la gestualidad y la capacidad expresiva, a través de las cuales se expresan emociones y sentimientos.
Respecto a las doctrinas dominantes hasta el momento en la historia del arte, Warburg se distancia tanto de una visión puramente estetizante como de una concepción formalista, rechazando la interpretación unilineal de la historia del arte y apartándose del enfoque estilístico, inspirado en Winckelmann y en Hegel, que postulaba la existencia de un estilo uniforme en cada época, como expresión del «espíritu» de una etapa. Warburg cuestiona las premisas y la vaguedad e imprecisión de muchas de las abstracciones de estos planteamientos, proponiendo en cambio una aproximación basada en el análisis detallado de las imágenes individuales y de la génesis de la obra de arte como el resultado de una implicación del artista, su círculo y el mecenas. Así mismo, la distinción entre forma y contenido, tan arraigada en la tradición anterior, deja de ser por sí misma significativa: la identificación de los contenidos de las imágenes y la descripción del estilo tenía para Warburg un objetivo de mayor calado: captar la función de la creación figurativa (Bing 1965, pp. 299–313).
Warburg imprime un giro a la historia cultural para orientarla no solo a los textos escritos, sino, fundamentalmente, a las imágenes y a su relación con los textos y la interacciones con el pensamiento y la sociedad, así como con el contexto creativo del artista, quebrando las fronteras entre las distintas disciplinas y desarrollando el carácter multidisciplinar de la historia cultural dentro de las ciencias del espíritu («Geisteswissenschaften»), en consonancia con la nueva interpretación de la noción de cultura que en esa época propone, dentro del ámbito anglosajón, el antropólogo Edward B. Tylor: «La cultura en su sentido etnográfico amplio, es ese todo complejo que comprende conocimientos, creencias, arte, moral, derecho, costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre en tanto que es miembro de una sociedad» (Tylor 1871, p. 1). La historia del arte resulta así inseparable de la historia de las ideas y de la historia social. Warburg centra la atención en el estudio de las imágenes —en sus más diversas formas y soportes de representación— que asumen un papel esencial en la transmisión y conceptualización de la pervivencia del pasado, toda vez que a través de sus relaciones se conforman el espacio simbólico del pensamiento y de la sociedad.
El punto de partida de la investigación de Warburg surge de la indagación en las formas de pervivencia del paganismo antiguo en el Renacimiento y, concretamente, en el sentido de la presencia del mundo clásico en el arte florentino del Quattrocento a partir de dos cuadros de Sandro Botticelli («El nacimiento de Venus» y «La Primavera»), cuestión a la que dedicó su tesis doctoral (Warburg 1893). La investigación que emprende sobre este pintor florentino se centra en el problema de encontrar una explicación a la representación de lo que él denomina el «movimiento externo intensificado» presente en varias figuras de las obras de Botticelli y, más en concreto, a la aparente quiebra de la línea del progreso en relación con la expresión del movimiento y el tratamiento del ropaje ornamental en las dos pinturas citadas, consideradas como la máxima expresión del Renacimiento florentino y, por consiguiente, el mejor exponente para entender el papel de la Antigüedad en el arte renacentista. Warburg no intenta resolver el problema recurriendo a un análisis formal del estilo, ni tampoco parte de un planteamiento meramente estético, sino que sitúa la clave hermenéutica de la interpretación del arte de Botticelli en la comprensión del «elemento dramático» que encierra la expresión del movimiento de los detalles de la ninfa, que constituye uno de los motivos recurrentes en la investigación de Warburg (Oettinger 2006, pp. 225–247; Baert 2014; Béhar 2015, pp. 19–38; Cuevas del Barrio 2018, pp. 343–359), a través de la identificación de las referencias literarias clásicas de sus obras, mediante el desarrollo de un método basado en las correlaciones entre los textos antiguos y los cuadros en el contexto concreto donde surge la obra de arte. Gracias a este acercamiento, Warburg intenta reconstruir cómo Botticelli imagina la Antigüedad gracias a los textos clásicos que eran conocidos por los poetas y filósofos del círculo de Lorenzo de Medici, en concreto a través de la lectura de Ovidio y las imitaciones y comentarios de humanistas como Angelo Poliziano, así como en la teoría artística de Leon Battista Alberti. Esta perspectiva de análisis, completamente novedosa en ese momento, permite explicar, desde las claves que proporciona el ambiente cultural florentino, la incorporación de rasgos propios de la Antigüedad clásica, como el motivo del movimiento del cabello y el ropaje al albur de los vientos, a través de modelos de la Antigüedad como relieves neoáticos o sarcófagos donde se articula esta imagen del movimiento intenso de las figuras. De esta forma se ponía en cuestión, a los ojos de Warburg, la concepción de la grandeza del arte antiguo, asociada a la serenidad y quietud que postulaba la estética neoclásica alemana desde Johann J. Winckelmann (1717–1768).
La historia cultural se construye sobre un entramado de nociones fundamentales, dentro de las cuales ocupa un lugar central de pervivencia («Nachleben»), que involucra las nociones que expresan los términos influencia, pervivencia y supervivencia (Vargas 2014, pp. 317–331), y que se orienta fundamentalmente en Warburg a captar la «vuelta a la vida» o a la recreación que cobran las imágenes antiguas en nuevos contextos creativos, y presupone una concepción de la obra de arte como reflejo de las circunstancias de la vida real («wirkliches Leben») donde se gesta. La vida que habita la obra es, pues, el objeto esencial de la investigación sobre las imágenes, y lo clásico adopta la forma de una metáfora de la inmortalidad (García Jurado 2016, pp. 35–37). Warburg supedita los aspectos formales, estilísticos y estéticos de la historia del arte a la comprensión de los mecanismos del «Nachleben» (Warburg 2010a). De esta forma, la historia cultural se vincula a la Tradición Clásica a través de la noción de «pervivencia» («Nachleben»), dando un salto cualitativo respecto a las tentativas de vinculación de la filología con la arqueología que habían impulsado estudiosos alemanes como los antes mencionados Otto Jahn, Adolf Michaelis y Eugène Müntz. Filólogos clásicos alemanes de comienzos del siglo XX recogen este sentido activo de la pervivencia, como parte del proceso actual de la vida (Inmisch 1919; Vargas 2014, pp. 320–321; García Jurado 2016, pp. 35–37). Así la investigación de Warburg pretende adentrarse en la pervivencia de la Tradición Clásica no a partir de una mera reconstrucción histórica de testimonios que atestiguan la perduración de la tradición antigua, sino mediante la indagación en las huellas de lo que denomina la «pervivencia de lo antiguo» («Nachleben der Antike»), sus continuidades y fracturas. A tal fin focaliza primordialmente su atención en los períodos de transición y de conflicto, de manera particular, en el primer Renacimiento florentino, pero también en el barroco holandés o en la fase orientalizante de la Antigüedad tardía, e incorpora nuevas perspectivas de análisis, adentrándose en aspectos de la cultura como la cosmología y la astrología (Warburg 2005), en calidad de expresión de la faceta irracional y mítica del hombre, o en los rituales de la serpiente de los pueblos indios (Warburg 2008), e integra nuevos agentes a la comprensión de la obra del arte, como son los mecenas, los mercaderes e incluso los astrólogos (Warburg 2005).
La índole de la influencia de la Antigüedad clásica («Einfluss der Antike») se articula, pues, en Warburg en términos de «pervivencia de lo antiguo» («Nachleben der Antike»), a partir de la formulación de Anton Springer, que nos habla de la «pervivencia de la Antigüedad en la Edad Media» (Springer 1867, pp. 1–28) a la hora de analizar los modelos antiguos en el ropaje de la escultura románica. Springer sostiene que no hay diferencias sustanciales en las actitudes medievales y renacentistas respecto a la Antigüedad clásica, pues, en su opinión, ambas carecen de distancia histórica y recurren a las obras clásicas para sus propios fines (Gombricht 1992, p. 58). Warburg comparte la idea de Springer de que el interés por la Antigüedad en el Renacimiento no se reducía a la erudición del anticuario, pero discrepa a la hora de entender la naturaleza de esta influencia, que Springer situaba en una suerte de influjo referencial, que propiciaba la búsqueda de la perfección en los modelos antiguos (1867, p. 241). Para Warburg, la influencia clásica no consiste en la adopción de diversos ingredientes formales e iconográficos derivados del arte antiguo, sino que se explica a través de mecanismos psicológicos —adaptados de su maestro Lamprecht, como la noción de «experiencia consciente»— a través de los cuales se modula la tensión entre las fórmulas figurativas antiguas y su (re)utilización en el Renacimiento. La reutilización de los modelos antiguos no dependía solo de su disponibilidad, ni de la imitación de su significado originario por parte de los artistas del Renacimiento, sino que el sentido de su utilización reflejaba la asimilación en un nuevo contexto asociado al cristianismo, pero, sobre todo, representaba un fenómeno de mayor calado psicológico, como el uso antitético de gestos antiguos, idea procedente de Darwin (1872, pp. 50–65). De esta forma, Warburg interpreta que la expresión del miedo y el horror que representa la figura del pedagogo en un grupo helenístico con las Nióbides (Galleria degli Uffici de Florencia) se transforma en una expresión de heroísmo juvenil y victorioso en el David que pintó Andrea del Castagno (National Gallery of Art, Washington), cuya pose deriva de la primera. Hay que subrayar que, pese a no tener una influencia directa, hay afinidades claras desde el punto de vista epistemológico entre el concepto de pervivencia («Nachleben») de Warburg y la noción de «acción diferida» o «retroacción» («die Nachträglichkeit») de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud (Cuevas-del Barrio 2018, pp. 343–359).
Es muy importante, asimismo, considerar cuál es la concepción de la obra de arte que tiene Warburg. Este no concede un valor cultural inestimable solo a las grandes manifestaciones artísticas, sino también a todo el acervo de imágenes que emergen de una cultura, incluso aquellas aparentemente intrascendentes, como las escenas cotidianas o las representaciones de objetos efímeros o enigmáticos. Así mismo, no concibe las imágenes como objetos exentos, sino como vehículos seleccionados de la memoria cultural donde están implicados no solo el artista, sino su círculo cultural y social, así como todos los intermediarios que pueden ejercer influencia en su diseño y ejecución, tales como los mecenas o los comerciantes. Esta memoria cultural es fruto de la transmisión histórica y, a menudo, se presenta de modo discontinuo y heterogéneo, como resultado no solo de los contextos culturales de cada época, sino de los resortes psicológicos profundos en torno a las pulsiones emocionales y a la manera de ser, nociones cristalizadas a partir de los términos griegos pathos y ethos, que ayudan a explicar los mecanismos de la Tradición Clásica. Para Warburg, las imágenes no se reducen a la condición de datos históricos, sino que son «documentos» humanos, lo que en los términos de la «Kulturwissenschaft» que se estaba construyendo equivalía a «pervivencia» («Nachleben»). A Warburg no le interesaba el contenido pictórico por sí mismo, sino las imágenes mentales («Vorstellungen», en la terminología de su maestro Lamprecht) que lo habían originado, así como el componente emocional que subyacía en ellas. Las obras de arte se conciben como un fenómeno parcial de la vida de una época («Teilerscheinung im derzeitigen Leben»).
Esta implicación del arte con la vida, con sus manifestaciones emocionales primigenias, se vieron potenciadas por la aproximación a los estudios de psicología de la cultura y de etnología en Alemania y, sobre todo, por la experiencia que el propio Warburg tuvo con rituales tribales y ceremonias ancestrales de los indios de Nuevo Méjico durante su viaje a América en 1895. Esta experiencia le lleva a asimilar el estado de civilización primitiva de estos pueblos con el paganismo de la antigua Grecia, que se convierte en algo vivo para él, de manera que el paganismo no constituye tanto una fase de la historia como un estado psicológico donde prima el frenesí y el miedo. Para Warburg en el hombre primitivo se encarnan las pasiones y las emociones a través de símbolos que sobreviven en la tradición como arquetipos de la experiencia humana, lo que explica la relevancia de la perduración de la civilización antigua, que a través del frenesí dionisíaco y el entusiasmo asociado a los rituales (ménades, bacantes…) dan forma a los símbolos que se materializan en el arte y actúan como moldes de la emoción primigenia, y que propician la expresión artística del Renacimiento. Warburg los identifica con ejemplos concretos, como el dinamismo de los ropajes de las doncellas de los cuadros de Botticelli, fruto de la asimilación de los modelos antiguos. Esta indagación continúa y se amplía con los frescos florentinos de Domenico Ghirlandaio de la capilla Tornabuoni de Santa Maria Novella y de la capilla Sassetti de Santa Trinità (Warbug 1980). En la primera de ellas, Warburg se detiene en el movimiento ondulante de una figura singular, interpretada como una personificación de la ninfa antigua, perteneciente al fresco del «Nacimiento de San Juan Bautista». Esta ninfa representa para Warburg el símbolo de la agitación y de la sensualidad paganas, la liberación de la belleza y, al mismo tiempo, de los límites restrictivos de la pintura realista de la época; es lo que él denomina «las ganas de vivir elementales», frente a la rigidez de las matronas que presiden la obra, reflejo del orden medievalizante (Gombrich 1992, pp. 107–126). Warburg estudia este motivo de la ninfa y su tratamiento en el arte antiguo y el renacentista, que acentúan el realce dramático de los prototipos antiguos. La ninfa encarna la emoción primigenia a través del armazón del autocontrol cristiano y del comedimiento burgués como una expresión visual de las mismas tendencias que caracterizan a la ménade o la Victoria del arte romano. Así mismo, Warburg descubrió que la escena del duelo del relieve atribuido a Andrea del Verrochio (tumba de Francesca Tornabuoni, Museo Bargello de Florencia) plasmaba la expresión del movimiento de otra escena clásica: la conclamatio de un relieve de la muerte de Alcestes conservada en un sarcófago romano.
Otro concepto fundamental de su pensamiento se refiere a la pervivencia de las denominadas «fórmulas de la emoción», del pathos («Pathosformeln»), que remiten a las figuraciones que adopta la expresión de las pasiones a través de un conglomerado de imágenes representativas que han dejado una huella psíquica en la memoria (el «engrama» en la terminología de Richard Semon) y que se plasma en símbolos dentro del espíritu colectivo (Becker 2013, pp. 1–25). Warburg entiende que las imágenes poseen un sentido intrínseco vinculado a estas fórmulas de pathos, que estructuran la memoria cultural de occidente y permiten la comparación entre obras de distintas épocas y estilos. Estas fórmulas de la emoción son susceptibles de perdurar y sobrevivir el paso del tiempo y son capaces de conservar y transmitir contenidos, formas y emociones, puesto que están marcadas «engramáticamente» por las fuerzas del pasado. Warburg advierte a lo largo de la historia un proceso de formalización de los afectos en las obras de arte que pueden ser reutilizados por distintos artistas en los más diversos conceptos (Efal 2000, pp. 221–238). Así ocurre, por ejemplo, con los símbolos genuinos de la pasión que aparecen almacenados en los engramas de los sarcófagos clásicos, sobre los que se construyen muchas imágenes en el Renacimiento. En este punto la teoría de Warburg desarrolla su idea más especulativa de algún tipo de activación «mnemónica» a través de la cual la fórmula del pathos puede animar a su observador a recrear o revivir la intensidad afectiva almacenada (Schankweiler–Wüschner 2019, pp. 220–230; Krüger 2013, pp. 209–215). La sensibilidad ante la selección de las imágenes y su significado le llevó a servirse de las ideas del indoeuropeísta Hermann Osthoff (1847–1909), uno de los promotores del movimiento neogramático alemán, sobre el supletivismo, es decir, el cambio o la alternancia de raíces, como ocurre en la conjugación de algunos verbos o en la formación de ciertos adjetivos, como un factor de intensificación del significado originario de la palabra (Osthoff 1899). Warburg entiende que el lenguaje gestual de las imágenes puede provocar una intensificación emocional de su significado originario: así el motivo de «Salomé danzante» se convierte durante el Renacimiento en una ménade a la griega no por un argumento de evolución historicista, sino porque la intensificación del significado originario del tema del movimiento frenético hace cambiar la raíz de la imagen.
Ligado con las nociones de «Nachleben» y de «Pathosformeln», alcanzan gran relevancia en el pensamiento de Warburg los denominados «accesorios en movimiento» («Bewegtes Leben»), que remiten a los elementos figurativos, aparentemente sutiles y secundarios, a través de los cuales se expresa el movimiento en las imágenes y cuyo dinamismo refleja para Warburg la vida en movimiento, constituyendo para él un indicador fundamental del influjo de la Antigüedad. El pelo, las cintas, los velos y los ropajes volátiles son evidencias de estos accesorios en movimiento, cuya falta de realismo en la pintura florentina del Quattrocento es uno de los motores de su reflexión. La introducción de estos accesorios se explica a partir de las lecturas y relecturas de la poesía antigua en el entorno intelectual de Botticelli, donde ocupan un papel fundamental las lecturas de Ovidio que hace Poliziano, y se ve corroborada en las imágenes de los sarcófagos antiguos. Estos accesorios del movimiento que perviven en el tiempo y a los que llama «dinamogramas» («Dynamogramme») no añaden contenido narrativo a la escena, pero confieren una mayor intensidad afectiva, porque crean la ilusión de movimiento, que constituye para Warburg indicio de vida y lo más propio de ella, además de que entrañan un valor fenomenológico, que Warburg subrayaba con el famoso lema «Dios está en los detalles» («Der liebe Gott steckt im Detail»).
En la década de 1920, Warburg emprende su último gran proyecto, el Atlas Mnemosyne (Warburg 2010b), donde aplica las grandes nociones que habían centrado su interés («Nachlleben der Antike», «Pathosformeln», «Bewegtes Leben») mediante un experimento visual a partir del gran fondo de imágenes que había conseguido reunir, con el fin de mostrar los flujos de imágenes («Wanderstrassen der Bilder») asociadas en la memoria de la tradición occidental con algunas de las fórmulas de los afectos, mitos y motivos cosmológicos. El Atlas, que adopta diversas configuraciones, consiste en una serie de paneles con reproducciones fotográficas e ilustraciones a modo de laboratorio de imágenes que pretenden cartografiar la representación de la vida en movimiento, como un atlas del lenguaje gestual en las artes plásticas desde la Antigüedad al Renacimiento. Warburg trata así de ofrecer el repertorio de imágenes de las inclinaciones emocionales básicas en la cultura humana, desde los modelos y prototipos antiguos hasta el Renacimiento y, en algunos casos, hasta el barroco e incluso hasta su época, componiendo una especie de vocabulario esencial de la pasión humana (Gombricht 1992, p. 266), donde los desplazamientos y las metáforas desempeñan un papel clave para expresar la versatilidad que adquieren las «pathosformeln» (Johnson 2012). El Atlas se configura en torno a dos núcleos temáticos interrelacionados: los avatares de los dioses olímpicos en la tradición astrológica y el papel de las antiguas fórmulas de pathos en el arte y en la civilización postmedievales (Gombricht 1992, p. 263). Warburg y sus colaboradores, Saxl, Bing y Freund, trabajan desde 1924 con unas 2000 reproducciones, pero el proyecto queda incompleto e inacabado a su muerte, en 1929 (Huisstede 2016, pp. 75–88); asimismo, el proyecto de Warburg muestra cierto paralelo con el Arcades Project de Walter Benjamin, desarrollado entre 1927 y 1940, que también quedó inconcluso. Se conservan fotografiados tres estadios del Atlas: una serie de 43 paneles (1928), una segunda serie con más de mil objetos en 68 paneles (1929), y una última serie con 79 paneles ese mismo año (Warburg 2010b), cuando Warburg redacta una introducción para el Atlas Mnemosyne, si bien no llega a hacer la versión definitiva.
Para profundizar en la indagación de las formas que adopta la pervivencia de la Antigüedad, una herramienta imprescindible para Warburg es la creación de una biblioteca que permitiera el manejo de gran cantidad de textos e imágenes a partir de compras selectivas de libros y reproducciones. De esta forma, Warburg crea la «Biblioteca Warburg de Ciencias de la Cultura» (Kulturwissenschaflichen Bibliothek Warburg, KBW), que es el germen del Warburg Institute, constituido formalmente en Hamburgo en 1921 y cuya sede, gracias a la labor de Fritz Saxl y Gertrud Bing, se desplaza a Londres en 1933, donde sus sucesivos directores y colaboradores han potenciado hasta la actualidad la investigación en el ámbito de la historia cultural, sobre todo en aspectos como la continuidad y discontinuidad de la recepción de la Antigüedad, así como en la interpretación y transformación de los textos, imágenes e ideas (Grafton 2012, pp. 1–16). La biblioteca, que actualmente rebasa los 360.000 volúmenes y más de 300.000 reproducciones de imágenes, presenta una organización orientada al desarrollo de la investigación de la historia cultural en cuatro grandes secciones: «Imagen» («Image», sobre la persistencia de los símbolos e imágenes en el arte y la arquitectura europeas), «Palabra» («Word», acerca de la persistencia de motivos y formas en las lenguas occidentales), «Orientación» («Orientation», sobre la transición gradual, en el pensamiento occidental, de las creencias mágicas a la religión, la ciencia y la filosofía) y «Acción» («Action», en torno a la pervivencia y transformación de patrones antiguos en las costumbres sociales y las instituciones políticas). El Warburg Institute, que en 1944 pasa a ser una institución asociada a la University of London, fue una de las instituciones fundadoras de la School of Advanced Studies de la misma universidad. Saxl fue el director hasta 1948, y le siguieron Henry Frankfort, Gertrud Bing, Ernst H. Gombricht, Joseph B. Trapp, Nicholas Mann y Charles Hope.
La exploración de los presupuestos de la historia cultural continúa con los desarrollos propios de los seguidores de Warburg, sobre todo los ya mencionados Fritz Saxl (1890–1948), uno de sus primeros colaboradores y responsable de la organización y traslado del Warburg Institute a Londres, junto con Gertrud Bing (1892–1964), discípula de Ernst Cassirer, con una tesis sobre Lessing y Leibniz, y que llega a ser catedrática de historia de la Tradición Clásica en la Universidad de Londres, así como otros destacados historiadores del arte como Erwin Panofsky (1892–1968), Edgar Wing (1900–1971) y Ernst H. Gombrich (1909–2001), ampliando, enriqueciendo y, en ocasiones, revisando las propuestas de Warburg.
Una de las principales líneas de investigación que impulsaron Saxl y Panofsky, gracias al pertrecho metodológico concebido por Warburg, fue la indagación en torno a la «Nachleben» de la Antigüedad en la tradición iconográfica de la Edad Media, etapa que apenas había recibido atención por parte de Warburg. De esta forma, destacan los estudios dedicados a la mitología clásica en el arte medieval (Panofsky–Saxl 1932–1933) y, sobre todo, el estudio del grabado «Melancolia I» de Durero (Panofsky–Saxl 1923), en el que siguieron ahondando, junto al historiador y filósofo Raymond Klibansky (1905–2005), hasta dar forma a una profunda exploración, dentro de la tradición de Warburg, sobre las complejas interpretaciones de la melancolía y su evolución histórica desde la Antigüedad, gracias a la integración de los aspectos iconográficos dentro de un estudio de historia cultural que involucra la psicología, la sociología, la filología y la filosofía (Klibansky–Panofsky–Saxl 1964).
El propio Panofsky, a partir de sus estudios sobre Tiziano, Durero y el arte flamenco, trata de ofrecer una sistematización del método iconológico con el propósito de alcanzar una interpretación integral de la obra de arte (Panofsky 1927). Entre sus innovaciones, se encuentra la incorporación del concepto de símbolo (Panofsky 1939), a partir de las propuestas en esa misma época del filósofo Ernst Cassirer (1874–1945), quien, gracias a su acceso a los fondos del Warburg Institute en Hamburgo, encontró el bagaje de erudición y de pensamiento necesarios para sentar las bases de su concepción de la filosofía de la cultura y la función simbólica. La exploración de los vínculos de la historia del arte con el pensamiento de Cassirer propicia el desarrollo de estudios de Panofsky sobre la construcción de las nociones fundamentales de la teoría del arte, como el término «idea» (Panofsky 1924; sobre la relación entre Warburg, Cassirer y Panofsky, cf. Ferreti 1984).
Otra figura fundamental que desarrolla su visión de la historia del arte y de la cultura a partir de las aportaciones de Warburg fue Ernst H. Gombrich (Ginzburg 1989), quien se incorpora al Warbug Institute en 1936, dando entrada en su pensamiento al análisis psicológico de la percepción y a la aplicación de la filosofía de la ciencia de Karl Popper (1902–1994) y su teoría de la conjetura y refutación para explicar determinados mecanismos de la tradición de la historia del arte y de la relación de un artista con sus modelos. Entre sus aportaciones, figura también una detallada reconstrucción de la compleja trayectoria intelectual y vital de Warburg (Gombrich 1986). Con respecto a los continuadores directos de la historia cultural en el seno del propio Warburg Institute, se encuentran dos historiadores que prosiguen en la línea de los estudios sobre la magia y el ocultismo en el Renacimiento, Daniel Pickering Walker (1914–1985) y Frances Amelia Yates (1899–1981). Sus investigaciones enlazan con las de Eugenio Garin (1909–2004) en torno al mundo esotérico de esta época (Garin 1984, p. 23). También en la tradición académica de Warburg se inscriben los trabajos de Seznec sobre la Tradición Clásica de la mitografía y en la pervivencia de los dioses paganos. Seznec considera que estos no renacen, dado que siempre han estado presentes en la memoria de occidente (Seznec 1953). Más recientemente el filósofo e historiador Georges Didi-Huberman (1953–) enriquece su reflexión sobre la imagen y sus implicaciones culturales con la crítica psicoanalítica de Foucault, Freud y Lacan (Didi-Huberman 2008; 2009).
Asimismo, la influencia de las ideas de Warburg se advierte en los estudios de la tradición literaria que impulsa Ernst R. Curtius (1886–1956), quien dedica a aquel su obra monumental, donde intenta mostrar el papel crucial que, a su juicio, tiene la latinidad medieval en la continuidad cultural entre el mundo romano antiguo y la cultura europea occidental (Curtius 1948, 1954, 1955; Gómez Moreno 2013, pp. 70–72; García Jurado 2016, pp. 156–157; sobre el cuestionamiento de esta continuidad, véase Rico 1981, pp. 1–20). Curtius insiste en que la historia de la literatura tiene mucho que aprender de la historia del arte (Curtius 1955, pp. 33–34) y, de hecho, recurre a la noción de «Pathosformeln» para aplicarla a la tradición literaria medieval (Curtius 1950). Curtius trata de demostrar cómo se adoptan procedimientos de la retórica antigua para dar énfasis patético a determinadas situaciones, como las fórmulas que utiliza Lucano a la hora de realzar el horror (sangre que inunda los campos de batalla, heridas brutales, tormentos de hambre y sed…), que ejercen influencia en la épica medieval latina y en la francesa. Indicios de las ideas de la historia cultural de Warburg se aprecian en el estudio sobre la Tradición Clásica de Bolgar (1954), así como en compendios de Tradición Clásica (Kallendorf 2007; García Jurado 2016, p. 186) y, en mayor medida, en los de recepción (Hardwick y Stray 2008), así como, sobre todo, en la entrada que se dedica a Warburg en la obra de Grafton, Most y Settis (2010, pp. 973–974).
Los estudios culturales se ven enriquecidos con las aportaciones procedentes de la filosofía y de la sociología durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX, gracias a figuras como Friedrich Nietzsche (1844–1900), Georges Simmel (1858–1918), John Dewey (1859–1952), Max Weber (1864–1920), o incluso el pensador e historiador Delio Cantimori (1904–1958; Cantimori 1928, pp. 27–43) y el propio Cassirer. Después de la Segunda Guerra Mundial resultan fundamentales en la comprensión de la cultura las contribuciones de Hans-Georg Gadamer (1900–2002), Michel Foucault (1926–1984), y Pierre Bourdieu (1930–2002), así como movimientos como el postestructuralismo y la posmodernidad.
El redescubrimiento de los planteamientos de Warburg se deja sentir con más intensidad en la segunda mitad del siglo XX (García Jurado 2016, p. 170), cuando el enfoque interdisciplinar que subyace en los fundamentos de la historia cultural ha adquirido mayor peso como corriente historiográfica (Poirrier 2012) ensanchando su radio de acción hacia aspectos como la cultura popular y la historia social y política, gracias a los trabajos de Natalie Zemon Davis (1959–), Carlo Ginzburg (1939–; Burucúa 2002), Ute Daniel (1953–) o Peter Burke (1937–). Para este, los estudios sobre la historia del arte y sobre el Renacimiento italiano ocupan un papel central (Burke 1999; 2008); en el caso español, dejan su impronta en los estudios sobre el Renacimiento que ha impulsado Miguel Ángel Granada (1988 y 2000). De hecho, la visión de la cultura como parte imprescindible de la metodología histórica y el enfoque interdisciplinar y transnacional ha propiciado el llamado «giro cultural» de la historiografía en los países occidentales (Rogge 2011; Glondys 2017, pp. 171–204) e, incluso, se ha creado la denominación «nueva historia cultural», discutida por muchos autores (Lutter 2011, pp. 171–190; Caspistegui y Olábarri 1996).
La historia cultural también se ha visto afectada por el giro antropológico que le imprime Clifford J. Geertz (1926–2006), quien concibe la cultura como una disciplina que indaga en la interpretación de los significados y centra su interés en la exploración in situ de las estructuras simbólicas de una cultura, de sus representaciones, de su naturaleza performativa y de las practicas sociales (Geertz 1973).
La reflexión sobre la imagen que inicia Warburg tendrá desarrollos posteriores a través de la fenomenología y la hermenéutica, contribuyendo a la teoría de las imágenes de finales del siglo XX, que ha desembocado en el llamado «giro icónico» desarrollado, desde distintas perspectivas, por el norteamericano William John Thomas Mitchell (1986 y 1994) y por el alemán Gottfried Boehm (1995), con implicaciones que involucran a las ciencias, la epistemología y a todos los aspectos de la cultura. Su influjo se deja sentir en los estudios de semiótica y de estética de Umberto Eco (Slovin 2006).
En el siglo XXI sigue advirtiéndose la influencia de las ideas de la historia cultural de Warburg en muy diversas aproximaciones (Vidal 2009): dentro del análisis histórico, Port (2005) ha utilizado las posibilidades que ofrecen las «pathosformeln» en su estudio sobre la revisión de la tragedia y la exaltación de los afectos desde la época de la Ilustración hasta Nietzsche, conjugando las perspectivas antropológica, filosófica, estética y psicológica; los estudios culturales, que integran e interrelacionan múltiples facetas de un período, han proliferado en los últimos años, como en el caso del principado de Augusto (Loar 2019) o la Antigüedad tardía (Martin y Miller 2005). Por otro lado, en el ámbito de la cultura visual, diversas iniciativas han propuesto ensayos actuales que continúan la idea del Atlas Mnemosyne inacabado de Warburg y las ideas de Panofsky, como el proyecto de Lydia Haustein de un atlas digital de la memoria icónica global, que revele los mecanismos de transmisión de imágenes y su difusión (Haustein 2005). Así mismo, se ha aplicado el enfoque de Warburg sobre la imagen para abordar el análisis de los metadata de la información (Müller 2017, pp. 171–182) e incluso para el estudio de la transmisión y transformación de los «memes» en Internet (Felixmüller 2017, pp. 211–220). En el terreno del arte actual y, en concreto, dentro del ámbito de la fotografía artística, se advierte el acusado influjo de Warburg en el caso de la fotógrafa italiana Giulia Parlato (1993–), interesada en plasmar cómo cambia el significado de los símbolos a lo largo del tiempo, y que se refleja en obras como Atlas of Survival (Parlato, 2018), donde se superponen diversas imágenes de cronología y procedencia distintas, cuyas claves teóricas proceden de Warburg, Didi-Huberman y Eco.
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Antonio Moreno Hernández