Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

humanismo

Del latín humanus y sufijo ismo (del latín ismus y este del griego ισμός). (Al. Humanismus, It. Umanesimo, Ing. Humanism, Fr. Humanisme, Port. Humanismo).

El término «humanismo» designa, en origen, una corriente cultural de pensamiento con vertientes educativa, estética y parcialmente filosófica (sobre todo ética), surgida principalmente en Italia entre la segunda mitad del siglo XII y los comienzos del XIV, y desarrollada en dicho país y posteriormente en casi toda Europa, así como en buena parte de la América hispana, durante los dos siglos siguientes, hasta la que puede considerarse su fase de agotamiento en el primer tercio del siglo XVII. Se presenta como una reacción contra el escolasticismo que dominaba de manera prácticamente exclusiva el mundo intelectual de la baja Edad Media y que había impuesto sus métodos y prácticas en las por entonces principales disciplinas universitarias —teología, derecho y medicina— y en la filosofía en general, si bien especialmente en el terreno de la lógica y de las ciencias de la naturaleza (filosofía natural).

Curiosamente, durante el período delimitado en el párrafo anterior, se documenta con cierta amplitud el empleo del término «humanista», pero no el de «humanismo», vocablo que no surge ni adquiere general circulación hasta el siglo XIX. Rico (2002, pp. 9–10) expone con claridad el asunto cuando afirma: «Humanismo, cierto, es voz tan joven, que ni siquiera ha cumplido los dos siglos: nació para designar un proyecto educativo del Diecinueve temprano y solo después se aplicó retrospectivamente, tanteando, al marco de un Renacimiento entonces todavía poco explorado. De ese parto tardío y de esa utilización a ritroso le han quedado resabios difícilmente corregibles, una irrestañable querencia a teñirse de connotaciones contemporáneas e introducir en la descripción histórica resonancias de “l’esprit humain” o de la “science de l’homme” de la Encyclopédie, de los “derechos del hombre”, los “valores humanos” o el “humanitarismo” de días aún más cercanos». Es cierto todo ello, pero también puede verse en sentido inverso: si nuestra visión sobre el humanismo del período conocido como renacentista se ha teñido de esas connotaciones posteriores, ello se debe también, y sin duda, a que en los «genes» de tales conceptos más modernos se conservan muchos rasgos inherentes a aquel movimiento intelectual y cultural en cuyo núcleo más íntimo e irrenunciable campeaban ideales como el de la dignitas hominis.

Sea como fuere, es opinión generalizada que el término «humanismo» nace, como ya se ha apuntado, en la primera mitad del siglo XIX y, así mismo, que lo hace en el ámbito germánico, muy probablemente en ambientes hegelianos y posthegelianos, considerándose el ensayo de Georg Voigt Die Wiederbelebung des classischen Alterthums oder das erste Jahrhundert des Humanismus, publicado en Berlín, 1859, el texto que consolida y expande definitivamente el uso del término y que, al mismo tiempo, abre el fecundo camino, como se comprueba en su título (en el que das erste Jahrhundert corresponde a un período comprendido entre los siglos XIV y XV), a la identificación de dicho término con el movimiento cultural surgido en la Italia renacentista (sobre la que un año después versaría el muy influyente ensayo Die Kultur der Renaissance in Italien del suizo Jakob Burckhardt, concebido desde los presupuestos, muy vigentes por entonces, de la «Kulturgeschichte»). Podríamos considerar este como el sentido restringido del vocablo, que ha convivido y sigue conviviendo desde su nacimiento con empleos de carácter más general, los cuales surgieron con anterioridad. En la cultura española podemos comprobarlo si acudimos a la base de datos del Corpus Diacrónico del Español (CORDE), iniciativa auspiciada por la Real Academia Española de la Lengua: una búsqueda del término «humanismo» en dicha base nos demuestra, en primer lugar, que sus primeras apariciones en textos de nuestra literatura se verifican efectivamente a mediados del siglo XIX y, en segundo lugar, que esos iniciales empleos corresponden a su sentido general, pues la primera documentación recogida en esa base de datos procede de la obra Los problemas del socialismo (1848) de Nicomedes Pastor Díaz (1811–1863), donde este político y literato habla del «humanismo de Feuerbach» en un contexto de análisis de las corrientes de pensamiento ateo que por entonces se habían extendido a partir de determinada interpretación de las doctrinas de Hegel. Es claro que Pastor no se refiere ahí en absoluto al humanismo llamado renacentista, sino a lo que posteriormente se conocería como «humanismo ateo», del que se considera primer impulsor precisamente al filósofo alemán Ludwig Andreas Feuerbach. A ese humanismo, con claro tono irónico y despectivo, es al que sigue refiriéndose Pedro Antonio de Alarcón en el subsiguiente testimonio de uso del término que ofrece el citado CORDE, datado ya en 1861. Para documentar su empleo seguro en el sentido restringido en que lo manejaba Voigt en 1859 hay que esperar a leerlo en la muy vasta obra de Marcelino Menéndez Pelayo, de quien se ofrece allí mismo un testimonio (procedente de sus Ensayos de crítica filosófica, fechados en 1892) donde, a propósito de las primeras traducciones de Platón al castellano en el siglo XV, habla de los «primeros ensayos y tanteos del humanismo español, todavía no seguro de sus fuerzas».

Un siglo después de la publicación de la obra de Voigt, a mediados, pues, del XX, publican importantes trabajos estudiosos como Augusto Campana, Paul Oskar Kristeller o Giuseppe Billanovich, que pueden contarse entre los principales pioneros del acercamiento moderno al humanismo, ya entendido como eminentemente renacentista. Los dos primeros se preocuparon por indagar los orígenes del término «(h)umanista», concluyendo que sería una «etiqueta» surgida en la Italia de finales del Quattrocento y forjada a imitación de otras de ámbito escolar y universitario como «legista», «canonista» o «tomista», en este caso, para designar al profesor encargado de impartir las materias que se agrupaban bajo marbetes como studia humanitatis, litterae humaniores, litterae politiores, etc., de los cuales el primero de ellos es el que más fortuna ha tenido en la moderna investigación. Con el de humanitas como concepto clave que hunde sus raíces en la Cultura Clásica griega (parece indudable su conexión con el de paideia) y romana (con Cicerón y Aulo Gelio como principales impulsores de su empleo), la expresión studia humanitatis designaría un conjunto de disciplinas, centradas, sobre todo, en el «arte de la palabra» —considerada esta como atributo esencial de lo humano—, que desde las investigaciones del citado Kristeller vienen identificándose con la gramática, la retórica, la historia, la poesía y la filosofía moral, si bien estudiosos más recientes, como el también citado Rico, han puesto en duda que existiera una clara noción de ese bloque de disciplinas como currículo educativo efectivo y han propuesto que el concepto de «(h)umanista» no habría sido otra cosa que una nueva manera y moda de designar al tradicional grammaticus o grammatista sin más, siendo el de studia humanitatis un concepto bastante vago asimilable a los modernos de «humanidades» o «ciencias humanas». Sea como fuere, lo cierto es que el término «humanista» no tardó en desprenderse de su connotación exclusivamente escolar y educativa para pasar a designar, en general, al «student of classical learning who is not necessarily also a teacher» (Campana 1946, p. 66).

Es evidente que el problema que nos plantea esa cita de Campana es la escasa concreción del sintagma «classical learning». Para intentar acotarlo en la mayor medida posible, volveremos a hacer hablar a los textos (tarea fundamental de la filología), tal como hemos hecho más arriba con la consulta al CORDE: con vistas a saber no solo el «qué», sino también el «quién» a que se refiere la expresión empleada por Campana, interrogaremos de nuevo obras de la cultura española, en este caso escritas en el período que los estudiosos suelen considerar de agotamiento del humanismo renacentista e incluso «post-humanista». En primer lugar, acudiremos a un texto que porta en su mismo título el término cuya historia y significado estamos indagando: el breve pero sustancioso ensayo del catedrático de Prima de Gramática y de Griego en Salamanca Baltasar de Céspedes (?–1615) titulado Discurso de las letras humanas llamado «El humanista», que se difundió manuscrito hacia el año 1600, si bien no se imprimió hasta el siglo XVIII, y acaba de ser reeditado (en Céspedes 2018); allí leemos que la verdadera «acción» del humanista consiste en escribir obras «que no pertenecen a ningún otro artífice, como son comentarios sobre poetas, historiadores y oradores, traducciones de autores de una lengua en otra, enmendaciones de libros, varias lecciones, poesías, oraciones y diálogos», a lo que se añade que «las lenguas que está obligado a saber son el latín y el griego» (Céspedes 2018, p. 5). Como se comprueba, dicha tarea se reparte, prácticamente al cincuenta por ciento, entre la labor investigadora-erudita y la de creación propia (donde quizá podríamos incluir algún otro género, como la epistolografía, cuya ausencia extraña un tanto en la enumeración de «acciones» del humanista por parte de Céspedes, dada la proliferación de obras de esa índole a lo largo de todo el siglo anterior y aun en su época, muchas de ellas —así, las colecciones que reunían las conocidas como «epístolas filológicas»— con un claro objetivo igualmente erudito).

En segundo lugar, traeremos aquí a capítulo la obra de un tardío humanista español: en concreto la Nueva idea de la tragedia antigua del célebre editor de la poesía quevediana y muy notable comentarista del Satiricón José Antonio González de Salas (1588–1654); pero no porque interesen ahora sus ideas acerca del género trágico, sino por el sugerente elenco que bajo el título «Bibliotheca de los auctores modernos», es decir, de los alegados en su monografía, ofrece al final de esta, dispuestos en orden alfabético y con el añadido de una muy escueta caracterización «profesional» de cada uno (González de Salas 2003, pp. 929–933). Antes de tratar sobre dicho elenco, cabe señalar que lo precede otro titulado «Bibliotheca escripta de los auctores antiguos», donde, curiosa y significativamente, se asigna a Aulo Gelio y a Macrobio (y son los únicos dos casos en una nutrida lista de nombres griegos y romanos) el marbete de «humanista»; ello supone, por mera cronología, que Gelio habría sido, a juicio de González de Salas (2003, II, pp. 913 y 922), el primer humanista de la historia.

Volviendo a la mencionada nómina de «modernos», integrada por cerca de sesenta autores, señalaremos que a una treintena de ellos les adjudica la etiqueta de «humanista» con el añadido, en la mayoría de los casos, del adjetivo «latino», mereciendo media docena de ellos también el de «griego»; en unos casos esa indicación de que el personaje era «humanista» es la única que se hace constar, mientras que en otros se acompaña de algún dato añadido, explicando que era, además, «crítico», «anticuario», «filólogo», «filósofo», «jurisconsulto», «músico», etc. Resulta, en nuestra opinión, un testimonio de notable interés desde el momento en que nos ilustra sobre qué intelectuales merecían el título de «humanista» a criterio de un contemporáneo. En esa treintena encontramos nombres que van desde italianos protagonistas del humanismo del Cuatrocientos (así, Angelo Decembrio y Hermolao Barbaro) hasta algunos eminentes intelectuales coetáneos de González de Salas, como Hugo Grocio, Jules-César Boulenger, Thomas Farnaby, Samuel Petit, Isaac Pontano o Petrus Scriverius, pasando por notables nombres que iluminaron con su saber el siglo XVI (y los inicios del XVII en algún caso): así, Celio Rodigino, Lilio Gregorio Giraldi, Guillaume Budé, Jacques Dalchamps, Paulo Manucio, Marc-Antoine Muret, Jean-Jacques Boissard, Adrien Turnèbe, Barnabé Brisson, Wolfgang Lazius, Jan Bernaerts, Théodore Marcille y, cómo no, los eminentes Justo Lipsio e Isaac Casaubon. Cabe señalar que González de Salas solo incluye en esa lista tres nombres de españoles (cuatro, si aceptamos como tal, aunque sea parcialmente, a Martín Antonio Delrío, jesuita de orígenes familiares burgaleses que nació en Amberes, que estudió y enseñó un tiempo en la universidad de Salamanca, y al que se presenta como «teólogo, jurisconsulto y crítico latino»), fray Luis de León («teólogo latino y poeta español»), Tomás Tamayo de Vargas («historiador y filólogo latino») y él mismo, pero, en su caso (y es el único), sin caracterización profesional-intelectual, aunque sin duda merecería, cuando menos (y así probablemente lo consideraría él), la de «humanista», etiqueta que no asigna a ninguno de sus conterráneos, como hemos visto.

Ese elenco extraído de González de Salas, cuyos integrantes simplemente responden, como explicábamos, al hecho de que aquel decidiera emplearlos como fuente de autoridad en su ensayo sobre la tragedia, supone un porcentaje casi ínfimo de los nombres que conformarían la lista de todos los humanistas europeos de los siglos XV a XVII, como es evidente para cualquiera que esté mínimamente informado acerca de la vida cultural en esa época. Sea como fuere, lo cierto es que un repaso a la producción intelectual de los personajes presentados como humanistas por el erudito español corrobora la afirmación de Céspedes acerca de cuáles eran las «acciones» que los identificaban como tales, y aun habría que sumar, quizá, otras varias a las de índole erudita, tales como la edición de textos de «poetas, historiadores y oradores» antiguos (aunque tal vez Céspedes englobara tal labor en la que denominaba «enmendaciones de libros»), los ensayos sobre todo tipo de cuestiones que pueden incluirse en el ámbito, muy en auge por entonces, de lo que se denominaban Antiquitates, esto es, tratados que se consagraban a la indagación y estudio de muy variados asuntos particulares referidos al mundo antiguo, especialmente el griego y el latino: instituciones, ritos, costumbres, economía, ejército, sociedad, arte, epigrafía, etc., o, en fin, las muy variadas y voluminosas obras de carácter más o menos enciclopédico-misceláneo donde se intentaba reunir y sistematizar el conjunto de los conocimientos clásicos acumulados hasta entonces, así como las utilísimas y muy empleadas obras de carácter compilatorio y fin instrumental, muchas de ellas denostadas por los humanistas de mayor rango (así, antologías de apotegmas, florilegios de sentencias tanto generales como de algún autor en concreto, diccionarios de epítetos, etc.). Por seleccionar, como mera muestra, nada más que una docena de obras debidas a humanistas más arriba reseñados, podemos recordar aquí las Antiquae lectiones de Celio Rodigino (miscelánea enciclopédica que bien podría englobarse bajo la genérica etiqueta de «varias lecciones» empleada por Céspedes), los De deis gentium libri XVII de Giraldi, el De asse et partibus eius de Budé, los comentarios de Muret a Terencio, los dedicados por Bernaerts a Estacio, la colección de apotegmas reunida por Manucio, los De pictura, plastice, statuaria libri duo de Boulenger, la traducción de los Deipnosophistae de Ateneo por Dalechamps, las Historicae commemorationes rerum Graecarum de Lazius, los De formulis et sollemnibus populi Romani verbis libri VIII de Brisson, el De satyrica Graecorum poesi et Romanorum satyra de Casaubon o la edición y comentario de la obra completa de Séneca por Justo Lipsio. Y de nuevo debemos reparar en que esta exigua nómina de obras constituye, sin duda, menos (quizá mucho menos) del uno por ciento de lo que sería el conjunto total de contribuciones —tuvieran el valor y alcance que tuvieran— que los humanistas de esa época realizaron a la tarea de lograr un conocimiento del mundo clásico mucho más vasto y profundo, convirtiéndolo en una ardua conquista colectiva de un valor absolutamente incalculable para la posteridad y, en definitiva, para la cultura de Occidente.

Podríamos, tal vez, sintetizar lo expuesto hasta ahora con unas palabras de Nicholas Mann donde, por la vía de un intento de definir el humanismo, cuyos orígenes retrotrae al período carolingio (siendo en ello mucho menos «osado» que nuestro González de Salas, quien llegó a remontarlo nada menos que a Aulo Gelio, según vimos), concluye tocando el nervio central de la cuestión que aquí nos interesa:

El humanismo es aquel desvelo por el legado de la Antigüedad —el literario en especial pero no exclusivamente— que caracteriza la tarea de los estudiosos por lo menos desde el siglo IX en adelante. Por encima de todo, supone el redescubrimiento y el estudio de las obras de los clásicos grecolatinos, la restitución e interpretación de sus textos y la asimilación de las ideas y valores que contienen. Puede abarcar desde el interés arqueológico por los restos del pasado hasta la más minuciosa atención filológica por el detalle de cualquier tipo de testimonio escrito, desde inscripciones hasta poemas épicos, pero llega a impregnar también, como veremos, casi todas las áreas de la cultura posmedieval, a saber: la teología, la filosofía, el pensamiento político, la jurisprudencia, la medicina, las matemáticas y las artes. Enraizado en lo que hoy se consideraría labor de alta investigación, el humanismo pronto halló expresión en la docencia, y así se convirtió en la encarnación y el vehículo de la Tradición Clásica, que es tanto como decir en la principal avenida por la que transcurre la continuidad de la historia cultural e intelectual de Europa (Mann 1998, p. 20).

Resulta muy difícil no estar de acuerdo con Mann en la afirmación que se ha resaltado al final del párrafo reproducido, e incluso sería posible añadir a los conceptos de «encarnación» y «vehículo» («embodiment» y «vehicle» en la versión inglesa original) otros como los de «sustento básico y permanente» y «garantía de existencia», puesto que el humanismo de la época renacentista, aunque no puede en modo alguno considerárselo el creador de la Tradición Clásica, cuyos inicios en el caso de Grecia podrían remontarse al menos hasta la época alejandrina y en el de Roma quizá a la de Aulo Gelio, como apuntó González de Salas, sí puede afirmarse que es el período de la cultura europea en que se confirió un mayor impulso, tanto extensivo como intensivo, aunque fuera con luces y sombras, al conocimiento del mundo grecorromano: no parece arriesgado afirmar que nunca hubo ni ha vuelto a haber en la historia de esa cultura un momento que haya reunido un número tan grande de intelectuales volcados de manera prácticamente exclusiva en ahondar en dicho conocimiento y en promoverlo, llegando en muchos casos a convertirse en verdadero proyecto vital, e incluso obsesión en alguno.

Como es sabido, desde el siglo IX, al que Mann se remonta en busca de los orígenes del humanismo (siendo ello lo más discutible del pasaje arriba reproducido), encontramos períodos entre dicho siglo y el XIV que han sido etiquetados, no sin polémica, como «renacentistas»: así, el renacimiento carolingio en la Francia del siglo IX, el otónida u otoniano en la Germania de la segunda mitad del X o el del XII de nuevo en Francia. Todos ellos se explican en gran medida y se caracterizan por una recuperación de autores y textos clásicos (primordialmente latinos, sobre todo, en las dos primeras épocas referidas) que son objeto de generalizada imitación en sus formas y temas e, indudablemente, realizaron aportes muy valiosos a la generación y transmisión de una Tradición Clásica que se consolidaría, sin retroceso ya, en la posteridad, tal como nos demostró el maestro Ernst Robert Curtius en su Literatura europea y Edad Media latina (1948). Sin embargo, si nos fijamos en la nómina de los que ese y otros estudios sobre tales períodos suelen presentar como sus protagonistas intelectuales (por ejemplo, Alcuino de York o Rabano Mauro para el primero, Abbo de Fleury o Gerberto de Aurillac para el segundo, Juan de Salisbury o Bernardo Silvestre para el tercero), es del todo innegable que resulta infinitamente menos nutrida que la de quienes lo fueron en los siglos XV–XVI, es decir, los centrales en el humanismo renacentista. Evidentemente, la principal clave de la diferencia es que en esa época hace su aparición un elemento capital que lo cambia prácticamente todo: la imprenta. El invento tradicionalmente atribuido al moguntino Johannes Gutenberg va a convertirse enseguida y desde sus mismos inicios en la causa y el efecto, a un tiempo, de una espectacular proliferación de literatura impresa consagrada al mundo grecolatino (también al judeo-cristiano, como no podía ser de otra manera), va a conseguir que los avances en ese ámbito protagonizados por el humanismo italiano desde los tiempos de Petrarca no se limitaran a conformar un estadio más —solo parcialmente superior— que sumar a los arriba citados en el proceso de renacimiento cultural y, sobre todo, va a estimular su extensión e internacionalización propiciando su salto de los territorios itálicos tanto hacia el Norte (Francia, Alemania, Países Bajos, Inglaterra) como hacia el oeste (España y Portugal) y una eclosión más esplendorosa incluso que la anterior en esas regiones durante el siglo XVI. La labor de un gran número de impresores, como Aldo Manuzio en Venecia, Froben en Basilea, Badius Ascensius en París o Gryphius en Lyon, es sin duda el vector capital por el que el humanismo de ese tiempo pondrá las bases y configurará la Tradición Clásica moderna, sin que ello suponga que no existiera previamente una rica y fértil Tradición Clásica: lo que sucedió, a nuestro criterio y empleando una metáfora lumínica, es que la explosión de esplendor «clásico» que se verificó en esa época causó durante mucho tiempo, al contemplar el fenómeno desde la perspectiva de tres siglos después, una ceguera académica que impidió ver los logros de épocas anteriores, las medievales, que quedaron así eclipsadas, impidiendo que se vieran con nitidez las muchas líneas de continuidad ininterrumpida (sin ir más lejos, en la propia conservación y transmisión de los textos clásicos «supervivientes») que se trazaron desde el siglo IX hasta el XVI y el XVII.

Otra consecuencia de ello ha sido, muy probablemente, el hecho de que los conceptos «humanismo» y «Tradición Clásica» hayan formado desde épocas más o menos recientes, y sigan haciéndolo hoy en buena medida, una especie de «pareja académica» que durante mucho tiempo ha resultado, si no indisoluble, sí al menos difícilmente separable: buena prueba de ello es la gran cantidad de encuentros científicos de carácter general celebrados por clasicistas (así, los de la sociedades creadas para la promoción de los estudios clásicos) donde se establece una sección de ponencias y comunicaciones —a veces un tanto (excesivamente) laxa y miscelánea— bajo el membrete de «Humanismo y Tradición Clásica», o viceversa, junto a otras más claramente definidas como pueden ser «Lingüística griega» o «Literatura latina clásica». Sin embargo, y en opinión de quien esto escribe, no son términos absolutamente identificables entre sí. Como ya se ha venido apuntando en las líneas que preceden, la garantía para la existencia de una «Tradición Clásica» no parece ser otra que el hecho de que, tras ella y subyaciendo a ella, exista una actitud intelectual y una tarea colectiva que puedan considerarse humanistas en algún grado: si dicho grado se eleva en cantidad y calidad, ello supondrá, como sucedió en el período renacentista, la posibilidad de generar una Tradición Clásica mucho más sólida, mucho mejor fundamentada y más capaz de expandirse por el «tejido social»; buena prueba de ello nos la proporcionaría una simple comparación de los conocimientos sobre el mundo clásico que poseía el pueblo llano en cualquier país europeo a finales del siglo XIII, por ejemplo, y a comienzos del XVII. Ahora bien, no todo producto de las «acciones del humanista», según decía Céspedes, tenía por qué terminar siendo vehículo y sustento de algún aspecto o faceta de la Tradición Clásica, aunque es indudable que una enorme cantidad de ellos sí lo hicieron y en muy variados niveles, desde los más intelectualmente «elevados» hasta los más «populares», donde seguramente sería lícito hablar ya más bien de una «recepción clásica»: así, por ejemplo, en ámbitos como el de la paremiología (y su estrecha relación con el mundo de los adagia e incluso los apophthegmata) o, en el caso de España, el del romancero (el nuevo, sobre todo), donde la presencia de personajes como las parejas Tarquino-Lucrecia o Paris-Helena era muy habitual.

En definitiva, tal vez sea posible afirmar que la Tradición Clásica es la consecuencia y el fruto más importante del humanismo, así como que este puede existir sin tener por qué generar aquella, pero no a la inversa: no puede haber Tradición Clásica sin una base de humanismo. Tal vez en este siglo iniciado hace una veintena de años pueda asistirse a la comprobación de tal aserto, según el cual el hundimiento de los studia humanitatis tendría que traer aparejado el de la propia Tradición Clásica. Creo que resulta difícil negar que dicho hundimiento se está produciendo (por no decir que fomentando) actualmente: dentro de otro siglo, si ello sigue siendo así y alguien tiene algún interés en leer estas líneas (y si es que aún existen), ya tendrá la respuesta y sabrá qué ha sucedido con la Tradición Clásica en los inicios de este tan avanzado, tecnológico y «anti-humanista» tercer milenio de nuestra era…

Bibliografía

Billanovich, Giuseppe. «Auctorista, humanista, orator: per l’origine della parola umanista», en Rivista di Cultura Classica e Medievale 7 (1965), pp. 143–163.

Campana, Augusto. «The Origin of the Word “Humanist”», en Journal of the Warburg and Courtauld Institutes 9 (1946), pp. 60–73.

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González de Salas, Jusepe Antonio. Nueva idea de la tragedia antigua, ed. de Luis Sánchez Laílla, 1-2 vols., Kassel, Edition Reichenberger, 2003.

Kristeller, Paul Oskar. «Humanism and Scholasticism in the Italian Renaissance», en Byzantion (1944–1945), pp. 346–374.

Mann, Nicholas. «Orígenes del humanismo», en Jill Kraye (ed.), Introducción al humanismo renacentista, trad. de Lluís Cabré, Madrid, Cambridge Univesity Press, 1998, pp. 19–39 [= primera edición original en inglés de 1996].

Rico, Francisco. El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Barcelona, Destino, 2002 [= 1993].

Pedro Conde Parrado

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