microrrelato
Compuesto del griego antiguo μικρο- («pequeño») y de «relato», del latín relatus, participio de perfecto de refero, con el sentido de «referir, relatar». (Ing. Micro-story, Fr. Microrécit).
Su etimología encierra los dos principios básicos del microrrelato: hiperbrevedad y narratividad. Si bien en España se ha impuesto el término «microrrelato», en el ámbito de las literaturas hispánicas no hay una denominación unitaria. En Argentina se emplea «microrrelato»; en Colombia y Venezuela, «minicuento»; en Chile conviven «minicuento» y «microcuento»; y en México predomina «minificción». Los tres primeros son sinónimos, pero «minificción» constituye una categoría superior que incluiría otros muchos textos en prosa que no son narrativos, como la estampa, el poema en prosa, la escena, la parábola o el texto meramente descriptivo del bestiario. Si algo diferencia al microrrelato de todos ellos es, precisamente, la narratividad, que «implica partir de una situación determinada para llegar a otra distinta, lo que conlleva inevitablemente un cambio de tiempo, aunque sea mínimo, y un movimiento, una progresión dramática fundamentada en el conflicto de/entre los personajes» (Andres-Suárez 2010, p. 57). Otro aspecto discutido es el encaje de esta forma narrativa en el panorama de los géneros literarios. Los especialistas han intentado trazar sus perfiles y aclarar sus rasgos definitorios en relación con la prosa poética y el cuento, entre los que el microrrelato despunta como un fruto evolucionado y díscolo, a la manera de un producto nacido de la permeabilidad de los géneros (Valls 2015). De ahí que, desde 1990, expertos como Edmundo Valadés, David Lagmanovich, Lauro Zavala, Fernando Valls e Irene Andres-Suárez, entre otros, hayan reivindicado un estatuto genérico propio. Por el contrario, para David Roas se trata de una variante del cuento, uno de los caminos de su evolución desde que Edgar Allan Poe sentara las bases del género (Andres-Suárez 2010, pp. 69–70). En 2012 se produjo un hecho trascendental: la autonomía del microrrelato obtuvo el refrendo de la editorial más prestigiosa en los estudios hispánicos: Cátedra. Preparada por Andres-Suárez, el título era elocuente: Antología del microrrelato español (1906–2011). El cuarto género narrativo. En lo sucesivo, el microrrelato podría codearse en el ámbito académico con la novela, la novela corta y el cuento.
Conviene desterrar la falsa idea de que el microrrelato es un género del siglo XXI propiciado por Internet y, más concretamente, por los blogs literarios y las redes sociales. Los orígenes del microrrelato en Hispanoamérica se remontan al modernismo: con Azul (1888), Rubén Darío inspiró a narradores como Julio Torri, Alfonso Reyes y Leopoldo Lugones. La intensificación de la brevedad que se había iniciado en la narrativa breve occidental a mediados del siglo XIX tuvo en España como valedor a Juan Ramón Jiménez, algunos de cuyos primeros cuentos han de fecharse en 1906. De hecho, el poeta de Moguer dejó escrita la siguiente reflexión, convertida ya, por vía de la reivindicación de la brevedad, en una poética de la narrativa brevísima:
¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una pájina! ¡Ay, el día en que los hombres sepamos todos agrandar una chispa hasta el sol que un hombre les dé concentrado en una chispa; el día en que nos demos cuenta que nada tiene tamaño, y que, por lo tanto, basta lo suficiente; el día en que comprendamos que nada vale por sus dimensiones —y así acaba el ridículo que vio Micromega y que yo veo cada día—; y que un libro puede reducirse a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo el universo! (apud Valls 2008, p. 32).
Las expresiones resaltadas en cursiva constituyen el meollo del microrrelato. Pero, ¿cuánto es suficiente? ¿Cabe imponer un límite en palabras, líneas, páginas a un género que se caracteriza por su capacidad de expandirse, amplificarse a través de la idea? No hay consenso. Mientras que para Andres-Suárez no debería pasar de una página (Andres-Suárez 2012, p. 22), la máxima extensión que permitiría leerlo de un vistazo, para Lagmanovich puede abarcar desde una línea hasta tres páginas (Lagmanovich 2006, pp. 49–52). En cualquier caso, la concisión extrema impone podar y aligerar, prescindiendo de lastres lingüísticos para dejar el relato en la precisa desnudez. Porque la esencia del microrrelato es su naturaleza elíptica, definida por Raúl Brasca como «ese portentoso poder de sugerencia de lo no dicho cuando lo dicho ha sido sabiamente calculado» (Andres-Suárez–Rivas 2008, p. 501). Este efecto se logra gracias a una serie de rasgos formales: 1) Uso del título como orientación narrativa; 2) Estructura narrativa simple, con mínima caracterización de los personajes y condensación del tiempo y el espacio; 3) Un lenguaje esencialmente connotativo; 4) Finales a veces sorpresivos. En el arte de «contar callando», la intertextualidad confiere una especial trascendencia, por cuanto que ahonda en la idea juanramoniana de la amplificación conceptual. Así dialoga con la tradición literaria e implica al lector en el juego, con alusiones a la Biblia, las epopeyas homéricas, Las mil y una noches, el Quijote, las obras de Shakespeare o el celebérrimo dinosaurio de Augusto Monterroso, entre otras obras o textos recurrentes (Valls 2015, p. 28). Por eso, el lector es parte primordial del proceso: porque se convierte en colaborador necesario, en cómplice activo que ha de hurgar en su memoria cultural en busca de las claves que permitan desentrañar el sentido subyacente (Ródenas de Moya 2008, pp. 7–8). Aunque es frecuente en el microrrelato actual, donde está vinculada a la tendencia a la hibridación genérica, no obstante, la intertextualidad no es un recurso obligatorio (Pujante Cascales 2009, pp. 503–506).
He aquí un primer nexo con la literatura griega. Juan Ramón Jiménez parece mirarse en el espejo de la tradición y quizá entrever al otro lado la célebre sentencia atribuida a Calímaco: μέγα βιβλίον μέγα κακόν («Un libro grande es un mal grande» (fr. 465 Pfeiffer). Por otra parte, el afán por lo «breve expandido» fue marca de la poesía alejandrina. El filólogo italiano, Giorgio Pasquali, acuñó la expresión arte allusiva para definir una técnica habitual en estos poetas, consistente en incluir en sus versos alusiones textuales, a menudo en un tono humorístico que desacralizaba los modelos literarios venerados. Asimismo, recurrían a la alusión docta o a episodios de la historia o mitología cuya identificación y significado no escapaban a un auditorio o lector culto (Pasquali 1994).
El legado de Grecia y Roma ofrece a los escritores de microrrelatos estímulo y sustancia para uno de los propósitos del género: la revisión y reescritura, a menudo paródica, de símbolos y mitos (Serrano Cueto, 2015). Sin embargo, siendo tan vastísima la herencia, los narradores espigan en un campo acotado. Priman las epopeyas homéricas, determinados episodios mitológicos y las fábulas de tradición esópica. En menor medida interesan los hechos históricos, las anécdotas o los aspectos culturales. Aunque los temas y enfoques sean diversos, es evidente que hay cierto conformismo, una suerte de efecto llamada, como si fuese imprescindible transitar por caminos ya desbrozados. Así se explica el rosario de microrrelatos dedicados a Ulises, Penélope, el Minotauro o Narciso. Pero ningún episodio ha recibido mayor atención que el de las sirenas, cuya estela de recreaciones no ha dejado de crecer desde que el mexicano Julio Torri publicara «A Circe» (Ensayos y poemas, 1917), como evidencian las dos antologías dedicadas exclusivamente a ellas, publicadas por Perucho (2008, 2013).
En el tratamiento de Homero y sus personajes se aprecia el tono paródico. Poeta hierofante, elevado a Padre de la Humanidad en el conocido relieve la Apoteosis de Homero de Arquelao de Priene, inquilino noble del limbo dantesco y «el autor más citado, imitado, traducido y discutido del siglo XVIII» (Fumaroli 2008, p. 245), su nombradía queda rebajada a la indefinición de «un tal Homero» en «Ulises» (La máquina de languidecer, 2009) del español Ángel Olgoso. Años antes, el argentino Marco Denevi lo había tachado de melindroso por no haber dicho abiertamente que Aquiles y Patroclo eran amantes («Vodevil griego», El jardín de las delicias. Mitos eróticos, 1992). A la vez que se despoja a Homero de su autoridad, los escritores de microrrelatos hacen sus propuestas de reescritura de las epopeyas. Hasta tal punto, que se llega a poner en solfa el νόστος, motivo esencial de la Odisea. En el citado relato de Olgoso se advierte que «las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso a volver junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos». Este tipo de recreaciones alimentan, aunque humorísticamente, el sambenito de falaz y ridículo con que el cristianismo más beligerante motejó a Homero, a la vez que echa leña al fuego de esa tradición antiodiseica que podemos apreciar en el Ulises de los Cantos pisanos de Ezra Pound. Pero no todo son agravios. José María Merino recupera y actualiza el νόστος en «La vuelta a casa» (La glorieta de los fugitivos, 2007), el relato que un preso se ve obligado a contar una y otra vez por exigencia del director de la prisión y que culmina con la palabra clave: «El director no se cansa de escuchar este relato, menuda odisea, exclama una vez más, mientras se aleja por el corredor con los visitantes». Y Olgoso, pese a la mencionada desautorización, en «Ulises» homenajea a Homero al dotar su lenguaje de tono épico mediante epítetos y fórmulas homéricas: «el paciente y sagaz Ulises», «urdidor de engaños», «cóncava nave», «Aurora de rosáceos dedos», etc.
Frente a la Ilíada, crisol de valores heroicos, los autores suelen preferir la Odisea. El lector de todas las épocas se ha visto subyugado ante el descubrimiento de mundos y seres fabulosos por un semidiós navegante que viaja sometido a dos fuerzas contrapuestas: una que lo devuelve a casa y otra, secreta, que lo aleja. Las sirenas son representativas de la fuerza adversa. En el citado relato de Torri, Ulises confiesa a la maga Circe que no ha seguido sus consejos y ha preferido caer en la tentación porque «iba resuelto a perderme». Expresión ambigua, que podría referirse al simple extravío marino o, más bien, o a la perdición sexual, ya que las sirenas simbolizan los dos extremos de la carne: el sexo y la antropofagia. Con ser tantas las recreaciones del episodio homérico, pocos son los relatos realmente innovadores. La mayor parte sigue a vueltas con la seducción y sus funestas consecuencias en el medio tradicional marino, mientras que Lagmanovich («Sirenas emigrantes», Los cuatro elementos, 2007) y Rafael Pérez Estrada («Sirena negra», Bestiario de Livermoore, 1989) señalan su decadencia en un ambiente urbano. Autores como Marco Denevi («El silencio de las sirenas», Falsificaciones, 1966) y Augusto Monterroso («La sirena inconforme», La oveja negra y demás fábulas, 1969) optan por arrebatarles precisamente el arma de su poder seductor, la voz. Pocos textos tan originales como «Duelos», del argentino Raúl Brasca (Las gemas del falsario, 2012), el único que he encontrado donde aparecen a la vez los dos tipos de sirenas legados por la tradición: las aviformes y las pisciformes.
Dado que en Odiseo brillan como valores ejemplarizantes la astucia y la constancia, otros héroes representan la victoria personal o colectiva sobre la adversidad, que a menudo tiene el semblante de un ser monstruoso. En las historias fascinantes de Fenómenos de circo (2011), de Ana María Shua, los héroes y personajes mitológicos (Hércules, Perseo, Belerofonte, Prometeo, Cerbero…) se han convertido en atracción circense. Uno de los relatos más elaborados es «Como un Hércules». Shua juega con el lector desde el título. Es como Hércules, pero no es Hércules. ¿A quién se atribuyen, por tanto, los trabajos del héroe aludidos en el relato: el cinturón de la reina Hipólita, el toro de Creta y el león de Nemea? Al final descubrimos que se trata de otro forzudo, el gigante Atlas, que fue engañado por Hércules en el undécimo trabajo (las manzanas del jardín de las Hespérides). Pero el Perseo circense y risible de Shua («Perseo y la cabeza de Medusa») poco tiene que ver con el «asesino de criaturas dormidas» del microrrelato «En el lagar» (Astrolabio, 2007) de Olgoso. Es un relato en clave de novela negra, con la participación en la trama del inspector Cedrán y una misteriosa «femme fatale» que resulta ser la gorgona Euríale, ansiosa por vengar la muerte de su hermana Medusa.
La naturaleza fantástica, incluso monstruosa, de los personajes mitológicos permite a los autores explorar el lado irreal y absurdo del ser humano. Por eso no solo atraen las sirenas, sino también otros seres híbridos como el Minotauro, Quimera, los centauros o Cerbero. El interés por el Minotauro se debe, sin duda, a que reúne varios elementos muy estimulantes desde el punto de vista literario: el bestialismo, el cautiverio del monstruo en el laberinto, la victoria y fuga del héroe victorioso, el ardid del hilo de Ariadna y el amor no correspondido de esta por Teseo. En la estela de Borges, que lo tuvo por motivo recurrente en su obra, la metáfora del laberinto cretense enraíza en la literatura hispanoamericana contemporánea y su efecto se expande. También aquí el microrrelato muestra sus contrastes. Si en Pérez Estrada el laberinto se alza en un paisaje de desolación («El Reino del Minotauro [Octava sombra]», La sombra del obelisco (Novelas), 1993), Denevi convierte el sacrificio sangriento exigido por el Minotauro a los atenienses en un rumor sobre estupros y doncellas que mueren de placer («El sí de las niñas», Falsificaciones).
La mitología abunda en amores pasionales y obsesiones eróticas que a menudo desembocan en un trágico desenlace. La filautía de Narciso se presta a reelaboraciones varias, entre las que destaca la usurpación del original por el reflejo, que cobra así autonomía, al igual que la sombra respecto del cuerpo en el motivo literario del doble, del que el mito de Narciso es claro antecedente. Es el caso de los relatos de Ramón Gómez de la Serna («El reflejo de Narciso», Caprichos, 1962) y José de la Colina («De Narciso», Muertes ejemplares, 2004). En Pérez Estrada, el bello joven se identifica con San Sebastián («XXI», Valle de los galanes. Obeliscos, 2006), en otra de esas fusiones entre lo pagano y lo cristiano que a veces asoman en la narrativa brevísima. Igualmente atractiva resulta la historia de Pigmalión, símbolo que dignifica el amor del creador por su obra, y cuya extraordinaria pervivencia en la literatura y en las artes plásticas, musicales y cinematográficas es notoria. Baste citar Pinocchio, de Carlo Collodi; Pygmalion, de George Bernard Shaw; Pigmalión y Galatea de Francisco de Goya; y My fair Lady de George Cukor. El micorrelato de José Emilio Pacheco («Las metamorfosis», El cuento. Revista de imaginación 116, 1990) advierte sobre la rutina y la decadencia de un amor apasionado en sus principios. Otro mito erótico, el de Psique y Cupido, sirve a Denevi para un nuevo relato donde el humor y el erotismo van de la mano: «El falo mágico» (El Jardín de las Delicias. Mitos eróticos). El dios se ha mudado en un viejo rico, Heros, que ha de recurrir a un falo mágico para satisfacer a la joven y engendrar una prole numerosa. Rubén Abella nos proporciona una muestra de que el microrrelato mitológico constituye una indagación en las posibilidades narrativas, con el fin de encontrar una visión novedosa que supere la mera paráfrasis del mito. Su «Electra» (Los ojos de los peces, 2010) no evoca la tragedia de los atridas, sino la fijación amorosa propuesta por el psicoanálisis freudiano, revelada en las palabras finales del relato, cuando la niña responde a su abuela que de mayor quiere ser mamá por una razón: «Yo lo que quiero es dormir con papá».
También en el grupo de los amores insólitos habría que incluir la zoofilia de Zeus. No obstante, esta desviación provoca alguna que otra risotada. La unión de Zeus con Leda ha dado lugar a un microrrelato muy divertido de Neus Aguado: «Leda era el cisne» (Paciencia y barajar, 1990), la historia en clave policiaca de la metamorfosis de Leda Morín en cisne durante el transcurso de una aventura amorosa en un hotel de la costa cántabra. También con humor evoca Olgoso el mito, pero esta y otras cópulas mitológicas le sirven para bromear con la tendencia de los escritores a evitar la acumulación de los adverbios en mente («Un mélange mitológico», La máquina de languidecer).
Los mitos centrados en los castigos infligidos por los dioses por acciones de soberbia o deslealtad de los mortales siempre fueron del agrado de la cultura cristiana, pues se prestaban bien a reinterpretaciones de los pecados más diversos y los pecadores más conspicuos. El microrrelato no pisa este terreno, sino que se limita, como viene siendo habitual, a presentar reescrituras más o menos elaboradas. El fin alado de Ícaro, por ejemplo, esconde en «Historia» (Puro pueblo, 1977) de Jairo Aníbal Niño la sospecha de asesinato. La exposición de Andrómeda como víctima expiatoria en José María Merino («Andrómeda», La glorieta de los fugitivos) bien podría interpretarse como trasunto de la cárcel conyugal que sufren actualmente muchas mujeres. También el mito antropogónico de Prometeo ha dado mucho juego. Con humor se pregunta Shua si la escena del buitre devorándole el hígado debe ser considerada arte o simple entretenimiento («Prometeo de circo», Fenómenos de circo). Sin duda uno de los tratamientos más originales es el que hace Jesús Esnaola en «Insomnio» (Los años de lluvia, 2012), donde el relato se va construyendo a través de una sucesión de claves que relevan finalmente el mito. El águila insomne como voz del narrador es la apuesta de Esnaola. También sutil es la alusión de Martín Garzo al castigo de Acteón en «El baño de Diana» (El amigo de las mujeres, 1992). La mención del nombre en el título da sentido al párrafo final, donde la visión pagana de la diosa se hermana con la escena bíblica de la Anunciación a través de una condición común: la virginidad: «No se atreve a moverse, a hacer o a decir nada; asiste a la escena con el temor y la fascinación con que lo habría hecho al baño de la diosa en lo más escondido del bosque, a la visita del ángel a la más reservada de las doncellas».
Desde las epopeyas homéricas, las literaturas griega y latina fueron alimentando una riquísima geografía mítica, provista de bosques, montañas, islas, cavernas, jardines, palacios, etc. De todos ellos, el más influyente para la tradición ha sido, sin duda alguna, el reino de Hades. Si Odiseo inaugura para la literatura occidental el Descensus ad Inferos y Virgilio lo cincela como tópico literario, en Dante cristaliza la aventura espiritual de ultratumba como perfecta fusión entre lo pagano y lo cristiano. A partir de aquí, escritores y artistas de todas las épocas y lugares han visto el infierno con los ojos del poeta florentino. Incluso un cineasta como Woody Allen no pudo sustraerse a su fascinación, como vemos en Desconstructing Harry (1997) durante el descenso en ascensor a una estancia de ultratumba muy especial, donde el encuentro del protagonista con su padre evoca el de Virgilio y Anquises en los Campos Elíseos (Verg. Aen. 6, 679–751). En el caso de los microrrelatos, uno de los recursos de la «remitificación» consiste en traer al presente la barca de Caronte, convertida en avión por Juan Pedro Aparicio en «La barca de Caronte» (La mitad del diablo, 2010) y en autobús por Antonio Serrano Cueto en «El autobús circular» (Fuera pijamas, 2010). Más extraño es el motivo elegido por Enrique Anderson Imbert, pues se detiene en un personaje del infierno virgiliano mucho menos frecuentado: Hipnos («Hipnos e Iris», El gato de Cheshire, 1965). Junto al Hades, otro territorio de la imaginación frecuentado en este tipo de narrativa es la Atlántida. La isla-continente que inventó Platón como paradigma de una civilización avanzada que degenera y sucumbe castigada por los dioses sigue alimentando hoy no solo la vena literaria, sino también la especulación de quienes conceden veracidad a la fabulación y andan en pleno siglo XXI en una disparatada búsqueda de sus restos submarinos en distintos lugares del planeta. El arqueólogo de «La Atlántida» de Olgoso (La máquina de languidecer) descubre el secreto emplazamiento y queda a merced de una maldición, mientras que el protagonista de «La Atlántida» (Teatro de ceniza, 2011), de Manuel Moyano, desciende a las profundidades marinas de modo involuntario. La incredulidad de su interlocutor cuando regresa pone fin bruscamente a su entusiasmo por revelar los prodigios que ha descubierto.
Otro de los campos de recolección del microrrelato es la simbología animal. A veces, el vestigio es muy sutil y solo perceptible para lectores familiarizados con el género de la fábula. Así ocurre, por ejemplo, en «El hombre al que mató la avispa» (Obras completas. Ramonismo III, 1999), de Gómez de la Serna, relato que podría remontar a fábulas esópicas como «La pulga y el atleta» y «El calvo y la mosca», y, sobre todo, a la versión medieval «El hereje y la mosca», donde el ataque del insecto provoca finalmente la muerte del hombre. De manera ocasional hallamos versiones de fábulas de origen clásico, como «León y cronopio» de Julio Cortázar (Historias de cronopios y de famas, 1962), adaptación de la célebre leyenda de Androcles y el león difundida en las Noches Áticas de Aulo Gelio y conocida en tiempos modernos gracias a la versión teatral de George Bernard Shaw; o «La zorra y las uvas» y «El ratón de la ciudad y el ratón del campo» de Guillermo Cabrera Infante (Exorcismos de esti(l)o, 1976). En La oveja negra y demás fábulas Monterroso se propuso subvertir los dogmas y las afirmaciones categóricas, todo ello velado por una visión escéptica y pesimista de lo humano. La renuncia a las funciones moral y didáctica, consustanciales al género clásico, se evidencia en la falta de epimitio o moraleja (algo que sí presentan, aunque de modo humorístico, las fábulas de Cabrera Infante). Que Monterroso conocía bien la fábula se pone de manifiesto en el empleo de recursos y temas habituales: la inclusión del fabulista como personaje («El Fabulista y sus críticos»); el descontento animal ante su propia naturaleza («El Perro que deseaba ser un ser humano»); las capacidades intelectuales de algunos animales («El Mono que quiso ser escritor satírico»). Singular sin duda es la propuesta de Alfonso Reyes, «Diógenes» (Obras completas II, 1956), ya que combina, por una parte, la tradición esópica tardía que introduce al filósofo en las fábulas y, por otra, la anécdota de su búsqueda del hombre, representada en el célebre cuadro de Jacob Jordaens, Diógenes con su linterna buscando a un hombre honrado (1642), y también recogida en el relato «Diógenes» (Tren de historias, 1998), de José de la Colina. El afán naturalista de Javier Tomeo aflora en algunas fábulas, como «El ciervo vampiro» (Cuentos completos, 2012), basado en el relato esópico «El ciervo en la fuente». Pero el aragonés no se detiene ahí.
En los años cincuenta del siglo pasado muchos narradores hispanoamericanos se sintieron especialmente atraídos por los bestiarios, género que había gozado de un extraordinario éxito en la Edad Media. Escribieron libros, colectiva o individualmente, Antonio di Benedetto, Jorge Luis Borges, Margarita Guerrero, Juan José Arreola, Juan Jacobo Bajarlía, René Avilés Fabila y Enrique Anderson Imbert, entre otros. La influencia en España no tardó en dejarse sentir, como se aprecia en los títulos de Juan Perucho (Bestiario fantástico, 1977), Rafael Pérez Estrada (Bestiario de Livermoore, 1989), Joan Fontcuberta, José Luis Sampedro, Álvaro Pombo, Miguel de Palol, José María Merino y Gustavo Martín Garzo en un libro colectivo (Bestiario, 1997); Javier Tomeo (Bestiario, 1988; Zoopatías y zoofilias, 1993; El nuevo bestiario, 1994) y Francisco Ferrer Lerín (Bestiario, 2007). En el caso de los microrrelatos, junto a los animales reales desfila otra fauna irreal y mitológica: gorgonas, harpías, esfinges, hidras, sátiros, sirenas, unicornios, grifos… No pocas veces estos seres son la excusa ficcional que permite a los autores explorar el lado irreal y absurdo del ser humano. Una peculiaridad de los bestiarios de Tomeo es que no son descriptivos, sino narrativos; de ahí que muchos textos puedan ser considerados microrrelatos. Otro aspecto de interés es la recuperación de la esfera religiosa de los animales: así, por ejemplo, en El nuevo bestiario la lechuza se destaca como ave consagrada a Atenea («La lechuza») y el águila, a Zeus («El águila»). Todo ello adobado con referencias al Fisiólogo y los tratados de historia natural de Aristóteles, Claudio Eliano, Teofrasto y Plinio el Viejo.
Pero el acervo no se agota aquí. Los filósofos griegos, con Sócrates, Platón y Aristóteles a la cabeza, siguen ejerciendo un notable poder de seducción, como ponen de manifiesto los relatos de Federico García Lorca («Árbol de sorpresas», Pez, astro y gafas. Prosa narrativa breve, 2007) y Raúl Brasca («El sentido de la libertad», Las gemas del falsario). Se observa igualmente interés por la pervivencia de aforismos y fundamentos filosóficos, como el célebre «Todo fluye» de Heráclito, utilizado por Fernando Aínsa («Bañarse dos veces en las mismas aguas», Prosas entreveradas, 2009); o las paradojas del movimiento de Zenón de Elea. Hasta tal punto se ha asentado la paradoja de la tortuga y Aquiles en la narrativa brevísima, que Paul Brito Ramos le dedicó un amplio elenco de variaciones en El ideal de Aquiles. 101 minicuentos para alcanzar a la tortuga (2010).
También hay episodios históricos que alcanzan la categoría de paradigma. Cuando Borges traslada el recuerdo del asesinato de Julio César y de sus palabras proverbiales como denuncia de la traición («¡Tú también, hijo mío!») a la Argentina rural («La trama», El hacedor), la escena queda de nuevo inmortalizada: «¡Pero che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena». El afán revisionista y lúdico que se plantean los escritores de microrrelatos no se limita a la esfera de lo mitológico y fantástico, sino que también afecta a la historiografía. Así, por ejemplo, las biografías de Alejandro Magno, Calígula y Vespasiano son revisadas, respectivamente, por Pedro Ugarte («Biografía apócrifa», Noticia de tierras improbables, 1992), Gómez de la Serna («Verdadera falsa muerte de Calígula», Caprichos) y Anderson Imbert («Gesta Romanorum», 4, El gato de Cheshire). Del mismo modo, podemos encontrar en los textos alusiones a ritos religiosos. Explícitamente se muestra, ya desde el título, en «El arúspice» (Noticias de la frontera, 1994) de Juan Gracia Armendáriz, donde la consulta sagrada se ejecuta en el propio cuerpo del narrador. En «A propósito de las habas» (Cuentos completos) de Tomeo también se desliza un dato relacionado con la religión arcaica romana. Cuando los espíritus de Cicerón y Andrés Laguna intentan disuadir al protagonista para que no se coma un plato de habas, entre los argumentos que esgrimen, algunos de ellos de ascendencia pitagórica, está el «doble simbolismo fálico-funerario». Aunque Tomeo no la cite, la referencia recuerda la ceremonia que el paterfamilias llevaba a cabo en los Lemuralia para alejar los malos espíritus de los difuntos.
Junto con el cristianismo (y, en el caso de España, la herencia musulmana), la Tradición Clásica es el segundo pilar sobre el que se sostiene la cultura en Occidente. El microrrelato es una más de las incontables manifestaciones culturales y artísticas que han bebido en sus fuentes desde Homero hasta nuestros días. Dadas sus dimensiones, estos textos presentan teselas de ese gran mosaico bajo una visión predominantemente paródica. A veces, esa tesela es bien visible, pero en otras ocasiones permanece latente y solo es posible descubrirla decodificando las señales. La Cultura Clásica es la clave. Así se entiende, por ejemplo, que la fuente del «El burrón zancón» (Caprichos) de Gómez de la Serna podría ser un aguafuerte de Goya, como sostienen los hispanistas, pero también El asno de oro de Apuleyo. Tan solo hay que reparar en la asociación del criado llamado Lucio y un burro antropomorfizado.
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Antonio Serrano Cueto