horacianismo
Del adjetivo latino horatianus -a -um, formado a partir del sustantivo propio Horatius -ii, y el sufijo -ismo (del latín -ismus y este a su vez del griego -ισμός). (Fr. Horatianisme, Ing. Horatianism, It. Orazianismo, Al. Horatianismus, Port. Horacianismo).
El término «horacianismo» designa la influencia que el poeta romano Horacio, su obra y su pensamiento, han ejercido o ejercen sobre algún autor u obra literaria determinada, y hace referencia, además, al estilo literario desarrollado y propugnado por el principal lírico latino, considerado durante siglos modelo a imitar y seguir por cuantos se iniciasen en las artes literarias; puede aludir también, finalmente, a una expresión o giro lingüístico considerado típico o representativo de Horacio, ya en el plano del contenido o en el de las formas. Se trata, por tanto, de un término de carácter literario, dentro del ámbito de la estética y las artes, pero también, en un sentido más amplio, supone un concepto ideológico, debido al peso específico que tienen en la obra del poeta venusino contenidos de índole moral y filosófica; posee, por último, importantes connotaciones históricas en el devenir de las ideas estéticas, literarias y del pensamiento dentro del mundo occidental.
Horacianismo es un término moderno, un «ismo» propio del siglo XIX que surge como consecuencia y en oposición al Romanticismo, así como uno de los clasicismos posibles y específicos, junto a otros como, por ejemplo, el virgilianismo. En este sentido, el horacianismo es el clasicismo más representativo, del mismo modo que Horacio se ha erigido a lo largo de la historia de la literatura como una de las figuras más insignes de las letras grecolatinas, especialmente en lo referido a su concepción estética. Más allá de los términos tradicionalmente utilizados para aludir a la poesía de Horacio, tales como «horaciano, -a», presentes ya en la propia literatura latina antigua y, por supuesto, en los autores hispánicos posteriores, el término horacianismo se gesta durante las primeras décadas del mencionado siglo XIX, al calor de los avances de las nuevas tendencias artísticas y literarias que vendrán a alumbrar el Romanticismo incipiente. Y como todo «ismo» hijo de su tiempo, el horacianismo es también, en cierto modo, un movimiento de vanguardia, una nueva forma de ver la historia de la literatura y de concebir el devenir de las ideas estéticas literarias. En este sentido «el horacianismo no es solo una formade aludir o referirse a Horacio, por parte de un autor moderno, sino, ante todo, una manera moderna, alternativa a la romántica, de exaltarlo en sus valores universales e inmutables» (García Jurado 2016). Madame de Staël, con su fundamental obra De l’Allemagne, de 1810, aporta una nueva visión de la tradicional oposición entre autores antiguos y modernos, introduciendo el término «clásica» para referirse a la poesía antigua, anterior, cronológicamente hablando, al advenimiento del cristianismo, y «romántica» a la más moderna, posterior a la llegada y establecimiento de este, relacionándola concretamente con las tradiciones caballerescas. No debemos olvidar que en este contexto de implantación y propagación del Romanticismo, donde se sitúa la citada Madame de Staël, el nuevo término «clásico» no tiene ninguna connotación positiva o laudatoria, sino, más bien, todo lo contrario. En oposición a esto, por tanto, se va a producir la configuración del clasicismo como movimiento, y también el de cada clasicismo individual y específico, como el horacianismo, los cuales suponen un paso más allá en ese mismo camino, cuyo fin es levantar figuras de autoridad literaria, cual banderas contra las nuevas corrientes estéticas y literarias románticas que pretenden romper de modo radical con el pasado y, por tanto, se consideran no solo erróneas, sino también claramente perniciosas. En este sentido, es crucial recordar que en este momento no se produce sino un nuevo repunte de la larga historia de controversia entre autores antiguos y modernos que, de hecho, adquirió el célebre nombre en Francia a finales del siglo XVII de «Querelle des anciens et des modernes», y que constituyó «un episodio clave en la historia de la cultura moderna», en palabras de Llorens Moreno (2002–2003). Además, «existen naturales diferencias —según épocas, autores y géneros— en los modos de aceptación y vigencia de lo clásico, y ello es algo de lo que se debe tomar conciencia antes de un mayor ahondamiento o concreción en el estudio; y hay diferencias no solo en el cómo, sino en el qué, en el elemento clásico que se retoma: cada momento acepta o desecha algo, que previamente ha delimitado y marcado positiva o negativamente del amplio caudal de la tradición» (Cristóbal López 2013). En este momento, por tanto, todo se desencadena por la irrupción del movimiento romántico, que obliga a una revisión o revalorización del concepto de autor «antiguo» o «clásico», en oposición al nuevo valor preponderante del autor «nuevo», «moderno» o «romántico». La relegación del autor «clásico» o «antiguo» que busca el Romanticismo y, en este caso, de Horacio, al que se marca negativamente por su Antigüedad, pero principalmente porque su obra en buena medida es sinónimo de conceptos antagónicos del nuevo movimiento, tales como la proporción, la mesura, la reflexión serena y racional, el equilibrio entre extremos, la armonía, la callida iunctura, etc., provoca la reacción en consecuencia de los autores de formación, tendencia y gusto más clasicista, que sienten que se está produciendo una injusticia y un ataque contra lo que ellos valoran como «clásico»», ahora sí en el sentido positivo del término. Se da lugar, consecuentemente, a la creación de los términos horacianismo, virgilianismo y, por supuesto, clasicismo, a la cabeza de todos ellos, y a la configuración de estos conceptos como movimientos ideológicos, estéticos y literarios, ante el nuevo panorama que se presenta hostil hacia la Antigüedad grecolatina. Acerca del propio término horacianismo y su proceso de formación, una reflexión atenta nos lleva ante la paradoja que supone la unión del adjetivo «horaciano -a», propio o relativo a Horacio —el poeta romano clásico y atemporal por antonomasia—, y el sufijo -ismo que, como hemos visto, da forma en esta época a movimientos artísticos y literarios típicamente efímeros y revolucionarios: horacianismo es, por todo ello, un «ismo» diferente y peculiar, en realidad una contradictio in terminis, «casi un oxímoron», como brillantemente se ha definido, «pues frente a los ismos pasajeros él pretende ser un ismo eterno» (García Jurado 2016).
La primera aparición del término «horacianismo» —según hemos indagado—, data de 1820, es de origen italiano, y se debe al siracusano Tomasso Gargallo (1760–1843), quien lo utiliza en su edición de todas las obras de Horacio con traducción en verso italiano, acompañada de numerosos comentarios y anotaciones. Gargallo es considerado el más importante traductor y comentarista italiano de la obra horaciana de su época, entre otros autores como Antonio Cesari (1760–1828) y Paolo Costa (1771–1836), que trabajan también en el mismo periodo (Fernández Murga 1994). Entre 1809 y 1811 había publicado ya una traducción de las Odas con comentarios en la que no aparecía aún el término orazianismo. Gargallo fue, además, un clasicista convencido que combatió activa y frontalmente (por ejemplo, en una conferencia dada en Florencia en 1837 en la Accademia della Crusca) la nueva moda literaria romántica, novedosa por entonces también en Italia. No es extraño, por todo ello, que su edición de Horacio de 1820 contenga el origen del término horacianismo, siendo destacable también que el mismo aparezca hasta en tres ocasiones.
Consideramos fundamental, identificado ya el origen del término, analizar sus acepciones, el sentido real de estas tres primeras apariciones del término que nos ocupa en las letras europeas; y es que, como veíamos al inicio de esta entrada, horacianismo puede designar, siempre en torno a la figura de Horacio y su obra, realidades diversas. Las dos primeras apariciones de «orazianismo» en la edición de Gargallo aparecen en el cuerpo de notas a las Odas y se corresponden ambas con el valor de «expresión propia y característica del estilo poético horaciano», estilo del que Gargallo se nos muestra como buen conocedor tras años de estudio, al indicarnos en ambos casos cuál habría sido la expresión que podríamos considerar normal o neutral, carente por tanto del genio poético del venusino. El primer «orazianismo» aflora en las notas a la oda XXXVIII que cierra el libro primero, Persicos odi, puer apparatus…, en concreto cuando Gargallo comenta el final del verso tercero y el comienzo del cuarto, …rosa quo locorum / sera moretur, de los que destaca tanto la asociación del adjetivo sera como el verbo moretur, cuya juntura considera un grecismo (helenismo), esto es la expresión quo locorum, en lugar de ubi: «anche qui un orazianismo», escribe Gargallo, de manera que considera el pasaje como expresión propia y característica de Horacio (1820, I, p. 154). Del mismo tipo es la segunda aparición del término, que aparece en comentario a un pasaje de la oda VI del libro III, vv. 33–36: «Ed altro orazianismo offreci la seguente frase, Iuventus Pyrrhumque et ingentem cecidit Antiochum» (Gargallo 1820, II, p. 379). Gargallo de nuevo nos aporta la expresión que da por neutra o normal, carente del espíritu horaciano, pero no se queda ahora solo en esto, sino que va más allá en su comentario sobre el estilo poético del lírico latino, identificando una característica —«acostumbrado secreto» dice el italiano— que creemos clave y definitoria del mismo: «Orazio intanto col suo solito segreto di fecondar le parole e trarne e novità e brio, invece di dire Romana inventus profligavit Pyrrhum et Antiochum, scrive cecidit, comechè que’tre sommi duci altrove, in altro tempo, e d’altra morte sieno caduti». Destaca desde luego ese «acostumbrado secreto horaciano de fecundar las palabras, para lograr obtener de ellas novedad y brío», identificado y brillantemente expresado aquí por Gargallo. pero que a buen seguro todo lector iniciado en la lírica horaciana reconocerá como una de las cualidades que caracterizan el genio poético del venusino. En torno a este mismo asunto, en el que nos detenemos ahora por considerarlo clave del horacianismo como concepto literario y estético, escribía el poeta argentino Alejandro Bekes en la introducción a su traducción de las Odas (2005, p. 12): «Todo buen lector de poesía sabe esto, al menos intuitivamente. Uno recorre los versos con la mirada, va siguiendo su curso lento o agitado, el paulatino despliegue del poema, y de pronto se detiene, incapaz de seguir, o de volver atrás, o de pensar en otra cosa. Según Graves, el pelo corporal se eriza; según Borges, el verso nos obliga desde el papel a recitarlo en voz alta; otros hablan de una mano en la garganta, de una dificultad para respirar. Lo esencial es que la poesía nos afecta físicamente. Y no porque creamos o nos imaginemos que el poeta vertía lágrimas de sangre al escribirla; sino porque la palabra ha recobrado, súbitamente, su resonancia arcaica, su primordial energía numinosa, o, en palabras de Luis Cernuda, su “oculto fuego originario”». A esta capacidad extraordinaria de Horacio llama Gargallo, tan acertadamente, «suo solito segreto», como veíamos arriba, y es quizá, efectivamente, la característica más definitoria de su arte y su grandeza, pues como también de modo tan certero indica Bekes, afecta a la íntima esencia del género poético. Volviendo al repaso del origen del término en cuestión, la tercera y última aparición en la edición de Gargallo de 1820 nos revela el carácter pionero de este autor; es de naturaleza diferente a las dos primeras, al referirse más bien al conocimiento que el autor tiene de la obra de Horacio, atesorado a lo largo de años de estudio, es decir, a la influencia de la obra de Horacio en Tomasso Gargallo. Y es, por ello, otra acepción fundamental del concepto en cuestión, plenamente vigente también a día de hoy. El autor la utiliza para referirse con ironía y sentido del humor a la dificultad que representan para el lector los dos largos paréntesis con que prácticamente se inicia la epístola XV del libro I: «Il mio lungo orazianismo non è bastato ad addimesticarmi con queste benedette parentesi». Es decir, su profundo conocimiento de la obra horaciana no ha sido suficiente para «domar» estos dos largos y «benditos» paréntesis con que Horacio interrumpe el discurso principal de la epístola, ya al final del verso segundo, para introducir sendas reflexiones personales (1820, IV, p. 234). Dicho discurso central, que se recupera en el verso 25, junto con sendos paréntesis, conforman una estructura peculiar, pero propia y característica de las verdaderas cartas, como bien indica Navarro Antolín en su edición de las Epístolas (2002, p. 87); el fragmento fue calificado por Javier de Burgos —contemporáneo de Gargallo y buen conocedor de su obra— de «embrollo», llevándole de hecho a traducir el inicio de la epístola mediante la alteración del orden del original en aras de una correcta comprensión: «como á no hacer desaparecer este defecto, la pieza seria casi ininteligible, yo he creido deber darle en la traduccion el orden de que carece el original, persuadido de que por este medio aparecerá esta una composicion suelta y fácil, mérito que es la principal que tienen casi todas las epístolas de Horacio» (1844, tomo IV, pp. 135–136).
Originado el término en Italia, como hemos visto, pasemos ahora a rastrear su suerte en tierras españolas. En efecto la mencionada edición de Horacio a cargo del motrileño Javier de Burgos, pionera en tantos aspectos y verdaderamente útil para la comprensión de la obra horaciana, a pesar del oscurecimiento que por varias razones se ha erigido en torno a ella, es un punto de referencia inexcusable en la gestación del horacianismo en nuestro país, y esto a pesar de que el término como tal no aparezca en dicha obra. Paralelamente al papel desempeñado por Gargallo en Italia, Burgos es en España el principal representante del horacianismo en la primera mitad del siglo XIX, y la autoridad literaria que reivindica a Horacio y su obra como bandera frente al Romanticismo. Esta reivindicación le lleva a trabajar intensa y activamente para ofrecer una edición completa y moderna, «actualizada» diríamos ahora, a su tiempo, de todas las obras del gran lírico latino, que sirva de guía estética literaria y modelo a la juventud de su época. Javier de Burgos dedica tanto esfuerzo y tiempo a su edición definitiva de Horacio de 1844 por dos razones fundamentales, defendidas por él mismo y razonadas en el prólogo: la primera, dotar a las letras hispanas por primera vez de una edición completa de las obras de Horacio, sin mutilaciones ni otras taras con que contaban los intentos precedentes, carencia que Burgos califica de «alarmante y casi vergonzosa»; la segunda, ofrecer, aportar esta obra a la educación española, a su juventud, convencido de que el estudio de las obras clásicas grecolatinas en su forma original (recordemos que la edición de Burgos es bilingüe, incluyendo una edición del texto latino que trata de restablecerlo en su forma genuina) es fundamental para su formación (Elías Muñoz 2016, p. 98 ss.). No olvidemos, finalmente, la intención del autor de hacer frente a la nueva corriente romántica, cuyo avance, en expresión célebre del propio Burgos, «haría poco a poco retroceder la literatura a la época de los Góngoras y los Marinis», según defiende ya en el prólogo a su primera edición de la obra horaciana (1820, tomo I, p. 27). No duda Javier de Burgos en situarse claramente del lado clasicista en el debate entre seguidores de las nuevas tendencias y neoclásicos, ubicándose en el seno de una segunda generación de escritores afrancesados (Javier de Burgos se considera discípulo de Meléndez Valdés), muy activos y casi beligerantes en sus presupuestos, fuertemente influidos por el movimiento ilustrado francés. Conforman dicho grupo, junto al propio Burgos, autores destacados de la época como José Mamerto Gómez Hermosilla, Manuel Norberto Pérez del Camino o Juan Bautista Arriaza, quien —sin ir más lejos— tradujo al castellano el Arte poética de Boileau, en 1807. Antes de avanzar, conviene no pasar por alto el dato de que la asociación entre Tomasso Gargallo y Javier de Burgos quedó también plasmada en una publicación reseñable de 1834, edición de todas las obras de Horacio conocida como «la políglota de Montfalçon», que incluía la traducción francesa de este autor, las alemanas de Wieland y Voss, y las versiones en versos italianos y castellanos de los mencionados Gargallo y Burgos, respectivamente. Esta edición monumental de la obra horaciana, dada a la luz en 1834, es fruto del horacianismo que se gesta en Europa como reacción al movimiento romántico que se va también extendiendo al mismo tiempo, y fue célebre en su momento, siendo calificada por Burgos como «quizá el más magnífico monumento levantado a la gloria de nuestro poeta» (1844, tomo I, p. XXI). Por otra parte, el horacianismo de Javier de Burgos es poliédrico o polifacético, esto es, Burgos no se limita a dar una traducción en verso de todas las obras de Horacio, sino que también edita el texto latino original, lo comenta y anota, y aún más allá, su propia producción lírica se ve claramente influida por la obra horaciana; se trata, por tanto, de un horacianismo, el de Javier de Burgos, que podríamos considerar «pleno», y en el que cabe aún un plano no mencionado: el estudio o repaso de la Tradición clásica horaciana española que realiza en sus notas y comentarios, y que constituye una influencia directa y un claro precedente de la obra donde sí vamos a encontrar, como bien pone de manifiesto García Jurado (2016), ya en plena segunda mitad del siglo XIX, el término horacianismo en nuestras letras: esto es el célebre Horacio en España de Marcelino Menéndez Pelayo, obra absolutamente fundamental y punto de partida en muchos sentidos para el estudio, no solo del horacianismo, sino de la Tradición Clásica en su conjunto, en el ámbito español. Pero antes de proseguir por esta vía, creemos que es necesario recordar el carácter pionero de la obra de Javier de Burgos y apreciar sus aportaciones a este respecto, aunque sea de un carácter poco sistemático y muy distinto a la obra del polígrafo santanderino, lo que constituye un aspecto durante largo tiempo olvidado. En efecto, en su entrada dedicada a Javier de Burgos, la Enciclopedia Oraziana recuerda también esta aportación de Burgos al horacianismo en España, y así se ha reconocido recientemente: «Si consideramos que Javier de Burgos culmina su edición definitiva de Horacio en 1844, y que la citada obra de Menéndez Pelayo se publicó por capítulos en la Revista Europea durante 1877 —ya como libro autónomo su primera edición data de 1885—, podemos establecer que la aportación de Burgos en este particular aventaja en más de tres décadas al escritor santanderino. Y no solo como precedente, pues en esta entrada tendremos ocasión de observar cómo las opiniones vertidas por Javier de Burgos son en algún caso influencia directa en este célebre Horacio en España» (Elías Muñoz 2016, p. 237).
Proseguimos ahora nuestro camino anunciado arriba, pues allí, justo antes de la Epístola a Horacio, que el santanderino incluye como introducción a su obra, aparece una advertencia de la primera edición (1877), donde leemos acerca de las posibles omisiones o errores que haya podido cometer el autor: «Ruego, pues, á todos los aficionados á cuyas manos lleguen estas páginas, que se apresuren á repararlos, pública ó privadamente, con familiares cartas ó acres censuras. Y lo ruego, sobre todo, á ese círculo de eruditos y bibliófilos madrileños que nada encuentran tolerable sino lo que ellos ó sus amigos hacen. Comuníquenme las peregrinas noticias que de fijo tendrán sobre el horacianismo en nuestra Península, y que yo no me he atrevido á pedirles, temeroso de que me cerraran su puerta» (Menéndez Pelayo 1885, p. XLIV). Siendo tardía la fecha de aparición en España con respecto al origen italiano del término, situado en 1820, no hemos podido rastrear ninguna mención anterior, pero se sitúa al menos su surgimiento dentro del siglo XIX, pues, de hecho el Corpus Diacrónico del Español (CORDE), de la Real Academia de la Lengua da como referencia primera la de Dámaso Alonso, ya mediado el siglo XX (1950), como más tarde veremos con detenimiento. La utilización del término por parte de Menéndez Pelayo refleja un sentido del mismo mucho más extenso y amplio que el que tenía en sus primeros usos, cuando Tomasso Gargallo se refería a él para aludir a ciertos giros expresivos propios de Horacio o a la propia influencia del lírico latino en su obra y sus estudios. Con la expresión «el horacianismo en nuestra Península» Menéndez Pelayo alude a toda la Tradición Clásica de raigambre horaciana producida en nuestro ámbito hispánico, es decir, a la influencia tanto general como particular de Horacio y su obra en España, Portugal e Hispanoamérica, como él mismo explica con detenimiento unas líneas más abajo y demuestra en su obra. Al tratarse de la primera monografía que trataba el asunto en nuestro país, su relevancia está fuera de toda duda. Menéndez Pelayo realiza un repaso global y muy completo, dada la naturaleza y el objeto de la obra propuesta, de la historia del horacianismo hispánico, aportando una inmensa cantidad de noticias y datos sobre el fenómeno, abriendo vías de investigación innumerables de casos concretos de ese horacianismo en los diversos autores y obras que va repasando, y que por motivos de la enormidad de los presupuestos de su obra no llega a explorar en profundidad. Vías de investigación que van siguiéndose poco a poco, una vez abierta su senda, en trabajos o artículos monográficos tales como los realizados sobre recepción horaciana en las figuras de José María Heredia (Chacón y Calvo 1941), Fray Luis de León y Gabriel García Tassara (Cristóbal López 1994 y 2005), Francisco de Rioja y Fernando de Herrera (Herrera Montero 1995 y 1998) Bartolomé Leonardo de Argensola (Marina Sáez et alii 2002), Alberto Lista (Martínez Sariego 2014), o el nuestro sobre Francisco Javier de Burgos (Elías Muñoz 2016), ya citado, por mencionar algunos. Las reflexiones teóricas sobre la obra de Horacio son también habituales en Menéndez Pelayo, como la que realiza sobre el concepto de «oda horaciana» dentro de la literatura española, un capítulo que —como veremos a continuación al repasar las aportaciones de Dámaso Alonso—, es de suma importancia: «La oda horaciana tiene por caracteres propios sobriedad de pensamiento, ligereza rítmica, ausencia de postizos adornos, grande esmero de ejecución y generalmente es muy breve. Cumplidas estas y las demás condiciones externas del estilo de Horacio (acertado uso de los epítetos, transiciones rápidas, etc.), la composición será horaciana, aunque exprese pensamientos españoles y cristianos, y hasta místicos. Tiene en castellano este género formas rítmicas predilectas, cuales son la lira de Garcilaso, la estrofa de Francisco de la Torre, la sáfico-adónica y muchas combinaciones de versos sueltos. Rara vez emplea las estancias largas, y nada hay menos clásico y horaciano que las canciones petrarquistas ó las odas que un crítico llamó “kilométricas”, como si dijéramos las de Quintana. Tampoco sientan bien en la modesta lírica horaciana ciertas aparatosas formas y suntuosos ornamentos, de que usa y abusa la llamada “oda pindárica” y “académica”» (Menéndez Pelayo 1885, I pp. XLI y XLV). El fragmento, con alusiones directas a lo que debe considerarse de raigambre horaciana y lo que es ajeno a ella, es capital para comprender la historia y la configuración del horacianismo en España, y revela el conocimiento profundo y la claridad del mismo que atesoraba el filólogo santanderino, cuya obra sigue siendo de referencia obligada e inexcusable en la materia que nos ocupa.
Y por este mismo asunto formal que trata Menéndez Pelayo se interesa también Dámaso Alonso, profundizando aún más que su predecesor en su fundamental estudio Poesía española: ensayo de métodos y límites estilísticos, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Góngora, Lope de Vega, Quevedo (Alonso 2008 [1950]). Esta obra de Dámaso Alonso constituye también un eslabón de primer orden en el estudio teórico del horacianismo en España (con origen en Italia), según indicábamos arriba. Dámaso Alonso insiste en la diferenciación entre la oda clásica de raigambre horaciana y la canción petrarquista, anunciada ya por Menéndez Pelayo, dentro de su capítulo dedicado a la «forma exterior en Fray Luis», que dará finalmente lugar al nacimiento de «la lira» y su llegada a España; lo hace en los siguientes términos: «Si volvemos los ojos a la forma estrófica en Horacio, nos encontramos (prescindiendo ahora de los Épodos) con la estrofa sáfica, la alcaica, y los dos tipos de asclepiadea. Y todas estas estrofas coinciden en una cosa: todas tienen cuatro versos. Pero la estrofa románica de la canción, la estrofa fijada en Petrarca, partía de un tiempo mucho más lento, de un desarrollo más amplio: casi siempre doce o más versos» (Dámaso Alonso 2008, p. 116). Establece entonces una relación directa entre el Renacimiento italiano y Fray Luis de León, a través de Bernardo Tasso y la lira, estrofa introducida en España por Garcilaso de la Vega y utilizada por este en su célebre imitación horaciana, Canción a la flor de Gnido. El siguiente fragmento es de nuevo clave y revelador (p. 117): «Lo que es interesante es que Bernardo Tasso, que ensaya estas estrofas breves entre las que casualmente aparece la lira, es un horaciano; que Garcilaso emplea la lira precisamente en su más cercana imitación de Horacio; en fin, que la recoge y la transforma en un instrumento habitual de expresión un poeta como Fray Luis, impregnado de la técnica horaciana. La lira les aparecía, pues, como un molde que podía dar una contención, una medida acorde con la limitación característica del modelo». Dámaso Alonso continúa trazando la senda de la lira en nuestras letras, al escribir que «se espiritualiza» en San Juan de la Cruz, y que con Francisco de Medrano, «el mejor imitador directo de Horacio» —en palabras del crítico—, vuelve a intentar reproducir el movimiento diferencial de las estrofas horacianas sáficas, alcaicas y asclepiadeas. Llega entonces a Fray Luis, donde se va a detener en el estudio de La profecía del Tajo, en relación a su modelo horaciano (Carm. 1, 15) El vaticinio de Nereo (Dámaso Alonso 2008, p. 119 ss.). El estudio es admirable, desde luego, y lleva al autor a la conclusión de que el secreto formal de Horacio, aprendido y ejecutado a la perfección por Fray Luis, consiste en el dominio de las «relaciones interestróficas», por un lado, y de lo que llama el «anticlímax final», por otro. Con respecto a las «relaciones interestróficas», considera que están basadas en «rompimientos de continuidad» y enlaces de tipo mental, no expresos, en una especie de yuxtaposición de ideas diversas poco racional; con respecto al «anticlímax final», lo define como «movimiento complejísimo, matizado bien hacia el dolor que paraliza, bien hacia la malicia suave, bien, por introducción de un contraste reductor, hacia un subtema o una imagen divergente, etc.» (Alonso 2008, p. 136); asegura, además, que Horacio tiene ejemplos de todos ellos y, de hecho, los enumera en nota al pie de página. También más adelante hace referencia Dámaso Alonso —dentro de esta misma obra— al horacianismo de Fray Luis de León, en términos semejantes a los ya descritos. Me refiero a la parte de su obra en que establece tan sagazmente la necesidad de una intuición previa por parte del crítico literario, que le guíe adecuadamente por el camino más fructífero en cada estudio a realizar. En el caso concreto de Fray Luis, indica que esa intuición le llevó a fijarse en el encanto formal de su oda, en las leyes que la rigen, así como en las relaciones interestróficas que en su seno se producen, tal y como hemos visto ya. Conociendo de antemano la dependencia existente entre la oda de Fray Luis y la de Horacio, utilizada por aquel como modelo, escribe por fin Dámaso Alonso en el capítulo dedicado al «horacianismo en Fray Luis de León»: «El poeta omite constantemente cualquier vínculo interestrófico que pueda ser discursivo; pero el poema, a pesar de tanta quiebra, tiene su ley cohesiva, que la fantasía aprehende así con más avidez. En fin, todas esas estrofas, vistas a distancia, se nos ordenaban en series ascendente-descendentes. Se nos comprueba así, en esa estructura climático-anticlimática, el horacianismo del poeta» (Dámaso Alonso 2008, p. 368). Valga la transcripción del pasaje, además de para dejar bien sentada la visión de Dámaso Alonso sobre el asunto, tan clarificadora, para reflejar un nuevo uso del término horacianismo en nuestras letras. Es revelador, además, que Dámaso Alonso hable de un «secreto formal» que ha pasado de Horacio a Fray Luis (Alonso 2008, p. 115). ¿Recordamos el «solito segreto» al que se refería Gargallo, y que confería a la palabra horaciana una fuerza primigenia y poderosa?
Hay una constante en la pervivencia y recepción de la obra de Horacio en diferentes espacios y épocas, y es el reconocimiento de su grandeza poética, del alto valor estético de su obra lírica, así como de su capacidad de reflexión filosófica y moral, sin citar el gran ejercicio de erudición metaliteraria que supone su Ars Poetica. Esta constante parece basada, en no pocas ocasiones, en el vislumbre —por parte del lector— de un «secreto», oculto en la obra horaciana, y clave que explicaría el éxito literario del que ya el poeta de Venusia gozó en vida. Hemos rastreado y expuesto varias de estas claves del arte horaciano, en nuestro estudio del horacianismo como concepto, que han llevado a diferentes autores, en diferentes épocas, a admirar, seguir e imitar al gran lírico latino, y a presentarlo como argumento de peso en contra de las nuevas corrientes que se consideraban erróneas, como la romántica en la primera mitad del siglo XIX. A buen seguro no se trata de un solo secreto, sino de varios, muchos, que se concentraron por obra y gracia de las Musas en torno a la figura del gran Horacio. El horacianismo no es más —ni menos— que el reflejo de dicha grandeza, llevado a través de los siglos, y situado en un lugar y un contexto determinados y concretos. De esta forma, Shaftesbury (1671–1713), en Inglaterra, recoge como valiosa referencia para su propia defensa de la libertad de pensamiento la actitud del poeta, tan crítica ante las costumbres de su época y siempre a una distancia prudente del poder político. Y en el plano estético, también sigue Shaftesbury a Horacio para dar forma a conceptos teóricos como los del «entusiasmo poético» o del sensus communis. Asimismo, Alexander Pushkin (1799–1837) tiene como modelo a Horacio cuando funda la nueva poesía rusa, y hace uso de los célebres versos horacianos de Carm. 3, 30 (Exegi monumentum aere perennius…) al componer uno de sus más célebres poemas. De la misma manera elige a Horacio como referente Fernando Pessoa (1888–1935) en Portugal, al ponerse la máscara del clasicista poeta Ricardo Reis para la composición de sus odas. Muchos son los horacianismos posibles, distintos cada uno de ellos, pero común es la fuente de la que beben.
Los ecos de Horacio, que no se silenciaron tras su muerte, como él mismo predijo en su cualidad más profunda de «vate de Venusia», han persistido a lo largo de las distintas épocas de la historia y traspasado las fronteras más diversas, pues las divisiones del tiempo y el espacio que los hombres crean poco pueden ante la eternidad e inmensidad de la palabra, entendida esta como sagrada creación del hombre y sincera expresión de su arte. Su grandeza poética, que da razón al horacianismo, pervive en cada uno de esos ecos.
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Ismael Elías Muñoz