Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

recepción

Del latín receptio, que a su vez procede de recipio (prefijo re, raíz capio) (Fr. Réception. Ing. Reception).

No podemos estudiar el término de «recepción», si no es en cuanto a su evolución y oposición al término «influencia». Por ello mismo, vemos necesario ir exponiendo argumentadamente qué significado tiene este último, cómo ha ido cambiando y se ha ido acercando en el discurrir histórico de la teoría literaria del siglo XX al término y sentido, entre sinonímico y antitético, de recepción.

De la «influencia» positivista a la «recepción» vanguardista. Si nos atenemos a la etimología de la palabra, el término recepción es un galicismo que procede de 1737 y es bastante más moderno que el término con el que se alterna: «influencia», que procede de 1438. Hemos de diferenciar, de lleno, la recepción de la influencia, a partir de la propia etimología de la palabra, ya que la primera sería un «captar / tomar hacia atrás», frente a la segunda que sería un «discurrir / correr en». De este modo, hemos de apreciar que la «influencia» tiene un carácter progresivo de avance. Se trata de lo que García Jurado denomina como «esencialismo», que parte de un punto de partida «a» y llega a un «b», de forma que el «a» nunca se ve modificado, sino que se inserta en «b». García Jurado (2015 [b], p. 77) lo identifica con el modelo positivista «a en b», que establece una «relación genética entre los textos» y que, a su vez, plantea una «causalidad» estricta de la fuentes, i.e. los textos clásicos, que constituyen la razón de ser de los textos modernos («el texto antiguo tendría un sentido inmanente, sin menoscabo de que tal sentido deba interpretarse al cabo de los siglos conforme a su propia historicidad» [García Jurado 2015 (a), p. 16]). De este modo, la influencia se puede interpretar como una suerte de «rastreo», como si de una «imitatio reminiscente» se tratara, de forma que «los autores antiguos “influirían”, sin más, en los modernos, imprimiendo su huella, y el cometido de la Tradición Clásica consistiría, básicamente, en rastrear tales influencias, materializadas como fuentes» (García Jurado 2016, p. 71). Así pues, siguiendo el mismo ejemplo que propone García Jurado, el verso de la égloga primera de Garcilaso de la Vega: «[…] la sombra se veía / venir corriendo apriesa / ya por la falda espesa del altísimo monte», se contendría ejemplarmente en el último verso de lan bucólica primera de Virgilio: maioresque cadunt altis de montibus umbrae (Verg. Ecl. 1, 83). Efectivamente, el germen de las «églogas o bucólicas» de Virgilio fructifica en las Églogas de Garcilaso de la Vega, es decir, Virgilio «influye» en Garcilaso de la Vega, de manera que la esencia pura del poeta de Mantua se inserta en el aparato textual de Garcilaso, algo que condiciona su naturaleza poética con la imitación del romano. De este modo, se puede entrever que en la «influencia» clásica se podría aplicar el símil aristotélico donde los autores clásicos son «sustancias» y «actos», que los modernos vuelven en «formas» y «potencias».

Esta metodología de «influencia» constituye la base de los estudios, de carácter erudito y enciclopedista, de intelectuales decimonónicos como los que emprende el español Marcelino Menéndez Pelayo (1856–1912), o el mexicano Gabriel Méndez Plancarte (1905–1949), destacado deudor del primero. Así pues, tanto en la obra de Menéndez Pelayo, Horacio en España (1885), como en la de Horacio en México (1937), de Méndez Plancarte, ambos métodos de análisis se basan en la «influencia», es decir, en cómo los versos de Horacio se insertan en los traductores y poetas de los siglos XVI al XVIII. De este modo, ambos eruditos manejan una idea atemporal y esencialista de Horacio, que a través de la «influencia», vista como un vehículo metafísico de las sustancias literarias de los clásicos, se va transmitiendo de poeta en poeta a lo largo de los siglos posteriores. De hecho, esa idea esencialista se puede apreciar en las expresiones que maneja el propio Méndez Plancarte en su prólogo, del tipo: «Horacio no ha muerto; […] los clásicos auténticos, los griegos y los romanos, son los maestros insustituibles de todo arte que aspire a perdurar; […] aquellos inmortales; […], no es hiperbólico el calificativo de insustituible que doy al magisterio artístico de los clásicos» (Méndez Plancarte 1937, p. XIV). La «influencia imitativa» se puede percibir en afirmaciones como las siguientes, en las que los clásicos, si no se los considera «“modelos” que calcar», sí son «padres a quienes heredar […]», por lo que los modernos son vistos como «hijos» que, más allá de «conservar intacta e improductiva la herencia paterna», la deben «acrecentar y multiplicar» (Méndez Plancarte 1937, p. XV). Los clásicos constituyen una «fuente» canónica a partir de la cual los modernos deben tomar su referencia sustancial, con el propósito de que sean desarrollados plenamente. En definitiva, las literaturas modernas se entenderían en cuanto a que son reproducciones aumentadas y enfáticas de los clásicos. En resumen, el concepto de «influencia está ligado a lo que entendemos como “interpretaciones esencialistas” de la literatura, las que presuponen al texto clásico una suerte de energía interior capaz de irradiarse en los textos posteriores» (García Jurado 2015a, p. 15).

La «influencia» como método, sigue manteniéndose en los estudios posteriores de The classical Tradition, de Gilbert Highet (1906–1978); no obstante, aunque el erudito de Columbia sigue utilizando los términos de «influencia» o «influjo», su uso no es totalmente similar al que emplea Menéndez Pelayo o Méndez Plancarte. Si para estos últimos su manera de ver el «influjo» se basaba en un cotejo yuxtapuesto de un autor clásico con un traductor o autor moderno, Highet aplica la «influencia» desde una perspectiva más historicista y narratológica. De este modo, su manera de ver la «influencia» se va acercando a los presupuestos posteriores de la «recepción». El profesor inglés es consciente de que su método de estudio supera los de corte «yuxtapuesto», que se dedican a «fases determinadas del proceso», o que «estudian la influencia clásica sobre los escritores de un país en particular, o durante un periodo concreto, o describen la cambiante fortuna de un autor clásico en los tiempos modernos […], mostrando cómo se le olvidó durante la Edad Media, cómo se le redescubrió y cuánto se le admiró en el Renacimiento, cómo cayó en la sombra durante los siglos XVII y XVIII y cómo volvió otra vez a la luz, para inspirar un nuevo grupo de autores, en los siglos XIX y XX» (Highet 2018, 1, p. 8); en realidad, nunca antes se había escrito un solo libro que proporcionara la «descripción completa del proceso» (Highet 2018, 1, p. 8). Highet representa esa segunda fase de «influencia», en la que coordina y conjuga las obras grecorromanas con las obras literarias modernas mediante periodos históricos, autores, géneros y territorios que le sirven de nexos en el recorrido historiográfico que va trazando. La «influencia» en Highet se libera de la atadura del «binarismo» que aplicaban Menéndez Pelayo y Méndez Plancarte (se trata de una influencia secuenciada conformada por un seguimiento de uno más uno, de forma que la suma de todos ellos daría lugar a la «historia completa (Hc): h1+h2+h3+[…]+h8=Hc» [García Jurado 2015, p. 77]). La perspectiva de Tradición Clásica de Highet acomete un enfoque de más altas miras, que abarca un mayor desafío en la visión general, narrativa y panorámica, de la literatura clásica en cuanto a cómo se inserta en la moderna. Por esto mismo, se requiere de una ordenación en forma de constructos (géneros, periodos, etc.), que permita destacar la «dinamicidad» y la presencia de los escritores griegos y latinos en los ingleses, franceses, alemanes, italianos o españoles. Lida de Malkiel hace hincapié en la coherencia, estructura, y cohesión de la «impecable» narración de Highet:

Sin distraer la atención en apartes sobre su propia obra, Highet estructura su amplio e intrincado contenido con orden y unidad en una exposición didácticamente impecable: no hay conexiones rebuscadas ni digresiones ociosas ni montones amorfos de datos que atestigüen, bajo el nombre de excursos, la importancia del autor para reducir su material a un plan riguroso. Las notas son oportunas y densas. Highet posee, además, una prosa tan lúcida como amena y singular gracia de expresión (Lida de Malkiel 1951, p. 184).

Esta misma intensificación histórica y narrativa que adquiere la «influencia» de Highet va preparando el camino para acercarse a la noción de «recepción», que en el erudito inglés ya se aprecia en cuanto a la relevancia que el moderno ejerce en el modo de adoptar el clásico; de esta manera no se aprecia una «influencia estática», como en el caso de Menéndez Pelayo o Méndez Plancarte, sino «dinámica», que permite que el moderno vaya adquiriendo un cierto papel predominante en cómo acoge al clásico. Highet ya no percibe solamente cómo un autor moderno se vuelve un mero vehículo de un clásico en todos sus factores literarios, como vimos en la interpretación de Garcilaso respecto a Virgilio, sino que el clásico se puede convertir en «transmisor» de aspectos particulares del periodo histórico y literario en que está influyendo: en el Día del Juicio de Isaac Watts, el «metro lírico griego, conocido ahora como estrofa sáfica de Horacio, es aquí vehículo de las más terribles imaginaciones medievales del Juicio Final: tumbas abiertas, víctimas que gritan de dolor, demonios, fantasía desenfrenada» (Highet 2018 I, p. 394). En este caso el metro horaciano pierde su inmanentismo y se vuelve transmisor de valores e ideas propias del autor moderno. En efecto, Highet considera, en varias ocasiones, que la influencia se vuelve «eco» y que el propio moderno se diferencia del clásico, con sus propias características particulares. Por ejemplo, veamos cómo interpreta la influencia de Horacio en el poeta John Keats:

Las odas de John Keats no se parecen a las de Horacio, porque no se parecen a la obra de nadie, sino a la del propio John Keats. Pero Keats desciende en línea recta de Horacio, cuyos poemas contribuyeron a dar el ser de los suyos; y mira hacia atrás, más allá de él, en busca de algo más joven y más rico. La más grande de sus poesías, la Oda a un ruiseñor, empieza con un eco directo e inequívoco de la voz de Horacio, por encima de más de dieciocho siglos. Pero en todas las magníficas odas escritas en 1819 hay algo completamente nuevo, un cambio que el espíritu de Keats y la sensibilidad de su época han operado en la herencia que Horacio había transmitido de Grecia. Píndaro había sabido comprender intensamente, en sus odas, el momento de triunfo público; todo en ellas palpita de vida, todo es tumultuoso y activo, llameante de energía (Highet 2018I, pp. 399–400).

El siguiente paso de la «influencia» a la «recepción» será el que encontramos en la filóloga argentina María Rosa Lida Malkiel que ya directamente cambiará el término de influencia y lo denominará como «juegos complejos» entre clásicos y modernos, que se basarán en la «adecuación que cada época encuentra o cree encontrar en los clásicos, adecuación no exclusivamente estética, según prueba el fervor de Shelley por la rebeldía de Prometeo encadenado y por el patriotismo libertario de Los Persas». Es decir, la influencia de estas obras clásicas en el poeta inglés no estarían condicionadas tanto por su valor y cualidades literarias, como por los condicionantes históricos que el periodo romántico de Shelley determina en su lectura: «el estado de ánimo de la época, por así decirlo» es «lo que determina la fecundidad del influjo de la obra antigua» y «no solo el carácter intrínseco de ésta», con lo que «la acogida de la tradición grecorromana aparece muy ligada, como toda manifestación de cultura, a complejos sociales, en el sentido amplio de la palabra» (Lida de Malkiel 1951, pp. 201–202); de estas ideas Lida de Malkiel acaba desarrollando su concepto de «juego complejo»:

Evidentemente, lo decisivo en cada caso no es lo que Homero brinda, sino lo que el artista moderno busca. La «moraleja» de la historia del influjo grecorromano enseña, pues que la Antigüedad clásica no vale como panacea ya confeccionada y lista para cualquier caso, sino como estímulo que ha sabido arrancar altísimas respuestas de las naturalezas privilegiadas, sin poder, claro está, convertir en privilegiadas a las naturalezas que no lo son. El «influjo» grecorromano —no nos engañe la metáfora— no es un fluido que mane de Homero y Virgilio con virtud de vivificar y ennoblecer cuanto toque: es un juego complejo en el cual, como muy bien demuestra el libro de Highet, tanto o más importantes que la belleza del arte clásico son las circunstancias de su acogida (Lida de Malkiel 1951, p. 200).

Los juegos complejos de la filóloga argentina ya se podrían considerar como sinónimo de «recepción», que se desarrollaría a la luz de los estudios y teorías de la estética de la recepción, que se implantan con Jauss (1987) e Iser (2015) (véase la entrada de «estética de la recepción»).

La recepción a la luz de las teorías literarias entre el siglo XX y el siglo XXI. El proceso que va desde Menéndez Pelayo / Méndez Plancarte, pasando por Highet y Lida de Malkiel, hasta Jauss e Iser supondrá el paso gradual de la «influencia esencialista» a la «recepción existencialista». El paso de la influencia a la recepción no se circunscribe únicamente a una evolución interior de la propia influencia, sino que debemos atender también a factores extrínsecos que condicionaron esa metamorfosis interna como fueron las poéticas vanguardistas que desarrollaron importantes procedimientos literarios como el «flujo de conciencia» («stream of conciousness»), o la potenciación de inicios narrativos alternativos a la secuenciación clásica de planteamiento-nudo-desenlace, que se rompió, a menudo, con el inicio in medias res, o los saltos temporales tan influidos por la narrativa cinematográfica, como el «flash back» o el «flash forward». Todos estos elementos procedentes del ámbito literario no se pueden entender si no tenemos en cuenta cómo la perspectiva de la temporalidad y de la espacialidad cambió con las tesis de la relatividad especial y general de Einstein, así como los enfoques imposibles de los movimientos del mundo subatómico de la física cuántica. Añadido a estas perspectivas, también fue de sustancial influencia el existencialismo heideggeriano, basado en el «Dasein» (un ser en cuanto a su existencia en un aquí y ahora) y el sartriano, fundamentado en el «ser-en-sí» y «para-sí», con el que el filósofo francés rompía el esencialismo y daba pie a que la existencia precede a la esencia y somos en cuanto a que existimos, por lo que acabamos siendo existencias temporales y espaciales fluidas y continuas. Con la impronta de todos estos factores y con el motor fundamental de la hermenéutica de Gadamer, que nace de la fenomenología de Husserl y del existencialismo de Heidegger, se desarrolla la escuela de Costanza a finales de los años sesenta del siglo XX, cuya forma de entender las relaciones literarias pasarán por un nuevo concepto que supere el anterior de «influencia», el cual será sustituido por el de «recepción». Este concepto, con mayor o menor acierto, focalizará y asumirá todos los factores citados de los cambios tanto literarios como filosóficos y científicos de la primera mitad del siglo XX. La interpretación hermenéutica que se inicia en Gadamer y culmina en la estética de la recepción literaria de Jauss e Iser (en este último ejerce una fuerte impronta el crítico de teoría de la literatura polaco Roman Ingarden), hace que «precisamente los lectores o receptores» sean «quienes» pasen «a ejercer su “influencia”» en la creación y estructura de determinadas obras literarias:

De esta forma, un autor antiguo, pongamos por caso Virgilio, escribe una obra (la Eneida) con una intención determinada (la glorificación de Roma y de Augusto), pero el paso de los siglos ha dado lugar a que a esta intención vengan a añadirse nuevas lecturas o recepciones motivadas por diferentes circunstancias históricas (el cristianismo, la palingenesia, por ejemplo) que permiten crear nuevos sentidos (García Jurado, 2015a, p. 16).

El receptor pasa a tener papel preponderante y, de forma casi «cuántica», la «recepción», hace que la historia se vea hacia atrás, desde lo moderno hacia lo antiguo —y no al revés, tal y como opera la «influencia», desde lo antiguo progresivamente hacia lo moderno; de este modo, el pasado es reconfigurado y leído por el presente, es decir se «presentiza», pero no solo por el presente, sino por cada una de las épocas en que sus lectores delimitan los textos clásicos y los van sometiendo a los moldes ideológicos y culturales de cada uno de sus momentos históricos. No debemos olvidar, además, que la «recepción» no es binaria, sino que acaba pudiendo ser múltiple por la cantidad de lecturas intermedias que se incluyen en una recepción de un autor clásico respecto a otro moderno (aquí entraría la consideración de Lida de Malkiel de «juegos complejos», que García Jurado denomina «encuentros complejos»). Por lo tanto, la «recepción» es compleja, multidisciplinar y contextual:

  • «Compleja», en cuanto a que se interrelacionan varias «interpretaciones» o lecturas en la «recepción» de un autor respecto a otro; por ejemplo, la lectura que Borges hace de Lucrecio se enriquece gracias a autores intermedios que influyen en la recepción borgesiana, como puede ser el simbolista francés Marcel Schwob y su interpretación de Lucrecio.
  • «Multidisciplinar»: no solo no podemos considerar que en la recepción hay un solo soporte disciplinar, como es la literatura, sino que entran en acción otros factores de distintas disciplinas, como pueden ser la sociología, pedagogía, economía, etc., que confieren sentido y pleno significado a la recepción.
  • «Contextual»: el entorno, el marco histórico y cultural; lo que Gadamer y Jauss denominan «horizontes» (o «repertorios», según Iser y Even-Zohar), o lo que nosotros podríamos identificar como «burbujas contextuales» que interactúan y configuran la «recepción» de las lecturas en el contexto determinado en que se lee.

    Por otra parte, los factores «multidisciplinar» y «contextual», se

podrían analizar de forma más detallada en la «recepción» como dos tipos de «capas» que condicionan la lectura del receptor: una «interna», más referida al propio lector en que influyen elementos que condicionan sus lecturas (aquí se incluirían elementos políticos, culturales, etc., que se relacionan profundamente con la psicología y la biografía del lector); y otra «externa», referida al «Dasein» espacio-temporal, al momento y al lugar en el que vive el propio lector. Es obvio recalcar que la capa interna y externa se condicionan mutuamente, y se pueden conectar a través de intersticios a modo de «llaves» más o menos débiles, hasta el punto de que se entremezclan y pueda resultar muy difícil distinguirlas. La mayor o menor relevancia de las capas es fluctuante, de tal modo que tales capas se gradúan y mueven según el tipo de recepción que haga el lector en un momento determinado de su vida, y el tipo de obra que esté leyendo. Así pues, la lectura que pueda hacer Montesquieu en su Espíritu de las Leyes del De Officiis de Cicerón hará que, en sus capas internas, se haga más relevante el aspecto ético-político; después, cobraría importancia, especialmente, el plano pedagógico; y, por último, el literario o estilístico. La lectura no guardará el mismo orden de importancia si Montesquieu lee otra obra del propio Cicerón con fines distintos a los políticos. En el caso de, por ejemplo, la lectura que hace el citado Schwob de Lucrecio, será más relevante el literario y estilístico, y después el científico. Todo ello, sin olvidar la interacción respecto a las capas externas espacio-temporales en que se mueven estos autores.

Los estudios de «estética de la recepción» dieron pie con el tiempo, ya hacia el primer tercio del siglo XXI, a los estudios de «recepción clásica» («classical reception», véase entrada de «estética de la recepción»), que desarrolla y aplica un grupo de investigadores que trabajan, espcialmente en la universidad de Oxford. Siguiendo las líneas de Jauss e Iser, investigadores como Hardwick y Martindale han contribuido con varias monografías y con una revista especializada a los estudios de recepción de autores clásicos grecorromanos en autores modernos. Así pues, por ejemplo, Lorna Hardwick (2003, p. 5) considera que la «recepción» se desarrolla en el proceso artístico e intelectual por medio del cual la obra antigua es «received» y «refigured» por el autor moderno, por lo que resulta fundamental «the relationship between this process and the contexts in which it takes places». En efecto, para Hardwick el contexto puede incluir «the receiver’s knowledge of the source and how this knowledge was obtained; a writer’s or artist’s works as a whole», o que, en otras palabras, «factors outside the ancient source contribute to its reception and sometimes introduce new dimensions» (Hardwick 2003, p. 5).

Más allá de los propios análisis que podamos hacer desde la «estética de la recepción», y de las «recepciones clásicas», García Jurado interpreta la relación de los autores clásicos en la Modernidad según los parámetros de la teoría intertextual y del comparatismo, donde se establece esa relación «en términos de diálogo»; con todo y con eso, ambas teorías permiten superar los estrechos moldes de la imitación y establecer la «recepción» a partir de las coordenadas de un «hipotexto» o «texto subyacente», según la calificación de Genette. El hipotexto «no funciona tanto como algo físico, sino como una suerte de “texto mental” asimilado por el lector, que lo transformará convenientemente para que dé lugar a un nuevo texto, ya recontextualizado» (García Jurado 2016, p. 212). El texto clásico no se trata ya a modo de fuente como en la perspectiva positivista de la influencia: «en realidad, ya no existe como tal texto, sino que pasa a ser una suerte de materia prima que se metaboliza […]» y «se convierte en proteína literaria». El «hipotexto», tal y como lo considera Genette, no es una «fuente», sino un «texto dinámico y variable (frente al texto fijado de antemano por escrito)» (García Jurado 2016, p. 214). El binomio «influencia-fuente» pertenece a la concepción en que «un texto presenta una entidad como texto (“A es A y distinto de B”)»; por otro lado, el binomio «recepción-hipotexto» presenta un texto que «depende de los demás textos (“A es A y también su contrario”)» (García Jurado 2016, p. 214).

En líneas generales, la «recepción» se centra en el estudio de la forma en que las estructuras textuales de los autores clásicos se subordinan e incardinan en su contexto y se explican en cuanto a la interrelación y dependencia entre el texto y el contexto. De este modo, la «recepción» como tal se vertebraría en los siguientes factores:

  1. Frente al modelo canónico «a en b», propio de la «influencia», la recepción aplica un modelo «b y a», en el que el «b» (lector-pasivo) se vuelve «a» (lector-activo), y el «a» (autor-activo) se vuelve «b» (autor-pasivo); es decir, se focaliza en la lectura del «texto-lector» la interpretación y «concretización» (Iser) del «texto» primario. La temporalidad se da la vuelta y no se ve como una línea recta desde el pasado al presente, sino como una «espiral recursiva» (Iser), del presente al pasado y del pasado a presente.
  2. Los contextos históricos del «lector» influyen directamente en la recepción de los textos primarios, en forma de (según las tesis de Jauss) «horizontes» (de «experiencias» y de «expectativas») que condicionan, interactúan y conforman la propia lectura de la recepción. El «horizonte de experiencias históricas» del texto «a» se fusiona con el horizonte de expectativas del «b», condicionando el segundo al primero en su propia recepción interpretativa.
  3. El lector que recibe al autor clásico ejerce, según la terminología de Ingarden e Iser, una «concretización» sobre los textos antiguos que se realiza respecto a las «expectativas» subjetivas de carácter estético, ideológico, político, cultural, pedagógico, artístico, etc., de los propios receptores. Estas «concretizaciones» se materializan en el acto de enfatizar partes textuales o rellenar «vacíos» («Leerstellen») que los propios modernos interpretan que les falta o a la hora de reforzar aquellas partes de los clásicos que estos últimos no atendieron por la sencilla razón de pertenecer a sensibilidades y horizontes históricos distintos.
  4. En la «recepción clásica» se produce una sustitución del enfoque «esencialista» por el «existencialista», de tal modo que los clásicos no serían ni eternos ni atemporales, sino que se realizan o se «sustancializan» en cuanto a la lectura y «concretización» que les imbuyen los modernos. De este modo, los autores clásicos se «impregnan» de las categorías históricas y estéticas de la Modernidad, de tal manera que se puede hablar de un «Ovidio decadentista», un «Horacio liberal» o un «Cicerón ilustrado».
  5. La relación de autores antiguos con los modernos en el método de la «recepción» es mucho más amplia, abierta, polimorfa y diversificada que en el modelo de «influencia» de Menéndez Pelayo y Highet, de tal forma que se pueden relacionar autores de todos los continentes, de todas las épocas, y de diversos géneros y manifestaciones artísticas.
  6. La recepción implica un modo de relación profundamente interdisciplinar, puesto que para averiguar la «concretización» de los autores modernos respecto a los antiguos es necesario conocer sus condicionamientos externos que provienen de disciplinas como la historia, filosofía, la sociología, pedagogía, etc.
  7. La recepción entabla una serie de relaciones de clásicos y modernos que se sustenta en una intrincada red de «encuentros complejos» que confieren sentido a la recepción de las lecturas secundarias respecto a las primarias, puesto que la percepción de tal autor moderno sobre uno clásico se entiende dentro de un marco de oposiciones en referencia a otros autores contemporáneos que también leen a ese mismo clásico, el cual interactúa con el contexto o con los horizontes históricos en que se sitúan. Resulta un sistema que se moldea en cuanto a la jerarquía que los clásicos ocupan en estructuras tanto textuales como contextuales mayores. Por eso mismo, la recepción del texto clásico adquiere su pleno significado no en sí mismo, sino en cuanto a la interacción con el contexto y con otros textos que se relacionan con él. En definitiva, de la «influencia» simple y binaria que se manejaba en la Tradición Clásica se pasa a una «recepción» de «juegos / encuentros complejos», a partir de, no tanto dos autores que se ponen simplemente en relación, como de «dos exponentes de complejos sistemas culturales que pueden ponerse en relación, bien sea merced a coincidencias sociohistóricas o a las propias lecturas que los modernos hicieran de los latinos» (García Jurado 1999, p. 16). La «recepción» de un autor clásico en uno moderno sigue una «formulación de tensiones», en calidad de «sistemas complejos» que articulan las presencias explícitas de los autores antiguos en la obra de los modernos (Claudio Guillén, Entre lo uno y lo diverso…, pp. 36, 221, 98 ss., apud García Jurado 1999, p. 19.).

Ejemplos de recepción en el mundo y autores clásicos. Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la recepción atraviesa todo el mundo clásico; no solo en cuanto a su relación con el moderno, sino en cuanto a las transformaciones intrínsecas que se desarrollan en su interior. Así pues, la civilización griega no deja de ser un producto novedoso a partir de las readaptaciones y transformaciones de diversos pensamientos orientales; la romana, lo hará en cuanto a muchos aspectos culturales de la griega, que, como dice Eva Cantarella: «no los transmite a sus sucesores tal y como los había recibido, sin interpretarlos, repensarlos y reelaborarlos creativamente» (Cantarella 1996, p. 16); la recepción moderna lo es en cuanto a las dos anteriores:

Ninguna cultura nace de la suma matemática de los diversos elementos de que se compone. Los diversos elementos que la constituyen, como ya se ha dicho, no permanecen nunca invariados, sino que son reelaborados al dar inevitablemente vida a una nueva forma (Cantarella 1996, p. 17).

Ya en la Modernidad son indiscutibles las diferentes recepciones de la cultura romana y griega. El movimiento ilustrado, durante el siglo XVIII, exalta la romanidad al adaptarla y reinterpretarla en sus paradigmas culturales muy en consonancia con los modelos políticos de la república y del imperio romano, de modo que tanto el absolutismo ilustrado como la revolución francesa de 1789 se sentirán herederos directos de Roma; en el XIX, en cambio, el Romanticismo resalta la simiente griega de los orígenes y expansión europea. Así pues, Shelley llega a decir en su «Prefacio» a Hellas de 1821:

Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Si no hubiera sido por Grecia, Roma, la maestra, la conquistadora, la metrópoli de nuestros antepasados, no habría esparcido la luz con sus armas, y ahora podríamos ser salvajes o idólatras; o, lo que es peor, podríamos pertenecer a un estado tan miserable y extraño a las instituciones sociales como los que poseen China o Japón (apud Cantarella 1996, p. 14).

La última afirmación muestra, por otro lado, el horizonte de expectativas inglés durante el siglo XIX (tal y como sucederá con el alemán), basado en un eurocentrismo que se aleja de todo reconocimiento de la influencia oriental o asiática, en la búsqueda de «reforzar el mito ario y de secundar el racismo, padre de la esclavitud»; por eso, «la pureza de las estirpes greco-arias y la idea de su superioridad eran sostenidas como baluartes contra la amenazadora cercanía de las clases inferiores» (Bernal, 1987, apud Cantarella 1996, p. 17). No, en vano, en el siglo XX se producirá, en gran medida debido a la «globalización», «estudios culturales y antropológicos» o, a causa de la «corrección política», el rechazo de las culturas grecolatinas por considerarlas excesivamente eurocéntricas e imperialistas (Cantarella 1996, pp. 19–25). Un nuevo «horizonte» de expectativas influirá en la «concretización» de los clásicos, esta vez antitéticamente al negarlos y ponerlos en cuestionamiento.

Según eso, más allá de la ejemplificación general que supone la recepción de las culturas grecolatinas en periodos modernos, queremos exponer un ejemplo concreto de recepción en un autor latino como Cicerón. A partir de las lecturas que se han podido ir realizando de los textos ciceronianos en cada una de las épocas históricas, el Arpinate se reconfigura según diversos paradigmas y marcos contextuales a través de su moderna recepción, e interactúa con ella, de modo que cada lector posterior al romano, en su etapa histórica, entresacará de la lengua, estilo y argumentación ciceronianas lo que desea para responder a sus necesidades y criterios subjetivos, ideológicos, sociológicos, y culturales. Todo ello dependerá de la recepción que se haga del Arpinate según el «horizonte» en que se mueve. Así pues, en el siglo IV d. C. San Agustín emplea las tesis jurídico-teológicas del estoicismo ciceroniano para poder fusionar dos «horizontes», en principio, absolutamente incompatibles: el de experiencias históricas romano-pagano y el de «expectativas» cristiano-romano, de forma que «la ley de la naturaleza de Cicerón estará identificada con la ley de Dios, y en esta forma permanecerá en el centro del debate medieval y moderno sobre la soberanía, hasta llegar a Lutero o Diderot» (Terni 1995, p. 29, apud Cantarella 1996, p. 18).

Más adelante, en el «horizonte de expectativas» barroco-jesuítico, la recepción se hará desde la mentalidad e ideología trentina, en contraposición con su vertiente calvinista, dentro del mismo ámbito socio-cultural propio del siglo XVII; por eso podríamos hablar de un «Cicerón jesuita», o de un «Cicerón calvinista»; por otro lado, en el ámbito cultural de la Ilustración, las lecturas de Cicerón se diversificarán en sus enfoques cartesianos, empiristas o sensistas, según lo «reciban» filósofos y estudiosos de estas corrientes de pensamiento. Se podrá decir, por lo tanto, que existirá un Cicerón port-royalista, otro lockeano y otro sensista, por ejemplo. La lectura de cada periodo suscita una «expectativa» del Cicerón que se está leyendo y que constituye, por tanto, el objeto de la recepción. Estas recepciones no se pueden analizar de forma aislada y entrecortada, sino de modo dinámico y continuo, donde la recepción sigue un modelo existencialista de lecturas en constante cambio que nunca quedan fijadas de forma esencial, sino que, en cada lectura, se da una perspectiva que atiende a las circunstancias sociales, históricas y subjetivas del lector. Así pues, el «Cicerón port-royalista» surge en su propio marco histórico jansenista, pero también surge en cuanto a que se opone al «Cicerón jesuita». Por otro lado, en cada lectura que se produce de Cicerón, no será ya el Cicerón de la Roma republicana sino más bien el Cicerón que se pretende según la filosofía racionalista de Descartes, o del empirismo de Locke; es decir, es el Cicerón que dependerá del «horizonte de expectativas» de estos autores en su marco ideológico y cultural. La recepción requerirá, a su vez, en cada marco y horizonte del lector, rellenar los intersticios que aparecen al calor de la lectura moderna, dado que tal lectura se refuerza cuando el Arpinate colma las expectativas, y, por otra parte, frustra estas mismas expectativas cuando el autor clásico no sabe o no puede a la altura del presente, dado que su horizonte histórico era distinto. Por ello mismo, el lector moderno deberá jugar entre reforzar y rellenar su modo de recibir los textos antiguos a partir de su propio horizonte particular.

Así pues, las formas de rellenar podrían ser, siguiendo criterios gadamerianos, de la siguiente forma:

  1. «antitéticas», de forma que pretende oponerse y enmendar al clásico en lo que considera que está equivocado, en su «horizonte de expectativas» contra el del clásico. Tendría que ver con los «antitextos»: el chiste o la ironía, por ejemplo, ya que requieren de un «consenso básico» para que se cumplan (Gadamer 1998, pp. 334–335).
  2. «acumulativas», de forma que solo pretende rellenar «concretizando» los huecos del clásico respecto a su paradigma de pensamiento histórico-social y psicológico. Tiene que ver con los «pseudotextos»: «material de relleno para enlaces retóricos del discurso», que se producen especialmente en la traducción de una lengua a otra (Gadamer 1998, p. 335).
  3. «ideológicas», de forma que emplea al clásico de pantalla para mostrar un reflejo ideológico («horizonte ideológico») siguiendo la idea de intención «pretextual». Tiene que ver con los «pre-textos»: son «todas aquellas expresiones comunicativas cuya comprensión no se efectúa en la transmisión del sentido que ellas persiguen, sino que expresan algo que permanece enmascarado», que se relaciona, por ejemplo, muy especialmente con un «concepto de ideología», ya que no se produce una «verdadera comunicación», sino que «sirve de pretexto a unos intereses latentes […], a unos intereses enmascarados» (por ej.: los de la clase burguesa frente a la lucha capitalista) (Gadamer 1998, p. 336). También en los «pre-textos» está el papel de los sueños que se «ejercen en la psicología profunda» (Gadamer 1998, p. 336).

En definitiva, no podemos decir de forma tajante que la recepción es un procedimiento que surge de repente y de modo instantáneo, sino que es producto de una evolución y una serie de avances que parten de los cambios internos que van produciéndose en el propio concepto de influencia, hasta que recala en el de recepción —si bien es cierto que la recepción se configura a partir de los cambios de la óptica de la influencia, que se vieron marcados por poderosos condicionantes externos que dieron pie a la recepción. De este modo, se pasa de un modelo estático, el de influencia (a en b) a un modelo dinámico (b y a), en que el receptor determina el texto que recibe y lo acaba condicionando, de modo que la recepción supone una revolución en la forma de entender la relación entre clásicos y modernos, e inserta a los primeros en una continuidad dinámica historiográfica y los revive continuamente al hacer que en cada recepción siempre sean claves para entender los sucesivos presentes.

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Javier Espino Martín

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