renacimiento
(del Lat. re-nascens, «que renace») (It. Rinascita, Fr. Renaissance, Ingl. Renaisssance, Port. Renascimento).
Se nos ha enseñado que la Edad Media cubre un milenio entero, un arco cronológico mucho más amplio que cualquier otro periodo histórico-artístico. La Escuela de Anales francesa acepta esta cronología porque ve en el Medievo una época característicamente lenta, un paradigma de su concepto de la «longue durée», ya que, durante ese tiempo, ni la sociedad ni la cultura europeas experimentaron cambios drásticos o transformaciones revolucionarias. Además, la historiografía contemporánea ha heredado del siglo XIX (y este a su vez del «Quattrocento» y «Cinquecento») una periodización estricta de la Edad Media, enmarcada entre un proceso inicial de pérdida (allá por el siglo V) y otro proceso posterior de recuperación (ya en el siglo XV) de la Cultura Clásica como referente primordial.
El terminus a quo tradicionalmente aceptado es 476, en que desaparece el Imperio de Occidente tras la derrota de Rómulo Augústulo frente a Odoacro. En otros casos, el jalón inicial se marca por medio de figuras tan prominentes como san Agustín de Hipona (354–430), de quien se ha dicho que es el último hombre del mundo antiguo y el primero del medieval; o como Boecio (475–525), en su papel de transmisor del saber grecorromano. Incluso hay quien dice que el primer intelectual de la Edad Media fue san Isidoro de Sevilla (560–636), pues sus Etimologías sirven de nexo entre la cultura de la Antigüedad y el hombre medieval.
Para la mayoría, no obstante, el periodo isidoriano es tan solo el primero de los llamados renacimientos o prerrenacimientos medievales, con los que los especialistas segmentan y jalonan el largo milenio que ocupa la Edad Media en la historia de la humanidad. Por lo que respecta al final del Medievo, la data de referencia es 1453 (toma de Constantinopla por los turcos), aunque en España se usa frecuentemente 1492 (final de la Reconquista y descubrimiento de América); no obstante, lo más común hoy día es que los estudiosos de la Edad Media cubran íntegramente el siglo XV, esto es, que atiendan a cualquier suceso acaecido hasta el 31 de diciembre de 1500 (que, por cierto, marca también el límite del libro incunable).
Fueron los intelectuales del «Quattrocento» italiano quienes, para marcar distancias con una época que despreciaban, criticaron el oscuro periodo que percibían entre la Antigüedad y sus propios días y se dispusieron a recuperar el enorme legado del Mundo Antiguo, olvidado durante los denostados «siglos medios», sintagma este recogido por el DLE y que no es más que un sinónimo de Edad Media o Medievo. Célebre es la alusión a la media tempestas en cierta carta de Giovanni Andrea dei Bussi de 1469; en parecidos términos se expresan los historiadores contemporáneos, como ha puesto de relieve Nicolai Rubinstein (1973). De todos modos, el corte tajante entre la Edad Media y el Renacimiento no refleja tanto la voluntad de los intelectuales italianos y europeos del siglo XV y XVI (buena parte de ellos identificados con otra etiqueta y categoría, «humanistas»), como la de algunos estudiosos del siglo XIX, como Jacob Burckhardt, en su influyente libro La cultura del Renacimiento en Italia (orig. alemán de 1860).
¿Qué había pasado? Comencemos por el final, por un siglo XIX que buscó la esencia de la cultura occidental en Italia entre la época de Dante, el temprano «Trecento», y el inicio del siglo XVI. Ya en el «Quattrocento», se oyó la voz de cuantos proclamaban la necesidad de recuperar la Cultura Clásica. En Italia y fuera de ella, se elogió la nueva pintura de Cimabue (ca. 1240–ca. 1302) y Giotto (ca. 1267–1337); en arquitectura, se reivindicaron los modelos de la Antigüedad clásica, con el patrón de Vitruvio (siglo I a. C.), recuperado por el polígrafo Leon Battista Alberti (1404–1472); en escultura, se impuso el modelo que dictaban los vetera vestigia («antigüedades») que ahora hacían las delicias de los coleccionistas o antiquarii. Estos aficionados a la literatura latina y el arte grecorromano pertenecían a dos categorías: unos eran profesionales de las letras (humanistas propiamente dichos); otros pertenecían a las clases acomodadas, en las que habían calado sus gustos e ideales, por lo que leían a los clásicos y emulaban su vida en todo aquello en que se podía.
Para captar este nuevo imaginario a simple golpe de vista, basta repasar los grabados que acompañan el texto de la Hypnerotomachia Poliphili, obra de Francesco Colonna impresa en los míticos talleres venecianos de Aldo Manucio en 1499. Todo aparece cuajado de referencias al mundo antiguo: a Roma, sobre todo, pero también a Grecia e incluso a Egipto: hay estatuas antiguas, columnas, obeliscos y otras piezas dignas de la atención del humanista curioso y del coleccionista más exigente, que reflejan unos nuevos ideales y gustos. ¿A quién le puede extrañar que muchos de tales elementos decorativos aparezcan, casi de inmediato, en la fachada plateresca de la Universidad de Salamanca? Pues este, precisamente, es el caso.
Fuera de las artes plásticas, en el espacio propio de la literatura, el Renacimiento potenció los géneros literarios característicos de la Antigüedad: la epístola o carta, el diálogo o disputa y el discurso u oratio. Con modelo en Plutarco y Suetonio, se revitalizó el retrato literario, solo o agrupado en galerías o colecciones (en el siglo XVI, la biografía se acompañó del retrato plástico, en dibujos, pinturas o medallones, como hizo Paolo Giovio [1483–1552] en sus Elogia virorum litteris illustrium). La novedad se percibía también en la implantación de un nuevo programa educativo que completaba el correspondiente a las Siete Artes Liberales del Medievo, con su trivium (retórica, gramática y dialéctica) y su quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía). Las nuevas disciplinas, en las que ahora se ponía todo el énfasis, eran la historia, la poesía y la filosofía moral.
Con Cicerón, se proclamaba aquello de que la historia magistra vitae est y también se recordaba la alta estima en que la tenía este clásico por su calidad retórica, que la define como opus oratorium maxime. Con respecto a la poesía, fue determinante la lectura del Fedro platónico en el original griego, aunque, como ya apunta Ernst Robert Curtius en Literatura europea y Edad Media latina, la locura divina del poeta no cayó en un olvido completo en ningún momento del medievo (Curtius 1954, p. 667). Determinante fue el hallazgo del Pro Archia ciceroniano por parte de Petrarca durante una visita a la catedral de Lieja en 1333; de hecho, Petrarca haría suya la defensa de la poesía y los poetas inserta en este discurso forense al escribir sus Invective contra medicum. Finalmente, la filosofía moral nació para ocuparse de autores estoicos como Cicerón y Séneca y, sobre todo, de un texto que marcó a todo Occidente a lo largo de la Edad Media y, particularmente, al final de este periodo. Me refiero a la Ética a Nicómaco o Ética aristotélica, en la nueva traducción de Leonardo Bruni, que mereció la atención de toda la intelectualidad europea.
Trascendental fue la reivindicación del vernáculo o idioma propio, la recuperación de la lengua griega (conocida solo por un puñado de eruditos en la Edad Media) y la implantación de un método aparentemente distinto para la enseñanza del latín: el de Lorenzo Valla en Italia (las Elegantiae linguae latinae vieron la luz en torno a 1444) y el de Antonio de Nebrija en España (sus Introductiones latinae del año 1481). En sus respectivos manuales, se reivindica la elegante lengua de los clásicos, frente a un latín bastardo (a veces llamado «frairiego» o «frailuno»), que consideraban hijo de una época de ignorancia. Es en estas obras y en las referencias de los humanistas al latín enseñado en las viejas gramáticas, manuales y enciclopedias donde encontramos los más duros alegatos contra los siglos previos, que contrastan con los encendidos elogios que se hacen a la lengua de los clásicos.
Los humanistas marcaron distancias con el pasado inmediato y mostraron su repudio respecto de lo mucho que, en su opinión, quedaba de tan funesta época; de esta forma, crearon una categoría histórica y facilitaron la labor taxonómica a las generaciones futuras. La intelectualidad europea participó en esa transformación o, cuando menos, fue consciente de ella; del mismo modo, su ideario básico y su estética lo impregnaron todo y crearon una especie de estilo o forma de vida. El corte, no obstante, no fue tajante como les habría gustado a los humanistas: el medievo dejó una herencia que se percibía en todos los órdenes, y no solo en España, como han dicho quienes, sin ninguna razón, han negado la existencia de un Renacimiento español y han afirmado que España pasó directamente de la Edad Media a la Contrarreforma.
El arte y el pensamiento del siglo XVI no cortaron radicalmente con ese pasado inmediato, que continuó presente y activo de varias maneras: la estética y el pensamiento medievales lograron perdurar tras experimentar transformaciones más o menos profundas; es más, si no apelamos al medievo no podemos captar la esencia de obras etiquetadas como renacentistas. Por ejemplo, sin los manuales para caballeros y príncipes, los viejos tratados y regimientos característicos de la Baja Edad Media, habría resultado punto menos que imposible la redacción de Il Cortegiano de Baldassare Castiglione, obra emblemática del Renacimiento europeo. Con carácter general, la Edad Media permaneció activa o vigente a lo largo del siglo XVI, y más allá.
De referirnos a la literatura española, la continuidad se percibe a través de géneros de la magnitud de la poesía de cancionero, la novela sentimental o los libros de caballerías. La revolución poética de Garcilaso de la Vega y Juan Boscán (cuyas obras vieron la luz juntas, con carácter póstumo, en 1543) y los derroteros seguidos por la poesía de estilo italianizante no se entienden sin acudir a los cancioneros castellanos del medievo tardío, que copan el mercado editorial en la primera mitad del siglo XVI y perduran hasta la última edición del Cancionero General de Hernando del Castillo (1573). Con más o menos vigor, durante ese tiempo, la estética y el código erótico de los cancioneros castellanos cuatrocentistas (el amor cortés, que comparten con las dos modalidades de la novela medieval que veremos a continuación) permanecieron vigentes. Si repasamos el mercado del libro español, resulta inobjetable que, en la primera mitad del siglo XVI, el público aficionado al verso consumió básicamente poesía de cancionero.
Otro tanto hay que decir de dos de las formas principales de la novela o «roman» medieval: los relatos sentimentales y los libros de caballerías. Los relatos sentimentales, que habían nacido a mediados del siglo XV, con el Siervo libre de Amor (1440) de Juan Rodríguez de la Cámara o del Padrón, se siguieron leyendo durante el siglo XVI. Especialmente llamativo es el caso de las dos novelas sentimentales de Diego de San Pedro, y en particular de su Cárcel de Amor (1492), que fueron traducidas a distintas lenguas europeas entre finales del siglo XV y comienzos del siglo XVII (concretamente, la traducción alemana se editó, sorprendentemente, en 1625). También importa recordar que la última obra de este género, el Processo de cartas de amores de Juan de Segura (1550), es al mismo tiempo la primera novela epistolar en la literatura española. En fin, la novela sentimental tuvo continuidad gracias a la novela pastoril, heredera de su técnica narrativa, su ritmo y su análisis del sentimiento amoroso, aunque su erotismo las diferencia: el amor cortés del relato sentimental es sustituido por el neoplatonismo de los libros de pastores.
Por lo que a las novelas de caballería se refiere, hay que incidir en que el Amadís es en gran medida una obra renacentista, pues se refundió, imitó, tradujo y editó por toda Europa (no solo en España) a lo largo del siglo XVI. La pasión que el Amadís despertó entre los lectores europeos explica, entre otras cosas, que los franceses lo reivindicasen como una obra propia que les habrían usurpado los españoles. En conjunto, los libros de caballerías españoles, aunque tengan raíces medievales, son enteramente quinientistas: lo son por su cronología; lo son también porque su modelo está en el Amadís de 1508; lo son por su propia esencia, vale decir, por su técnica narrativa y su estilo. El éxito de estas obras fue extraordinario dentro y fuera de España hasta que Cervantes levantó acta o certificado de su defunción en el Quijote (1605).
Poco a poco, en el siglo XVI, la estética medieval perdió su vigencia y comenzó a ser considerada y estudiada como un producto de antaño, observada ahora por los ojos de quienes merecen consideración de medievalistas tempranos (Gómez Moreno 2011). Los primeros atisbos de ese interés por el Medievo se encuentran en trabajos eruditos como los llevados a cabo por Alvar Gómez de Castro, que copió numerosos fragmentos de textos de la Edad Media (entre ellos, un importante testimonio correspondiente al Libro de Buen Amor); o en la labor editorial de Gonzalo Argote de Molina con el Libro del conde Lucanor de don Juan Manuel (1575), obra de otra época que él consideraba interesantísima.
También percibimos ese cambio de época y estética en las distancias que los eruditos marcan respecto de la poesía de cancionero, como en la edición de Juan de Mena a cargo de Francisco Sánchez de las Brozas, «el Brocense» (1582). En su prólogo, queda claro su interés por el Laberinto de Fortuna de Mena, pero deja igualmente sentado que se trata de un arte del pasado, al que se acerca desde un presente donde los gustos son ya muy distintos. El pasado medieval y el presente de la era moderna se separan claramente en España en la obra de Nicolás Antonio, cuya Bibliotheca hispana vetus de 1696 acogió al conjunto de los autores del Medievo para que los eruditos de su época los estudiaran.
Así pues, al periodo medieval le corresponde un milenio aproximado. Por lo común, tan amplio margen de tiempo se segmenta en prerrenacimientos, correspondientes a las épocas en que Europa volvió la vista a Roma y sus clásicos, consciente de que ahí debía buscar las raíces de su cultura y sus referentes. Con el final del mundo antiguo, los clásicos se perdieron o se olvidaron; durante los prerrenacimientos medievales, la intelectualidad europea se afanó por recuperar ese rico legado. En ese proceso hubo altibajos: épocas realmente dinámicas y momentos de postración profunda. El primer intento por resucitar a los clásicos se debe a Carlomagno (como fecha de referencia, recordemos que se coronó emperador el año 800) y su grupo de sabios en Aquisgrán: es el Renacimiento o Prerrenacimiento Carolingio. Sus logros fueron formidables, pues se recuperaron numerosos autores latinos, se revitalizaron la cultura y la literatura del momento, mejoró notablemente la calidad del latín escrito y hasta se desarrolló una letra que recuperaba la belleza de la usada en el mundo antiguo, la escritura carolina o carolingia, que paulatinamente fue arrinconando a las conocidas como «escrituras nacionales», entre ellas la beneventana o longobarda de Italia, la merovingia de Francia y la visigótica de España.
En nuestra tierra, la huella de ese prerrenacimiento se percibe en la actividad cultural de algunos de nuestros primitivos cenobios. La historia de nuestras bibliotecas arranca con los fondos de centros monásticos como San Zoilo de Armelata o Liébana, con noticias desde el siglo VIII; posteriores son otras colecciones de mayor importancia, como las de los monasterios de Santo Domingo de Silos, San Millán de la Cogolla, San Salvador de Oña, San Pedro de Arlanza o San Pedro de Cardeña, cuya formación tuvo lugar entre los siglos IX y XI. En la Corona de Aragón hubo también monasterios con amplias colecciones, entre las cuales cabe destacar las de San Cugat del Vallés, Montserrat (que ganará gran prestigio más adelante) y, sobre todo, la de Ripoll, con más de doscientos códices a mediados del siglo XI. Una magnífica muestra de este temprano quehacer la percibimos en las donaciones de libros en el siglo IX en plena ruta jacobea (concretamente, el monasterio de san Felices de Oca se halla en Villafranca Montes de Oca, y el de san Juan de Orbañanos, cerca de Frías, localidades burgalesas).
El segundo periodo de esplendor coincide con el nacimiento de las universidades: es el Prerrenacimiento del siglo XII (que, en los estudios de Charles H. Haskins [Haskins 1927], abarca desde la segunda mitad del siglo XI hasta la primera mitad del siglo XIII), cuyo epicentro cabe situar en Francia, más particularmente en París, aunque tampoco hay que olvidar el papel que desempeñó Italia. Este es el siglo de desarrollo de la escolástica y el del afianzamiento de los clásicos en Europa a través de su lectura en los nuevos centros de enseñanza: las universidades (para una evaluación verdaderamente atinada y actual del fenómeno, véase Swanson 1999).
El nacimiento de nuevos centros universitarios en Europa durante los últimos años del siglo XII y primeras décadas del siglo XIII revolucionó literalmente la cultura del momento, que se propagó en libros copiados en un nuevo tipo de letra, la gótica, una forma evolucionada de la carolina. Entre las universidades nacidas a finales del siglo XII e inicios del siglo XIII, destacan Bolonia (la primera en ver la luz) por sus estudios de derecho, Salerno por los de medicina y París por los de filosofía. En España, tras el ocaso de la efímera Universidad de Palencia (nacida entre 1208 y 1212), surgió la Universidad de Salamanca (1218), que mantuvo su vigor a lo largo de los siglos. Hubo, además, ciudades famosas por brindar un magnífico marco a la cultura occidental durante esos años, como Chartres, con sus eruditos neoplatónicos, y Toledo, foco donde se desarrollaron las actividades de la denominada Escuela de Traductores de Toledo, a la que haré referencia en otro momento.
La nómina de los intelectuales de esta época no puede ser más ilustre, con Bernardo de Chartres, Gilberto de la Porrée, Bernardo Silvestre, Guillermo de Conches, Juan de Salisbury, Hugo de San Víctor o Alano de Lille; en España, es el siglo del hispanomusulmán Averroes (cuyo aristotelismo acuñó la teoría de la doble verdad, la de la razón y la de la fe) y del hispanojudío Maimónides, cuyo Moré Nebuchim (Guía de descarriados) se tradujo al castellano en el siglo XV. Por fin, el último gran Prerrenacimiento, considerado temprano Renacimiento en Italia, corresponde al «Trecento» o siglo XIV, que arranca con el círculo de prehumanistas de Padua (con Geremia da Montagnone, Lovato Lovati y otros), contemporáneos de Dante Alighieri, y las figuras singulares de Petrarca y Boccaccio en la segunda mitad de la centuria.
La aportación de estos intelectuales fue decisiva para recuperar la cultura de los antiguos: encontraron manuscritos con autores y obras desconocidos o conocidos de forma fragmentaria; reivindicaron los géneros característicos de la Antigüedad, como la epístola, el diálogo o el discurso; se esforzaron por escribir y hablar en un latín clasicista, a la vez que ensalzaron su lengua vernácula por su ilustre raigambre; iniciaron una labor de recuperación de la lengua griega, que solo se afianzaría durante el siglo XV (con la llegada de intelectuales de Bizancio tras la ocupación turca); se dieron a la colección y estudio del arte clásico y desarrollaron ciencias como la epigrafía y la numismática; incluso dieron vida a una letra, la humanística, nacida como una anhelada imitación de modelos antiguos que, en realidad, correspondían a códices en letra carolina de los siglos IX al XI.
En el conjunto, destaca el papel de Petrarca como guía de las generaciones venideras, con su obra latina, primero, y luego con su obra vernácula (un Canzoniere que se constituirá en libro de referencia para la poesía europea desde el siglo XVI hasta hoy). Inconmensurable, igualmente, fue su labor erudita, como filólogo y como bibliófilo, lo que hizo de él no solo un buen cliente de los talleres de copista de la época, sino, sobre todo, un buscador de manuscritos clásicos. Él, con su ejemplo, fue quien encauzó a los intelectuales del dinámico «Quattrocento», que empapó al resto de Europa en cultura clásica. Con respecto a todo ello, hay que destacar que España mantuvo en todo momento unos vínculos muy estrechos con Italia, lo que le permitió beneficiarse de los frutos de los grandes humanistas italianos (Gómez Moreno 1994). De unos y otros habla Vespasiano da Bisticci, el librero florentino que tuvo trato privilegiado con lo más granado de la intelectualidad europea (Gómez Moreno 1997–1998).
La imagen de la Edad Media como un tiempo de barbarie y de incultura, «los oscuros siglos del gótico», se impuso entre los intelectuales y luego cuajó como tópico, desarrollado en Italia por las Elegantiae linguae Latinae (1444) de Lorenzo Valla y con eco en las Introductiones linguae Latinae (1481) del español Antonio de Nebrija. Ambos son culpables de la mala opinión en que cayó todo lo medieval. A pesar de ello, la moderna historiografía demuestra que, también en este periodo, la continuidad imperó sobre los cambios drásticos y que las raíces del Renacimiento y el humanismo italianos, y su posterior expansión y desarrollo, exigen mayor amplitud espacial y temporal por parte de la crítica especializada. Los orígenes de esta concepción arrancan de una reivindicación de la Antigüedad marcada por un profundo espíritu nacionalista, que se vislumbra en el círculo de prehumanistas paduanos y en Dante, su ilustre contemporáneo; no obstante, este ideario solo logrará adquirir su perfil característico con Petrarca.
Durante el siglo siguiente, el deslumbrante «Quattrocento», la nómina de los amantes de las litterae humaniores se amplió extraordinariamente; al mismo tiempo, nacieron o se perfilaron las herramientas de trabajo o disciplinas propias del humanista, algunas de ellas nuevas por completo: la epigrafía, la numismática o la crítica textual, aplicadas todas ellas al estudio de los clásicos latinos, buscados con empeño en las bibliotecas de toda Europa; la lengua y cultura griegas, recuperadas tras largos siglos de olvido; y el conjunto de las nuevas materias del currículo humanístico, a las que ya hemos aludido; en fin, el humanismo facilitó el desarrollo de los más diversos campos del saber, como la teoría política, la botánica o la materia médica, apoyadas todas ellas en el estudio de los grandes tratados clásicos grecolatinos recién recuperados. La primera mitad del siglo XVI, el gran «Cinquecento», se tiene como el periodo de esplendor renacentista, al haber arraigado con fuerza los ideales del Renacimiento y agilizarse la difusión de los principales frutos del humanismo; de ese modo, brindaron las claves vitales (no solo las claves artísticas) y determinaron las claves del pensamiento europeo.
En el caso de España, hubo varios factores determinantes, a los que me dispongo a pasar revista. Desde el ocaso del mundo antiguo hasta la llegada de la era moderna, los españoles buscaron sus raíces en la antigua Hispania, cuna de escritores romanos como Séneca, Lucano, Quintiliano y Marcial. Lucas de Tuy (el Tudense), en su Chronicon mundi (1236), y Juan Gil de Zamora, en De preconiis Hispaniae (ca. 1288), afirmaban que el mismo Aristóteles era oriundo de España, por lo que no había nación que la aventajase. De esta idea aún se hace eco Juan de Mena, cuando, en una glosa a un poema propio que tituló La Coronación, precisa que el Estagirita había nacido en su misma ciudad: Córdoba. España era también la nación en la que habían visto la luz varios emperadores romanos, como Trajano, Adriano y Teodosio.
En los siglos medievales, España tenía su referente primordial en una Europa que era romana y cristiana. La literatura cultivada por los españoles forma parte, según la lengua que usen, de la literatura mediolatina europea o de las literaturas románicas. Las investigaciones de Manuel C. Díaz y Díaz (particularmente su catálogo de manuscritos de época visigótica (Díaz y Díaz 1958–59, y Díaz y Díaz 1991) han puesto de relieve el carácter inobjetablemente europeo de la cultura española incluso en los siglos de hegemonía musulmana (o, lo que es lo mismo, entre la invasión de musulmanes y su derrota en la batalla de las Navas de Tolosa [1212]).
Un avance decisivo es el que llevó las líneas cristianas al sur del río Tajo en los años de Alfonso VI, «el que ganó a Toledo»; con todo, dado que luego vino la gran derrota de los cristianos en la batalla de Alarcos (1195), el verdadero punto sin retorno es la derrota de Miramamolín y los almohades por Alfonso VIII en las Navas de Tolosa, en las estribaciones de Sierra Morena. Las sucesivas campañas de Alfonso IX, Fernando III y Alfonso X lograron alcanzar el mar, por lo que, a mediados del siglo XIII, quedaba solo un reducto musulmán: entre la Cordillera Penibética y el Mediterráneo, en Almería, Granada y Málaga.
El rebufo del Prerrenacimiento del siglo XII (que, de acuerdo con Haskins [1927], alcanza hasta el siglo XIII más avanzado) se sintió en casi toda la Península Ibérica. La centuria se abre con títulos españoles como Planeta (1218 ad quem), obra enciclopédica compuesta en latín por Diego García de Campos; y el no menos enciclopédico Libro de Alexandre (primera mitad del siglo XIII), escrito en romance (y no olvidemos que, en toda Europa, el siglo XIII es el de las grandes summae o enciclopedias, como el Speculum maius de Vincent de Beauvais). Españoles son Alfonso X, con su amplia obra vernácula, y Juan Gil de Zamora, polímata en lengua latina.
En el panorama literario europeo, las dos grandes novedades del siglo XII son la poesía de los goliardos y la comedia elegíaca. Sabemos que la poesía de los primeros (erótica, báquica y satírica) fue degustada y cultivada por los españoles, lo que explica la existencia de varios testimonios goliardescos en el centro de la Península y la de un gran cancionero catalán: los Carmina Rivipullensia o Cancionero de Ripoll. La comedia elegíaca tenía su primer título en el Pamphilus de amore, que todo estudiante sabía de memoria. De su fama dan cuenta más de un centenar y medio de testigos manuscritos; por lo que se refiere a su fortuna tardía como impreso, se pone de manifiesto en tres decenas de incunables y un largo número de ediciones del siglo XVI. La obra no solo es ovidiana en su tema y también en su tono, sino que sus 780 versos se atribuían al propio Ovidio. Siglo y medio después de su redacción, esta pieza literaria dejaría descendencia directa en el episodio de don Melón y doña Endrina del Libro de Buen Amor. En conjunto, el fenómeno de la poesía de los goliardos y el de la comedia elegíaca no se entienden sin tomar en consideración el nuevo marco académico de la época en que fueron escritas y circularon: los estudios generales o universidades.
El siglo XIII más temprano vio nacer las grandes universidades españolas y europeas, como París (1215) o Padua (1222); a decir verdad, en la segunda mitad del siglo XII, propiamente tan solo existían Bolonia y Oxford. En España, tras eclipsarse, a poco de su fundación, la Universidad de Palencia (1212), fueron aprobados los estatutos de otras dos instituciones académicas: la Universidad de Salamanca (ca. 1218) y la Universidad de Valladolid (ca. 1250). Este hecho resulta altamente revelador, pues es un importante indicador cultural, como otros dos: la formación de bibliotecas y la copia y difusión de códices. Al respecto, es básica la labor de Charles B. Faulhaber (1987), que recoge noticias sobre bibliofilia y bibliotecas en los reinos hispánicos medievales. Por su parte, Lisardo Rubio (1984) pone en manos de los expertos una herramienta preciosa para rastrear la presencia de los escritores de la latinidad clásica en nuestras bibliotecas, del Medievo en adelante.
Complemento imprescindible aporta Paul Oskar Kristeller (1989 y 1992); en fin, todos los testimonios romances del Medievo hispánico están en BETA (Bibliografía Española de Textos Antiguos), en BITECA (Bibliografia de Textos Catalans Antics) y en BITAGAP (Bibliografia de Textos Antigos Galegos e Portugueses), que constituyen las tres ramas de Philobiblon, accesible a través de la red (http://sunsite.berkeley.edu/PhiloBiblon/phhmbe.html).
La hermandad cultural de la Romania pasaba inicialmente por el aprendizaje del latín y la retórica. La lengua latina, común a toda Europa, se apoyaba en el Ars grammatica de Elio Donato (siglo IV), que constaba de dos partes que se usaban como dos obras distintas; de ese modo, un primer peldaño correspondía al Ars minor, desde el que se pasaba al Ars maior. Más adelante, veremos que la retórica al uso en España era exactamente la misma que se estudiaba en el resto de Europa, con Cicerón al frente de todas las demás autoridades en la materia. La homogeneidad cultural europea se fortalecía más si cabe desde el momento en que se consumían unas mismas lecturas, auctores o auctoritates, una lista en la que estaban los clásicos latinos, con algunas obras de Cicerón, las Metamorfosis de Ovidio, las tres grandes obras de Virgilio y las Comedias de Terencio.
Resta decir que el estudio de los textos se apoyaba en un método exegético y pedagógico perfectamente aquilatado. Para el estudio de la Biblia, su interpretación partía de la existencia de cuatro niveles de lectura diferentes y complementarios: literal, alegórico, moral y anagógico, como recordaba una frase atribuida a Agustín de Dacia (siglo XIII): Littera gesta docet, quid credas allegoria, / moralis quid agas, quo tendas anagogia. También los clásicos eran susceptibles de una lectura en clave alegórica o moral, lo que permitió salvar prejuicios de diversa índole; de la misma manera, la actualización de los clásicos por medio de formulaciones anacrónicas o la conversión de sus dioses en simples mortales por vía evemerística facilitaron la difusión de sus leyendas entre un público poco formado.
Esa comunión lingüística, retórica y pedagógica prueba la homogeneidad cultural de Europa y, sin ningún tipo de reticencia, la de España. Con ello, no niego el influjo de la cultura árabe o judía sobre Europa ni, menos aún, sobre España. En el primer caso, no podemos soslayar la formidable deuda adquirida por Occidente en dos grandes ámbitos del saber: en primer lugar, el científico (gracias a los árabes, la cultura europea tuvo su primer reencuentro con la ciencia helénica y, particularmente, con Aristóteles); en segundo término, el literario (oriente es, sobre todo, referencia obligada, cuando se trabaja con el cuento en el medievo). Cuando se atiende a España, la deuda común se refuerza con otra específica. No basta con aludir al foco irradiador de la mal llamada Escuela de Traductores de Toledo (nombre con que se conoce el fenómeno desde que Amable Jourdain se refiriera a Le collège des traducteurs de Tolède, en un libro publicado por su hijo Charles en 1843), cuyos beneficios alcanzaron, como es bien sabido, al conjunto de Europa, en materia filosófica y científica.
En el caso español, hay que prestar especial atención a la manifestación más clara de lo que Francisco Márquez Villanueva denomina «mudejarismo cultural»: el equipo de traductores y redactores del real escritorio de Alfonso X el Sabio. Mientras tanto, conviene cerrar capítulo reforzando el principio básico de la europeidad de nuestra literatura y de nuestra cultura. En realidad, el mundo clásico es el primer referente de la cultura occidental, hoy como en el pasado. Como botón de muestra, no hay mejor ejemplo que el Libro de Buen Amor, ya que en su interior, como en los apuntes biográficos de un supuesto Juan Ruiz (el Juan Rodríguez de Cisneros propuesto por Emilio Sáez y por José Trench en un célebre e inconcluso trabajo de investigación), hay momentos en que se percibe nítida la España de las tres culturas; al final, no obstante, los distintos componentes de la obra (y hasta su peculiar estructura, frente a lo que piensan algunos estudiosos, como James T. Monroe) remiten directamente a una Europa latina y romance.
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Ángel Gómez Moreno