Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

influencia

Del latín medieval influentia «influjo, especialmente el de los astros», der. de in-fluere «fluir, desembocar en»; ya en Cicerón aparece un uso figurado como influere in animos «insinuarse, penetrar en los espíritus» (It. Influenza, Ing. Influence, Al. Einfluss, Fr. Influence).

«Influencia: Acción y efecto de influir. / Influir: Hacer notar su presencia una cosa en la manera de ser o de obrar en otra, o producir cambios en ella» (Diccionario de uso del español de María Moliner).

El concepto de «influencia», tan usual como escurridizo, es sin duda uno de los asuntos centrales para quien estudia lo que hemos dado en llamar la Tradición Clásica. Partimos de la base de que es importante en todas las ciencias —si es que el estudio de la literatura también puede serlo— la reflexión epistemológica, especialmente con conceptos clave que, de tanto usarse, pasan desapercibidos y con ellos todos los valores o creencias de los que son portadores; se trata, en definitiva, de «proporcionar a cada investigador los medios para comprender sus posturas teóricas más fundamentales, como la adhesión, la mayoría de las veces tácita, a las tesis antropológicas raramente enunciadas que fundan sus grandes elecciones teóricas y metodológicas […] o sus simpatías y sus antipatías epistemológicas por autores, modos de pensamiento y formas de expresión» (Bourdieu 1999, p. 112). Pues tan pernicioso como el exceso de teoría puede ser su defecto, que nos condena no a no tener ninguna, como podría pensarse, sino a asumir sin saberlo la opinión común, lo impensado.

Pues bien, como se ha dicho, entre los conceptos fundamentales para los que se dedican a la literatura comparada o a la Tradición Clásica (que en cierto modo son lo mismo), el de «influencia» es uno de los más veteranos, pues en su acepción literaria remonta al siglo XVIII. No es este el lugar para extenderse sobre los orígenes de la Tradición Clásica como disciplina —ampliamente tratados en la reciente monografía de García Jurado (2016, pp. 111–194)—, orígenes que se encuadran en el marco general del estudio histórico de la literatura; y es que, lo mismo que los filólogos clásicos del XIX se afanaban, a veces de forma maniaca, por el estudio de las fuentes de los autores griegos y romanos, la cosa acabó extendiéndose naturalmente a las literaturas modernas, que iban accediendo al estatuto de objetos de estudio y reflexión escolástica. No creo que haga falta insistir en la mentalidad genética de la investigación del siglo XIX, sin duda favorecida por los avances extraordinarios experimentados por los estudios de lingüística comparada (en especial los relacionados con el indoeuropeo), pero también de los dedicados a la mitología y la religión, sin olvidar, claro está, la historia natural y física. Se diría también que, como suele pasar, los estudios de Tradición Clásica surgen cuando, lo que antes era tan evidente que incluso pasaba desapercibido, era casi preconsciente (la imitación de los clásicos, según la visión normativa de las poéticas), empieza a ser objeto de reflexión, de estudio e incluso de defensa al entrar en crisis.

De aquí arrancaría la búsqueda de fuentes (bautizada por la filología alemana como «Quellenforschung») como opción de la investigación en Tradición Clásica; creo que, sin exageración, sobre la búsqueda de fuentes se podría decir que su mayor problema es la desproporción entre la inmensidad de la labor de erudición que exige y lo exiguo de los resultados que se suelen obtener, como el investigador que recorre las obras completas de Alejo Carpentier en busca de alusiones o temas clásicos para concluir que había leído tales autores en tales traducciones, etc. Esto, lo que podríamos llamar la búsqueda industrial de «influencias no significativas», ha hecho que la literatura secundaria de Tradición Clásica sea uno de los subgéneros más socorridos y a menudo más tediosos de la producción académica sobre temas literarios.

El momento cumbre de los «estudios de influencias» deben de ser los primeros decenios del siglo XX, especialmente lo que Claudio Guillén (1985, pp. 65–81) llama la «hora francesa» de la literatura comparada, centrada en el examen de las influencias literarias internacionales y que dio lugar a importantes estudios sobre Goethe en Francia, Petrarca en España, etc. (prestando también atención a los intermediarios: traductores, editores, revistas, etc.). Guillén critica con razón el positivismo de esta «escuela», incluso alude a la imagen etimológica de fluencia, como si la influencia fuera un puro proceso físico-químico… Este parece ser un defecto general de la mentalidad decimonónica, su biologismo ingenuo, olvidando que los textos no se desplazan de un lugar a otro por sí mismos, como las aves migratorias, sin intervenciones sociales, institucionales, etc.

La idea, o ideología si se quiere, que subyace a esta noción de influencia, es que la obra de arte, la obra literaria en este caso, es un ente vivo que despide una especie de efluvio misterioso que en el acto de la lectura alcanzaría irremisiblemente, además de a los lectores de a pie, a otros productores (escritores) y haría que sus obras se pareciesen poco o mucho a la obra en cuestión; sería algo parecido a un hechizo, o a un germen que se transmite por vía aérea. Recuérdese que en italiano «influenza» equivale a gripe, trancazo, infección viral de las vías aéreas superiores; y es que antiguamente se pensaría que era algún tipo de efluvio maligno lo que causaba esa enfermedad. Por otra parte, sin salir del ámbito de la magia, «influenza» se decía también de la astrológica. En efecto, el término influentia, acuñado como tal en el latín medieval, se usó ante todo con el significado de «emanación o fuerza proveniente de las estrellas que rige a la humanidad»; la expresión «ser influido» significó al principio recibir un fluido que caía de las estrellas y que afectaba al carácter y al destino.

Por eso mismo, el lenguaje de la influencia ha sido y es especialmente apropiado dentro del contexto de las interpretaciones esencialistas —las más frecuentes todavía hoy— de la literatura. Este tipo de interpretaciones son especialmente abundantes en la filología clásica (al fin y al cabo, su materia prima la consituyen precisamente eso, los «clásicos»); podríamos citar a título de ejemplo lo que decía hace ya bastantes años el profesor Lasso de la Vega:

[…] para todo corazón bien puesto y para quien tenga buen oído lógico, no tiene duda que la vigencia de lo clásico se origina desde luego y sin más de una eficacia o capital energético cuyo secreto reposa en la esencia misma de las obras clásicas. […] Sucede que el ser mismo de lo clásico se prolonga y despliega en la historia en una siempre renovada realización del ser en que, por primera vez, se realizó lo clásico, y justamente pervive en aquello que era ya en él clásico: esto pertenece al empíreo de lo constante; si lo otro, al repertorio de lo caduco (Lasso de la Vega 1971, p. 44).

Toda esta fraseología remite en última instancia a Heidegger (y su teoría del «des-velamiento») y más aún a su discípulo más aventajado, Hans-Georg Gadamer, que tanto ha influido en la llamada corriente hermenéutica (véase, por ejemplo, Gadamer 1991). Y podríamos evocar aquí a muchos otros críticos de renombre internacional, como George Steiner, que parece interesado hace ya bastantes años en elaborar una especie de teología de la literatura y del arte, y que nos dice que «un clásico de la literatura, de la música, de las artes, de la filosofía, es para mí una forma significante que nos »lee«. Es ella quien nos lee, más de lo que nosotros la leemos» (Steiner 1999, p. 32).

Si adoptamos la mirada propia del sociólogo o del etnólogo, se diría que estamos aquí ante una creencia de tipo mágico (magia en cuanto «ilusión bien fundada», como señaló en su día Durkheim). Puesto que se verifica fenomenológicamente el valor y la importancia histórica de esas obras que llamamos clásicas, se deduce que ello se debe ante todo a alguna misteriosa propiedad ínsita en ellas. Se diría, por tanto, un intento de naturalizar una cosa social, un producto (un valor) socialmente determinado e históricamente fechado, al menos si hacemos caso a Bourdieu (1995, p. 259) cuando dice que «la obra de arte, como los bienes o los servicios religiosos, amuletos o sacramentos varios, solo recibe valor de una creencia colectiva en tanto que desconocimiento colectivo, colectivamente producido y reproducido». También se lo podría ver bajo la óptica del fetichismo —recuérdese que el fetiche es un objeto al que se atribuye un poder superior trascendente derivado del espíritu que lo posee—, quizá no tan agudo como el de las religiones que veneran un libro; pero fetichismo al cabo, en tanto en cuanto se proyecta sobre el clásico y se olvida esa proyección, e incluso el hecho mismo de intentar explicarla suscita resistencias violentas.

Los clásicos son, por definición, grandes acumuladores de ese tipo particular de energía que Bourdieu (1997, p. 172) ha llamado «capital simbólico»: «El capital simbólico es una propiedad cualquiera […] que, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla, se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica: una propiedad que […] ejerce una especie de acción a distancia, sin contacto físico». Es decir, que la idea de influencia no está ni muchos menos descaminada, en la medida en que encubre la realidad de la magia social que se opera en los campos simbólicos. Por lo demás, los paralelismos entre los clásicos literarios y el campo religioso son muy numerosos (existencia de un canon, economía invertida o negada, importancia del capital simbólico, etc.); y por eso, del mismo modo que, por ejemplo, el exegeta del Nuevo Testamento ha de dejar sus creencias cristianas a un lado si quiere hacer ciencia y no apologética, también el filólogo debe dejar en suspenso algo que todo le predispone a aceptar, es decir, el valor carismático de los clásicos con los que trabaja.

A quien conozca los caminos por los que ha discurrido la ciencia literaria en los siglos XX y XXI, no podrá extrañarle que haya habido muchos intentos de superar o incluso de aniquilar el concepto de influencia, cargado, como hemos visto, de connotaciones histórico-genéticas, positivistas y decimonónicas. En este sentido, es bien conocida —y hay que mencionarla aquí por su relación directa con el tema de las influencias— la corriente teórica centrada en la noción de intertextualidad (término creado por J. Kristeva en los años 60 y que se ha usado muchas veces en una versión bastante edulcorada, al menos con relación a su intención original, que era ponerlo en relación con la «muerte del autor» de Roland Barthes, y que en más de un lugar se utilizaba explícitamente para desprenderse del molesto concepto de influencia). En todo caso, la versión más difundida quizá haya sido la de Gérard Genette (1989), que trató de formalizar distintas variedades textuales valiéndose para ello de una jerga un poco abstrusa (conceptos como los de «hipotexto», «metatexto», «architexto», «paratexto», etc.). Se trata de ver, dentro de una óptica internalista, la red de relaciones y funciones entre los textos; en definitiva, de encontrar en el sistema mismo de los textos el principio de su dinámica. Sus posibilidades de aplicación a la Tradición Clásica son más que obvias (véase la síntesis de García Jurado 2016, pp. 211–222), pero una de sus limitaciones más manifiestas es, me parece, la negativa a considerar el proceso de génesis social de los valores literarios, es decir, de su producción y reproducción, empezando por la propia canonicidad, que no es una cualidad de la obra en sí, sino uno de los resultados de su transmisión institucional (Guillory, 1994).

Entre los estudiosos españoles que han tratado de ir más allá de los conceptos tradicionales hay que mencionar una vez más a Claudio Guillén, quien, en la mejor línea del estructuralismo literario, ha insistido en la dicotomía «convención» (y «tradición») frente a «influencia». Dice por ejemplo este crítico que «es insuficiente afirmar que Virgilio influyó en Dante con independencia de otros factores, cuando tantos otros elementos sustentaron esa relación y lo fundamental fue el funcionamiento de un “campo” total —la autoridad y la continuidad de una tradición— […] las convenciones y tradiciones […] nos muestran las configuraciones que la literatura presenta desde un punto de vista primordialmente sincrónico. Las influencias no “organizan el caos” de los hechos literarios particulares de una manera tan útil» (Guillén, 1979, p. 91).

Y con ello estamos ya cerca del otro gran foco de renovación de los estudios de Tradición Clásica, es decir, de la idea de recepción, que pone el acento precisamente en el otro polo, en los destinatarios o receptores de las obras, considerados individual o colectivamente, y en sus estrategias activas de incorporación de las obras del pasado. Iniciada en los 60 por Hans-Robert Jauss, esta corriente o método ha conocido con el tiempo un desarrollo tan rico y variado que, hoy en día, al menos en el ámbito anglosajón, se puede decir que los «Reception Studies» aplicados a la literatura grecolatina han suplantado en buena medida a los tradicionales estudios de Tradición Clásica (véase Hardwick y Stray 2011; García Jurado 2016, pp. 203–210).

Aunque se le pueda encuadrar en buena medida dentro de esta tendencia, merecería una mención aparte Harold Bloom y su ensayo La angustia de las influencias. Como es sabido, para Bloom «la historia de la poesía […] no se puede distinguir de la influencia poética, puesto que los poetas fuertes crean esa historia gracias a malas interpretaciones mutuas, con el objeto de despejar un espacio imaginativo para sí mismos» (Bloom 1991, p. 13). Según este autor, «la historia de las influencias poéticas fructíferas, lo cual quiere decir la principal tradición de la poesía occidental desde el Renacimiento, es una historia de angustias y caricaturas autoprotectoras, de deformaciones, de un perverso y voluntarioso revisionismo, cosas sin las cuales la poesía moderna como tal no podría existir» (Bloom 1991, p. 41). Para Bloom, además, esa angustia se convierte en asunto central para la conciencia poética a partir de finales del XVIII. Esta singular forma de crítica, concebida como un gran drama de familia, con sus toques freudianos y nietzscheanos, en el que sus grandes figuras se pelean y se relacionan en un tiempo y espacio suspendidos, difícilmente puede tener continuidad más allá de su propio creador; pero es indudable que supone una valiosa aportación al problema de las influencias.

En un sentido muy amplio, también podríamos englobar dentro de la «estética de la recepción» las consideraciones propiamente sociológicas del problema. En este ámbito destacan con mucho las herramientas conceptuales desarrolladas por la sociología de Pierre Bourdieu, es decir, las nociones de campo y de habitus, que, yendo más allá de los textos considerados como entidades autónomas —y también del lector ideal, tal y como lo imaginan Wolfgang Iser y otros representantes de la teoría hermenéutica de la lectura—, pueden ayudar a explicar las «influencias» literarias desde una perspectiva más amplia. El campo, el literario en este caso, es una red de relaciones objetivas entre distintas posiciones, un espacio en el que se desarrolla una lucha simbólica sin cuartel cuyo envite es precisamente la definición, siempre cambiante, de los valores literarios legítimos. Para Bourdieu, del mismo modo que la historia del libro (como objeto material) ha ido poco a poco derivando hacia la historia de la lectura, es decir, hacia la historia de la génesis social de los modos de lectura (Chartier, 1993), habría que hacer algo equiparable con la historia de las influencias, una auténtica historia social (pero no en el sentido marxista tradicional).

El problema, en el que Bourdieu ha insistido hasta la saciedad, es que «los campos de la literatura, el arte y la filosofía oponen obstáculos enormes, objetivos y subjetivos, a la objetivación científica», y más que de una mera inversión metodológica, se necesita una auténtica «conversión», «una especie de epoché de la creencia comúnmente otorgada a las cosas de la cultura y a las maneras legítimas de abordarla», sin caer en lo contrario, en la reducción destructiva, pues «las objetivaciones parciales de la polémica o del panfleto son un obstáculo igual de temible que la complacencia narcisista de la crítica proyectiva» (Bourdieu 1995, p. 277 y 288).

En cualquier caso, el funcionamiento del campo literario según lo concibe Bourdieu implica pensar el asunto de las influencias menos en términos pasivos (alguien «padece» una influencia, como una enfermedad) y mucho más en activos, en «estrategias», en el sentido que es el propio del sociólogo francés (i. e., estrategias que muy pocas veces se fundamentan en una intención consciente, en un cálculo cínico, sino que son respuesta a la situación concreta, objetiva, del escritor dentro del campo literario, nacional o internacional). No estará de más recordar aquí que Bourdieu dedicó un gran esfuerzo a la elaboración de una «teoría de la acción» muy sofisticada, que también es de utilidad para el investigador de la literatura o el arte.

Dentro de esas estrategias, hay un aspecto fundamental en todo campo, la «dialéctica de la distinción»: para triunfar, para imponer su legitimidad de autor en un mundo superpoblado de obras, hay que hacerse ver, hay que distinguirse, y, evidentemente, las diversas maneras de relacionarse con las obras del pasado (i. e., negación, rechazo, parodia, restauración o rescate, etc.) constituyen un elemento esencial de diferenciación entre las obras; creo que por aquí ya se empieza a ver claro qué es realmente una influencia.

Además, dada su estrecha relación con el tema que nos ocupa, habría que analizar en cada caso con detalle los procesos sociales de selección de autores clásicos o consagrados, es decir, las operaciones previas de selección, de marcado, de traducción y de lectura de esos autores. Pues lo que parece indiscutible es que el introductor de una obra en otra literatura, digamos Benet de la obra de Faulkner en España o Borges de tal o cual autor germánico, «tiene beneficios subjetivos completamente sublimados y sublimes, pero que, sin embargo, son determinantes para comprender que él haga lo que hace […]. Lo que yo llamo »interés«, puede ser el efecto de las afinidades ligadas a la identidad (o la homología) de las posiciones en campos diferentes, homologías de intereses y homologías de estilo, de bandos intelectuales, de proyectos intelectuales […] Hacer publicar lo que amo, es reforzar mi posición en el campo», aunque sea con usos instrumentalizados (Bourdieu 1999, p. 159 ss.). De esto último se podrían poner innumerables ejemplos en la historia literaria; pensemos, sin ir más lejos, en todo el proceso de edición, traducción, imitación y utilización de Luciano entre los erasmistas y reformadores del siglo XVI, una utilización favorecida por el carácter particularmente «elástico» de su obra, muy apta por eso mismo para atravesar con facilidad los países, las lenguas, las generaciones, las edades.

Lo que es claro es que la elección de un autor «influyente» rara vez es casual; generalmente se trata de autores consagrados en otros países o en otras instancias, o en el caso de los autores grecolatinos, de los únicos enseñados —como modelos normativos— en colegios y universidades hasta casi el siglo XIX. Se trata por tanto de acciones guiadas por el interés en sentido amplio, y es que, dice Bourdieu, «los juegos intelectuales, la literatura en este caso, son envites que suscitan intereses (y si esto puede chocar a alguien, habrá que reivindicar la necesidad de ampliar a todos los comportamientos humanos, incluidos aquellos que se presentan o se viven como desinteresados, el modo de explicación y de comprensión de aplicación universal que define la visión científica, y arrancar al mundo intelectual del estatuto de excepción o de extraterritorialidad que los intelectuales tienen tendencia a concederle)» (Bourdieu 1997, p. 139).

Para ir terminando, aunque sea de una manera un tanto algo simplista, podríamos distinguir, en el caso de los escritores del siglo XX, entre dos tipos de «influencia»: cuando Benet o Vargas Llosa toman elementos de Faulkner, está claro que están apropiándose de un capital de novedad, de ruptura; pero cuando Joyce toma como supuesto modelo la trama de la Odisea, el sentido es claramente distinto (se trata de un material no asociado a la novedad, que le viene a Joyce de otras fuentes, pero sí portador de un gran prestigio), lo mismo que cuando Rulfo se inspira vagamente en motivos de la Eneida para su Pedro Páramo o Benet relaciona el estilo de su prosa con la de Amiano Marcelino. Aquí, habría que explicitar la función o modalidad que en cada caso puede cumplir esa «influencia» de un autor clásico: parodia o ironía distanciada en Joyce, la mera distinción que conlleva la rareza de ciertos autores invocados. Hay que recordar en este sentido que las influencias no solo se reconocen, sino que incluso se «exhiben», como si fueran trofeos.

Esta dualidad («capital clásico» o consolidado, frente a «capital de ruptura») se explica por el acontecimiento fundamental dentro de la historia de la Tradición Clásica, y que bien podríamos comparar a una expulsión del Paraíso: el derrumbamiento de la Poética neoclásica y de la idea de un modelo eterno válido para todos. A partir de ese momento (fechable en la primera mitad del XIX), los clásicos grecolatinos, además de ir reduciendo severamente el número de los elegidos, dejan poco a poco de ser «modelos activos» y van a parar a una especie de intermundia al estilo de los dioses de Epicuro, donde siguen llevando su vida feliz pero desde luego sin intervenir para nada en los asuntos de los hombres; pasan a «encontrarse “relegados fuera de la historia”, al eterno presente de la cultura consagrada donde las tendencias y las escuelas más incompatibles “en vida” pueden coexistir pacíficamente, porque están canonizadas, academizadas, neutralizadas» (Bourdieu 1995, p. 235), mientras los demás quedan abandonados a sus luchas dentro del campo de la literatura, un campo en el que ya no hay valores fijos e inmutables sino una lucha permanente sin cuartel por definir esos mismos valores, que cambian cada pocos años. En esta situación, los clásicos antiguos pueden seguir cumpliendo sus papeles dentro de eso que hemos llamado la dialéctica de la distinción, pero son inevitablemente papeles secundarios, pues el carácter de modelos activos se ha perdido.

Bibliografía

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Jorge Bergua Cavero

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