Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

precursor

Del latín praecursor -ōris (formado por el preverbio prae- y el sustantivo cursor) (Fr. Précurseur, Ing. Precursor, It. Precursore, Al. Vorlaüfer, Port. Precursor, Cat. Precursor).

El término «precursor» designa, en el ámbito de la literatura, al autor que anuncia, prefigura o determina algunos de los elementos característicos de una concreta tradición o movimiento literarios o que goza de ascendiente sobre la obra de otro autor o de una serie de autores, a quienes proporciona impulso sentimental, ideas, imágenes, estructuras y conjuntos formales, temas o motivos. Este término ha sido de uso corriente en el estudio histórico de la literatura, así como en el campo de la literatura comparada, donde se le asimila habitualmente a la constelación de fenómenos de influencia, transmisión o comunicación entre textos y autores de distintos ámbitos nacionales, aunque fue a lo largo del siglo XX cuando el concepto de «precursor» —tras superarse la preocupación por describir el proceso genético— se alzó como un valioso procedimiento de relación y complicidad entre obras. De este modo, debe considerarse como precursor a todo aquel escritor que, mediante distintas estrategias, pone de manifiesto un complejo campo de resonancias intertextuales más allá de las nociones de fuente e influencia y en un orden de múltiple temporalidad con otros autores.

Aledaño a las cuestiones de fortuna y éxito, y a los consiguientes conceptos de influencia (característico del programa tradicional comparatista) y de fuente (objeto de las historias positivistas de la literatura), el concepto crítico de precursor encierra un singular carácter estético y revalorizador, especialmente si se lo considera desde una concepción de la literatura como sistema complejo, tal y como subrayaron en el siglo XX formalistas como Yuri Tinianov (en su conocido estudio «Sobre la evolución literaria» de 1927) o comparatistas como Claudio Guillén (en Literature as System de 1971).

En congruencia con su etimología, precursor es quien corre delante, el que precede, también un explorador, un soldado de vanguardia o un emisario. Y, puesto que la escritura literaria no puede ocultar que su «individualidad se cifra hasta cierto punto en el cruce particular de escrituras previas» (Guillén 2005, p. 290), el término precursor rinde homenaje, asimismo, a la inherente sociabilidad de la escritura literaria. Así, contemplado a la luz de una temporalidad estrictamente lineal, el precursor se configura como un antecesor y como un signo:

Aparentemente, tanto privilegiando uno como el otro de los aspectos implicados en el concepto de precursor —como antecesor y signo—, este no parecería recibir su efectividad más que en vista de un acontecimiento futuro, que establecería (o validaría) la relación retrospectivamente, atribuyendo la autoridad a este elemento que en sí mismo solo contaba con la anterioridad (Pellejero 2002, pp. 187–188).

En atención a su presunto carácter únicamente proyectivo o diacrónico (lo cual constituye un punto de vista en exceso limitador), el precursor consistiría al mismo tiempo en la manifestación y en el fundamento de lo porvenir, ya en la obra de un autor específico, ya en la de una serie de autores. Si en el contexto del cristianismo san Juan Bautista es precursor de Cristo, en el contexto literario, por ofrecer unos escuetos y obvios ejemplos, Virgilio actuaría como precursor de Dante (por cuanto en la Divina Comedia se interpreta alegóricamente el mensaje poético de la Eneida); Luciano, de Jonathan Swift (en el marco de la tradición de los viajes imaginarios y de la sátira menipea); Apuleyo, de Cervantes (pues a partir de El asno de oro se metamorfosean las posibilidades de la novela picaresca en El coloquio de los perros); o Aulo Gelio, del ensayo moderno (gracias a su diverso, subjetivo y lúdico uso de la erudición).

Sin embargo, cabe relacionar la consolidación crítica del término «precursor» (y de la ampliación del marco de sus posibilidades) con las revisiones de las que el concepto de tradición fue objeto a lo largo del siglo XX, entre ellas las ya referidas de Yuri Tinianov o Claudio Guillén, pero también con las llevadas a cabo por autores como T. S. Eliot y Jorge Luis Borges, las cuales coadyuvaron a la superación progresiva de la pragmaticidad positiva y explícita en las relaciones literarias. Al mismo tiempo, propiciaron la distinción esencial entre el concepto de precursor y el resto de fenómenos con los que, especialmente desde la «escuela francesa» de literatura comparada, se habían establecido las conexiones entre distintas literaturas.

Para entender este proceso revaluador de la tradición, cumple recordar que a finales del siglo XIX se había producido un giro en el seno de los estudios literarios y lingüísticos que constituyó una evidente reacción frente al historicismo imperante y los presupuestos positivistas que limitaban el estudio de las analogías entre las obras. Si en su análisis del «campo literario» francés Pierre Bourdieu relacionó la emergencia de la estética simbolista con un «renacimiento espiritualista» (2005, p. 181) —lo cual incluyó, asimismo, el redescubrimiento de la herencia monástica del cristianismo o el auge de la teosofía—, las mismas bellas artes y el arte de la literatura, mediante su orientación hacia el simbolismo y otras estéticas surgidas frente al realismo y el naturalismo, fueron influyendo, lenta e indirectamente, en el tono y la actitud de la investigación científica (Wellek 1968, p. 195).

A esta reorientación contribuyeron de manera fundamental los postulados de la incipiente lingüística estructural de Ferdinand de Saussure, la reconsideración de la Historia por parte de Friedrich Nietzsche o la estética de la expresión de Benedetto Croce. Pudo surgir así, a finales de la segunda década del siglo XX, una revisión tan fundamental de la idea de tradición como la que expuso T. S. Eliot en su artículo titulado «Tradition and Individual Talent», incluido en el conjunto crítico The Sacred Wood, de 1920. En él, Eliot —autor de ensayos como «Modern education and the Classics» (1935), de conferencias como «What is a Classic?» (1944) y primer presidente de la Virgil Society de Londres— otorgó carácter prevalente al «talento individual», al punto de renovar la concepción hasta entonces existente sobre la «fuente» de cualquier obra. Puesto que la idea de tradición de T. S. Eliot establece que esta se transforma y acrecienta gracias al «talento individual», la tradición literaria se modificaría y se ampliaría entonces mediante las sucesivas aportaciones que cada talento introduce en el conjunto del sistema literario, contextualizado en un amplio orden de simultaneidad que, en última instancia, abarca todas las generaciones literarias de la historia. En consecuencia, dicho sistema literario se ve modificado con cada aportación que se produce dentro de él: «[…] and so the relations, proportions, values of each work of art toward the whole are readjusted» (Eliot 1989, p. 50).

Según lo expuesto por Eliot en dicho texto, todo talento lo es únicamente por comparación, ya que condiciona, modifica y reinterpreta la tradición en la que se integra. La resonancia de una de las aseveraciones de Nietzsche en La ciencia jovial (1882) —la correspondiente a la sección 34, titulada «Historia abscondita»—, resulta elocuente a este respecto, pues alude al carácter simultáneo y aun retroactivo con el que el talento, según Eliot, interviene en la tradición:

Todo gran hombre posee una fuerza de efectos retroactivos: Gracias a él toda historia se pone de nuevo en la balanza y miles de secretos saldrán arrastrándose de sus escondrijos —hasta alcanzar su sol. No se puede prever todo lo que será historia alguna vez. ¡Tal vez el pasado sigue todavía esencialmente sin descubrir! ¡Necesita aún tantas fuerzas retroactivas! (Nietzsche 2014, p. 366).

Se establecía así un horizonte crítico-teórico en el que los escritores aparecían como componentes de un conjunto que ellos mismos modificaban en cuanto se insertaban en él. Cada lectura era susceptible de convertirse en un ejercicio de interpretación y en una recreación matizada de la tradición, lo cual resulta un hecho ya inseparable de cualquier proceso o fenómeno comunicativo, como resaltó Fernando Lázaro Carreter (en «La literatura como fenómeno comunicativo», de 1980) y como sostenía Alfonso Reyes en su texto «Apolo o de la literatura», escrito en la década de 1940:

Es innegable que entre la expresión del creador literario y la comunicación que él nos transmite no hay una ecuación matemática, una relación fija. La representación del mundo, las implicaciones psicológicas, las sugestiones verbales, son distintas para cada uno y determinan el ser personal de cada hombre. Por eso el estudio del fenómeno literario es una fenomenografía del ente fluido. No sé si el Quijote que yo veo es exactamente igual al tuyo, ni si uno y otro se ajustan del todo dentro del Quijote que sentía, expresaba y comunicaba Cervantes. De ahí que cada ente literario esté condenado a una vida eterna, siempre nueva y siempre naciente, mientras viva la humanidad (Reyes 1969, pp. 75–76).

A este respecto, cabe reseñar el énfasis que la estética de la recepción, uno de los grandes cuerpos teóricos de la literatura durante el siglo XX, comenzó a hacer a propósito de la actividad lectora como condicionante fundamental del cambio literario. Impulsada en sus comienzos por Wolfgang Iser y Hans R. Jauss, las reclamaciones de esta corriente se focalizaron en el estudio de cómo las sucesivas promociones de lectores configuran el significado de las obras literarias, si bien el concepto de precursor, en su singularidad, tiende «a hacer de la literatura un acontecimiento inseparable de su propia tentativa» (Pellejero 2002, p. 200).

Las aportaciones ya referidas de un crítico y poeta como T. S. Eliot resultaban indisociables del afán de ruptura y discontinuidad que ha definido la época moderna, un afán que alcanza un punto de tensión extrema durante las primeras décadas del siglo XX con el ascenso de las vanguardias históricas y su ansiosa renovación de estéticas: «La época moderna […] es la primera que exalta al cambio y lo convierte en su fundamento. […] No el pasado ni la eternidad, no el tiempo que es, sino el tiempo que todavía no es y que siempre está a punto de ser» (Paz 1974, pp. 34–35). Tal insistencia en el cambio se aviene perfectamente a ese nuevo paradigma de la tradición como sistema en permanente revisión que había propuesto Tinianov. Según este teórico:

La propia sincronía es dinámica, y la tradición, el canon, la influencia y la evolución histórica no son más que procesos de sustitución de sistemas, esto es, el relevo de estructuras en las que de forma dinámica varios elementos funcionan y se relacionan entre sí (Aparicio Maydeu 2013, p. 154).

Sobre la base de estas consideraciones, y abundando precisamente en las atribuciones que T. S. Eliot había otorgado al «talento individual», Jorge Luis Borges desarrolló una de las más decisivas contribuciones al concepto de precursor, que expuso en el ensayo «Kafka y sus precursores», incluido en Otras inquisiciones, de 1952. Allí, Borges problematiza decisivamente la temporalidad de los fenómenos de influencia y transmisión entre textos y autores al integrarlos en un amplio orden de simultaneidad y reelaboración:

En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro (Borges 1960, p. 148).

Según Jorge Luis Borges y T. S. Eliot, resulta imposible considerar a un autor de manera aislada. Y según Borges, cada escritor tiene la posibilidad, merced a su capacidad de elección y de rechazo, de buscar en el pasado a sus precursores e, incluso, de convertirse a sí mismo en el precursor de una renovada lectura de los autores antiguos o pasados.

Para su exposición, Borges se sirve de la obra de Franz Kafka, un autor que, en la terminología ya aludida de T. S. Eliot, constituiría ese talento verdaderamente nuevo y significativo que altera el orden de la tradición y nuestra manera de leer. Al reconocer rasgos a priori exclusivamente kafkianos en la paradoja de Zenón contra el movimiento, en un prosista chino del siglo IX o en un relato de Lord Dunsany, Borges concluye que, si bien en todos esos textos se encuentra en mayor o menor grado la idiosincrasia de Kafka, si este no hubiera escrito más tarde sus libros y desarrollado sus rasgos y temas característicos, «no la percibiríamos; vale decir, no existiría.» (Borges 1960, p. 147). En este sentido, Kafka crea sus precursores, ya que modifica la percepción sobre autores que le precedieron cronológicamente y que, de súbito, quedan marcados en lo sucesivo por el influyente estilo del nuevo talento individual que altera el sistema.

Sobre la base de estas premisas, y en relación con autores clásicos, cumple remitirse al ejemplo del estudio Borges, autor de la Eneida (2006), de Francisco García Jurado, que analiza la relectura virgiliana con la que Borges invita a la suspensión la linealidad temporal en la historia literaria, al tiempo que reivindica una aproximación «estética» a Virgilio frente a los prejuicios historicistas, en congruencia con la propuesta de García Jurado de una historia no académica de la literatura grecolatina en las letras modernas:

Si bien vivimos en la creencia de que la relación entre la literatura clásica grecolatina y las modernas no puede tener más que única dirección, no obstante, es sorprendente observar cómo los autores y los lectores del presente son capaces de alterar con sus nuevas lecturas la literatura del pasado, convirtiendo en geniales «precursores» de la Modernidad a muchos autores y textos antiguos (García Jurado 2001–2003, pp. 154–157).

El de Virgilio es solo un ejemplo entre los muchos con los que García Jurado ha demostrado la múltiple temporalidad que preside los encuentros complejos entre autores modernos y antiguos: adoptando la perspectiva de escritores clásicos como precursores, diferentes autores como Virgilio, Aulo Gelio, Horacio, Ovidio o Séneca (García Jurado 2011) pasan a inscribirse asimismo en una «tradición moderna» que, como tal, se reinventa y enriquece permanentemente. Desde este punto de vista, la resonancia de la lectura de Borges en Virgilio suscita una comprensión más amplia tanto del texto clásico como de las series del pasado en las que estaba integrado, abriéndose a nuevas e insospechadas posibilidades de interpretación y análisis.

En otros ámbitos, y gracias a la labor divulgadora que Borges llevó a cabo mediante los prólogos de la colección editorial «Biblioteca Personal Jorge Luis Borges», el autor argentino invitó a los lectores a enfrentarse a un distinto horizonte de expectativas en relación con muchos otros autores, aunque merece especial atención el caso del francés Marcel Schwob, en cuyo libro Vies imaginaires (1896) se recrean de forma imaginaria las biografías de Lucrecio y Petronio, una práctica que García Jurado (2010) ha identificado como uno de los criterios intertextuales sobresalientes para articular su propuesta de una historia no académica de la literatura. A semejanza de Joris-Karl Huysmans —quien en À rebours, de 1884 «desmonta» la interpretación oficial de la historia—, Schwob, en el caso de Petronio, desmiente la fuente historiográfica de Tácito e imagina una muerte bien distinta para el autor del Satiricón, concediéndole una larga vida errante cuyos episodios serán consecuencia de lo escrito en su propia novela, lo cual al mismo tiempo constituye por parte de Schwob una estrategia de relectura y ensalzamiento de la Decadencia frente al llamado Siglo de Oro, en claro paralelismo con lo que ocurría en su propio mundo literario y finisecular del siglo XIX. En este caso concreto puede entenderse cómo Jorge Luis Borges contribuyó efectivamente a las sucesivas relecturas de Marcel Schwob y de una particular tradición biográfica (Crusat 2015), gracias a la cual se renuevan las aproximaciones críticas sobre Diógenes Laercio (en cuanto precursor de una práctica biográfíca que armoniza los hechos externos e internos, las noticias y el comportamiento, la doxa y la episteme) o Petronio (ensalzado, en congruencia con lo realizado previamente por Huysmans —y a contrapelo de las famosas tesis de Désiré Nisard en Études de moeurs et de critique sur les poètes latins de la décadence (1834)—, como decadente, es decir, como audaz renovador de la prosa y precursor de la novela moderna).

La inversión histórica que parece representar el concepto de precursor, en definitiva, no es tanto la fijación de un texto, autor u obra en un contexto determinado cuanto la posibilidad de un encuentro creativo, inesperado y poético de los textos literarios más allá de la linealidad implícita de los conceptos de influencia, fuente o cita: «El problema historicista de la influencia viene a ser reemplazado o enriquecido, de este modo, por la idea de resonancia» (Pellejero 2002, p. 195). Tal resonancia alude a aquello que de común existirá entre ciertos autores o textos y que no solo diferenciará un elemento o serie actual, sino que, irremediablemente, modificará las series del pasado, razón por la que los precursores se convierten, en consecuencia, en «el efecto de una línea de transformación (devenir) que atraviesa el presente haciendo proliferar las relaciones entre los acontecimientos del pasado» (Pellejero 2002, p. 201).

Así como el comparatismo comenzó a prescindir de aquella fundamentación empirista y pragmática de los términos en comparación por «influencia», la revisión crítica y estética del término precursor ofrece provechosas oportunidades en el ámbito de la Tradición Clásica en su tarea de tejer un mayor campo de resonancias entre los autores antiguos y los modernos.

Bibliografía

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Cristian Crusat

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