modernidad
Del latín tardío modernus (modus hodiernus) y este de modo, que significa «de hace poco», «reciente», «una vez», «solamente». En su origen significó «exactamente», formado a partir de modus, «medida». La raíz indoeuropea med indica la medida en el sentido de evaluación («medir») o de medio («tomar las medidas apropiadas»). En español, el sufijo -dad da cuenta de la nominalización de cualidad, efecto o condición de una base léxica nominal: moderno > Modernidad (Fr. Modernité, Ing. Modernity, It. Modernità, Al. Modernität).
El término «Modernidad» designa el estilo de las obras artísticas y literarias opuestas al clasicismo y, en su origen, se asimiló a Romanticismo. Se originó en la Ilustración y perdura hasta nuestros días, aunque coexiste en la Edad Contemporánea con otros nombres, como «Modernidad líquida», «postmodernidad», etc. Se trata de un término de carácter estético, debido a su afán de ruptura con los modelos artísticos imperantes. También es un término filosófico, porque señala el momento de aparición del yo subjetivo. En el ámbito sociológico, alude al nacimiento de la individualización y de la idea de progreso. Para los estudios históricos, la Modernidad ocupa el lugar entre la Edad Media y la Edad Contemporánea. Finalmente, se distingue el comienzo de la Modernidad en la ciencia cuando aparece el método empírico y racionalista.
Siguiendo a García Jurado (2016, pp. 77–78) «Modernidad» surge a partir del decenio de 1870 para designar nuevas formas literarias y artísticas alternativas a lo que se adjetivó como «Tradición Clásica», sugiriendo así la oposición de «Modernidad» y «Tradición Clásica». Octavio Paz caracteriza a la Modernidad también como una tradición, pero, al mismo tiempo, indica que existirían diferentes «Modernidades» porque menciona diversas «tradiciones»: «se habla de la Modernidad como de una tradición y se piensa que la ruptura es la forma privilegiada del cambio. Al decir que la Modernidad es una tradición cometo una leve inexactitud: debería haber dicho, otra tradición. La Modernidad es una tradición polémica y que desaloja a la tradición imperante, cualquiera que esta sea» (Paz 1990, p. 18).
De esta cita se sigue la apreciación de que la Modernidad no es una estética o época única, sino que engloba muchas estéticas y relaciona cada época con la que le precede, con la que rompe, y la siguiente, que vendrá a desalojarla. En palabras del poeta mejicano: «de ahí la ambigüedad de sus relaciones —casi siempre iniciadas por una adhesión entusiasta seguida por un brusco rompimiento— con los movimientos revolucionarios de la Modernidad, desde la Revolución francesa a la rusa».
La búsqueda de una fecha histórica de inicio de la Modernidad es controvertida, como señala el sociólogo Pérez-Agote:
Se pueden destacar dos tendencias igualmente legítimas y fecundas en la designación de un punto de partida, una que apunta al Renacimiento y otra que fija en el siglo XVIII la apertura de la Modernidad. La elección del tipo de distinciones que marcan discontinuidades puede obedecer a una variada gama de motivos, desde las necesidades de legitimación histórica de una realidad política hasta la disciplina académica practicada por el investigador, junto con su propio interés por áreas determinadas de investigación y por la fenomenología propia de dicho área (Pérez-Agote Aguirre 2017, p. 26).
Pérez-Agote lo ejemplifica citando al poeta Argullol, quien en un artículo periodístico declaró que la subjetividad literaria es el signo más importante de la Modernidad, y sitúa como primer hito de esta «la escalada de Francesco Petrarca al Mont Ventoux el 26 de abril de 1336, fecha que, si hubiera la obligación de hacerlo, yo citaría como la del nacimiento de lo que tan confusamente hemos llamado Modernidad» (Argullol Murgadas 2002).
Coincide con Argullol el escritor Gomá Lanzón, que también rastrea el nacimiento de la Modernidad en época renacentista:
Durante el Renacimiento hubo ya algunas voces que abogaron por la igualdad de los tiempos que vivían en relación con los Antiguos […] no fue el avance de la ciencia y del conocimiento lo que dio entonces confianza en la calidad y mérito de los Modernos, como sucedió después en el círculo de Bacon, sino la gloria de las nuevas repúblicas, los descubrimientos ultramarinos, las realizaciones del arte y las literaturas nacionales (Gomá Lanzón 2005, p. 225).
En relación con la Tradición Clásica, el origen de la Modernidad se sitúa a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Para Highet se origina en el prolongado enfrentamiento de la Batalla de Antiguos y Modernos, que agitó la erudición clásica, y enfrentó a los dos bandos en cuanto a la obligación de que los nuevos autores imitaran a los grandes escritores griegos y latinos de la Antigüedad. De esta disputa, Highet subraya la defensa de los Antiguos de la profundización en el estudio y conocimiento de los grandes clásicos grecolatinos y, en cuanto a los modernos, señala que «salieron victoriosos en el punto esencial de que los libros modernos “pueden ser” tan buenos como cualquier cosa escrita en Grecia o en Roma» (Highet 1949, pp. 411–412). Ciertamente, la «querelle» supuso un cambio de época y Gomá sostiene que fue el momento histórico en el que surgió el hombre moderno, pues se creó una nueva estructura cultural al desaparecer la servidumbre de la imitación:
El hecho es que en un breve espacio de tiempo, a finales del XVIII, desaparece la teoría de la imitación en sus tres clases [traducción, imitación, emulación]. Este hecho tan asombroso en la historia de la cultura requiere una explicación y la que aquí se propone es una hipótesis que afirma que la estructura subyacente a las tres clases, la relación modelo-copia, vigente durante siglos, fue reemplazada, en un cambio que hace época, a impulsos de la nueva conciencia del individuo y del desarrollo de las ciencias, por otra estructura cultural en la que la imitación ya no cumple ninguna función. Esa nueva estructura sustitutiva es la idea de sujeto moderno, fondo intelectual que ilumina las otras categorías y conceptos, que la Modernidad acuña: experiencia, autoconciencia, progreso, autonomía, emancipación, etc. (Gomá Lanzón 2005, p. 222).
La querella de los «Antiguos y Modernos» cambiaría su denominación por «clásicos y románticos» a principios del siglo XIX gracias a Madame de Staël, que en su libro De l’Allemagne (Staël 1991) hizo que romántico fuese la nueva forma de hablar sobre lo moderno (García Jurado 2016, p. 69), idea que comparte Aguiar e Silva (1972, p. 329), para quien Madame de Staël «resume las ideas de Schlegel acerca de las diferencias entre el arte clásico y el arte romántico», por lo que es al autor alemán a quien corresponde la creación de la antinomia «clásico» / «romántico». Para el teórico portugués, «el Romanticismo es una manifestación de franca Modernidad, pretende crear un arte nuevo capaz de expresar los tiempos nuevos» (p. 339) y concluye que: «el Romanticismo ha dinamizado y fecundado todos los grandes movimientos artísticos que se han sucedido a lo largo de los siglos XIX y XX» (p. 340).
Por su parte, el filósofo Habermas también señala la filiación del término con la época romántica en relación con las Bellas Artes:
El problema de una justificación de la Modernidad desde sí misma adviene por primera vez a la conciencia en el ámbito de la crítica estética. Esto se hace patente si se considera la historia conceptual de la expresión «moderno». El proceso de distanciamiento con respecto al modelo del arte antiguo se inicia a principios del siglo XVIII con la famosa Querelle des Anciens et des Modernes. El partido de los «modernos» reacciona contra la autocomprensión del clasicismo francés asimilando el concepto aristotélico de perfección al de progreso, tal como este venía sugerido por la ciencia moderna de la naturaleza. Los «modernos» ponen en cuestión el sentido de la imitación de los modelos antiguos con argumentos histórico-críticos, elaboran frente a las normas de una belleza en apariencia sustraída al tiempo, de una belleza absoluta, los criterios de una belleza sujeta al tiempo o relativa y articulan con ello la autocomprensión de la ilustración francesa como comienzo de una nueva época. Aunque el sustantivo modernitas (junto con el par de adjetivos antiqui / moderni) venía utilizándose ya desde la Antigüedad tardía en un sentido cronológico, en las lenguas europeas de la Edad Moderna el adjetivo «moderno» solo se sustantiva bastante tarde, a mediados del siglo XIX, y ello ocurre primero en el terreno de las bellas artes. Esto explica por qué la expresión «Modernidad», modernité, ha mantenido hasta hoy un núcleo semántico de tipo estético que viene marcado por la autocomprensión del arte vanguardista (Jurgen Habermas 2008, p. 18).
A España el término «Modernidad» llegó tarde, quizá porque, como defienden algunos, el Romanticismo no existió en nuestro país. Según Navas, «de una manera u otra no deja de acechar siempre la propuesta de Edmund King (1962) sobre su superficialidad, su vacuidad, su retoricismo: aquí no hubo Romanticismo verdadero porque no se sufrió la crisis que llevó a él; simplemente se lo adaptó por ser una moda» (Navas 2000), y, para Octavio Paz: «La pobreza de nuestro Romanticismo resulta aún más desconcertante si se recuerda que para los poetas alemanes e ingleses España fue la tierra de elección del espíritu romántico» (Paz 1965, p. 840). Esta tardía consolidación de «Modernidad» no solo en la literatura española, sino también la portuguesa, la relaciona Aguiar e Silva (1972, p. 329) con la instauración de los regímenes liberales en estos dos países durante la tercera década del siglo XIX. Así las cosas, el estado de la cuestión del Romanticismo español lo resumen Pedraza y Rodríguez:
Para unos se trata de una corriente paralela a las del resto de Europa y con antecedentes similares. Sebold viene insistiendo en que nuestro Romanticismo nació en el último cuarto del siglo XVIII. Para otros, en especial Peers, apenas existe; fue un intento tan virulento como efímero, pronto arrinconado por una nueva concepción denominada eclecticismo. Por último, hay quien opina que el Romanticismo español es un movimiento tardío que triunfa cuando en otros países europeos está ya en decadencia […] Hay que admitir que todas estas teorías describen parcial, pero acertadamente, un mismo fenómeno (Pedraza y Rodríguez 1997, p. 205).
Así pues, parece claro que Modernidad y Romanticismo coinciden cronológicamente también en España. Sin embargo, se aprecian insinuaciones a favor de lo moderno ya en el siglo XVIII dentro del Teatro crítico universal del padre Feijoó: «No apruebo aquellos genios tan parciales de los pasados siglos, que siempre se ponen de parte de las antiguallas. En todas las cosas el medio es el punto central de la razón. Tan contra ella, y acaso más, es aborrecer todas las modas, que abrazarlas todas. Recíbase la que fuere útil, y honesta. Condénese la que no trajere otra recomendación que la novedad» (Benito Jerónimo Feijoó 1779).
Lo que generalmente se acepta es que la Modernidad tiene un periodo como el que Octavio Paz propone para la poesía moderna: «su nacimiento con los románticos ingleses y alemanes, su metamorfosis con el simbolismo francés y el modernismo hispanoamericano, su culminación y fin en las vanguardias del siglo XX» (Paz 1990, p. 10). En concreto, el premio Nobel fija el nacimiento de la Modernidad en 1869, la fecha de publicación de L’art romantique de Baudelaire (Octavio Paz 1990, p. 18). Por su parte, Modernidad es un neologismo que aparece en el Romanticismo alemán por primera vez en 1826, según Escobar Arronis:
Heinrich Heine, en sus Reisebilder, acuñó el termino alemán Modernität, traducido por modernité en la versión francesa de la obra, publicada en 1856/58, poco antes de que su amigo Charles Baudelaire, entre 1859 y 1860, escribiera el ensayo Le peintre de la vie moderne con la famosa parte titulada «La Modernité», término representativo del programa de una nueva estética. En la Alemania de la década de 1820, el neologismo Modernität es el recurso de que se sirve Heine para expresar la concepción dialéctica de la Ilustración y el Romanticismo como dos caras de la misma moneda […] (Escobar Arronis 1993, pp. 45–54).
Las dos caras que menciona Escobar son similares a las que contempla Octavio Paz (1993, p. 10): «Desde su origen la poesía moderna ha sido una reacción frente, hacia y contra la Modernidad: la Ilustración, la razón crítica, el liberalismo, el positivismo y el marxismo». Esta dicotomía consustancial a la Modernidad sería semejante a la que define el Romanticismo, tal como lo entiende Aguiar e Silva (1972, p. 331), para quien los románticos «interpretando erróneamente el pensamiento de Fichte, identificaron el Yo puro con el yo del individuo, con el genio individual, y transfirieron a este la dinámica de aquel», de manera que la aventura del yo romántico se despliega entre dos grandes polos. Esta afirmación concuerda con la idea de Schlegel (1963, p. 207) de que «el carácter específico del arte romántico consiste en no poder alcanzar jamás la perfección, en ser siempre y en tornarse eternamente nueva», afirmación que declara la sinonimia estética Romanticismo-Modernidad.
Casi un siglo después de la antes mencionada datación de Escobar Arronis para el término «Modernidad», este comienza a ser utilizado en España; en concreto, el año de 1923, dentro de un artículo de Francisco Pompey sobre el pintor Aurelio Arteta aparecido en la sección «Artistas contemporáneos» de la Revista de Bellas Artes, según datos que ofrece el Corpus Diacrónico del Español (CORDE) de la Real Academia de la Lengua. Sin embargo, la palabra no se incorporó al Diccionario de la Lengua Española hasta la edición de 1936 con la definición «calidad de moderno», que será la que se mantenga hasta hoy. No ocurre lo mismo con las definiciones del lema «moderno», que solo a partir de la edición de 1970 incluirá como acepción «lo que en cualquier tiempo se ha considerado contrapuesto a lo clásico», y que hoy aparece en la versión digital del Diccionario como: «Contrapuesto a lo antiguo o a lo clásico y establecido», más acorde con las definiciones que existen de «Modernidad» en los campos de la sociología y la filosofía.
Desde este último campo, Amengual (1998, p. 72) ha estudiado en profundidad el significado de «moderno», y ha indagado en los tres sentidos posibles que Gumbrecth y Koselleck atribuyen a este vocablo: 1. moderno en el sentido de actual, en contraposición a pasado; 2. moderno en sentido de nuevo, en contraposición a antiguo; y 3. moderno en el sentido de provisional, en contraposición a eterno. Estos tres sentidos se conservan en «Modernidad».
El Diccionario Panhispánico de Dudas (DPHD) contiene otra definición de «Modernidad» distinta a la del diccionario usual; a cambio, la entrada «moderno» no existe:
Modernidad. «Cualidad de moderno» y «época moderna»: «La Modernidad de la galería, el calor de afuera, el aire artificialmente congelado de adentro, parecían agobiarlo» (Fuentes Constancia [Méx. 1989]); «Con este verso […] entra en la Modernidad la poesía en lengua inglesa» (Vqz Montalbán Galíndez [Esp. 1990]). No debe confundirse con modernismo («afición a lo moderno» y «cierto movimiento artístico») (DPHD 2005, s. v.).
La Modernidad ofrece al estudio de la Tradición Clásica múltiples vías de acercamiento a los autores y obras antiguos, en un «juego complejo» del que nos habla García Jurado (2016, p. 31), quien afirma que: «las diferentes formas de referirse al fenómeno de nuestra relectura del pasado han recibido a lo largo de los dos últimos siglos distintas etiquetas que buscaban, fundamentalmente, dar con la formulación más adecuada a la hora de expresar lo que entendemos como el fenómeno de la tradición».
García Jurado sistematiza estas etiquetas con el apoyo de la teoría de las «metáforas de la vida cotidiana» de Lakoff y Johnson y clasifica los modos de estudiar la Tradición Clásica en nuestra época con arreglo a diferentes metáforas:
- Metáfora hereditaria: «legado» y «herencia»
- Metáfora de la inmortalidad: «pervivencia», «fortuna»
- Metáfora del contagio: «influencia»
- Metáfora democrática: «recepción»
(Francisco García Jurado 2016, p. 32)
Por tanto, la Modernidad permite trabajar con la Tradición Clásica desde cuatro perspectivas: a) la indagación y clasificación de las fuentes grecolatinas que puede haber utilizado un autor moderno; b) el estudio de la trascendencia o «eco» de autores clásicos que sobreviven o reviven en obras de autores modernos; c) la constatación de que la obra moderna ofrece la esencia de una obra antigua; y d) la investigación e interpretación de la obra clásica desde nuevas lecturas o recepciones motivadas por diferentes circunstancias históricas (cf. García Jurado 2016, pp. 32–40).
En los estudios de crítica literaria o literatura comparada relacionados con la Tradición Clásica, se puede oponer Antigüedad a Modernidad, sin embargo, es más problemático oponer clasicismo a Modernidad, pues una obra moderna puede ser clásica y una obra clásica, a su vez, puede calificarse de moderna o ser susceptible de que puedan encontrarse en el texto clásico estéticas modernas. Esto es lo que sugieren los estudios «Literatura antigua y estéticas de la Modernidad» que llevan a cabo Javier Espino, desde la Universidad Autónoma de México, y Francisco García Jurado, desde la madrileña Universidad Complutense. Como explica este último, en este tipo de estudios es donde aparecen reflexiones sobre la «Modernidad» de un autor grecolatino, pues «no dejamos de entenderlo desde nuestras propias categorías ideológicas y estéticas» (García Jurado 2016, p. 202).
Por tanto, desde la Modernidad se abren diversas vías de trabajo sobre los clásicos con resultados que aportan valor tanto al autor moderno estudiado como al autor grecolatino. Al mismo tiempo, también se ofrecen nuevas formas de entender la Tradición Clásica, pues, siguiendo a García Jurado (2016, p. 197), cabe ir más allá de la mera constatación de un texto antiguo en otro moderno:
Los métodos utilizados para estudiar fenómenos de tradición no tienen que ser los mismos cuando se trata de obras literarias de los siglos XVI o XVII, donde pesan considerablemente las convenciones, frente a las literaturas del XIX o del XX (no digamos ya del siglo XXI), en las que adquiere un papel protagónico la deliberada y consciente influencia. No debemos obviar, en este sentido, el hecho de que la tradición literaria grecolatina deje de ser en cierto momento una convención incuestionable para convertirse en un hecho de consciente elección (García Jurado 2016, p. 196).
Puesto que la Modernidad varía según el tiempo histórico, es posible revisar diversas perspectivas modernas de investigación sobre la Tradición Clásica:
Los hitos metodológicos más influyentes para la Tradición Clásica a finales del siglo XX y comienzos del XXI, a saber:
- El cambio de perspectiva desde la «tradición» a la «recepción» (Jauss).
- La intertextualidad y la superación del concepto de «fuente» (Genette).
- La ampliación de la Tradición Clásica a los nuevos enfoques de historia cultural (Warburg).
- Orientalismo: los estudios poscoloniales y la manipulación del pasado (Said).
(García Jurado 2016, pp. 198–199)
Atendiendo a estos diferentes ámbitos de estudio, García Jurado ofrece claves para responder a algunas preguntas pertinentes sobre la relación entre Tradición Clásica y Modernidad: «¿Qué representa la Antigüedad en nuestro mundo moderno? ¿Resucitó su espíritu en algún momento dado? En ese caso, ¿en qué consistió su renacer? ¿Significan algo nuestros estudios clásicos para el presente? ¿Qué valor tiene hoy lo clásico?» (García Jurado 2016, p. 221). Dos de las claves que pueden responder a estas cuestiones proceden de la historia cultural, pues la Tradición Clásica, en el contexto postilustrado, se desarrolla en calidad de disciplina histórica; por un lado, «una historia cultural de la Antigüedad en el mundo moderno tiene que ver, sobre todo, con el valor simbólico que la Antigüedad adquiere dentro de la propia Modernidad» (García Jurado 2016, pp. 221–222) y, por otro lado, «no solo analizamos el pasado, sino nuestra propia Modernidad en relación con ese pasado. De manera particular, los manuales de Tradición Clásica contribuyeron a la difusión de este paradigma historiográfico y a la configuración de una etapa ideal de renacer de la Antigüedad en los tiempos modernos» (García Jurado 2016, p. 223).
Bibliografía
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Salomé Blanco López