medievalismo
Del latín Medium Aevum y sufijo -ismo (del latín -ismus y este del griego -ισμός) (Fr. Médiévalisme, Ing. Medievalism, It. Medievistica, Al. Mediaevalismus, Port. Medievalismo).
[…] there was no such thing as the Middle Ages which I had been looking for (Curtius 1949).
Leslie Workman (1979, p. 1), fundador de la revista académica Studies in Medievalism, define «medievalismo» en el primer volumen como «the study of the scholarship which has created the Middle Ages we know, ideals and models derived from the Middle Ages, and the relations between them». En 1987, introduce el tercer volumen —dedicado al tema «Medievalism in France 1500–1700»— delimitando los tres ámbitos que se suelen asociar al «medievalismo»: en primer lugar, el estudio de la Edad Media, en segundo lugar, la aplicación de modelos medievales a las necesidades contemporáneas y, por último, la inspiración medieval en la creación de formas de arte y pensamiento (Workman 1987, p. 1). El uso contemporáneo de la palabra medievalismo —no descartando el primer sentido— aborda mayoritariamente un proyecto en torno a la segunda y la tercera acepciones del término: cómo se construye el «museo imaginario» sobre la Edad Media en diferentes tiempos y culturas, y cómo se aplican y se entienden sus modelos, formas y temas en las distintas manifestaciones culturales.
Diez años después, en un ensayo sugerentemente titulado «Medievalism Today», Leslie Workman (1997b, p. 29) describe el concepto como «the continuing process of creating the Middle Ages». Esta definición —que él reconoce como «a very simple definition»— pone énfasis en la intercesión de las tres acepciones anteriores y la «Edad Media» se presenta como resultado de un proceso de creación (o, para utilizar el término de Norman Cantor (1991), de invención) por parte de aquellos que se han dedicado a su estudio y difusión desde mediados del siglo XVI hasta la actualidad. El investigador argumenta que «la Edad Media» es esencialmente una construcción decimonónica y, como el clasicismo o el Romanticismo, debe ser estudiada como un fenómeno cultural complejo e interdisciplinar:
In the Editorial to the first issue of Studies in Medievalism (1979) I proposed cautiously that «it is time to begin the interdisciplinary study of medievalism as a comprehensive cultural phenomenon analogous to classicism or romanticism.» This view was based in part on the realization, not wholly original, that the «Middle Ages» we inherit was very largely a nineteenth century invention, based, to be sure, on sixteenth century humanist propaganda, seventeenth century antiquarian scholarship, and eighteenth century fantasy, and that this understanding was dangerously neglected by contemporary scholars (Workman 1997b, p. 30).
Lo que los medievalistas recuperan no sería, por tanto, estrictamente el pasado, «sino las imágenes de sí mismo que el pasado produce» (Aurell 2006, p. 813). Este medievalismo actual postula así un estudio teórica y metodológicamente más complejo de las fuentes históricas —frente a las técnicas que dominaban tradicionalmente el ámbito de los Estudios Medievales, como la diplomática, la paleografía o la edición de textos—, de las que se extrae información tanto sobre el pasado como sobre el presente, tanto sobre lo verídico como lo ficcional, tanto sobre lo documentado como sobre lo silenciado. A pesar de la resistencia académica inicial, la propuesta teórica de Leslie Workman radica así en no circunscribir el medievalismo académico al análisis formal de las manifestaciones socioculturales de los siglos medios, ampliando su objeto de estudio al modo en que se construye el pasado medieval, con la consciencia de que surge mediatizado por los movimientos intelectuales —como ha demostrado Norman Cantor en Inventing the Middle Ages— además de influido por los intereses personales, políticos e ideológicos de las sucesivas épocas.
En una reseña del libro Medievalism and the Modern Temper (Bloch–Nichols 1996), Leslie Workman (1997a, p. 161) afirma rotundamente: «One thing must be made absolutely clear at once: the English term medievalism does not and never has referred to medieval studies». Esta afirmación surge como respuesta a los estudios de Stephen Nichols —que ha colaborado con Howard Bloch en el ya citado Medievalism and the Modern Temper y con Marina Brownlee y Kevin Brownlee en The New Medievalism (Brownlee–Brownlee–Nichols 1991)—, donde defiende que el New Medievalism «denotes a revisionist movement in romance medieval studies […] a disposition to interrogate and reformulate assumptions about the discipline of medieval studies broadly conceived». Leslie Workman postula así una sutil y operativa distinción entre los Estudios Medievales, cuyo objetivo es el estudio científico de la Edad Media, y el medievalismo, que representa, como se ha dicho antes, la aplicación de las ideas y de los modelos de la época medieval a la contemporaneidad. Desde un punto de vista práctico, por tanto, sería correcto hablar de unos Estudios Medievales unívocos y, en cambio, de un (nuevo) medievalismo romántico, realista, victoriano, positivista, marxista o posmoderno (Utz–Shippey 1998, p. 5).
Desde una perspectiva más integradora de ambas disciplinas, el cambio de paradigma parece representar, en realidad, una reorientación desde la historiografía literaria hacia la Teoría Literaria, haciendo depender la definición no específicamente del objeto —la Edad Media, directa o indirectamente— sino de la perspectiva (teórica y metodológica) desde la cual se analiza. La renovación del medievalismo depende así de un acercamiento a la Edad Media a partir de la metodología proporcionada por la teoría literaria contemporánea, proponiendo nuevas lecturas de las fuentes medievales desde, por ejemplo, las perspectivas feministas y queer o las aproximaciones vinculadas con los Cultural Studies o el Poscolonialismo. Como afirma Eugene Vance (1987, p. XXIII) «a Levi-Straussian or Derridean or Lacanian “reading” of a medieval text may very well reveal things about the text that we might not otherwise have perceived. Inversely, the medieval text may very well instigate in us new perceptions about the workings of our own culture».
Bill Burgwinkle (2006, p. 79) comienza su estudio «Queer Theory and the Middle Ages» afirmando que, «though it might surprise many, the Middle Ages are emerging as a kind of queer utopia, a historical period in which institutional state regulation as we know it hardly existed». El uso de la palabra «emerger», así como la sorpresa ante los resultados, parecen síntomas claros de lo que Eugene Vance afirma en el párrafo anterior: acercarse a las fuentes históricas medievales a partir de un marco teórico posestructuralista ha contribuido al surgimiento de una Edad Media plural, que contrarresta con la visión unívoca que a menudo la historiografía tradicional ha promovido de los siglos medios. En esa línea, conviene conocer propuestas metodológicas como la de Michael O’Rourke, titulada expresivamente «Becoming (Queer) Medieval: Queer Methodologies in Medieval Studies: Where Are We Now?». Contestando a las preguntas «Where are we now?» y «Where are we going?», el investigador intenta resumir siete de las principales aplicaciones de la metodología queer al ámbito medieval, promoviendo la interacción entre dos disciplinas que, según él, han estado en espectros opuestos, «one marked by (seemingly) staunch traditionalism, the other by anti-normativizing discourses» (O’Rourke 2003, p. 9): 1) alejarse del estudio del género y de la sexualidad para incluir los Estudios Poscoloniales o los «Disability Studies»; 2) explorar las relaciones de amistad entre personas del mismo género; 3) analizar las posibilidades de la sexualidad (y del deseo) más allá de su manifestación física, como en el caso de las comunidades monásticas; 4) seguir explorando la historia de las emociones en la Edad Media en la línea de Before the Closet (2000) de Allen Frantzen; 5) continuar la discusión sobre «inhuman circuits of desire» empezada por Jeffrey Jerome Cohen (2003); 6) ampliar los estudios sobre el carácter «queer» del cuerpo de Cristo y, finalmente; 7) detener la atención en textos no-canónicos que, en sus palabras, «are crying out for sustained queer readings» (O’Rourke 2003, p. 11).
En lo que se refiere al uso del prefijo «neo-» (o del adjetivo «nuevo» en el caso hispánico) reivindicado con frecuencia por la Academia para delimitar un renovado ámbito de estudios —distinto del «viejo» medievalismo, heredero del método científico positivista y del historicismo clásico (Biddick 1998, pp. 1–2)—, cabe reflexionar sobre qué nuevas aportaciones ofrece a la definición anterior. William Paden (1995, pp. 232–233) contesta a la pregunta retórica « then, does New Medievalism mean?» explicitando un entendimiento de la disciplina cercano al que se ha descrito anteriormente: «New Medievalism means Postmodern Medievalism, study of the Middle Ages from a consciously held postmodern perspective, a point of view which distinguishes itself from modernity». Así se podría entender que el adjetivo «nuevo» pretende representar el acercamiento «presentista» al Medioevo, frente al «viejo» medievalismo, más prudente y apegado a la tradición. Se postula de esta forma un renovado medievalismo académico —consecuencia clara de la renovación temática y epistemológica de la disciplina histórica a partir de los años setenta— que se ha aproximado a la Historiografía y a la Filología, proponiendo un estudio al «tercer nivel» (Aurell 2006, p. 819), aplicando nuevos paradigmas teóricos —eminentemente posmodernos— y nuevas herramientas tecnológicas al estudio de la Edad Media, complementando así la labor de edición y fijación de los textos (primer nivel) y la labor de contextualización histórica (segundo nivel).
Bajo el epígrafe «Defining Neomedievalism(s): Some More Perspective(s)» del número XIX de Studies in Medievalism, Mary Jane Toswell (2010, pp. 44–45) propone introducir «el simulacro» como la variable que distingue el medievalismo del neomedievalismo. Según la investigadora, «neomedievalism depends upon a simulacrum of the medieval; medievalism refers to an existing medieval text, even if seen through the transcendent light of nineteenth-century constructions of the medieval». De esta forma, el primero implica una relación que clasifica como «genuina» con respeto a la Edad Media —aunque sea una relación directa o indirecta—, mientras que el segundo crea un «simulacro» de lo medieval. A título de ejemplo, se podría analizar la adaptación cinematográfica de la trilogía The Lord of the Rings siguiendo la premisa de la que parten Brent y Kevin Moberly en « Hyperrealism, and Simulation»:
Mixing the historical, mythical, and the technological, Jackson’s films blend computer-generated characters and scenery with live actors, props, and real-world sets and locations. In doing so, the films recreate Tolkien’s Middle Earth with an absolute realism that is apparent even in minor details such as the half-timbered framing of the houses in Hobbiton, the Celtic tracings on various bits and pieces of armor, and the figures meticulously carved into many of the heavy wooden doors of the films’ sets. Yet, as is the case with Movieland and the Palace of the Living Arts, these films do not simply aim to copy or reproduce Tolkien’s novels, but rather (if the text overlays in the Fellowship of the Ring trailer can be believed) to bring the novels «to life» just in time for the 2001 Christmas shopping season (Moberly 2010, p. 14).
Mediante la creación de una experiencia completa del universo tolkiano para los espectadores —a través, por ejemplo, de videojuegos, juguetes o parques temáticos— se trata de producir «a version of the medieval that can be seen and touched, bought and sold, and therefore owned» (Moberly–Moberly 2010, p. 15). El punto de partida para esta «realidad» no es la Edad Media, sino un «simulacro» —un universo enteramente ficcional que integra una serie de características tradicionalmente asociadas al Medioevo (feudalismo, caballería, nobleza)—, creando un modelo de hiperrealidad medieval que recuerda las descripciones que presenta Umberto Eco del Movieland Wax Museum o del Palace of the Living Arts. En palabras del intelectual italiano, «the philosophy is not, “We are giving you the reproduction so that you will not want the original”, but rather, “We are giving you the reproduction so that you will no longer feel the need for the original”» (Eco 1986, p. 19).
Las sucesivas ediciones de la revista Studies in Medievalism han contribuido así a componer un marco más completo de la disciplina, delimitando la filosofía, la teoría y el método del medievalismo. En la decimoctava publicación, Tom Shippey (2009, p. 52) presenta quizá una de las definiciones más consensuales del «medievalismo»: «Any post-medieval attempt to re-imagine the Middle Ages, or some aspect of the Middle Ages, for the modern world, in any of many different media; especially in academic usage, the study of the development and significance of such attempts». En la línea editorial que define Leslie Workman para la revista durante los años setenta —y después de varios intentos de fijación de la disciplina y, consecuentemente, de la terminología asociada (Verduin 2009)— este parece ser el sentido que la expresión ha tomado con más frecuencia en la actualidad: el «medievalismo» como la recreación posterior de la Edad Media y, en el ámbito académico, el estudio de dichas representaciones. A título de ejemplo, se puede consultar el primer volumen de la colección Medievalism: Key Critical Terms, editado por Elizabeth Emery y Richard Utz, que tiene por objetivo crear un foro donde los más importantes especialistas pueden colaborar en la definición de lo que denominan los «Estudios del medievalismo» (Medievalism Studies), dedicados a la difusión y análisis de «post-medieval constructions and manifestations of the Middle Ages —attitudes towards, and uses and meanings of ’the medieval’— in all fields of culture» (Emery–Utz 2014).
En lo que se refiere a la recepción actual de lo que Elizabeth Emery y Richard Utz definen como «construcciones y manifestaciones posmedievales de la Edad Media», Francis Gentry y Ulrich Müller (1991, p. 401) sistematizan cuatro modelos: 1) «productivo», referente a los trabajos que reflejan un uso creativo del imaginario medieval en la actualidad; 2) «reproductivo», relativo a la reconstrucción, con una intención de autenticidad, de formas medievales (monumentos, pinturas, etc); 3) «académico», que consiste en el estudio e interpretación sistemática del corpus medieval (y, se podría añadir, del corpus medievalista) y, por último 4) «político-ideológico», en referencia al uso político que se da en la actualidad a temas, ideas o personajes históricos medievales.
Las más de quinientas novelas de tema medieval publicadas en España entre 1990 y 2012 (Huertas Morales 2015, pp. 177–204) —números que, por otra parte, parecen indicar un apogeo del género semejante al vivido durante el Romanticismo— podrían ser un buen ejemplo del primer modelo. En el panorama español, títulos como La tierra fértil (1999) de Paloma Díaz-Mas, La cuadratura del círculo (1999) de Álvaro Pombo o Historia del Rey Transparente (2005) de Rosa Montero hacen un uso «productivo» del imaginario medieval, plasmando en la ficción una revisión irónica, imaginativa y «extrañadora» de la Edad Media. Son ejemplos del modelo «reproductivo» múltiples recreaciones de torneos que, en mayor o menor grado, intentan reproducir el ambiente de la Europa medieval para sus participantes. Sin embargo, para el caso más paradigmático del uso «reproductivo» de la Edad Media hay que retrotraerse a la arquitectura del siglo XIX y, en particular, a las reconstrucciones medievalizantes que se han realizado a lo largo de la centuria decimonónica siguiendo la escuela romántica —un estilo que siempre se opuso al clasicista— en la línea de Eugène-Emmanuel Viollet-le-Duc. En cuanto al modelo «académico», se pueden citar algunas de las varias revistas de investigación que se ocupan actualmente de los estudios de medievalismo, entre las cuales gozan de particular prestigio internacional la ya citada Studies in Medievalism, editada actualmente por Karl Fugelso y publicada en D. S. Brewer, y Postmedieval: a Journal of Medieval Cultural Studies, coordinada por Eileen Joy, Myra Seaman y Lara Farina, publicada anualmente en la editorial Palgrave Macmillan. En cuanto al último uso del medievalismo, se puede aludir, por ejemplo, al empleo «político-ideológico» del imaginario que envuelve a la figura del Cid, reivindicado tanto por la ideología militar franquista (Lacarra 1980) como por autores exiliados de la Generación del 27. En un estudio reciente de Raquel Crespo-Vila (2015, p. 33), la investigadora presenta un breve resumen de cómo los siglos posteriores han re-interpretado el mito en torno al caballero Rodrigo Díaz de Vivar, personaje principal de uno de los textos más importantes del canon literario español:
En los siglos medios, el Cid encarnó los valores épicos de la Reconquista cristiana y su imagen sirvió para celebrar la potencialidad de un reino. Más tarde, en el siglo XIX, la imagen cidiana fue utilizada por la nostalgia romántica para personificar la defensa de las tradiciones y su incesante búsqueda del espíritu primitivo. Por su parte, autores del modernismo como Rubén Darío, Manuel Machado o Antonio Machado, recuperaban el mito medieval para actualizar viejos tópicos literarios y dar forma a fantasías poéticas que redimiesen la imagen de Castilla. A su vez, los integrantes de la Generación del 98 —los más aventajados, si cabe, en la restitución alegórica del Campeador—, encontraron en la leyenda cidiana un poderoso linimento con el que tratar «el problema de España». A través de obras como La España del Cid (1929) de Menéndez Pidal, los noventayochistas traspusieron su pensamiento nacional moderno hacia la Edad Media y convirtieron a Rodrigo Díaz en el estandarte de la «regeneración» y en un incentivo contra la postración y el derrotismo padecidos por la sociedad española de aquel entonces. Ya en el siglo XX, su condición de desterrado dio a los autores de la Generación del 27 una buena razón para redescubrir a este caballero. Lejos de proyectar y perpetuar una imagen heroica o legendaria, estos poetas —exiliados muchos de ellos tras la Guerra Civil— vieron en la figura del Campeador el emblema perfecto para trasmitir el anhelo por su patria y el dolor de las heridas provocadas por la injusticia. No obstante, no hay que olvidar que la figura del Señor de Vivar prestó servicio tanto a este lado de la contienda como en el lado contrario, ya que, durante la Dictadura, las «proezas» franquistas fueron parangonadas con las hazañas cidianas (Crespo-Vila 2015, p. 33).
Como se puede constatar, el uso actual del término «medievalismo» se aleja, en cierta medida, de la acepción que le otorga John Ruskin en 1883, comúnmente reconocida como la primera utilización pública (y publicada) del concepto. El crítico del arte incluye el «medievalismo» —junto al clasicismo y al modernismo— en lo que denomina la «Trinity of ages», o sea, como uno de los tres principales periodos de la arquitectura europea. Durante el siglo XIX la palabra asume así la connotación de «sistema de creencias y prácticas características de la Edad Media» —una acepción que cayó rápidamente en desuso—, «sistema de creencias y la producción cultural, artística medieval, así como su estudio» y, por extensión, «adopción o devoción al ideario medieval» (Workman 1979, p. 1).
El interés romántico por los «siglos oscuros» obedece a diversas reformulaciones —y, como añade César Domínguez (2001, p. 159), negaciones— de los preceptos clasicistas (Burckhardt 1919), llegando a establecerse una dialéctica de oposición entre Romanticismo y clasicismo personificados en los sistemas español y francés. Utilizando como ejemplo la relación que se establece entre la Historia y la Literatura durante la segunda mitad del siglo XIX a través de las narraciones que se escriben sobre el personaje de Pedro I de Castilla (Sanmartín Bastida 2003), se puede constatar que el Romanticismo medieval y castellano que El Cruel personaliza se opone, según Francisco María Tubino (1887, pp. 3–7), al Renacimiento y clasicismo que representan al enemigo histórico francés. La aparente negación de los preceptos clasicistas por parte del Romanticismo parece fundamentarse así en un particular entendimiento cíclico de la Historia, dependiente del «espíritu histórico» de los distintos contextos:
Así, por ejemplo, frente a una concepción lineal de la evolución humana, defendida desde la palestra ilustrada, en 1725 Giambattista Vico determina en la Scienza nuova que dicha evolución es el resultado de una repetición cíclica de tres fases, protagonizadas por los dioses, los héroes, y los hombres, respectivamente, de manera que la Edad Media no se conceptúa como una época superada, sino como un forzoso provenir. Para Johann G. Herder, por su parte, la autoconciencia de la humanidad o espíritu histórico se releva de manera especial en ciertas épocas […] Aquí se halla la base teórica del nacimiento de la historiografía como disciplina, cuya fundación se atribuye asimismo a J. G. Herder, y en relación con la cual el medievalismo revelará una dependencia determinante (Domínguez 2001, pp. 159–160).
En la segunda mitad del siglo XIX el Medioevo se reinventa, así como el período exótico del idealismo heroico, una época áurea donde la espontaneidad primitiva permite cimentar las emergentes nacionalidades. Entre las razones que justifican este particular acercamiento a la Edad Media se suele señalar, en primer lugar, la búsqueda de una identidad nacional con raíces medievales, junto al atractivo que el imaginario de los siglos medios representa para los escritores y artistas del Romanticismo, además de la profesionalización de las disciplinas relacionadas con el estudio de la Historia y la Filología. A estos factores habría que añadir, como señala Rebeca Sanmartín Bastida (2002, pp. 146–147), la influencia de las corrientes estéticas vigentes en la manera de entender el pasado, además de la pasión por el folclore y la tradición oral, a las que se suman el interés por el estudio, edición y difusión de la literatura medieval por su relación con el nacionalismo y con la reivindicación de la lengua española como definitoria del carácter de un país. De las distintas maneras de entender el pasado de las corrientes estéticas del XIX dependerá precisamente el entendimiento de la literatura medieval (Sanmartín Bastida 2004).
La ambigüedad, la paradoja e incluso la contradicción que acompañan a la noción de «medievalismo» desde el siglo XIX hasta la actualidad hacen eco de las que subyacen la definición de su objeto (directo o indirecto) de estudio: la «Edad Media». Como escribe Raquel Crespo-Vila (2017, p. 548) «ante significante tan complejo, era esperable una progresiva mudanza de su significación y un constante “remiendo” de los sentidos que le eran atribuidos, surgiendo tantas edades medias como cada época quiso o necesitó “soñar”». Con la expresión «medium aevum» designa el humanismo italiano una suerte de vacío histórico situado entre dos épocas gloriosas: el clasicismo grecolatino y el Trecento y Quattrocento florentinos. La expresión «Edad Media» se sostiene así en una relación dialéctica con respecto a la Modernidad semejante a la que subyace a la de «posmodernidad»: asumiendo «lo moderno» como punto de referencia estética e histórica, los siglos medios representan un estadio transitorio, «en el medio», previo a la instauración de la Edad Moderna, mientras que, en el extremo opuesto, el prefijo «pos-» —que tanto debate ha generado entre los intelectuales de este siglo— revela (aunque no de manera consensual) la posterioridad o superación del paradigma de la Modernidad cultural.
En la actualidad, los extremos reducen sus distancias metodológicas y epistemológicas. Declinando la visión progresista y teleológica del pasado, la posmodernidad ya no busca en la Edad Media el inicio de la civilización moderna. Tampoco se trata de reivindicar la cuarta Edad Media —«la del Romanticismo»— con sus castillos y fantasmas bajo la tormenta (Eco 1986). Los escritores y artistas actuales evocan lo que la Edad Media tiene de extraño e irracional —como en su día lo hicieron los Románticos— apropiándose de ella, sin embargo, con una ironía autoconsciente, llegando a reducirla a un simulacro de sí misma. Entre sangre, tinieblas y cuerpos desnudos, se representa una Edad Media atractivamente familiar, a pesar de su caricatura carnavalesca y grotesca. El «enthusiastic sense of wonder at the discovery of how familiar the Middle Ages seem within the context of the contemporary discourses of cultural criticism» que defienden Stephen Nichols y Howard Bloch (1996, p. 3) parece confirmar el «forzoso porvenir» de la Edad Media que anticipaba Giambattista Vico en 1725; y la siempre eminente «quiebra de una gran Pax» (Eco 1996, p. 70) apunta claramente a la posibilidad de una «Nueva Edad Media».
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Ana Rita Gonçalves Soares y Rebeca Sanmartín Bastida