moderno
Del latín modernus, -a, -um, adjetivo creado como neologismo al final del siglo V de nuestra era a partir del adverbio modo, «hace poco», «recientemente», según el modelo de hodie, hodiernus. (Ing. Modern, Fr. Moderne, It. Moderno, Port. Moderno, Al. Modern, Rus. Современный).
El significado actual del adjetivo «moderno» en español es, según la RAE, «perteneciente o relativo al tiempo de quien habla o a una época reciente». En el campo de la historiografía, «moderno» es aquello que pertenece a la Edad Moderna, el período comprendido entre la Edad Media y la Contemporánea. Desde el punto de vista cultural, «moderno» es aquello que por sus características estéticas o artísticas se opone a lo precedente, que correlativamente se define como «antiguo». A lo largo de su historia en las lenguas occidentales, la voz «moderno» ha añadido al valor meramente cronológico que tuvo en el momento de su acuñación, «actual», la expresión de «una preferencia por los tiempos presentes y por los que le siguen, frente a las edades pretéritas, en virtud de una concepción de la historia que contempla ésta impulsada por un movimiento de avance» (Maravall, 1989, p. 201). El objetivo de esta entrada es ilustrar la ampliación semántica del término, que constituye uno de los ejes de la Tradición Clásica.
La aparición de la palabra modernus en la época de transición de la antigua Roma a la nueva sociedad cristiana lleva a cuestionarse si el neologismo lleva implícita la conciencia del final de la época antigua y el comienzo de una nueva era. Como señala Jauss (2000, p. 15), modernus en su origen añade a nouus un sentido de «inmediato», de «actual», que otros sinónimos empleados en la época no podían aportar con tanta claridad: neotericus era un helenismo en retroceso, y praesens, coetaneus o nouus no designan exclusivamente el momento presente, como hace modernus con claridad.
La oposición conceptual entre antiqui y moderni se hace visible por primera vez en la Carta a Símmaco de Casiodoro, donde aparece la expresión antiquorum diligentissimus imitator, modernorum nobilissimus institutor (Jauss 2000, p. 16). Aunque en ella se puede leer ya el término imitator, que resulta clave para entender la dependencia entre ambos conceptos, en este momento histórico la dicotomía entre «antiguo» y «moderno» no conlleva la contraposición de dos paradigmas culturales. Moderno tiene el sentido de renovación de un pasado cuya tradición no ha sido quebrada, como se observa en la oposición entre Antiguo y Nuevo Testamento (Curtius 1988, I p. 360) o como se podría concebir en el lapso que separa una diferencia de generaciones. Sucede así también —pero con mayor conciencia de la propia particularidad— en los moderni que introdujeron la filosofía escolástica en las universidades y en los autores del llamado Renacimiento del siglo XII, que no viven su experiencia «como imitación ni tampoco como renovación de la antiquitas, sino como superación y plenitud de la misma» (Jauss 2000, p. 19).
Efectivamente, la renouatio studii con la que dio comienzo el sistema de formación superior europeo no deja de considerar que los elementos culturales que ha recibido del pasado tienen un valor universal e intemporal (Maravall 1989, p. 211), sin percibir fractura entre su contemporaneidad y los tiempos antiguos. Esta continuidad posibilita una lectura de los autores de la Antigüedad que se apropia de temas y motivos para modernizarlos de acuerdo con los parámetros religiosos, sociales, ideológicos y estéticos del presente. La actualización más visible y más relevante es, sin duda, la versión o adaptación de argumentos tradicionales de la cultura grecolatina a las lenguas y los formatos modernos. Se articula así la llamada «materia de Roma», un gran ciclo literario compuesto por obras en prosa y en verso que incorpora aspectos anacrónicos, elementos tomados de otras tradiciones literarias —especialmente de los folklores celta y germánico— e incluso rasgos burlescos o paródicos que acentúan el distanciamiento entre el original antiguo y su revisión medieval, al tiempo que aportan indiscutibles elementos de modernidad. Es precisamente ese distanciamiento sin ruptura lo que permite a Menéndez Pidal hablar de un primer renacimiento del clasicismo en la cultura hispánica en tiempos de Alfonso X (Maravall 1989, p. 216). La historiografía de la época consigue integrar a romanos y godos en el relato de la historia nacional, aunque a niveles diferentes: los romanos son la base de la cultura hispana, pero los godos representan los antiguos «propios», cuyo carácter ejemplar reconocen todas las modernas monarquías cristianas de la península Ibérica.
Encontramos un paralelo de esta perspectiva cultural en el papel asignado a los francos en la monarquía carolingia. La función de núcleo de la nueva civilización que se les asigna señala una clara preferencia por los modernos, pero siempre dentro del esquema general de una continuidad cultural ininterrumpida que ha llevado el conocimiento primero desde Grecia a Roma y luego al París carolingio.
El concepto de translatio studii, que no tiene en sí nada de moderno —aparece formulado en Horacio (Ep. 2, 1, 156–157)— contiene, sin embargo, un matiz de perfeccionamiento: si la supremacía política o cultural pasa de un reino a otro es porque se ha abusado de ella (Curtius 1998, I p. 53) y el nuevo detentor es más digno. La visión combinada de ambas ideas, la continuidad cultural y la mayor perfección de los modernos se sintetiza en la famosa expresión de Bernardo de Chartres transmitida por su discípulo, Juan de Salisbury, en su obra Metalogicon de 1159 (III, 4):
Dicebat Bernardus Carnotensis nos esse quasi nanos, gigantium humeris insidentes, ut possimus plura eis et remotiora videre, non utique proprii visus acumine, aut eminentia corporis, sed quia in altum subvenimur et extollimur magnitudine gigantea. «Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos sentados sobre los hombros de gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que ellos no por la agudeza de nuestra propia vista, o por la estatura de nuestros cuerpos, sino porque hemos sido ayudados y levantados en alto por su magnitud gigantesca» (apud Eco 2018, p. 16).
La Antigüedad se configura como un mito que orienta el pensamiento de los modernos a partir del siglo XII, pero el hecho de que la elección recaiga sobre un pasado tan lejano es ya una manera de liberarse de la tradición: «la fe en la posibilidad de una renovación, de un renacimiento, solo se da cuando se cree que en determinado momento de la historia ha sido realidad el propio ideal» (Maravall 1989, p. 259).
La idea de un renacimiento lleva implícito el rechazo del periodo inmediatamente anterior, y configura necesariamente un esquema trifásico: una época histórica antigua mitificada, un pasado reciente decepcionante y un presente que augura la recuperación de los valores y logros perdidos. Sin embargo, no es necesario que esta idea conlleve también la noción de un progreso en relación al pasado, porque puede articularse desde una concepción cíclica del tiempo, común a las culturas antiguas y basada en la observación de las recurrencias astronómicas, como el gran año o ciclo equinoccial, que se encuentra en la base de la física pitagórica y estoica.
El ciclo temporal, así concebido, se articula internamente de manera orgánica, distinguiendo en él diversas «edades». El nacimiento, expansión y declive de las civilizaciones siguen el ritmo universal del cosmos en un plano diverso, «e così come gli astri sorgono, si alzano sull’orizzonte e tramontano, così le città, gli imperi, le chiese, fioriscono o appassiscono, invecchiano e muoiono, e a volte rinascono a “vita nuova”» (Garin 2007, pp. 33–34). De esta idea se deriva que el apogeo de una civilización es el principio de su irremediable decadencia. Se desprende igualmente que para cada civilización —e incluso para cada una de las culturas nacionales que la componen— existe un momento culminante que se configura como modelo de perfección, siglo de oro o «grand siècle», que actúa como punto de partida de un clasicismo particular a cada una de ellas. Las distintas culturas pueden ser comparadas entre sí confrontando fases históricas semejantes, y valorando su desarrollo en relación a una categoría de perfección que está por encima de los tiempos y de las costumbres (Jauss 2000, p. 35) porque lo bello, como la naturaleza, no está sujeto al cambio, y el genio humano se mantiene igualmente fecundo en todas las épocas (Fumaroli 2001, p. 21).
Este modelo de análisis histórico, propio de la Edad Moderna, determina una revisión de las pretensiones de los modernos con respecto a los antiguos y su encaje en las estructuras políticas y culturales. Desde el punto de vista político, la primera consecuencia es la aplicación de la fórmula historiográfica de la translatio imperii et studii como justificación de los cambios en el equilibrio de fuerzas europeo y de la expansión imperialista de ciertas potencias continentales. El esquema, a priori, parece favorable a la posición de los modernos: el nuevo imperio que toma el relevo en esta transmisión de poder y de cultura se considera más digno que el anterior, libre de los vicios que han provocado la caída del primero. Ante la pujanza de las potencias emergentes, las gestas de los antiguos imperios se oscurecen y pierden importancia, como expresa el poeta Camõens:
Cessem do sábio Grego e do Troiano
As navegações grandes que fizeram;
Cale-se de Alexandro e de Trajano
A fama das vitórias que tiveram;
Que eu canto o peito ilustre Lusitano,
A quem Neptuno e Marte obedeceram:
Cesse tudo o que a Musa antiga canta,
Que outro valor mais alto se alevanta
(Camõens, Os Lusíadas, 1, 3)
Las monarquías portuguesa y española, por su propio devenir histórico, emplearon conscientemente la fórmula de la translatio imperii como modo de justificación de su expansión americana. Durante el reinado de Felipe II el expansionismo de la corona hispánica toma un marcado carácter simbólico, de construcción de una monarchia universalis, y son muchos los escritores que se apresuran a declarar la superioridad del imperio español sobre los antiguos. Maravall (1989, p. 445) destaca cómo el mito del imperio romano se desvanece en historiadores como Gonzalo Fernández de Oviedo, cuya Historia natural y general de las Indias, compuesta sobre el modelo de Plinio, «quiere que no sea de los romanos de quienes se pretenda derivar la gloria del nombre español, sino de los godos. […] De esta manera, la superioridad de los modernos se basa, además, en una historia propia».
Un proceder semejante hallamos en el mito de Luso desarrollado por Camõens a partir de una interpretación defectuosa de un pasaje de Plinio (Meihuizen 2007, p. 50), que hace hincapié en la mayor antigüedad de los lusitanos en relación a los romanos. La expansión portuguesa emplea también como marco ideológico la translatio imperii hacia occidente, no tanto como justificación de su política imperialista —como es el caso español— cuanto en calidad de mito mesiánico que anuncia el advenimiento de un nuevo ciclo histórico, el Quinto Imperio, destinado a suceder, bajo la égida cristiana y portuguesa, al señorío de asirios, persas, griegos y romanos. Descubrimos así otro aspecto de la concepción cíclica del devenir histórico, favorable también a los modernos, pero que se centra ahora en la fase de decadencia inmediatamente anterior a la inauguración del nuevo periodo. La idea del advenimiento de un nuevo rey que pondrá fin a la época de decadencia e iniciará un nuevo saeculum triunfal la desarrolla ampliamente el jesuita portugués António Vieira en su História do Futuro (1718), concebida como una profecía en el ámbito del sebastianismo. La estela de esta obra llega hasta Fernando Pessoa, cuya obra Mensagem (1934) dedica un capítulo a cada una de las tres etapas del imperio portugués: nacimiento, realización y muerte, y concluye con el anuncio de un futuro renacimiento, un moderno Quinto Imperio, en el que la civilización europea se convertirá en una cultura global:
O Quinto Império, que necessariamente fundirá esses quatro impérios com tudo quanto esteja fora deles, formando pois o primeiro império verdadeiramente mundial, ou universal. Este critério tem a confirmá-lo a própria sociologia da nossa civilização. Esta é formada, tal qual está hoje, por quatro elementos: a cultura grega, a ordem romana, a moral cristã, e o individualismo inglês. Resta acrescentar-lhe o espírito de universalidade, que deve necessariamente surgir do carácter policontinental da actual civilização. Até agora não tem havido senão civilização europeia; a universalização da civilização europeia é forçosamente o mister do Quinto Império (Pessoa 1979, p. 41).
La conciencia de la decadencia social de los reinos ibéricos durante el siglo XVII hace aflorar una literatura de tono pesimista, en la que las consecuciones de los modernos son tratadas con cierta ambivalencia: «los españoles […] vienen a ser en la nueva época algo equivalente a lo que los antiguos fueron en su mundo ya lejano» (Maravall, 1989, p. 452), pero los problemas económicos y sociales derivados de la expansión imperial crean una aguda conciencia del relativo fracaso de la empresa. Este es el tono imperante en la literatura barroca, que se refugia en el estoicismo de algunos personajes creados por Tirso de Molina, Ruiz de Alarcón y Calderón (Krabbenhoft 2001), en el escepticismo de Saavedra, dentro de su República Literaria, o en un conservadurismo que lleva a Quevedo a denigrar las reformas propugnadas por los arbitristas en sus ensayos políticos (Blanco 1998, p. 188).
El arbitrismo como literatura de ensayo o de ficción que señala los males de la sociedad moderna tiene su continuación en la obra de los proyectistas y «novatores» del siglo XVIII, que prefigura los debates culturales de la Ilustración. Los «novatores», concretamente, se caracterizan por su actitud francamente favorable a la revisión de los saberes tradicionales, aceptando la herencia de los antiguos, pero sin hacer de ella un muro infranqueable a las ideas de renovación:
En primer lugar, su apuesta por una explicación racional de la realidad como requisito indispensable para desentrañarla y transformarla. En segundo término, su hastío ante la tradición, la pereza y el inmovilismo intelectual, académico y científico. Y por último, su prudencia o, si se prefiere, su convencimiento de que el camino por el que debería avanzar el progreso de las letras, las artes y las ciencias no era la senda de la revolución (Mestre–Pérez 2004, pp. 443–444).
Se trata, sin duda, de un verdadero movimiento intelectual «que cada vez menos se puede analizar como la presencia de meras individualidades aisladas (Pérez 2002, pp. 86–87», aunque sin duda destaquen figuras importantes en todos los campos de las ciencias, que marcan una nueva manera de contemplar la Antigüedad y su relación con el presente. Así, resulta significativo que Nicolás Antonio (1617–1684), una de las personalidades más relevantes de este grupo, publique su Bibliotheca Hispana Nova (1672) —que trata de los autores que florecieron entre 1500 y 1684— antes de los volúmenes dedicados a los escritores antiguos. El prólogo de esta obra está dedicado a ensalzar los logros de los autores modernos españoles en todos los campos del saber; el empleo exclusivo del latín en su redacción la aproxima a los ambientes intelectuales centroeuropeos y la vincula con empresas como las diversas Bibliothecae de Fabricius dedicadas a la literatura griega, latina y medieval.
En español aparecen, sin embargo, unos Avisos del Parnaso (1960) de Juan Bautista Corachán (1661–1741), obra interesante por su concepción y contenido. Siguiendo el modelo propuesto por Traiano Boccalini en sus Ragguagli di Parnaso (1612), Corachán elabora «una recreación literaria de la sociedad científica con la que soñaban aquellos intelectuales valencianos, sociedad en la que “antiguos” y “modernos” pudieran encontrarse y discutir todas las cuestiones filosóficas y científicas, siendo la razón y la experiencia (en todo aquello que no contradijera su fe) los últimos árbitros de las discusiones» (López, 2006, p. 187). A diferencia de Boccalini, los personajes que sitúa Corachán en su Parnaso imaginario son mayormente filósofos y científicos antiguos y modernos que propenden fuertemente al empirismo y al racionalismo, con un claro posicionamiento a favor de la Modernidad. La selección de los personajes que aparecen es significativa, y da a entender claramente las ansias renovadoras de este grupo de intelectuales que ponen las bases del pensamiento moderno en nuestro país.
No es casual, pues, que una generación más tarde sea Gregorio Mayans quien tome a su cargo en 1747 la edición de los Avisos del Parnaso de Corachán, del mismo modo que Pérez Bayer se encarga de la reedición de la Bibliotheca Hispana Nova (1783) y Vetus (1788) de Nicolás Antonio. Ambos son conscientes del papel crucial que había desempeñado el grupo de novatores que los había precedido a la hora de poner los fundamentos de la ciencia y la crítica moderna en España.
La figura de Gregorio Mayans es paradigmática para ilustrar cómo cambia la visión de los antiguos a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Mayans representa la llegada a puestos de responsabilidad de una nueva élite cultural y política de extracción burguesa que posee otro concepto de Estado, diferente de la visión patrimonial propia de la aristocracia. Lentamente se consolida la idea de un Estado nacional, es decir, un colectivo unido por una historia, una lengua y unas tradiciones comunes. El pasado común se convierte en materia de reflexión histórica, y se pone en evidencia la distancia cultural con la Antigüedad, distancia que a partir de este momento se lee en términos de progreso.
Así, en la última mitad del siglo XVIII proliferan en España las reediciones de obras de erudición de los siglos XVI y XVII (Juárez, 1988, pp. 272–282) con un doble objetivo: desmentir la difundida idea de la decadencia cultural, económica y política de España y vincular el incipiente movimiento reformista a los principales núcleos intelectuales europeos. Siguiendo estos principios, Mayans, mientras colabora en el proyecto de reunir el corpus literario español, de manera que pueda constituir una muestra de la capacidad creadora, investigadora y científica nacional —operación que tiene como principal actividad la difusión, ampliación y reedición de la Bibliotheca Hispana de Nicolás Antonio—, se dedica también a poner de relieve las consecuciones más importantes de la literatura castellana: cumplen este propósito la Vida de Cervantes (1737), el Specimen Bibliothecae Hispano-Mayansianae (1753), la Vida del Maestro Fray Luis de León (1761) y la Vida de Virgilio (1778).
Este último opúsculo, destinado a servir de prefacio a una edición de las obras de Virgilio, sienta los fundamentos del estudio de la Tradición Clásica en nuestro país (García Jurado 2010, p. 10), desde el momento en que expone y analiza las diferentes versiones castellanas de la obra del mantuano. La «junta de traducciones» que realiza Mayans tiene su plasmación en una edición completa de las obras de Virgilio en cinco volúmenes (Valencia 1795), que contiene las versiones completas o parciales realizadas por Fray Luis de León, Francisco Sánchez de las Brozas, Gregorio Hernández de Velasco y Juan de Guzmán.
Mayans es, junto con Juan Antonio Pellicer y Saforcada —que publicó en el mismo año de 1778 su Ensayo de una bibliotheca de traductores españoles— el primero en considerar la traducción como materia de estudio filológico y como instrumento para medir de manera objetiva la riqueza cultural y la profundidad de los estudios humanísticos.
El proyecto editorial de Gregorio Mayans, concluido por su hermano Juan Antonio catorce años después de la muerte del promotor, está en consonancia con la tendencia de la naciente crítica literaria europea, especialmente la italiana, de revalorizar el Renacimiento como época nuclear de las letras modernas. Esta opción, basada en criterios estéticos, tiene una lectura política que no debió escapar a Mayans: durante el siglo XVI la monarquía hispánica mantuvo su estructura de unión dinástica de reinos y feudos, que fue perdiendo a lo largo del siglo XVII en favor de una polarización en torno a las instituciones políticas de Castilla, sancionada al final de la Guerra de Sucesión con el Decreto de Nueva Planta (1707). La política cultural de la dinastía borbónica, que sigue el modelo francés, es monolingüe y centralizadora, y prefiere como modelos literarios a los autores del Renacimiento tardío y del Barroco, no solo por su excelencia cultural, sino también por la mayor adecuación de su tono patriótico a los intereses de una política de uniformización. Mayans, cuyo padre había luchado en el bando austracista, propone una lectura alternativa a las líneas maestras de la crítica literaria impulsada por las instituciones oficiales y por eruditos como Feijoo, que reivindican las figuras de Lucano, Séneca y Marcial como prototipos del genius hispanicus mantenido a lo largo de los siglos (Teodoro 2012, p. 509).
Con la elección de Virgilio como autor digno de estudio e imitación, Mayans elude también pronunciarse en la polémica sobre la influencia en la literatura latina de los autores hispanorromanos. Girolamo Tiraboschi, el desencadenante de esta disputa, señalaba en su Storia della letteratura italiana (1772–1782) dos momentos donde este «carácter perdurable» del genio hispano —por emplear una expresión de Menéndez Pidal— se manifiesta como elemento capaz de corromper el buen gusto de las letras italianas: durante el siglo I de nuestra era, cuando se difundieron en Roma las obras de Séneca, Lucano y Marcial, y posteriormente, en el siglo XVII, cuando la influencia de la literatura castellana y el control político de la monarquía hispánica sobre Italia impulsó, a juicio del autor, el triunfo del «marinismo» barroco (Tiraboschi, 1782, pp. 21–22). Nótese, sin embargo, que el influjo corruptor de las letras españolas no constituye una influencia permanente, sino que «algunas manifestaciones muy características del genio literario de un pueblo suelen ponerse a la vista tan solo de modo esporádico, como sofocadas por la mayoría de los otros casos que se le amoldan, no a la corriente de tradición propia, sino a la extranjera o universal» (Menéndez Pidal 1971, pp. 24–25).
Tanto Tiraboschi como Mayans están convencidos de que la imitación resulta determinante en la formación del estilo y de que la elección de determinados autores antiguos como modelos literarios puede tener una influencia beneficiosa o nefasta en la educación del gusto artístico. Su punto de vista sobre la Antigüedad es crítico, pero al mismo tiempo respetuoso; ambos son representantes de una estética clasicista que se caracteriza por el sometimiento a un canon de armonía, proporción y racionalidad. Los dos se encuentran, como sintetiza Jauss (2000, p. 30), «con el dilema de comprender el propio presente como una época tardía de la humanidad y por otra parte ver la historia, a la luz de la razón crítica, avanzando sin cesar en la época del progreso». De ahí el intento de Mayans de poner freno a la corrupción del gusto nacional proponiendo como modelos los autores modernos anteriores a la época de decadencia. Para Tiraboschi, la decadencia es todavía una fase cíclica del decurso de la historia, pero es capaz de distinguir un importante matiz en ese discurrir circular: las ciencias tienen como objetivo la verdad, en tanto que el objeto de las artes liberales es la belleza. En las primeras, siempre es posible progresar, mientras que en las segundas, «il voler ancora avanzarsi più oltre è il medesimo che dare addietro» (Verga 2011, p. 10):
Abbiamo osservato, che è questo destino commute a tutte le arti, che hanno per loro primario il bello, quali sono l’eloquenza, la poesia, la storia […] L’ambizione conduce agli uomini a voler superare coloro che gli han preceduti. Or, quando uno sia giunto a quel segno in cui propriamente consiste il bello, chi voglia ancora avanzarso più oltre, verrà a ricader ne’ difetti i quali eran comuni a coloro che non vi erano anchor giunti (Tiraboschi 1823, I p. 26).
Desde el punto de vista de Tiraboschi, atendiendo al desarrollo interno de cada civilización, aquellos que buscan el cambio y la transformación —los modernos— se convierten en el factor desencadenante de la decadencia por su empeño en modificar aquello que había llegado a una perfección que debería ser inmutable.
La disputa entre antiguos y modernos evoluciona rápidamente a partir de este momento de «impasse»: el dogmatismo estético clasicista somete a los antiguos al criterio del «bon goût», hallando en ellos no pocos defectos. La argumentación de los partidarios de los antiguos en favor de estos autores consiste en afirmar que cada época y cada nación tiene un gusto propio que, junto a la belleza intemporal, existe también una belleza relativa, ligada a la sociedad y a la época en la que la creación artística tiene lugar (Jauss 2000, p. 31).
Por otro lado, aplicando estrictamente los criterios de buen gusto atemporal que se desprenden de la lectura de los antiguos, la crítica clasicista es capaz de elevar a algunos escritores modernos a la categoría de «nouveaux anciens» (Gusdorf 1976, p. 61), desdibujando la neta separación entre autores antiguos y modernos y reorganizando una categoría estética de «clásicos» donde conviven autores de diferentes épocas históricas. Se configura, a partir de esta relectura moderna, un nuevo clasicismo que promueve una serie de valores estéticos que pretenden crear un marco permanente de valoración de la obra artística: orden, autoridad, regularidad, universalidad, atemporalidad y racionalidad (Gusdorf 1976, p. 65). Frente a esta noción de perfección estática, la crisis del antiguo régimen y, sobre todo, el desarrollo de las ciencias empíricas imponen un nuevo paradigma que asimila el concepto de perfección al progreso. El modelo de imitación clasicista se devalúa, y una nueva categoría aparece para sustituir a la vieja dicotomía entre antiguos y modernos: aquellos que se sienten parte de un ideal estético que no se somete a la fidelidad a los antiguos reciben desde los primeros años del siglo XIX el calificativo de «románticos» (Gusdorf 1982, p. 254); los que se mantienen apegados a la vieja preceptiva academicista son llamados «clasicistas».
La nueva generación que escribe después de las guerras napoleónicas carga la definición de clasicismo con un matiz peyorativo. En palabras de Stendhal (1928, p. 43), «le romanticisme est l’art de présenter aux peuples les œuvres littéraires qui, dans l’état actuel de leurs habitudes et de leurs croyances, sont susceptibles de leur donner le plus de plaisir possible. Le classicisme, au contraire, leur présente la littérature qui donnait le plus grand plaisir possible à leurs arrière-grands-pères». El movimiento romántico se convierte en «una manifestación de franca modernidad» (Aguiar e Silva 1972, p. 339) con plena autoconciencia. Los autores románticos elevan lo que había sido una categoría cronológica a la noción plenamente estética que aún mantiene. Desde entonces hasta ahora, lo moderno se convierte en expresión de preferencia por el presente y de búsqueda del cambio y de la transformación, dentro de una concepción de la historia que contempla el progreso permanente tanto del conocimiento como de las artes.
Bibliografía
-
Aguiar e Silva, Vitor Manuel de. «Pre-Romanticismo y Romanticismo», en Teoría de la literatura, Madrid, Gredos, 1972.
-
Antonio Maravall, José. Antiguos y modernos, Madrid, Alianza, 1986.
-
Blanco, Mercedes. «Del Infierno al Parnaso, escepticismo y sátira política en Quevedo y Trajano Boccalini», en La Perinola: revista de investigación quevediana 2 (1998), pp. 155–194.
-
Camõens, Luís Vaz de. Os Lusíadas, Lisboa, Biblioteca Ulisseia de Autores Portugueses, 1996.
-
Curtius, Ernst Robert. Literatura europea y Edad Media latina, México, Fondo de Cultura Económica, 1998.
-
Eco, Umberto. A hombros de gigantes. Conferencias de la Milanesiana 2001–2015, Barcelona, Lumen, 2018.
-
Fumaroli, Marc. «Les abeilles et les araignées», en Anne Marie Lecoq (ed.), La querelle des Anciens et des Modernes, XVIIe–XVIIIe siècles, Paris, Gallimard, 2001.
-
García Jurado, Francisco. «La incipiente conciencia de la Tradición Clásica en España: la Vida de Virgilio de Mayáns», en Francisco L. Lisi Bereterbide (ed.), Tradición Clásica y universidad, Dykinson, 2010.
-
Garin, Eugenio. Lo zodiaco della vita. La polemica sull’astrologia dal Trecento al Quincequento, Bari, Laterza, 2007.
-
Goff, Jacques Le. La Civilisation de l’Occident médiéval, Paris, Arthaud, 1964, pp. 196–197.
-
Gusdorf, Georges. Naissance de la conscience romantique au siècle des Lumières, Les sciences humaines et la pensée occidentale, tome IX, Paris, Payot, 1976.
-
— Fondements du savoir romantique, Les sciences humaines et la pensée occidentale, tome IX, Paris, Payot, 1982.
-
Hauser, Arnold. Historia social de la literatura y del arte, Barcelona, Labor, 1988.
-
Highet, Gilbert. La Tradición Clásica. Influencias griegas y romanas en la literatura occidental, México, Fondo de Cultura Económica, 1978.
-
Jauss, Hans Robert. La historia de la literatura como provocación, Barcelona, Península, 2000.
-
Juárez Medina, A. Las reediciones de obras de erudición de los siglos XVI y XVII durante el siglo XVIII español: estudio realizado a partir de los fondos antiguos de la Biblioteca Nacional, de las Hemerotecas Municipal y Nacional de Madrid, Madrid, Lang, 1988.
-
Krabbenhoft, Kenneth. «Neoestoicismo y género popular», en Acta Salmanticensia – Estudios filológicos 285 (2001).
-
Llopis Fuentes, Roger. «El personaje del arbitrista según Cervantes y Quevedo», en Cincinnati Romance Review 10 (1991), pp. 111–122, url: http://www.cromrev.com.
-
López Cruchet, Julián. «Modernidad filosófica y fantasía literaria: Corachán y sus Avisos del Parnaso (1690)», en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía 23 (2006), pp. 181–195.
-
Meihuizen, Nicholas. Ordering Empire – The Poetry of Camoes, Bern, Pringle y Campbell, 2007, p. 50.
-
Mestre Sanchis, Antonio y Pablo Pérez García. La cultura española en la Edad Moderna. Historia de España XV, Madrid, Akal, 2004, pp. 443–444.
-
Murcia Conesa, Antonio de. «República literaria y translatio imperii», en Res publica 21 (2009), pp. 219–232.
-
Pérez Magallón, Jesús. Construyendo la Modernidad: la cultura española en los y de los novatores, Madrid, CSIC, 2002.
-
Pessoa, Fernando. Sobre Portugal – Introdução ao Problema Nacional, ed. de Maria Isabel Rocheta y PaulaMorão Maria, Lisboa, Ática, 1979.
-
Stendhal. Racine et Shakspeare, revision du texte et préface par Henri Martineau, Paris, Le Divan, 1929.
-
Teodoro Peris, Josep L. «El projecte maiansià d’edició de les obres de Virgili», en Studia Philologica Valentina 14 (2012), pp. 495–510.
-
Tiraboschi, Girolamo. Storia della letteratura italiana, t. II, Modena, Presso la Societá Tipografica, 1782.
-
— Storia della letteratura italiana, t. II, Milano, 1823.
-
Verga, Marcello. «Decadenza», en Alberto Banti et alii (eds.), Atlante cultural del Risorgimento. Lessico del linguaggio polititico dal Settecento all’Unità, Bari, Editori Laterza, 2011.
Josep L. Teodoro Peris