positivismo
Del latín positivus (del latín positus, part. perf. de pono «colocar, disponer») y sufijo -ismo (del latín -ismus y este del griego -ισμός) (Fr. Positivisme, Ing. Positivism, Al. Positivismus, Port. Positivismo).
Desde un punto de vista histórico, el «positivismo» es la doctrina y escuela fundada por el filósofo Augusto Compte (1798–1857). Esta doctrina hace especial hincapié en el estudio de los hechos y sus relaciones, planteamiento que tiene unas implicaciones esenciales tanto para la historia de la ciencia como para la del propio pensamiento social. De manera amplia, el positivismo implica una manera de ver el mundo que ha impregnado nuestro pensamiento de forma invisible hasta hoy día como actitud que da primacía a los datos y a todo aquello que es comprobable. El interés del positivismo radica en la manera como funcionan las cosas, eludiendo cualquier preocupación acerca de las causas y los fines últimos. De esta forma, el positivismo parte del rechazo a la metafísica o a cualquier conocimiento a priori. Su interés está en llevar a cabo los suficientes análisis inductivos o experimentales con el fin de poder establecer leyes generales que expliquen los hechos.
Es importante que tengamos en cuenta algunos conceptos clave que ya encontramos en el Discurso sobre el espíritu positivo de Compte, publicado en 1844 (Compte 1984), tales como la superación del concepto de «causa» para llegar al de «ley invariable», el uso del concepto de «verdad» cuando se refiere a la propia ciencia positiva como «verdadera», y la importancia que se concede a la observación frente a la imaginación. Compte propone una filosofía basada en el sentido común, de carácter científico, que viene a ser el resultado de la evolución de las dos etapas precedentes de la humanidad, a saber: la teológica y la metafísica. La revolución y el propósito de este pensamiento supone la explicación causal de los fenómenos mediante leyes generales y universales. Por lo demás, el positivismo se autoproclama como la «filosofía verdadera», heredera del empirismo. Su método se formula mediante la ley de la supeditación de la imaginación frente a la observación, lo que implica un estricto criterio inductivo a la hora de analizar los hechos y sus relaciones.
De manera general, Compte se propuso como meta la elaboración de una filosofía de las ciencias (con especial atención de la astronomía), que no es otra que la filosofía positiva, al tiempo que también pretende plantear una meta específica encaminada al desarrollo de la ciencia social. Las ciencias humanas o del espíritu terminaron también impregnándose en su metodología de esta forma empírica de entender el conocimiento.
De las ciencias sociales a las ciencias humanas. Dentro del ámbito de las ciencias humanas, fue la lingüística, a partir del decenio de los años 70 del siglo XIX, la que adoptó primeramente la nueva metodología positiva. Se crea de esta forma la disciplina que conocemos como lingüística histórico-comparada. El análisis de los procesos fonéticos regulares llevó a la formulación de las «leyes ciegas» del lenguaje, cuyas excepciones se explicaban únicamente por medio de los fenómenos de analogía. En el ámbito de la literatura, tanto la nueva historiografía literaria como la incipiente literatura comparada, en cuyo marco deben inscribirse también los balbuceantes estudios de Tradición Clásica, ofrecen ejemplos notables de esta nueva metodología, en buena medida como reacción a ciertos postulados románticos. En el caso de la historia de la literatura, contamos con excelentes ejemplos de esta nueva orientación, como la historia de la literatura inglesa preparada por Hipolite Taine (Histoire de la littérature anglaise, París 1864), donde desarrolla su método causal-determinista en la literatura; dentro del ámbito de la literatura clásica, es muy interesante la obra de Siegmund Teuffel (Geschichte der Römischen Literatur, Leipzig 1870), basada en el análisis de la bibliografía y los datos, dejando al margen las interpretaciones hipotéticas acerca de obras no constatables. Así lo vemos cuando, frente a la pasión mostrada por historiadores anteriores de inspiración romántica, como George Niebuhr ante la posible existencia de baladas romanas arcaicas, la nueva historiografía se interesa por la «literatura propiamente dicha» y se centra en las etapas republicana e imperial. El positivismo, en calidad de método científico, no puede entenderse sin el comparatismo, desarrollado en ámbitos tan diversos como el de la anatomía o la botánica, ni el historicismo, que concibe el estudio de las disciplinas como parte de un proceso histórico continuo.
El nacimiento de los estudios de literatura comparada y de Tradición Clásica. Modelo «A en B». Es importante tener en cuenta que la Tradición Clásica, como la parte del comparatismo encargada del estudio de las relaciones literarias habidas entre autores antiguos y modernos, se constituyó dentro de un marco metodológico dominado por el positivismo. De esta forma, el estudioso de la Tradición Clásica debía desvelar las «fuentes» antiguas encontradas en un autor moderno, si bien no era necesario llevar a cabo una reflexión más allá de esta constatación. Se parte de que hay una relación causal (el «hecho») entre ambos autores, el antiguo y el moderno, de forma que, en caso de llevar a cabo el estudio desde la perspectiva del autor antiguo, habría que establecer una relación de «influencia» de este en el segundo y, en caso de plantear el estudio desde la perspectiva del autor moderno, deberíamos considerar al autor antiguo como la «fuente» (Cioranescu 1964, p. 27).
Este mecanismo causal, donde se entiende, asimismo, que cada autor configura un objeto de estudio constituido previamente a cualquier planteamiento y que tiene una identidad propia, independiente de cualquier relación con otros autores o circunstancias, da lugar al modelo que en el comparatismo se conoce como «A en B» (Ruiz Casanova 2007), de manera que «A está en B» porque «A ha influido sobre B» o «A es la fuente de B». Monografías como «Virgilio en el Medioevo» de Domenico Comparetti, u «Horacio en España» de Marcelino Menéndez Pelayo son los ejemplos más señeros de este modelo de estudio. En el primer caso, se estudia de una manera analítica (la transmisión culta y la popular) la presencia de Virgilio en el período histórico que conocemos como «Edad Media», mientras que en el segundo caso se analiza y documenta la influencia y presencia del poeta Horacio en una nación a lo largo del tiempo. Debe considerarse, asimismo, que la naturaleza de los autores antiguos estudiados es independiente de su recepción en tal o cual período o nación (es decir, «Virgilio es Virgilio» y «Horacio es Horacio», de manera que su «recepción» es algo añadido o marginal, en todo caso). Aquí aparece implícito el sustento argumental de la lógica positiva, que establece que «A es A» y que «A es distinta de B», frente a lo que sería la lógica dialéctica, donde «A es A y su contrario», en el sentido de que la naturaleza de A dependería de su relación y oposición con otros autores u hechos. En este sentido, el positivismo se caracteriza por considerar que los objetos de estudio son previos a cualquier método y que, por tanto, su estudio no altera la naturaleza de tales objetos. De esta forma, el análisis de «A» en «B» presupone dos objetos de estudio previos («A» + «B»). Esta cuestión es, cuando menos, revisable desde otros presupuestos teóricos, como los estructurales. En su Teoría del saber histórico, José Antonio Maravall reflexiona acerca de este axioma del positivismo que considera «la inalterabilidad del objeto respecto a su observador», dando lugar al «conocimiento objetivo por excelencia» (Maravall 1967, pp. 116-117).
El propósito positivista de la Tradición Clásica aparece claramente en Menéndez Pelayo, autor que, si bien no comulga con las corrientes progresistas asociadas a este pensamiento, adopta, no obstante, su método. Debemos acudir a la «Advertencia preliminar» de su Bibliografía hispano-latina clásica para encontrar convenientemente definido el objeto de la disciplina a comienzos del siglo XX (las cursivas son mías):
Tal como se presenta al público en esta primera parte consagrada a la literatura latina, comprende la historia de cada uno de los clásicos en España, las vicisitudes de su fortuna entre nosotros, el trabajo de nuestros humanistas sobre cada uno de los textos, las imitaciones y reminiscencias que en nuestra literatura pueden encontrarse. […] Sea cual fuere el destino que las aguarda, siempre tendrán para mí el recuerdo de las horas gratísimas que pasé leyendo los clásicos latinos y comparándolos con los castellanos o viceversa (Menéndez Pelayo 1902, p. 5).
Debemos prestar atención a algunos aspectos clave que aparecen en el texto citado, tales como la palabra «historia», el distributivo «cada uno» y la preposición «en», así como los términos «imitaciones y reminiscencias» y el verbo «comparar». Todos ellos definen a la perfección cuál es el método y alcance de esta disciplina.
La palabra «historia» tiene que ver claramente con las corrientes historicistas de la época (de manera particular, las historias nacionales de la literatura frente a la poética, de naturaleza universal y atemporal) y sirve para subrayar el carácter predominantemente histórico del estudio de la Tradición Clásica. Se trata, por tanto, de hacer una historia de la influencia y presencia de los autores de la literatura grecolatina en el ámbito de las literaturas modernas.
No menos significativa es la dimensión analítica del estudio, pues vemos cómo Menéndez Pelayo no pretende llevar a cabo una historia de los autores latinos considerados como un todo, sino de «cada uno de los clásicos». Al margen de los condicionantes impuestos por el enfoque eminentemente bibliográfico de su estudio, se entiende que la «suma» de tales historias individuales dará lugar a la historia completa. Este principio analítico de presuponer que la suma de las partes tiene que dar lugar necesariamente al todo es esencialmente positivista. Sin embargo, con el paso del tiempo, se ha ido descubriendo que hay ciertas propiedades holísticas o de conjunto que no se pueden explicar desde la mera adición de partes menores.
La preposición «en» define, como ya hemos señalado más arriba, la propia materialidad de un doble objeto de estudio, es decir, autores antiguos (A) «en» autores modernos (B), donde tan solo se contempla una relación inclusiva de los primeros con respecto a los segundos. De esta forma, los autores antiguos se consideran como una «fuente» que hay que rastrear en los modernos (dado que aquellos están, literalmente, «en» estos), como si de un estudio arqueológico se tratara. El final de la égloga primera de Garcilaso («la sombra se veía / venir corriendo apriesa / ya por la falda espesa / del altísimo monte») contendría el último verso de la bucólica primera de Virgilio (maioresque cadunt altis de montibus umbrae [Verg. Ecl. 1, 83]), que Fray Luis traduce con maestría como «y ya las sombras caen de las montañas / más largas y convidan al sosiego». La investigación positiva debería rastrear, por tanto, «dónde está» el verso virgiliano tras las palabras de Garcilaso o de Fray Luis, en un ejercicio, sobre todo, retrospectivo que valora la fidelidad a la fuente. La única relación posible entre unos y otros autores, según lo deja también diáfano el propio Menéndez Pelayo, sería la de «imitación» o «reminiscencia». Según esto, los autores antiguos «influirían», sin más, en los modernos, imprimiendo su huella, y el cometido de la Tradición Clásica consistiría, básicamente, en rastrear tales influencias, materializadas como fuentes.
Finalmente, el término «comparar» resume el componente metodológico de esta disciplina, nacida durante la eclosión de los comparatismos más diversos. Conviene, no obstante, valorar cuáles son los límites epistemológicos de este comparatismo. La Tradición Clásica, concebida desde tales criterios comparativos, vendría a ser una disciplina incluida en la literatura comparada de la época, con la salvedad de que, en su caso, uno de los puntos de la comparación es necesariamente un autor clásico grecolatino. En la misma línea de la literatura comparada de su tiempo, la relación del autor antiguo con el autor moderno debe ser siempre genética, es decir, una relación constatable y motivada por la influencia o la imitación. En cualquier caso, el comparatismo genético resultó ser a lo largo del siglo XIX más influyente que su alternativa tipológica, según podemos ver, por ejemplo, en el desarrollo de la lingüística indoeuropea (García Gabaldón 1996-1997). La conocida dicotomía entre «tradición» y «poligénesis», planteada por Dámaso Alonso (Alonso 1986, pp. 707-731), tiene en su horizonte ambos tipos de comparatismo.
Reacción al positivismo. Uno de los principios fundamentales del positivismo consiste en evitar las cuestiones transcendentes, de manera que, en palabras del mismo Compte, «debemos limitar todas nuestras especulaciones a indagaciones verdaderamente accesibles, considerando las relaciones reales» (Compte 1984, p. 52). Es preferible, en este sentido, aspirar a poder explicar cómo funcionan las cosas antes de intentar saber su porqué. La lingüística de finales del siglo XIX, cultivada en Alemania por el grupo de los llamados «Jóvenes gramáticos» (o «Neogramáticos»), había creado un método de estudio riguroso, si bien también mecánico, con un objeto de estudio basado en aquello que era observable y comprobable. Cualquier lingüista que se atreviera a ir más allá de tales propósitos podía convertirse en el blanco de sus ataques, como le ocurrió al joven lingüista ginebrino Ferdinand de Saussure, que se atrevió a estudiar aspectos del sistema vocálico indoeuropeo que lo llevaron a vislumbrar algo que no sería constatable, gracias al desciframiento del hitita, hasta los años 50 del siglo XX. Los ataques que recibió Saussure por parte de este grupo de lingüistas prusianos lo llevaron, asimismo, a cuestionar su método de trabajo e incluso su manera de ver el mundo. Por ello, la carta que escribe a su colega Antoine Meillet a finales del siglo XIX resulta sumamente interesante, dado que el lingüista ginebrino se pregunta acerca de algo que el positivismo proscribe, es decir, el propio alcance último de su labor:
Preocupado sobre todo desde hace mucho por la clasificación lógica de estos hechos, por la clasificación de los puntos de vista desde los cuales los tratamos, veo cada vez más la inmensidad del trabajo que sería preciso para mostrar al lingüista lo que hace; reduciendo cada operación a su categoría prevista; y al mismo tiempo la no poca vanidad de todo lo que a fin de cuentas puede hacerse en lingüística (Pasaje de una carta de Saussure a A. Meillet fechada el 4 de enero de 1894 [apud Benveniste 1971, p. 38]).
Ciertamente, la posibilidad de «mostrar al lingüista lo que hace» implica cuestionar una forma de proceder que hasta ese momento había parecido incuestionable. Esta pregunta llevó a Saussure, ya durante su etapa ginebrina, a establecer un nuevo paradigma lingüístico que nacía de una cuestión transcendente, motivada como «una respuesta lingüística al problema del conocimiento kantiano» (Crespillo 1999, p. 313): «la lengua es un sistema de signos». Esta afirmación, previa a cualquier comprobación, no es más que un juicio sintético a priori, nada más lejano, en cualquier caso, al afán analítico e inductivo de la ciencia alimentada por el positivismo. La lingüística de Saussure cambió el estudio de los hechos y sus procesos por el de las estructuras (sincronía / diacronía, lengua / habla…), algo que terminó encontrando su fundamental eco en la llamada Escuela de Praga, con su formulación de la fonología, basada precisamente en la estructura y naturaleza opositiva configurada por los fonemas, cuya elevación al estudio de entidades mentales definidas por los rasgos opositivos supuso un significativo salto cualitativo con respecto al estudio experimental de la fonética.
Contemporáneamente a tales presupuestos, otros teóricos, como Benedetto Croce, habían reaccionado frente al positivismo que dominaba los estudios literarios mediante la llamada «estética de la expresión», que dará lugar al idealismo lingüístico de Karl Vossler. No deja de ser, igualmente, una reacción frente al mecanicismo de un método que se erige como «el método». Probablemente, el mayor cuestionamiento que se puede hacer al positivismo no reside tanto en su metodología o su propósito como en cuestionar su primacía y su presunción de ser el único método posible, o la «verdadera filosofía», como pretendía Compte. No obstante, tales cuestionamientos al positivismo han hecho posible que esta forma de entender la investigación y el conocimiento también haya servido como acicate para buscar otras maneras alternativas. El positivismo, en cualquier caso, constituye una gran referencia que en ningún caso debe ser dejada de lado.
La afinidad entre la Tradición Clásica y el comparatismo literario estuvo vigente hasta bien entrado el siglo XX. Sin embargo, durante la segunda mitad de esta centuria, la literatura comparada evolucionó profundamente y cambió sus propios paradigmas. Conocida y muy representativa es la formulación que René Étiemble hizo en 1963 para combatir el viejo comparatismo de las fuentes: «Comparaison n’est pas raison». Desde unas circunstancias personales y profesionales concretas, Etiemble sentaba el principio, acaso paradójico, de que el tradicional criterio del comparatismo entre literaturas europeas ya no era suficiente, dado que para un verdadero empeño universalista había de mirar hacia literaturas tales como la japonesa o la rusa. Asimismo, su afán como estudioso apuntaba mucho más allá de los conocidos estudios comparados del tipo «A en B», pues pretendía llegar a una verdadera poética comparada. El giro de la literatura comparada desde presupuestos básicamente historicistas a los nuevos planteamientos teóricos (la dicotomía entre las llamadas «escuela francesa» y «escuela americana», respectivamente) dio lugar, entre otras muchas consecuencias, a que la literatura comparada se alejase en sus presupuestos metodológicos de lo que iba a continuar siendo el fundamento de la Tradición Clásica.
Por lo demás, las nuevas teorías intertextuales, con su énfasis en la relación habida ente los textos más que en los textos mismos, ha cuestionado profundamente la idea de «fuente». Aunque hay quien pueda creer que un «intertexto» es una forma más moderna, simplemente, de referirse a una fuente literaria, ambos conceptos pertenecen a sistemas lógicos distintos. La naturaleza de la fuente, concebida desde la filosofía positiva, es inalterable y previa a cualquier método. El intertexto, en cambio, obedece no tanto a una realidad material como a un espacio entre dos realidades textuales diferentes. La teoría de la intertextualidad ha superado, asimismo, la mera relación causal entre dos textos.
Transcurridos, por tanto, más de cien años desde el primer desarrollo consciente de la Tradición Clásica, es oportuno plantear una reflexión metodológica, si bien hay quien considera que no es necesario perderse en disquisiciones de método o, simplemente, camufla su concepción positivista de la tradición disfrazando conceptos tales como el de «fuente» con el más moderno de «hipotexto». En cualquier caso, hay varias cuestiones que, cuando menos, deberían plantearse desde la propia curiosidad del investigador, tan bien expresada por Saussure en el texto citado anteriormente, de aspirar a saber por qué hacemos lo que hacemos.
En la actualidad cabe señalar la coexistencia de, al menos, dos modelos de estudio en el ámbito de la Tradición Clásica. Cuando tal estudio se centra en la supremacía del emisor, deben asumirse algunas premisas:
- Un modelo «a en b» (p. e. «Horacio en España»), de naturaleza positiva, es decir, donde lo más importante son los hechos y su relación causal, al margen de cualquier otra circunstancia. Se presupone que la naturaleza de la literatura antigua no cambia en nuevos contextos, es decir, que los datos son independientes de la interpretación que se les dé.
- Influencia o imitación de modelos clásicos como criterio básico de relación entre autores antiguos y modernos. Las coincidencias estilísticas y temáticas quedan reducidas a la dicotomía entre tradición y poligénesis, es decir, lo que no es fruto de la influencia o la imitación se debe a la casualidad.
- Acorde con lo anterior, entre lo antiguo y lo moderno se establece una relación de causalidad en una única dirección y se presupone un sentido lineal del tiempo que va desde el pasado al futuro: la metáfora de las fuentes literarias. Se entiende, pues, que el pasado es inmutable.
María Rosa Lida de Malkiel vio pronto que esta metodología, que implicaba una particular visión de las cosas, no era suficiente para definir el «complejo» fenómeno de la Tradición Clásica:
El «influjo» grecorromano —no nos engañe la metáfora— no es un fluido que mane de Homero y Virgilio con virtud de vivificar y ennoblecer cuanto toque: es un juego complejo (Lida de Malkiel 1975, p. 365).
Esta complejidad conlleva, por su parte, un estudio alternativo y complementario que considere otras realidades menos visibles de las relaciones entre literaturas antiguas y modernas, en especial cuando estas se entienden en clave de «diálogo entre autores antiguos y modernos», donde no solamente el autor antiguo condiciona causalmente al moderno, sino que el moderno, por su parte, puede alterar la comprensión del antiguo. Tal planteamiento conlleva unos presupuestos diferentes desde una perspectiva más simétrica entre antiguos emisores y modernos receptores:
- Un modelo «a y b» (p. e. «la literatura latina y los modernos relatos fantásticos»), de carácter relacional y de naturaleza sistémica, donde los datos son interdependientes y no importa tanto la ocurrencia concreta de un dato como el lugar relativo que ocupa entre otros muchos. La literatura antigua es, ante todo, resultado de un delicado equilibrio interpretativo que depende de la conciencia que de ella se tenga a lo largo del tiempo, mediante su constante relectura dentro de nuevas claves estéticas.
- Relación dialógica entre las obras antiguas y las modernas. No hablamos tanto de una relación de influencia o imitación como de un imaginario que los autores modernos construyen a partir de la literatura antigua, aunando diferentes tradiciones literarias. Singularmente, que Borges utilice a Plinio el Viejo en su obra es fruto de una tradición literaria moderna que nace en la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX. Esta circunstancia va a plantear fenómenos complejos que transitan más allá de la mera tradición o de la mera poligénesis, pues hay grados intermedios dentro de la compleja red de relaciones que configura la cultura. Por ejemplo, el arquetipo de la historia del fantasma que aparece configurado en una carta de Plinio el Joven sigue estando vigente en películas modernas, y este hecho no puede explicarse ni por mera influencia ni por mera poligénesis: es preciso acudir a una compleja trama de intermediarios.
- De acuerdo con la naturaleza sistémica o relativa de la literatura, es posible analizar las obras antiguas a la luz de las nuevas estéticas de la Modernidad. La carta de Plinio el Joven sobre los fantasmas puede ser releída en el marco de los modernos relatos góticos y convertirse, de esta manera, en precursora de estos hasta llegar al propio cuento «Casa tomada», de Julio Cortázar. El sistema literario varía con la llegada de nuevos elementos, y es probable que lo que viene después modifique también lo anterior.
A partir de estos últimos presupuestos, cabe establecer un nuevo marco metodológico con el que dar cuenta de encuentros entre la literatura antigua y las modernas que no han sido satisfactoriamente explicados hasta el momento. Lo que desde un planteamiento tradicional no pasaría de lo anecdótico (la recreación imaginaria de un autor antiguo, la cita concreta de un texto real o ficticio, un comentario o una relectura audaz) es susceptible de ser analizado como un indicio que, unido a otros muchos, pueda permitirnos reconstruir una historia no académica de la literatura antigua en los relatos modernos.
Bibliografía
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Ruiz Casanova, José Francisco. «La melancolía del orangután. El origen de los estudios A en B: Marcelino Menéndez Pelayo y su Horacio en España (1877)», en 1611. Revista de Historia de la traducción 1 (2007), url: http://www.traduccionliteraria.org/1611/art/ruizcasanova.htm.
Francisco García Jurado