Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

imaginario

Del latín imago y sufijo -ario (a su vez, del latín -arius). (Fr. Imaginaire, Ing. Imaginary, It. Immaginario, Al. Imaginäre, Port. Imaginário).

Como refleja el Diccionario de la Lengua Española, el término «imaginario» es altamente polisémico. Algunas disciplinas como el psicoanálisis, la antropología o la sociología, además, han hecho sus propias aproximaciones al término, demostrando su complejidad según el contexto y la rama del saber en que se emplee. A lo largo de esta entrada se revisará, en primer lugar, la evolución del concepto de «imaginario» para entender cómo ha llegado a aplicarse al campo de la literatura; a continuación, se analizará su relación con los estudios clásicos, donde ha llegado a convertirse en una de las claves para explicar los procesos de recepción de la cultura grecolatina en el mundo moderno. Como ejemplo de imaginario se estudiará el caso de Roma y el concepto de lo romano como epítome del mundo clásico.

El concepto de «imaginario» se asocia en primer lugar con la imaginación, y así se recoge en la primera entrada de este lema en el DLE («que solo existe en la imaginación», ed. 23.ª). Es, por lo tanto, aquello que no tiene una correspondencia en el mundo real, tal y como lo empleó, por ejemplo, Jorge Luis Borges en su conocido Libro de los seres imaginarios (1957). La humanidad ha tenido una relación ambivalente con la imaginación: ya Platón vio en ella a un enemigo de la verdad y quiso mantenerla alejada de su república; y fue igualmente criticada por los racionalistas ilustrados del siglo XVIII, imbuidos del empirismo de Locke. El Romanticismo, sin embargo, reivindicó su importancia de la mano de Coleridge o Percy B. Shelley, cuya influencia se dejó sentir durante el siglo XIX e incluso en las vanguardias del XX. Pero el concepto de «imaginario» también puede aplicarse a un tipo de representación concreta de la realidad, esto es, a todo aquello relacionado con una «imagen» (del latín imago: copia, imitación, forma). En un sentido metafórico, el DLE habla de «imaginario» como la «imagen simbólica a partir de la que se desarrolla una representación mental». El «imaginario», ahora como sustantivo, se ha aplicado igualmente al ámbito del análisis literario, donde es definido como el conjunto de imágenes recreadas por un autor en su obra o incluso como el lenguaje figurativo empleado en la misma, especialmente las metáforas y los símiles.

Más allá de estas definiciones, a lo largo del siglo XX el concepto de «imaginario» se ha aplicado a diferentes disciplinas científicas que han prestado especial atención a determinados procesos mentales colectivos, los cuales, en mayor o menor grado, también están relacionados con la «imaginación». Para entender parte de estos procesos es necesario hacer referencia, en primer lugar, a la obra del filósofo Emile Durkheim (1858–1917), padre de la sociología moderna (especialmente relevantes para el desarrollo de sus teorías fueron sus estudios El suicidio, estudio de sociología de 1897, o Las formas elementales de la vida religiosa de 1912). Durkheim identificó la existencia de «hechos sociales», término que acuñó en su trabajo Las reglas del método sociológico (1895) y con el que define cualquier comportamiento, idea o creencia presente en un grupo social, al cual determina en su desarrollo. Los hechos sociales, señala Durkheim, son colectivos (pues existen más allá del individuo y con anterioridad a él) y coercitivos (pues los individuos de esa sociedad son educados según normas marcadas por estos hechos sociales). Igualmente relevante es el concepto de «conciencia colectiva», que Durkheim definió como «el conjunto de las creencias y de los sentimientos comunes al término medio de los miembros de una misma sociedad» (Durkheim 2012, p. 141). La conciencia colectiva tiene una fuerza unificadora gracias a la cual la sociedad se comporta como un ente único que existe más allá de los individuos que la componen, y que, además, tiene el poder de determinarlos. En estrecha relación con el concepto de «conciencia colectiva», aunque claramente diferenciado del mismo, está el de «inconsciente colectivo», acuñado unos años más tarde por Carl Gustave Jung (1875–1961). Con este término, Jung se refiere a un sustrato común a todos los seres humanos donde convergen los arquetipos, esto es, símbolos ancestrales y universales a través de los cuales se manifiesta un contenido de la psique que trasciende a la razón (sobre las conexiones entre la obra de Durkheim y la de Jung, vid. Greenwood 1990).

Teniendo como referencia los mencionados estudios de Durkheim y de Jung en la sociología y en el psicoanálisis, respectivamente, el filósofo y crítico literario Gaston Bachelard (1884–1962) profundizó en el carácter universal de la imaginación poética, un tema que analizó en sus estudios sobre psicoanálisis de los elementos (el fuego, el aire, el agua y la tierra). Sobre la imaginación, Bachelard afirma lo siguiente:

Queremos siempre que la imaginación sea la facultad de formar imágenes. Y es más bien la facultad de deformar las imágenes suministradas por la percepción y, sobre todo, la facultad de librarnos de las imágenes primeras, de cambiar las imágenes. Si no hay cambio de imágenes, unión inesperada de imágenes, no hay imaginación, no hay acción imaginante. Si una imagen presente no hace pensar en una imagen ausente, si una imagen ocasional no determina una explosión de imágenes, no hay imaginación. Hay percepción, recuerdo de una percepción, memoria familiar, hábito de los colores y las formas. El vocablo fundamental que corresponde a la imaginación no es «imagen», es «imaginario». El valor de una imagen se mide por la extensión de su aureola imaginaria. Gracias a lo imaginario, la imaginación es esencialmente abierta, evasiva. Es dentro del psiquismo humano la experiencia misma de la apertura, la experiencia misma de su novedad (Bachelard 1980, p. 9).

Esto es, tal y como apunta Bachelard en esta cita, lo imaginario implica cambio, deformación, asociación y novedad, elementos que serán clave en el posterior desarrollo del concepto.

El filósofo Jean-Paul Sartre (1905–1980) se acerca también al concepto del imaginario en su estudio Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la imaginación (1940), donde se advierte cierta influencia de Bachelard. En él Sartre parte de la definición de la imagen como conciencia («[la imagen] es una manera determinada que tiene el objeto de aparecer a la conciencia o, si se prefiere, una determinada manera que tiene la conciencia de darse un objeto» [Sartre 1997, p. 17]), lo que implica que carece de la inmanencia del objeto, esto es, de cualquier atributo cuantitativo o material que caracteriza a su referente real. Establece entonces tres tipos de conciencia a través de las cuales un objeto nos es presentado: la percepción, la imaginación y la concepción. La percepción es «el acto por el cual la conciencia se pone en presencia de un objeto temporal-espacial» (Sartre 1997, p. 159). En la conciencia imaginativa, sin embargo, «el objeto de la imagen nunca es más que la conciencia del mismo» (Sabugo 2015, p. 31) y está, por tanto, alejado de cualquier relación con el mundo. La conciencia del concepto, finalmente, apunta a su definición completa, donde convergen todos los atributos del objeto. Los tres objetos (el percibido, el imaginado y el conceptual) se excluyen mutuamente: esto es, con la imaginación se desactiva la percepción, y a la inversa (Sabugo 2015, p. 31), pues son maneras diferentes de aprehender la realidad (estas teorías de Sartre sobre el imaginario tuvieron una gran influencia en el psicoanálisis de Lacan, quien distingue entre tres órdenes del mundo intersubjetivo: lo real, lo imaginario y lo simbólico; no obstante, no me detendré en este concepto de lo imaginario, pues se aleja del ámbito de la Tradición Clásica).

En su ensayo sobre lo imaginario Sartre afirma, finalmente, que, al contrario de la conciencia perceptiva, la conciencia imaginativa se caracteriza por una «pobreza esencial», pues no guarda relación con el entorno y, por tanto, no produce aprendizaje. Esta conclusión, sin embargo, fue duramente criticada por Gilbert Durand (1921–2012), que aplicó el concepto de imaginario a sus estudios sobre mitocrítica y mitoanálisis. En la estela de los trabajos de Bachelard y de Jung, Durand reivindicó el valor de la imaginación y su carácter dinámico, abordando el estudio del imaginario desde la antropología (Les Structures anthropologiques de l’imaginaire, 1960; L’Imaginaire. Essai sur les sciences et la philosophie de l’image, 1994). Siendo uno de los miembros más jóvenes del Círculo de Eranos, Durand fundó en 1966 el Centre de recherche sur l’imaginaire en la Universidad de Grenoble, que se ha convertido en una institución de referencia para el estudio de este concepto y sus manifestaciones. Tal y como expone Wunenburger, para Durand lo imaginario es:

[…] el conjunto de imágenes mentales y visuales, organizadas entre ellas por la narración mítica (el sermo mythicus), por la cual un individuo, una sociedad, de hecho la humanidad entera, organiza y expresa simbólicamente sus valores existenciales y su interpretación del mundo frente a los desafíos impuestos por el tiempo y la muerte (Wunenburger, en Durand 2000, pp. 9–10).

En esta definición es también esencial el concepto de «símbolo», que Durand entiende «como un signo que remite a algo inaccesible e invisible» (Herrero Gil 2008, p. 248). Coincide así en parte con el historiador de las religiones y mitólogo Mircea Eliade (1907–1986), quien igualmente concibió el símbolo como un medio a través del cual el hombre accede al conocimiento y a lo transcendente (Herrero Gil 2008, pp. 250–251).

Finalmente, en el ámbito de la sociología moderna las teorías de lo imaginario tienen sus principales exponentes en Edgar Morin (1921–) y Cornelius Castoriadis (1922–1997), quienes lo estudian desde la mecánica de la Modernidad. Fue Edgar Morin el que acuñó el concepto de «imaginario colectivo» en 1956, en su ensayo El cine o el hombre imaginario, donde trata de explicar un fenómeno propio de la cultura de masas: esto es, el conjunto de mitos y símbolos que funcionan de manera activa en una comunidad, que reflejan sus valores y expectativas, y que son ampliamente difundidos y reforzados a través de los medios de comunicación. La sociedad contemporánea es esencialmente audiovisual y, en este sentido, el cine es, como señala Román Gubern (1993, p. 10), el «espejo de un imaginario colectivo configurado de los deseos, frustraciones, creencias, aversiones y obsesiones, de los sujetos que componen su población». Se refuerzan también así muchos de los elementos de este imaginario, que, al reproducirse a través de la proyección, vuelven al espectador, legitimando y asentando las ideas que en él subyacen.

Cornelius Castoriadis, por su parte, emplea el término de «imaginario social» (La institución imaginaria de la sociedad, 1975) para referirse a las elaboraciones de carácter social que se materializan en determinadas instituciones, leyes o creencias. El imaginario, afirma Castoriadis (2013, p. 12), «no es imagen de. Es creación incesante y esencialmente indeterminada de figuras / formas / imágenes». Es, por tanto, una autoconstrucción constante que se difunde a través de las redes de los medios de comunicación y que acaba constituyendo el sustrato de cualquier sociedad (Riffo Pavón 2016, pp. 74–75). Estas significaciones imaginarias, además, cumplen una función muy concreta: la de mantener unida a la sociedad que las genera. Y para ello surgen los mitos, que Castoriadis define como «un modo por el que la sociedad caracteriza con significaciones el mundo y su propia vida en el mundo, un mundo y una vida que estarían de otra manera evidentemente privados de sentido» (Castoriadis 1994, p. 71). Todos los imaginarios, por tanto, contienen estructuras míticas reconocibles, gracias a las cuales se mantienen activos en la comunidad a la que pertenecen.

Podemos concluir, en definitiva, con la siguiente definición de «imaginario social» formulada por Riffo Pavón, según la cual:

Los imaginarios sociales son estructuras compartidas socialmente, las cuales se encuentran, sin excepción, en cada uno de los seres humanos. Estas estructuras imaginarias están construidas logomíticamente a través de mitos, relatos, arquetipos, símbolos, estudios, etc. Y viven dentro de nuestro universo simbólico. De este modo los imaginarios sociales se convierten en los pasajes invisibles por donde transita el anthropos o, más precisamente, en una enorme cartografía que contiene las coordenadas que nos permite desarrollarnos de una manera coherente y plausible en el mundo que habitamos (Riffo Pavón 2016, p. 67).

A la luz de esta definición no cabe duda del poder y el control que ejercen los imaginarios: así lo advirtió ya Bronislaw Baczko, quien afirmó que «el control del imaginario social, de su reproducción, de su difusión y de su manejo asegura, en distintos niveles, un impacto sobre las conductas y actividades individuales y colectivas, permite canalizar las energías, influir en las elecciones colectivas en situaciones cuyas salidas son tan inciertas como impredecibles» (Baczko 1991, p. 30).

El imaginario es un fenómeno social común a todas las épocas y culturas, y su aplicación en la Tradición Clásica ha sido notable. Los propios romanos tenían también sus imaginarios, tal y como demuestra el profesor Joël Thomas en su estudio L’Imaginaire de l’homme romain. Dualité et complexité (2006). Thomas, profesor de la Universidad de Perpignan y director en los años 90 del grupo EPRIL (Equipe pour la recherche sur l’imaginaire de la latinité), observa cómo en este imaginario converge a la vez lo mítico y lo racional. Es este un aspecto donde probablemente reside parte del atractivo que ha tenido el imaginario romano para las sociedades posteriores, tema que también ha analizado en su reciente ensayo Les mythes gréco-romains ou la force de l’imaginaire (2017). Thomas señala la importancia de establecer un diálogo con el pasado (Herrero Gil 2008, p. 252), lo que nos proporcionará una de las claves para entender nuestro mundo: los mitos (como el de Cupido) y algunos personajes legendarios (como Eneas) no son sino un modo de interrogarnos acerca de cuestiones universales como el amor o el sentido de la heroicidad.

En realidad, hablar sobre recepción de los clásicos grecolatinos no es sino hablar de la creación de imaginarios: mundos que, si bien parten de los datos objetivos que nos proporcionan la historia y la literatura, han sido construidos sobre los deseos, las angustias y las expectativas de cada periodo y de cada núcleo social, un proceso a través del cual han ido adquiriendo nuevos y diferentes significados simbólicos. A continuación, se analizarán brevemente tres procesos a través de los cuales se ha creado el imaginario de Roma a lo largo de la historia: por asociación, por resignificación y por relación con otros imaginarios.

Los imaginarios se construyen, en primer lugar, por procesos de metonimia, esto es, por relaciones de contigüidad. En su blog «Reinventar la Antigüedad» (https://clasicos.hypotheses.org/4824, entrada del 21 de diciembre del 2018) García Jurado pone como ejemplo la vidriera que preside el hall de la facultad de filología en la Universidad Complutense de Madrid, donde la civilización romana queda evocada por tres iconos: un águila imperial, un togado y un arco de medio punto. Surge aquí un proceso de generalización y, en consecuencia, de simplificación, que en muchos casos parece ser inherente a la construcción de un imaginario y su desvinculación del referente real. Los tres elementos, además, funcionan como conjunto: en la actualidad el águila por sí sola no sería suficiente para hacer la asociación, y una toga podría ser tan solo un símbolo más del mundo académico. Una situación similar es la que apunta Roland Barthes en su libro Mythologies (1957) y, en concreto, dentro de la sección titulada «Los romanos en el cine». Barthes analiza aquí un aspecto concreto de la película Julio César (1953), de Joseph L. Mankiewicz, y es el hecho de que todos los romanos aparecen caracterizados con un flequillo. Este flequillo es, en palabras de Barthes, «una muestra de romanidad» y constituye en sí mismo un signo homogeneizador (todos los romanos lo llevan) que ayuda a contextualizar la historia.

El imaginario, ya hemos dicho, no es el mismo en todas las épocas: está sometido a un cambio que depende de cada sociedad y que conlleva una permanente resignificación. En su estudio Le latin, ou l’empire d’un signe (XVIe–XXe siècle) (1998), Françoise Waquet ya analizó el poder simbólico de la lengua latina, que durante los siglos XVI y XVII, y en un contexto europeo, pasó a ser una señal de erudición y de estatus social, connotaciones que empezaron a desaparecer a finales del siglo XVIII. Los nazis fueron también muy conscientes del poder de los imaginarios y, no en vano, se apropiaron de todo el simbolismo del imperio romano, que aparece en emblemas como el águila o la esvástica (de origen indoeuropeo), el diseño arquitectónico de los edificios, o incluso el característico saludo militar, con el brazo y la mano extendidos. El deseo de emular así las formas y las costumbres de la antigua Roma refleja en realidad las ansias imperialistas de Hitler, que desea presentarse como soberano de todo el mundo conocido. Los clásicos grecolatinos, por tanto, se ponen aquí al servicio de un discurso hegemónico nacionalsocialista, en el que se despliega todo un complejo aparato iconográfico e ideológico. Nótese además que, como en casi todos los casos de recepción, el fenómeno es bidireccional: no solo los nazis adquieren los valores representados por el imperialismo romano, sino que desde entonces la idea de Roma también acaba impregnada por ciertas connotaciones fascistas, y con esta nueva asociación vuelve a incorporarse al imaginario colectivo.

Los imaginarios, finalmente, se construyen en relación con otros imaginarios, con los que se vinculan por similitud, oposición o tensión. Un ejemplo claro de ello es el imaginario de Roma que se crea durante el Romanticismo inglés en oposición al de Grecia. En el siglo XIX Roma tenía unas connotaciones imperialistas y religiosas que no le reportaban muy buena fama: recuérdese que Britania había sido provincia romana desde el siglo I a. C. hasta el siglo V d. C., un largo periodo en el que sus habitantes nunca se sintieron muy romanos; por otra parte, al margen del mundo clásico, Roma era también la sede del catolicismo, al que Inglaterra se oponía desde que Enrique VIII rompiera sus lazos con la Iglesia católica y fundara la Iglesia anglicana. Frente a esta representación, Grecia aparecía como una nación con identidad propia, una imagen que se vio fomentada por la propia situación política del país, que vivió su guerra de independencia contra el Imperio Otomano del 1821 al 1831. Grecia, por tanto, congenió con los postulados nacionalistas del Romanticismo, despertando así un interés por lo helénico que llegó al territorio del arte, donde surgió lo que actualmente se conoce como un «Greek Revival».

Los imaginarios son, en definitiva, múltiples y diversos, y su estudio en el campo de la Tradición Clásica nos permite tomar el pulso a la recepción del mundo grecolatino en cada época, en cada país y, sobre todo, en un nivel social que trasciende el ámbito académico, pero que llega a ser mucho más determinante que este. Como señala García Jurado en el mencionado blog, «los imaginarios sobre la Antigüedad son más productivos cuanto menos se sabe acerca de aquello que imaginamos», lo que justifica que en esta «visión generalista sobre el mundo antiguo» encontremos con frecuencia anacronías e imprecisiones que contribuyen de manera significativa a estas elaboraciones modernas. Finalmente, los imaginarios se crean también a través de mitos y convenciones literarias, que son, además, sus principales medios de difusión. Es, precisamente, la plasticidad del mito la que permite su adaptación a cada periodo y a cada contingencia histórica y social, como han observado numerosos académicos, desde Pierre Brunel hasta Lorna Hardwick; las convenciones literarias, por otra parte, perviven a modo de hipotexto que, de manera indirecta y mediatizada, es común a toda una generación de escritores, como ya señaló Claudio Guillén (1979). Mitos y convenciones, al igual que los imaginarios, son construcciones compartidas por la sociedad que las ha creado.

De un modo u otro, los imaginarios ponen de relieve la capacidad de la imaginación creativa para construir conocimiento y generar lo que acaba siendo una realidad social. Las teorías de Durkheim sobre la existencia de «hechos sociales» y de una «conciencia colectiva» ponen en evidencia un funcionamiento de la sociedad como un ente único que trasciende las voluntades individuales que la componen. Con su noción de «inconsciente colectivo», Jung trata de adentrarse en los mecanismos de esta mente universal, que se manifiesta a través de arquetipos (presentes, por ejemplo, en los mitos clásicos). Bachelard llama la atención acerca de cómo lo imaginario se distancia de la percepción a través de diferentes procesos de cambio, deformación, asociación y novedad, una idea que también subyace en los estudios de Sartre sobre las diferencias entre el concepto imaginado y el concepto percibido; conceptos que, por otra parte, se excluyen mutuamente: la Roma imaginada, por tanto, desactiva a la Roma histórica, o al menos la transforma de manera significativa como para separase de ella en términos cognitivos. Durand ensalza la función de la imaginación en este proceso de construcción del mundo y subraya la importancia que tiene la narración mítica en un nivel estructural. El mito, de naturaleza preexistente, ya no solo se hereda, sino que también se crea: el discurso del hombre es esencialmente mítico. Finalmente, Morin y Castoriadis observan cómo se materializan los imaginarios en un mundo moderno donde los medios de comunicación son los que dominan y deciden sobre las masas. Se redescubre entonces la importancia del símbolo: los fasces, el saludo romano, la toga, o incluso el civis romanus sum que han hecho suyo personalidades como John F. Kennedy cuando defendió la liberación de la Alemania occidental durante la guerra fría, son tan solo algunos de los motivos a través de los cuales se reinterpreta la antigua Roma y todo lo que a ella se asocia. Y con ello también se resignifica: basta pensar en el uso del latín como reclamo publicitario para algunos productos: los relojes «Festina», la colonia «Invictus», los helados «Magnum», entre otros. Poder, imperialismo, democracia, elegancia o elitismo social son algunos de los valores sociales y culturales que se transmiten a través del imaginario que gira en torno a Roma. Unos valores que, por otra parte, están en constante cambio, pues, como señala Mary Beard (2015), «the Rome with which we engage is a moving target».

Los imaginarios siguen despertando un gran interés en el mundo académico, consciente ahora de la importancia de la imaginación y de la subjetividad en la configuración del mundo moderno. Ejemplo de ello es la Red Iberoamericana de Investigación en Imaginarios y Representaciones (RIIR), asociación constituida en el año 2015 por investigadores de ambos lados del Atlántico y que desde entonces se dedica a este campo de estudio. A veces, no obstante, es tarea de los académicos el desafiar y desenmascarar a los imaginarios: así ocurrió con el controvertido ensayo de Martin Bernal Black Athena (1987), donde el autor reivindica la influencia de civilizaciones afroasiáticas, como la egipcia y la fenicia, en la civilización griega, a la que, por motivos esencialmente racistas, desde el siglo XIX se le adjudica un origen casi exclusivamente indoeuropeo (es lo que se conoce como el modelo ario). Y es que, pese a su poder, debemos tener presente que el imaginario no refleja de manera objetiva un hecho histórico: es un constructo de nuestra conciencia colectiva, que se ha desvinculado de su referente y que se ha visto imbuido de nuevas características y cualidades. La Roma imaginada, sin embargo, nuestra Roma, existe en la realidad psíquica de la humanidad, y como tal merece ser observada.

Bibliografía

Bachelard, Gaston. El aire y los sueños: ensayo sobre la imaginación del movimiento, México, Fondo de cultura económica, 1980.

Baczko, Bronislaw. Los imaginarios sociales. Memorias y esperanzas colectivas, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión SAIC, 1991.

Barthes, Roland. Mythologies, París, Éditions Du Seuil, 1957.

Beard, Mary. «Why Ancient Rome Matters to the Modern World», en The Guardian (1 de oct. de 2015), url: https://www.theguardian.com/books/2015/oct/02/mary-beard-why-ancient-rome-matters (visitado 01-09-2019).

Bernal, Martin. Black Athena: Afroasiatic Roots of Classical Civilization. Vol. I: The Fabrication of Ancient Greece, New Brunswick, Rutgers University Press, 1785–1985.

Borges, Jorge Luis. El libro de los seres imaginarios. Con la colaboración de Margarita Guerrero, Madrid, Bruguera Alfaguara, 1979.

Castoriadis, Cornelius. Los dominios del hombre. Las encrucijadas del laberinto, Barcelona, Gedisa, 1994.

La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona, Tusquets Editores, 2013 [= 1975].

Diccionario de la Lengua Española (DLE), Real Academia de la Lengua Española, url: https://www.rae.es/ (visitado 01-09-2019).

Durand, Gilbert. Lo Imaginario, Barcelona, Ediciones Del Bronce, 2000.

Durkheim, Émile. La división del trabajo social, Biblioteca Nueva, 2012.

García Jurado, Francisco. «Imaginario y Tradición Clásica», en Reinventar la Antigüedad |emph(blog académico) (21 de dic. de 2018), url: https://clasicos.hypotheses.org/4824 (visitado 01-09-2019).

Greenwood, Susan F. «Emile Durkheim and C. G. Jung: Structuring a Transpersonal Sociology of Religion», en Journal for the Scientific Study of Religion 29/4 (1990), pp. 482–495.

Gubern, Román. Espejo de fantasmas: de John Travolta a Indiana Jones, Madrid, Espasa-Calpe, 1993.

Guillén, Claudio. Entre lo uno y lo diverso: Introducción a la literatura comparada (ayer y hoy), Barcelona, Tusquets, 2005 [= 1979].

Herrero Gil, Marta. «Introducción a las teorías del imaginario. Entre la ciencia y la mística», en Ilu, Revista de Ciencias de las Religiones 13 (2008), pp. 241–258.

Riffo Pavón, Ignacio. «Una reflexión para la comprensión de los imaginarios sociales», en Comuni@cción 7/1 (2016), pp. 63–76.

Sabugo, Mario. «Lo real nunca es bello. Imagen e imaginario en Jean-Paul Sartre», en Anales del IAA 45/1 (2016), pp. 29–38.

Sartre, Jean Paul. Lo imaginario. Psicología fenomenológica de la imaginación, Buenos Aires, Losada, 1997 [= 1940].

Thomas, Joël. L’imaginaire de l’homme romain: dualité et complexité, Bruxelles, Latomus, 2006.

Les mythes gréco-romains ou la force de l’imaginaire: les récits de la construction de soi et du monde, Louvain-La-Neuve, Editions Academia–Éditions L’Harmattan, 2017.

Waquet, Françoise. Le latin, ou, l’empire d’un signe: XVIe–XXe siècle, Paris, Albin Michel, 1998.

Wunenburger, Jean-Jacques. «Prefacio», en Gilbert Durand, Lo Imaginario, Barcelona, Ediciones del Bronce, 2000.

Ana González-Rivas Fernández

© 2025

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional.