Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
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mitocrítica

Compuesto de mito (del Gr. μῦθος) y crítica (del Lat. critĭcus, y este del Gr. κριτικός; la forma f., del Lat. critĭca, y este del Gr. κριτική) (Fr. Mythocritique, Ing. Myth Criticism, It. Mitocritica, Al. Mythos Kritik, Port. Mitocrítica).

El término «mitocrítica» fue acuñado por primera vez por Gilbert Durand en su artículo «Le voyage et la chambre dans l’oeuvre de Xavier de Maîstre. Contribution a la mythocritique» (1972), aunque, en realidad, su teoría ya había quedado esbozada en su ensayo Les Structures anthropologiques de l’imaginaire (1960). La palabra se construye de manera análoga a la de «psicocrítica», de Charles Mauron (1963) y, con ella, Durand definía una metodología de trabajo para el análisis del mito y sus recreaciones de acuerdo con los postulados de estructuralismo figurativo (Gutiérrez 2012, p. 179; pp. 182–183). Sin embargo, el concepto de mitocrítica pronto empezó a utilizarse de una manera más generalizada como disciplina especializada en la interpretación de los mitos y su recepción, sobre todo tras la publicación del estudio de Pierre Brunel Mythocritique. Théorie et parcours (1992) (Gutiérrez 2012, p. 176). Es, en este sentido, un sinónimo de «mitología» en su acepción de «ciencia del mito», esto es, «el estudio o la investigación del sentido de los mitos, […] de las teorías sobre el significado del mito» (García Gual 2014, p. 15). La mitocrítica, sin embargo, se distingue más claramente de la «mitografía», término que hace referencia tanto al género literario que abarca diversas obras de tema mítico, como al estudio de la trasmisión de estos mitos a través de sus textos. Y también de la «mitología» en su acepción de «conjunto de mitos». Tal y como se pondrá en evidencia a lo largo de esta entrada, podríamos afirmar que, en lo que respecta a los estudios clásicos, la mitografía es una práctica más afín al paradigma de la «Tradición Clásica», mientras que la mitocrítica responde preferentemente al paradigma de los «estudios de recepción». Pero antes de analizar en detalle cada una de estas disciplinas y las diferencias entre ellas, centraremos la atención en el objeto de estudio de todas: el mito (y, más concretamente, el mito grecolatino).

Casi todos los académicos coinciden en la necesidad de formular una definición de «mito» que delimite el campo de estudio; sin embargo, no hay un acuerdo unánime sobre esta definición, que muchas veces acaba adaptándose a los objetivos de aquellas disciplinas desde las que se aborda. A esto se añade la circunstancia de que, como han señalado diversos autores, hay diferentes tipos de mitos. Si bien un análisis pormenorizado de las principales definiciones expuestas hasta el momento excede el propósito de esta entrada, podemos aventurar, recapitulando algunos de los rasgos más repetidos y aceptados, que el mito es un relato narrativo, explicativo, dinámico, con un fuerte poder simbólico y con un trasfondo sagrado y/o trascendente que revela la existencia de arquetipos universales (en esta entrada dejaremos de lado la idea de «mito» tal y como la entiende Roland Barthes en su obra Mythologies (1957), un estudio semiológico en el que «mito» es un sistema de comunicación sometido a determinadas condiciones lingüísticas —según Barthes, por tanto, todo puede devenir en mito).

Tradicionalmente el «mito» se ha entendido en oposición a «logos», que hace referencia a una manera racional de explicar el mundo, un saber sólido y crítico, lejos de las fabulas mitológicas. No obstante, hay que tener en cuenta que hasta el siglo V a. C. «mitos» y «logos» son dos términos equivalentes con el sentido de «palabra» o «relato» (y así se utilizan, por ejemplo, en los poemas homéricos), y solo en la época de los sofistas y los filósofos «logos» adquiere el significado de «argumento» y «razonamiento» (García Gual 2014, p. 32). Es entonces cuando hablamos del «paso del mito al logos» (conocido así a partir del estudio Vom Mythos zum Logos, de Wilhelm Nestle 1940), que representa el nacimiento del saber crítico. Actualmente, sin embargo, diversos críticos como Blumenberg (Trabajo sobre el mito, 1979) o Lluís Duch (Mito, interpretación y cultura, 1996) (apud Castro 2005, pp. 12–13) están de acuerdo en entender estos dos razonamientos, el lógico y el mítico, como dos caminos complementarios en el proceso de comprensión del mundo, lo que parece ser la tendencia más aceptada (Castro 2015, p. 6; Molpeceres 2014; García Gual 2014). Conviene subrayar, finalmente, que «mito» no siempre implica «creencia» (García Gual 2014, pp. 26–27): así lo aseguraba ya Paul Veyne en su clásico Les grecs ont-ils cru à leurs mythes? (1983), donde demuestra que creer en un dios no significa creer en ciertas narraciones que existen sobre él, así como que las creencias religiosas en la Antigüedad estaban fuertemente determinadas por el origen social y geográfico de los ciudadanos.

El mito se diferencia de la leyenda, el cuento, la fábula o cualquier otro relato fantástico y folclórico. Sin embargo, a menudo se solapa con otros conceptos, como los de «tema» o «motivo», una confusión terminológica que, como señala Brunel (1988, p. 7), «on ne parvient sans doute jamais à dissiper totalement». Esta indeterminación, además, se acrecienta cuando se trata de distinguir entre «tema» y «motivo», algo en lo que difieren la escuela alemana (que prefiere el término «motivo») frente a la escuela anglosajona (donde se habla más habitualmente de «temas») (Pimentel 1993, p. 216). Según Trousson en un estudio ya clásico sobre esta cuestión (Thèmes et Mythes, 1981), un motivo es «une toile de fond, un concept large, désignant soit une certaine attitude —par exemple la révolte— soit une situation de base, impersonnelle, dont les acteurs n’ont pas encore été individualisés» (Trousson 1981, p. 22), mientras que un tema es «l’expression particulière d’un motif, son individualisation ou, si l’on veut, le passage du general au particulier» (Trousson 1981, p. 22–23). Estas definiciones tuvieron cierto éxito entre la comunidad académica francesa y fueron adoptadas por autores como Pichois y Rousseau (1969) o Brunel y Chevrel (1989) (apud Márquez Guerrero 2002, p. 252), aunque también han sido cuestionadas por autores como Márquez Guerrero (2002). El concepto de «mito», por otra parte, abarca todas las características anteriormente mencionadas, lo que lo hace todavía más confuso, al menos según Trousson (1981, p. 16), quien considera que el «mito» se convierte en «tema» una vez que se ha desprendido de su contexto religioso y entra en el terreno literario.

La relación que se establece entre el mito y la literatura es igualmente compleja (véase al respecto, por ejemplo, la revisión que hace Castro 2005, pp. 13–21). Aunque muchos estudiosos han asumido una clara distinción entre el mito etno-religioso y el mito que se recoge en una obra literaria (no en vano es a través de la escritura como se fijan las diferentes variantes míticas), otros no aceptan esta separación, sobre todo teniendo en cuenta que nuestra principal fuente de acceso al mito será siempre el texto escrito. Así lo advirtió ya Dumézil (1968; 1971), que señala que el mito se nos da a conocer revestido de literatura y a través de representaciones artísticas; también Durand (2003, p. 136) afirma enojado que «¡No existe ninguna diferencia, en efecto, entre el mito difuso, no escrito, el de las literaturas orales, las “oralituras” como dicen algunos etnólogos, y las literaturas de las bibliotecas!», pues «todos obramos sobre la misma materia prima». Tal es la cercanía entre mito y literatura que autores como Northrop Frye (1971, p. 497) defienden que todos los géneros literarios derivan del mito (en concreto del mito del héroe) y de sus imágenes arquetípicas. Otros críticos, en cambio, parten del hecho de que el «mito» se opone a la «literatura»: así lo señala Trousson (1981, p. 19), siguiendo a autores como Elíade o Vernant:

Nous avons tendance à le perdre de vue, lorsque nous abordons Eschyle, Ovide ou Virgile, nous n’avons plus affaire à des mythes, mais à une littérature mythologique, cristallisée et codifiée par des artistes conscients sous un aspect très différent du matériau qui s’offre à l’ethnologue. Dans ces oeuvres, le myhte a déjà perdu sa fonction étiologique et religieuse, même si la structure du mythe continue de se manifester sous la structure narrative […]. A l’ouverture indéfinie du mythe, matière brute, s’oppose la clôture littéraire, produit fini. Pour le compariste, il n’y a pas de Prométheé, d’Antigone ou de Phèdre extérieures à Eschyle, à Sophocle, à Euripide, c’est-à-dire hors des texts littéraires. Le mythe cesse où commence la littérature […]. Nous avons donc à traiter de littérature, et non de mythes (Trousson 1981, p. 19–20).

En este caso, por tanto, se entiende que, en su paso a la literatura, el mito entra en el ámbito de la estética (Dabuzeis 1988, p. 963), desvinculándose de su contexto religioso y experimentando así un progresivo proceso de «desmitificación» que será clave tanto para sus interpretaciones como para sus reescrituras posteriores (Martínez-Falero 2013). Este hecho, por una parte, consolida la distinción entre el «mito etno-religioso» y el «mito literario», binomio al que algunos autores añaden el concepto de «mito literarizado», como se explicará posteriormente; por otra parte, se ponen de relieve las diferencias entre la mitografía y la mitocrítica, disciplinas que tienen diferentes campos de acción, aunque ambas se ocupen del estudio de los mitos. Pasemos a continuación a explicar estas diferencias.

El término «mitografía» alude, en primer lugar, a un género literario de la literatura griega donde se engloban diferentes compilaciones de mitos. Sin embargo, también aquí los críticos muestran discrepancias. Así, mientras unos limitan el género a colecciones de mito fácilmente identificables (como la Biblioteca mitológica de Apolodoro), otros incluyen también listados y catálogos de personajes mitológicos (sin ninguna referencia al contenido narrativo de los mitos), o las obras de los logógrafos o los paradoxógrafos; algunos estudiosos (Ruiz de Elvira 1995, pp. 26–29) hablan incluso de la «mitografía» como un género más amplio y transversal que abarca obras que, si bien inicialmente se inscriben en otro género literario (como la tragedia o la poesía), son especialmente relevantes para la transmisión de determinados mitos (adviértase, no obstante, que en este caso en realidad el «mito» deja de ser un «relato» para convertirse en «trama» o «argumento escenificado», una diferencia ya señalada por García Gual 2014, p. 166). Hay también quien añade textos exegéticos donde se hacen interpretaciones de determinados mitos, aunque, como señala Alganza (2006, p. 31), «la opinión mayoritaria de los especialistas» es que cualquier alegoría o intento de interpretación «sería una tarea propia de filósofos y mitólogos, no de mitógrafos». Y es que la diferencia entre «mitología» y «mitografía» tampoco está libre de debate: Pellizer (1993) considera que la mitología es una actividad científica, frente a la mitografía, que es una disciplina auxiliar puesta al servicio de una obra literaria (vid. Alganza, 2006, p. 31); para Veyne (1983, p. 104), sin embargo, la mitología es una ciencia antigua similar a lo que Pellizer entiende por mitografía (vid. Alganza, 2006, p. 32). Tampoco hay acuerdo en lo que respecta a los límites cronológicos del género de la mitografía: algunos críticos lo ven como propiamente helenístico e imperial; sin embargo, otros autores identifican antecedentes arcaicos ya en el siglo V a. C., y retrotraen hasta entonces la vigencia del género (con respecto a los problemas de delimitación del género de la mitografía en la Antigüedad, véanse los trabajos de Alganza 2006 y Pàmias 2011). Por otra parte, la misma definición de «mito», que tan escurridiza ha demostrado ser, también es aquí una dificultad añadida. Como disciplina moderna, finalmente, la mitografía se dedica al estudio de la transmisión de los mitos a través de sus diferentes variantes textuales. Su enfoque, por tanto, debe ser esencialmente filológico y, en muchos casos, lingüístico, tal y como reivindica Pàmias (2011, pp. 2–3):

Una mitografía «filológica» prevé un comentario que acompañe al texto. Este comentario, a mi parecer, debe aspirar a describir el mito en relación con otras versiones y variantes míticas conocidas en la Antigüedad y, si ello es posible, clasificar los mitos según una cierta tradición literaria y localizar sus fuentes. […] El filólogo deberá apoyarse en el texto para no desarraigar los mitos de su tejido narrativo, es decir, tendrá que renunciar a lo que podríamos llamar las «seducciones de la interpretación». […] La tarea del filólogo que se consagra a la mitología consiste, en definitiva, en describir los mitos más que (o antes de) interpretarlos. Al abrigo de la filología, la mitografía se encuentra en su elemento.

En paralelo con la mitografía y el estudio filológico de los mitos, más lingüístico y formal, la interpretación del contenido de los mitos cobra relevancia desde el mismo momento en que estos se generan. El interés por explicar los mitos, de hecho, surge ya en épocas muy tempranas. Las interpretaciones racionalistas de Estesícoro (siglos VII–VI a. C.) y de Jenófanes de Colofón (siglo VI a. C.), o las lecturas alegóricas de Platón (siglos V–IV a. C.) y de Aristóteles (siglo IV a. C.) son ejemplo de ello, y ponen en evidencia el poder simbólico del mito. Las teorías de Evémero (siglos IV–III a. C.), que adjudicaba orígenes históricos a los mitos, tuvieron igualmente un gran seguimiento en época helenística. El cristianismo, por su parte, se alzó como uno de los grandes enemigos de la mitología grecolatina, pero también asimiló algunos mitos y rituales paganos, y moralizó otros muchos, interpretados ahora a la luz de una nueva religión (Walter 2005). Los mitos, además, pervivieron gracias a su valor artístico, literario y cultural, que se impuso ante otros alegatos religiosos. Ya en el humanismo italiano cabe mencionar la defensa del mito que lleva a cabo Giovanni Boccaccio en su obra Genealogia deorum gentilium (1360), obra donde este tipo de relato se reivindica como forma de conocimiento válida. Las ideas de Boccaccio, por otra parte, tendrán una importante repercusión en las teorías desarrolladas por Giambattista Vico en su Ciencia Nueva (1725), donde se demuestra la funcionalidad del lenguaje metafórico y del pensamiento simbólico, y se legitima la verdad que subyace en los universales fantásticos presentes en los mitos (Molpeceres 2014, pp. 28–31). El espíritu del Romanticismo también infundirá nuevas fuerzas al estudio de los mitos y sus recreaciones. Sin embargo, a pesar de estos acercamientos literarios, filosóficos y académicos, no será hasta ya entrado el siglo XIX cuando la mitología adquiera la categoría de ciencia y el término «mito» entre en los diccionarios de las lenguas europeas (Pedrosa 2005, p. 14; García Gual 2014, pp. 16–17). Y lo hará sobre todo de la mano de Max Müller, autor del estudio Vergleichede Mythologie (1856). Siguiendo las pautas metodológicas marcadas por la nueva lingüística indoeuropea, Müller emprende un análisis comparado de diferentes mitologías del mundo con el objetivo de llegar a reconstruir un mito primitivo originario. La etimología de algunos nombres de dioses y héroes desempeña, en este sentido, un papel fundamental, y permite un acercamiento lingüístico a la mitología. Finalmente, ya en el siglo XX asistimos a una sucesión de escuelas críticas que se acercan al estudio de los mitos desde diferentes disciplinas y orientaciones, superando con ello el concepto de fuente, así como el positivismo que había predominado hasta entonces. Los mitos se convierten en objeto de estudio de la antropología (Harrison, Tylor, Frazer), el psicoanálisis (Freud, Jung, Bettelheim, Kerényi, Campbell), el simbolismo (Cassirer), el funcionalismo (Malinowski), el estructuralismo (Lévi-Strauss, Dumézil, Vernant, Detienne, Calame), y las ciencias de las religiones (Eliade), entre otras. Ninguna de estas escuelas, llega a agotar el significado del mito, como acertadamente señaló Kirk (García Gual, 2014, pp. 21–22). Todas ellas, eso sí, pueden englobarse en lo que de manera generalizada se ha definido como «mitocrítica», esto es, en palabras de Losada (2015, p. 9), la «disciplina que estudia los mitos»; término que en algunos ámbitos se prefiere ante el más tradicional de «mitología» o «ciencia de la mitología» (así lo matiza el propio Losada en su definición: «la mitología los contiene [los mitos], como un panteón sus estatuas)». La mitocrítica, por tanto, tiene un marcado carácter interdisciplinar, pues está en permanente contacto con otras ciencias de las que se nutre, y esto la sitúa también dentro de las metodologías de estudios comparatistas (sobre todo, en lo que respecta a la literatura, un medio de expresión artística que ha sido común a todas estas escuelas).

Observábamos anteriormente que, al ponerse por escrito, el mito se adentra en mayor o menor grado en el territorio de la estética. Así sucede ya en la misma Antigüedad clásica, como explica García Gual (2014, p. 154), quien insiste en «la capacidad de la poesía griega para colorear la trama de un mito tradicional con una vivacidad dramática y una emotividad que aireaba el mensaje del mito». La literatura clásica inicia así una serie de reelaboraciones literarias de los mitos que llegan hasta nuestros días y que

[…] enriquecen admirablemente el mensaje de los mitos, pues no se trata de una transmisión repetitiva, como sucede en una cultura oral, sino de la forja de nuevas versiones sobre el esquema básico, que tiene ciertos motivos invariables […], pero se presta a perspectivas diversas y de una intensidad trágica que no está en la narración primigenia. (García Gual 2014, p. 152).

Surge entonces el concepto de «mito literario» frente a «mito etno-religioso», una diferencia que ha sido fundamental en los estudios de mitocrítica. El primer autor en emplear el término de «mito literario» fue Pierre Albouy en su obra Mythes et mythologie dans la littérature française (1969), donde lo define como:

[…] l’élaboration d’une donnée traditionnelle ou archétypique, par un style propre à l’écrivain et à l’œuvre, dégageant des significations multiples, aptes à exercer une action collective d’exaltation et de défense, ou à exprimer un état d’esprit ou d’âme spécialement complexe (Albouy 1969, p. 301).

Philippe Sellier ahonda aún más en el significado de este término en su artículo «Qu’est-ce qu’un mythe littéraire?» (1984), donde, oponiéndolo a los mitos etno-religiosos, define el mito literario como un mito no primario (esto es, que no surge con la finalidad de establecer una sociedad o un rito concretos), con un autor reconocido (en lugar de anónimo y colectivo) y cuya historia no es aceptada como verdadera en ningún momento. Sellier destaca, por otra parte, otras tres características que el mito etno-religioso y el mito literario tienen en común: la saturación simbólica, la organización compacta (es decir, una situación dramática donde todos los elementos narrativos funcionan de manera conjunta) y la iluminación metafísica (gracias a la cual se explica la transcendencia del mito). A esto podríamos añadir la misma narratividad, como ha señalado Marie-Catherine Huet-Brichard (2008, pp. 42–44, en Martínez-Falero 2013, p. 484). En lo que respecta concretamente a los mitos grecolatinos, Dabezeis (1988, p. 1180) menciona su capacidad para convertirse en modelos de la sociedad:

[…] un simple «thème» littéraire prend un jour valeur de mythe quand il vient à exprimer la constellation mentale dans laquelle un groupe social se reconnaît […] et redevient, quand il ne facine plus le public, un simple theme qu’on ne reprend plus que par habitude ou tradition littéraire […]. C’est le cas, sans doute, de la plupart des images mythiques héritées de l’Antiquité et devenues, dans tout l’Occident, des modèles littéraires prestigieux. A l’occasion ils peuvent reprendre valeur de modèles fascinants: ainsi les grands exemples romains au temps de Corneille ou dans le discours des Conventionnels, Antigone pour la Résistance française, etc. La vitalité et l’acctualité d’un mythe se mesurent à sa «reception» et aux variations de cette reception.

El concepto de «mito literario», sin embargo, no ha tenido aceptación entre todos los críticos, y algunos como Trousson prefieren hablar de estas narraciones como «temas», tal y como se explicó anteriormente. El paso del mito a la literatura, por otra parte, tampoco ha estado libre de debate: algunos críticos (Trocchi 2002) han visto en este proceso una corrupción del mito, mientras que otros ven en esta adaptación una perpetuación que asegura su supervivencia (Wunenburger 1994) (apud Castro 2005, pp. 14–15).

Siguiendo las teorías de Sellier, André Siganos, en su ensayo sobre el mito del Minotauro (Le Minotaure et son mythe, 1993), estableció una diferencia entre «mitos literarios» y «mitos literarizados». Intentaba así «distinguer du mythe “littéraire” non le mythe “textualisé” (autre néologisme), qui prétendrait simplement désigner le mythe oral fixé par l’écriture, mais le mythe oral reformulé par la litterature, à un niveau supérieur d’élaboration» (Siganos 2005). En el ámbito español, algunos autores como Herrero Cecilia también han adoptado este término en sus estudios, entendiéndolo como «una adaptación o reformulación individual de un relato arcaico perteneciente a la mitología colectiva de una cultura o de un pueblo» (Herrero Cecilia 2006, p. 65). «Esto quiere decir», continúa Herrero Cecilia (2006, p. 65), «que la fuente de un mito literarizado es un mito étnico o religioso ancestral cuya versión original resulta inalcanzable. Por otro lado, el mito literarizado será reformulado de nuevo por otros escritores y dará lugar a una serie de versiones o de reactualizaciones a lo largo de la historia literaria». No obstante, el propio Siganos (2005) admite que la diferencia entre «mito literarizado» y «mito literario» no es siempre clara.

Cuando la versión literarizada de un mito es reelaborada, se establecen diferentes relaciones de intertextualidad (en terminología de Genette 1982) que van a ser fundamentales en la creación de mitos literarios (véanse al respecto los trabajos de Martínez-Falero 2013, Chauvin 2005, y Juan Herrero Cecilia 2006; 2008). Así lo señaló ya Chauvin (2005):

[…] l’intertextualité est même en bien des cas l’un des processus fondamentaux de l’edification, voire de la pérennité du mythe. Comme l’ont rappelé Jean Rousset, Raymond Trousson, Pierre Brunel et d’autres, le myhte est en effet la somme de ses différentes versions. La quête du mythe d’origine est aussi vaine, certainement, que la quête de l’origine du mythe; le mythe n’est pas une donnée initiale et primodiale dont seraient tributaires toutes les leçcons ultérieures; ce sont ces versions qui constitutent le mythe.

El mito literario es, por tanto, el resultado final de aquello que pervive y de lo que se reelabora, pues, en palabras de Frye, «Ce qu’un mythe veut dire est ce qu’on lui fait dire au cours des siècles» (Frye 1994, p. 6, en Siganos, 2005). Y aquí toma relevancia la mitocrítica, cuya labor será adentrarse en este juego de intertextualidad para observar cómo convergen lo nuevo y lo antiguo, lo transmitido con lo creado. El mismo mito pasa a ser así un «intertexto» que genera nuevos textos, asegurando con ello su perpetuación (Rialland, en Herrero Cecilia 2006, p. 70). Se confirma con ello que, como ya señaló Trocchi (2002, p. 149–150, apud. Castro 2005, p. 18), «la literatura no es solo “depositaria”, sino también creadora de mitos».

El comparatista ruso Meletinski (2001) denominó «mitologismo» a cualquier ejemplo de manifestación de lo mítico en lo literario. La identificación de este material mítico ha sido uno de los principales objetivos de la mitocrítica contemporánea, que, como vemos, se aleja de lo sagrado para acercarse a lo poético. Desaparecidos las creencias y los rituales, el mito cumple ahora una función principalmente literaria, que puede ponerse al servicio de nuevos contextos sociales y políticos. De acuerdo con Wunenburger (1994, pp. 14–21), son al menos tres las transformaciones que tienen lugar en el paso del mito etno-religioso al mito literario: la reanimación hermenéutica (que le da un nuevo valor cultural), el bricolaje mítico (el mito es dividido en sus diferentes componentes para luego ser reconstruido a través de combinaciones muy diversas), y la transfiguración barroca (que implica la construcción de una nueva historia a partir del mito original). Por otra parte, algunos autores han tratado de sistematizar las diferentes maneras de reelaboración del mito en la literatura: utilizando el concepto estructuralista de «mitema» (unidad mínima en la narración de un mito) acuñado por Lévy-Strauss, Martínez-Falero señala cinco modalidades de reescritura: la reescritura por adición de mitemas, por combinación de mitemas, por subversión de mitemas, por analogía respecto de la estructura del relato, por analogía respecto de la trama del relato; García Gual (2014, pp. 171–179) también habla de otras cinco modalidades diferentes: la alusión, la amplificación novelesca, la prolongación del relato, la ironía y la reinterpretación subversiva del sentido del mito. Fuera del ámbito hispano, Dabezies (1988, p. 1185) estableció un proceso de cuatro fases, a través de las cuales el crítico deberá evaluar la importancia de la imagen mítica en la forma literaria, identificar los ecos que proviene del contexto histórico y socio-cultural, analizar el desarrollo psicológico de la figura mítica y sus conflictos, y poner de relieve los elementos simbólico-dramáticos del mito. Vierne (1993), por otra parte, distingue entre mitos explícitos (presentes en obras que aluden de manera expresa al personaje o a la narración mítica en la que se inspiran) y mitos implícitos (esto es, mitos subyacentes que se ponen de manifiesto en la obra literaria a través de determinados elementos y esquemas narrativos). Durand, finalmente, creó su propio método de análisis literario, que es el que se denominó propiamente «mitocrítica». A él le dedicaremos las próximas líneas.

Gilbert Durand (1921–2012), catedrático de sociología y antropología cultural en la Universidad de Grenoble, desarrolló sus ideas sobre el análisis de los textos literarios durante la segunda mitad del siglo XX, en la estela de su maestro Gaston Bachelard y de críticos como Eliade, Dumézil, Jung y Campbell. Sus teorías entran en lo que él mismo denominó «estructuralismo figurativo», que trata de superar el dogmatismo del estructuralismo tradicional, excesivamente reduccionista. El estructuralismo había devuelto la importancia al texto como objeto de análisis, frente a otros procedimientos historicistas que estudiaban aspectos externos; sin embargo, Durand puso en evidencia que el análisis de la estructura también puede resultar superficial, y que no siempre es suficiente para extraer toda la riqueza de una obra literaria. Se propuso entonces crear un método de trabajo que permitiera llegar a la esencia del texto y a su significado más profundo. Y para ello elaboró un sistema de clasificación de imágenes y arquetipos a través de los cuales se configura el «imaginario». El hombre, defiende Durand, es un ser simbólico, y esto es lo que lo diferencia de los animales. El estudio de los símbolos es, por tanto, «un proceso de conocimiento y de descubrimiento de uno mismo» (Garagalza 2012). El mito, con toda su carga simbólica, se presenta entonces como vehículo de lo imaginario y como una herramienta analítica fundamental para el estudio de la literatura.

El estructuralismo figurativo abarca tres ideas clave en el pensamiento de Durand que están interrelacionadas: la mitocrítica, el mitoanálisis y la mitodología (sus obras más ilustrativas sobre estos conceptos son los ensayos Figures mythiques et visages de l’oeuvre. De la mythocritique à la mythanalyse, 1979, y en concreto el capítulo « mythocritique et mythanalyse» e Introduction à la mythodologie. Mythes et sociétés, 1996). La «mitocrítica», estrictamente hablando, es «un método de lectura crítica que analiza el texto literario de la misma manera que se analiza un mito» (Gutiérrez 2012, p. 183), lo que implica buscar y poner de manifiesto las estructuras míticas de las obras. El mitoanálisis, por otra parte, «trata de descubrir cuáles son los mitos patentes o latentes que atraviesan, “trabajan”, o sustentan un determinado momento cultural» (Gutiérrez 2012, p. 183), poniendo así en estrecha relación los textos literarios con la época en que se producen. No obstante, debe tenerse en cuenta que el concepto de mitoanálisis fue acuñado en primer lugar por Denis de Rougemont en su ensayo Les Mythes de l’amour (1961), y con él hacía referencia al estudio del mito desde el estudio conjunto de la literatura y la sociedad contemporánea. Finalmente, la «mitodología» hace referencia al modo de operar del mitoanálisis para «desvelar cuáles son los mitos dominantes o los mitos en tensión en una determinada época de la cultura, lo que desemboca en un análisis socio-histórico» (Gutiérrez 2012, p. 186). A diferencia de la mitocrítica, por tanto, el mitoanálisis y la mitodología analizan un conjunto de obras de un mismo periodo, en lugar de un único texto literario. Los rasgos comunes que se encuentran en estas obras acaban constituyendo los principales rasgos de lo que Durand define como «mitos de época». Igualmente relevante es el concepto de «cuenca semántica», metáfora de la cuenca fluvial con la que se alude al periodo en que un imaginario y sus mitos dominantes están vigentes en una sociedad. Las cuencas semánticas tienen una duración aproximada de 150 a 180 años, y abarcan seis fases, a las que Durand se refiere con diferentes «metáforas potamológicas»: el chorreo (o desgaste del imaginario precedente), el reparto de aguas (la unificación de algunos elementos que se oponen al imaginario establecido), las confluencias (esto es, las circunstancias políticas que favorecen la aparición de un nuevo imaginario), el nombre del río (el personaje, real o ficticio, que da nombre a un mito o a una leyenda), la disposición de las riberas (o la consolidación de un imaginario a través de nuevos autores y teóricos) y el agotamiento de los deltas o los meandros (momento de declive en el que se produce la saturación del imaginario y se permite la entrada a una nueva estética) (Herrero Gil 2008, pp. 247–248). El proceso de la mitocrítica, finalmente, consta de diferentes momentos, en los que el crítico debe localizar y clasificar las redundancias de imágenes y símbolos en una obra literaria, identificar los «decorados míticos» (esto es, la combinación de situaciones y espacios que se activa en cada narración), y realizar finalmente la interpretación crítica del texto (Gutiérrez 2012, pp. 183–184). Podemos concluir, por tanto, que la mitocrítica es un método de lectura hermenéutico que, yendo más allá de las disciplinas en las que se apoya, trata de llegar a la misma esencia de los mitos (el «mitologema», en terminología de Kerényi 1941 ---vid. Kerényi y Jung 2004, p. 17) y los textos literarios. Asimismo, pone en evidencia que el mito es un elemento plástico, dinámico y cambiante, que se transforma según la sociedad y el momento histórico, hecho al que contribuyen todos y cada uno de los autores que lo recrean.

Una de las últimas aportaciones al campo de la mitocrítica en el ámbito hispano es la «mitocrítica cultural», formulada por José Manuel Losada (2015). Losada propone, en primer lugar, que la mitocrítica deje de ser un mero instrumento de análisis subordinado a otras disciplinas (la antropología, la psicología, la lingüística, etc.), y que se consolide como ciencia de pleno derecho que se relaciona con el resto en términos de igualdad. Por otra parte, llama la atención sobre la necesidad de establecer una metodología apta para analizar las diferentes manifestaciones de los mitos, antiguos y nuevos, en el mundo contemporáneo, un mundo donde los sistemas de comunicación entre las personas han experimentado un cambio radical y sin precedentes. En ese sentido, propone Losada, la mitocrítica deberá tener en cuenta tres factores fundamentales: la globalización social (pues fenómenos como las nuevas tecnologías y la migración han afectado directamente al modo en que se transmiten los mitos), la cultura de la inmanencia (que vincula el mito a una dimensiones ética y política concretas, al margen de su transcendencia simbólica) y la lógica de consumo (sobre la que se asienta el mundo moderno y que puede llegar a generar «sorprendentes trasvases culturales», Losada 2015, p. 13). La mitocrítica cultural, en definitiva, deberá ser necesariamente interdisciplinar y mostrarse eficaz a la hora de rastrear los diferentes procesos de transformación de los mitos en una sociedad cambiante y profundamente marcada por lo efímero. Para ello deberá atender a las funciones referencial, heurística y poética del mito. Es evidente, por último, que la mitocrítica cultural, tal y como está planteada, solo se ajusta a unas coordinadoras culturales concretas y transitorias: las de las primeras décadas del siglo XXI. Es de esperar, por tanto, que en un futuro se vea reforzada «por nuevos factores que ahora apenas podemos imaginar, o debilitada porque otros hoy utilizados habrán perdido pertinencia» (Losada 105, pp. 25–26); pues «como el mito, la mitocrítica es dinámica», concluye Losada (2015, p. 26).

Como se ha podido observar a lo largo de esta entrada, la mitocrítica es una disciplina que se aborda necesariamente desde la literatura comparada, pues su objeto de estudio se construye a través de diferentes textos y en contacto con ciencias muy diversas. El mito, gracias a su carga simbólica y a su patrón arquetípico, es un espejo de la sociedad que lo genera, y su recepción es un dato observable y cuantificable (Dabezeis 1988, p. 1180) a través del cual se puede tomar el pulso a los deseos y valores de esta, así como a sus miedos y preocupaciones. Los clásicos grecolatinos siguen activos en el mundo moderno a través de sus mitos, y no cabe duda de que el análisis de sus reelaboraciones literarias pone de relieve nuestra esencia común.

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Ana González-Rivas Fernández

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