república literaria (república de las letras)
Del latín res publica (respublica): «república», «estado», «mancomunidad» y litterarius (literarius), de litterae (literae): «letras», «literatura», «cultura», «ciencias», «erudición», también: «cartas» (Lat. Res publica / Respublica / Republica literaria, Fr. République des Lettres, Ing. Republic of Letters, Al. Gelehrtenrepublik, Cro. / Serb. Književna republika, Pol. Rzeczpospolita uczonych, Rus. Республика учёных).
La República Literaria, o República de las Letras, era una comunidad informal de eruditos europeos de la Edad Moderna, de carácter cosmopolita y multiconfesional. Carente de carácter formal e institucional, existía y se mantenía a través de los intensos contactos privados de sus miembros. La correspondencia era el canal principal de comunicación entre ellos y, a la vez, el prerrequisito más importante para la pertenencia a la república: a través de ella sus «ciudadanos» compartían novedades sobre su trabajo y hallazgos, creando así una red de información y de novedades del mundo intelectual. Concebida a veces como un estado especial de ciudadanos escogidos, ideal y paralelo a los estados políticos y su realidad social, la República se guiaba por los principios éticos de la igualdad, la libertad y la solidaridad entre sus miembros. La República Literaria, como comunidad autoconsciente y colaborativa, ya está presente entre los círculos humanistas italianos en el siglo XV y perdura, en sentido amplio, hasta hoy. Sin embargo, la república de las letras sensu stricto corresponde al período que se extiende entre los siglos XV y XVIII; los siglos XVII y XVIIII fueron su edad de oro y, a la vez, su época más estudiada.
El rol crucial de la correspondencia a veces llevó a especulaciones erróneas sobre la etimología de la expresión res publica litterarum, interpretando la palabra latina litterae como «cartas». Aunque las misivas eran el vehículo principal e indispensable de comunicación entre los sabios, la palabra litterae, dentro del nombre de la república en sus primeros siglos (XV–XVI), significaba «letras» en el sentido de «humanidades», las disciplinas que constituían el foco de interés de los humanistas (gramática, retórica, poesía, historia, ética). Durante los siglos XVII y XVIII, cuando las ciencias experimentales comienzan a tomar fuerza gracias al desarrollo de los nuevos métodos científicos, al tiempo que sus resultados empiezan a divulgarse con más frecuencia, se amplía el significado del término litterae, que llega a incluir nociones de «ciencias», «erudición», «saber», lo que atestigua el nombre alemán de «Gelehrtenrepublik», «República de los Doctos».
La primera mención conocida de la expresión res publica lit[t]eraria data de una carta de 1417 del joven humanista veneciano Francesco Barbaro (1390–1454) a Poggio Bracciolini (1380–1459). En ella felicita al famoso humanista florentino por el hallazgo en Alemania de unos códices que contenían la obra de una docena de autores clásicos y, sobre todo, por el hecho de comunicarle el hallazgo y hacerlo público. Descubrir y divulgar la obra de autores antiguos se considera la labor más noble de un humanista, que trabaja para el bien común (pro communi utilitate, Barbaro 1743, p. 2), y ocultarlo o callarlo sería una gran ofensa moral. Por eso alaba «a los que aportaron numerosas ayudas y adornos a esta República de las Letras» (qui huic litterariae reipublicae plurima adiumenta atque ornamenta contulerunt [Barbaro 1743, p. 5]). Como hace notar Françoise Waquet (Waquet 2017, p. 66), el concepto de res publica (donde res significa «interés», «utilidad», «asunto» y publica «común», «de todos») en este caso es idéntico al de communis utilitas: el trabajo intelectual se realiza y sus resultados se comunican para el bien y provecho de todos. Así, el concepto de república de las letras en las epístolas de Barbaro todavía carece del estatus de comunidad («estado», «país»), pero sí refleja la ética humanista que supone la comunicación voluntaria del conocimiento al colega o al círculo competente. La idea de la cooperación desinteresada se convierte en lugar común de los prólogos de los libros impresos por el humanista e impresor italiano Aldo Manucio (1449–1515) (Fumaroli 2018, pp. 18–19).
La noción de res publica literaria en el sentido de comunidad de intelectuales de escuela humanista aparece en la obra del joven Erasmo de Rotterdam (1466–1536). En su diálogo Antibarbarus (1520) —una defensa de la educación humanista basada en los autores clásicos, ante sus detractores, a los que denomina «bárbaros»—, menciona tres grupos de enemigos que quieren ver la República de las Letras destruida de raíz. Los primeros son los que, por razones religiosas (sub praetextu religioso), detestan la literatura entera bajo el nombre de poesía; los segundos son seguidores de otras líneas de educación (caetera studia), eruditos pero ignorantes (indocte docti), que desprecian la literatura humanista (humanitatis […] lit[t]eras, sine quibus est caeca omnis doctrina, […] oderunt). Los últimos son los falsos eruditos, los cuales aprueban la literatura, en especial la poesía y la retórica, pero bajo la condición de ser ellos mismos considerados los mejores poetas y retóricos (Erasmo LB X, 1704/ASD I-1, 68/CWE 23.42.27–23.43.8). Erasmo, como vemos, habla de la existencia de una comunidad de eruditos y literatos humanistas claramente separada de otras comunidades intelectuales contemporáneas. Las características de sus tres tipos de enemigos (intolerancia religiosa, seguimiento de otras tradiciones —se entiende escolástica— e ineptos autores de poco talento) revelan algunas características de los miembros ideales de la República Literaria humanista: tolerancia confesional, aprecio y conocimiento de los autores clásicos y alto nivel intelectual.
Desde finales del siglo XVI a finales del XVIII, período que se considera la edad de oro de la República de las Letras, la expresión res publica litteraria se usa con frecuencia, tanto en la correspondencia privada como en libros impresos, designando una comunidad de doctos, sus miembros y su saber, así como un estado especial, de extensión universal pero limitado a una población específica (Waquet 2017, p. 67; Bots–Waquet 1997, p. 18). Hacia finales del siglo XVII, algunos diccionarios de la lengua francesa ofrecen ya su definición, mientras varias revistas literarias, medio emergente de divulgación científica, incorporaron el concepto en su título (Nouvelles de la République des Lettres, 1684; Histoire Critique de la République des Lettres, 1712).
Cuadro social de la República Literaria. Los «habitantes» de la república literaria eran eruditos, sabios, «gente de letras», intelectuales considerados de alto rango, y, sobre todo y preferentemente, autores: en la república se entraba a través de obras capitales, de trabajo reconocido por el resto de la comunidad y los talentos jóvenes necesitaban avales de intelectuales reconocidos para formar parte de ella. El único criterio discriminatorio dentro de la comunidad que proclamaba igualdad étnica, profesional, de clase social o confesional, era el criterio de calidad, que separaba a los eruditos «de élite» de los falsos pretendientes. (Waquet 2017, pp. 70–71). Los miembros de la república podían ser tanto sacerdotes como laicos, nobles o burgueses, rentistas o dependientes del mecenazgo privado o público, ejerciendo como profesores, preceptores o secretarios, católicos o protestantes: mientras mantuvieran el alto nivel intelectual y se rigieran por los códigos morales y de conducta establecidos, se consideraban miembros dignos de la ciudadanía. Anne Goldgar hace hincapié en las reglas sociales dentro de la República: según ella, la cortesía en la comunicación era igual o más importante que los contenidos comunicados. Valores y actitudes perfilaron la comunicación entre sus miembros y la urbanidad y las buenas maneras eran el objetivo de esa comunicación, lo que distinguía a la élite, siendo la forma más importante que el contenido y el intercambio de la cosa intercambiada (Goldgar 1995, pp. 6–7).
Aunque la República Literaria existía gracias a contactos privados y fuera de cualquier tipo de agrupación formal, compartía características y miembros con una serie de instituciones o asociaciones de autores, tales como academias, parnasos o salones. A diferencia de la República, cosmopolita y sin centro ni sede, las academias eran desde el humanismo instituciones culturales locales que reunían a eruditos, literatos o artistas y que se perfilaban según la filosofía que promovían (Academia Platónica de Florencia), el tipo de estética dominante (la clasicista Academia de la Arcadia de Roma, la Academia de los Ociosos de Nápoles). Desde mediados del siglo XVII se fundan academias científicas. Los parnasos literarios, que llevan nombre de la montaña griega donde habitaban Apolo y las Musas, eran comunidades nacionales de poetas, vinculadas a la misma poética o estética (principalmente clasicista); también se denominan «parnaso» antologías de órdenes religiosas (Parnassus poeticus Societatis Iesu, 1564) o de poesía nacionales (Parnaso español, 1768–1778). Los salones, que vivían su apogeo en el París de los siglos XVII y XVIII, eran reuniones de intelectuales y de la élite social en domicilios privados, para intercambiar ideas nuevas del mundo del saber, de la literatura y de la política, manteniendo siempre un alto nivel de conversación y de distinción. Sus anfitriones a menudo eran mujeres, conocidas en Francia como «salonnières». Mientras que en el medio de la correspondencia escrita se podía mantener el ideal de la igualdad entre los miembros de la república, en el intercambio de contacto, como eran los salones, existía selección de asistentes.
Extensión geográfica. Aunque ideada como cosmopolita y sin límites, la República de las Letras se limitaba al mundo occidental, sobre todo a la Europa católica y protestante, así como, en menor grado, a zonas coloniales de las Américas. En la Costa Este de los Estados Unidos, a partir de finales del siglo XVII, los eruditos se reunían en clubs, sociedades de sabios o librerías, manteniendo correspondencia con sus colegas en Europa; en la América hispana la producción y creación intelectual, así como su comunicación, dependían principalmente de la actividad de los jesuitas. En Europa, durante el siglo XVI el centro de humanismo se traslada desde Italia al norte de los Alpes, configurando paulatinamente el centro y la periferia de la República, con mayor actividad en Francia, los Países Bajos e Inglaterra, seguida por los países alemanes y habsbúrgicos de la Europa central. Las zonas periféricas, como España y Portugal en el sudoeste, el sur de Italia o los países nórdicos, registraban menor intercambio de letras con el centro, aunque a veces —como es el caso de España— una viva, aunque relativamente aislada escena cultural. Rusia estaba fuera de los límites de la República hasta principios del siglo XVIII y el reinado de Pedro el Grande (1672–1725), que abrió ese país ortodoxo a las influencias occidentales; el resto de la Europa ortodoxa, bajo dominio otomano, estuvo aislada de las corrientes culturales occidentales hasta el siglo XIX. Las zonas limítrofes del este de Europa, como Polonia o los dominios de los Habsburgo, registraban mucha actividad epistolar, aunque en menor grado vinculada a las ciencias y más a la literatura y la diplomacia.
Esta cierta jerarquía o desequilibrio geográfico que se formó dentro de la república fue fruto de distintos factores. Uno de ellos era el económico, posibilitando un desarrollo más extenso de la producción científica y de intercambio de ideas en los países con mayor poder económico. Pero lo que marcaba la diferencia cultural entre las regiones europeas era el hecho de haberse apropiado o no del humanismo como sistema de organización del saber basado en la Antigüedad clásica pagana y, dentro de la literatura, del sistema de los géneros literarios de tradición grecorromana. La asunción del sistema clásico de géneros resultaba clave para la emancipación con respecto a las tradiciones literarias de la Edad Media: mientras que en los países nórdicos y ortodoxos, pero también en provincias de Centroeuropa, la literatura estaba vinculada al culto religioso y a la utilidad social hasta al menos finales del siglo XVIII, en las regiones de Europa que adoptaron el humanismo latino (y, en la mayor parte de ellas, también el renacimiento en la literatura vernácula), el proceso de creación literaria estaba más abierto —con grandes variaciones locales— a nuevos temas, métodos, compromisos ideológicos, estéticamente emancipado, vinculado a lo clásico.
Comunicación dentro de la república. Las redes de contactos y la comunicación se establecían y mantenían principalmente a través de la correspondencia, de las cartas privadas entre sus miembros. Desde principios del humanismo, el género de la carta privada seguía el modelo de las Epistolae ad Atticum de Cicerón, descubiertas por Petrarca en 1345, que no solo se ofrecían como modelo de lenguaje, estilo y tono, sino que también impulsaron a los eruditos a editar sus propios epistolarios, como hizo el mismo Petrarca con sus Epistolae familiares y Seniles. Humanistas italianos, como Angelo Poliziano (1454–1494) o Marsilio Ficino (1433–1499), incluyeron también cartas recibidas en sus propios epistolarios, que se dieron a las prensas en Venecia en 1498 y 1495, respectivamente. Grandes nombres publicaron su correspondencia en varias ocasiones aún en vida, como es el caso de Erasmo, quien publicó sus cartas en seis ocasiones entre 1515 y 1529 (De Landtsheer 2014b, p. 1030). En el siglo XVII se puso de moda editar epistolarios de humanistas conocidos, lo que hacían sus alumnos o amigos: así lo hizo Daniel Heinsius (1580–1655) con las cartas de su profesor José Justo Escalígero (1540–1609). Las cartas se escribían por norma en prosa, aunque existen epistolarios de epístolas reales en verso, modeladas según los Tristia de Ovidio, tal como las Epistolae metricae del historiador, impresor y polímata croata Pavao Ritter Vitezović (1652–1713). Las cartas publicadas por regla general eran misivas auténticas, aunque a menudo retocadas para la edición, hasta finales del siglo XVI escritas casi exclusivamente en latín. La cantidad de epistolarios editados demuestra la necesidad de ese género en el mercado, el cual, además de ser literatura, también presentaba material para biografías, era testimonio de la actividad científica o política de sus autores y, ni más ni menos, atestigua el funcionamiento de la república misma.
Las cartas, además de como medio de circulación de ideas, servían para acompañar objetos de intercambio, como libros o material anticuario. La impresión de libros y su distribución en las librerías facilitó la comunicación de las ideas y el conocimiento, pero no pudo compensar ni detener la comunicación privada e individual, más rápida que el mundo editorial. A mediados del siglo XVII surge un nuevo canal de distribución de novedades en la comunidad erudita, cada vez más grande y activa: eran los periódicos eruditos, revistas académicas de carácter informativo. La primera publicación periódica en la República Literaria fue el Journal des savants (París, 1665), seguido en breve por las Philosophical Transactions (Londres, mismo año), el Giornale de’ letterati (Roma, 1668), los Acta eruditorum (Leipzig, 1682), las Nouvelles de la République des lettres (Amsterdam, 1684) y otras decenas de otras a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Los periódicos eruditos tenían más que nada carácter de boletines y publicaban sobre todo novedades editoriales, reseñas de libros, opiniones, trabajos en curso, anunciaban ferias del libro y otros acontecimientos en el mundo erudito. La masificación de la información del mundo erudito hizo que las revistas tendieran a adaptar su nivel y contenido al círculo de lectores cada vez más amplio y no exclusivamente intelectual: así nace el público en la República de las Letras.
Además de por medios escritos, la comunicación en la república también se mantenía por contacto directo y aunque la comunicación entre sus miembros revestía un ámbito global, también fomentaban la vida cultural a nivel local. Los encuentros, tertulias, conferencias o debates se organizaban dentro de instituciones informales como cafés, salones privados, sociedades eruditas o librerías, pero también en el seno de instituciones como universidades o academias científicas. A nivel individual, la manera más costosa, si bien más inmediata, de comunicación entre eruditos era el viaje, la peregrinatio academica.
La carta privada, sin embargo, seguía siendo el medio de comunicación más usado entre los eruditos. Un sabio activo escribía varias cartas al día. Los epistolarios, editados o no, a menudo consistían en miles de misivas. Se sabe de unas 3.200 cartas de la correspondencia de Erasmo y se conservan unas 4.500 de Justo Lipsio (De Landtsheer 2014a, pp. 341, 343). También en las zonas periféricas de la República los humanistas dejaron epistolarios envidiables, como el del diplomático y erudito polaco Jan Dantyszek (Juan Dantisco [Johannes Dantiscus], 1485–1548), que constaba de unas 6.300 cartas (Axer–Tomaszuk 2008, p. 144). El alcance geográfico de la correspondencia y, con él, el del territorio de la República Literaria crece con el tiempo: el botánico Carlos Linneo (1707–1778) mantenía contacto con 660 personas en Suecia y Europa, pero también en Asia y África; del filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz (1646–1716) hay identificadas 20.000 cartas, mientras que el político, polímata e inventor estadounidense Benjamin Franklin (1706–1790) intercambiaba misivas dentro de América y con Europa, llegando a unas 15.000 (van Miert 2016, pp. 277–278).
El latín en la República Literaria. Hasta finales del siglo XVII el latín era la lengua vehicular de gran parte de las publicaciones y la lengua predominante en la correspondencia privada de la mayor parte de la república. Durante ese siglo algunas lenguas vernáculas viven su auge en calidad de lenguas del saber, tales como el francés o el inglés; otras, especialmente las lenguas de menor alcance o periféricas, aunque desarrolladas o en desarrollo como lenguas literarias, ceden al latín el rol de divulgación de contenidos científicos. En los territorios de lengua alemana, a falta de una lengua literaria normalizada hasta finales del siglo XVIII, la tradición del latín como lengua científica y de comunicación privada y pública se mantiene hasta el siglo XIX. Esto es muy típico en las zonas europeas de lenguas de menor alcance, como en los países nórdicos o en Centroeuropa, donde la diversidad lingüística era mayor, las conexiones con el «centro» francófono y anglófono de la república más débiles y la tradición neolatina más fuerte. Mientras en Francia, durante la segunda mitad del siglo XVIII, el latín es derrotado por el francés, especialmente después de la expulsión de los jesuitas y la caída del antiguo régimen, en otras partes de Europa, como Croacia o Hungría, el latín siguió siendo la lengua oficial de sus parlamentos hasta 1847 y 1848, respectivamente.
En la Europa lingüísticamente fragmentada, el latín era imprescindible para la comunicación, de tal manera que incluso obras escritas originalmente en lengua vernácula se traducían al latín para alcanzar un público más amplio o aparecían en ediciones bilingües (Waquet 2017, p. 78). Algunas de las obras cruciales para el desarrollo de la ciencia moderna se publicaron en latín, tales como el Systema naturae (1735) del naturalista sueco Carlos Linneo (1707–1778), donde se expone el sistema moderno y aún vigente de nomenclatura binominal de los seres vivos, o el De viribus electricitatis in motu animali (1791) de Luigi Galvani (1737–1798), que descubrió la naturaleza eléctrica del impulso nervioso.
Los jesuitas fueron guardianes imprescindibles del latín posthumanista, el de la época de oro de la república. Éstos formaban una comunidad internacional y una red educativa cuya base didáctica era el buen uso de esa lengua. Una de las consecuencias de la enseñanza jesuítica, exclusivamente en latín, era la soltura de sus alumnos en el uso de esa lengua en cualquier contexto, y no solo en los géneros literarios de la literatura clásica, pues se usaba también para celebrar ideas ilustradas y logros científicos contemporáneos. Lo moderno, científico e ilustrado, y lo tradicional, clásico y poético, convivían en el género del poema épico didáctico, especialmente prolífico en los collegia italianos, pero con numerosos representantes también en la Francia del tardío siglo XVII. Fruto de esa tradición son poemas sobre inventos técnicos, como el Pulvis pyrus (La pólvora, 1692) de François Tarillon o el Baromethrum (El barómetro, 1749) de Loup Thomas. La épica lucreciana como medio de celebración, si no de difusión de contenidos filosóficos y científicos modernos y contemporáneos, aparece dentro de la poesía científica en la Roma ilustrada. Uno de sus mayores representantes es el raguseo Benedikt Stay (1714–1801), alumno de los jesuitas, autor del poema Philosophiae versibus traditae libri VI (1744), donde expone la filosofía cartesiana, y de los Philosophiae recentioris versibus traditae libri X (1755, 1760, 1792) en 24.227 hexámetros, sobre la ciencia de Newton.
Desarrollo diacrónico. Aunque los discursos de la República Literaria como estado metafórico, ideal y alternativo conllevan la idea de alteridad respecto a la realidad política y social de los estados europeos, la dinámica de su desarrollo dependía en gran parte de los cambios religiosos, políticos y epistemológicos.
La comunicación privada de expertos renombrados sobre temas intelectuales es central ya en la epistolografía de los humanistas italianos que, mediante sus cartas, compartían información sobre sus estudios de literatura y antigüedades clásicas. Sus cartas, privadas y casi siempre en latín, rompen con la retórica de la tradición del ars dictaminis medieval, el arte de componer documentos y epístolas oficiales. La retórica de la carta humanista se debe a sus modelos antiguos, Cicerón y Plinio el Joven, cuyos epistolarios se encontraron e dieron a conocer al público humanista en los siglos XIV (Cicerón: F. Petrarca 1345, C. Salutati 1389) y XV (Plinio el Joven: G. Giocondo 1494). La epístola clásica romana no servía solo como patrón de escritura, sino como un modelo para los conceptos éticos que se adoptarán en la epistolografía, como es el concepto ciceroniano de urbanitas: elegancia y trato cortés. Además, la carta humanista, al igual que sus modelos antiguos, aunque de carácter privado, está pensada para su publicación en el marco de un epistolario. Gran aliado del autor es la imprenta, que posibilita una difusión del saber anteriormente impensable.
En el siglo XVI el interés intelectual y filológico de los ciudadanos de la república literaria —la cual ya comprende gran parte de Europa central y occidental— gira hacia la Biblia, motivado por la Reforma protestante y su cisma de la Iglesia católica. Por un lado, se revaloriza el rol de las Escrituras y se cuestionan —o defienden— las posiciones de la Iglesia Católica o las iglesias reformadas, lo que produce numerosos debates interconfesionales, obras polémicas o apologéticas. A pesar de las divisiones teológicas irreconciliables y guerras que ellas desencadenaron (p.e., la Guerra de los Treinta Años, 1618–1648), a lo largo del siglo XVI se mantenía la idea, elaborada y defendida por Erasmo, de la unión y paz entre todos los cristianos, una Res publica litteraria et Christiana supranacional y supraconfesional, en la cual el saber sería el principio supremo, más allá de la política y la religión.
A partir de los años 20 del siglo XVII se va produciendo un cambio metodológico en las ciencias. En su tratado de lógica Novum organum scientiarum (Nuevo instrumento de las ciencias, 1620), el filósofo inglés Francis Bacon (1561–1625) propone un sistema opuesto al sistema tradicional de lógica especulativa y deductiva de Aristóteles: el nuevo método rechaza el pensamiento basado en la autoridad. En él, el conocimiento se basaría en la experiencia, observación, inducción y experimento. El «nuevo instrumento» de Bacon estaba pensado para las investigaciones filosóficas, pero abría la puerta al desarrollo de las ciencias experimentales, como la astronomía y la física, ya no basadas en la lógica o metafísica sino en las matemáticas y la mecánica. René Descartes (1596–1650), «el padre de la filosofía moderna» y uno de los propulsores cruciales de las ciencias experimentales, siguió la misma línea de pensamiento, formulando los fundamentos de su método en la famosa obra Discurso del método (1637). El rechazo de la autoridad y la duda sobre las afirmaciones anteriores como punto de partida en el pensamiento, la búsqueda de evidencias y el papel central de la mecánica y las matemáticas son características centrales del racionalismo y escepticismo cartesiano.
A lo largo del siglo XVII, la filosofía especulativa basada en el método deductivo se iba complementando, si no sustituyendo, por las ciencias «de lo real», naturales y experimentales. La nueva forma de hacer ciencia dio lugar a la necesidad de crear redes colaborativas para llevar a cabo experimentos e investigaciones en laboratorios, bibliotecas y observatorios. En este siglo empezaron a fundarse academias científicas modernas, como la alemana Academia naturae curiosorum, luego llamada Leopoldina (1652), L’Accademia del Cimento de Florencia (1657), de la cual fue miembro Galileo, la Royal Society de Londres (1660), la Académie royale des sciences de París (1666), o el Istituto delle Scienze de Bolonia (1712). El repertorio de las ciencias a las que se dedicaban los ciudadanos de la República Literaria se amplió en este siglo, abarcando un amplio espectro de disciplinas, como filosofía, filología, botánica, geología, física y astronomía.
La observación y el pensamiento crítico se extienden también al campo de las humanidades. El interés de la filología gira hacia la filología bíblica, con sus lenguas originales (hebrea, aramea, griega), y hacia las literaturas no occidentales vinculadas a la tradición judía. Los editores de textos clásicos se hacen más críticos respecto a los textos antiguos, sus manuscritos y sus variantes; las interpretaciones se hacen en contexto histórico. Abundan ediciones comentadas, a veces cum notis variorum, es decir, con comentarios de distintos filólogos, que ofrecían la posibilidad de compararlos, como ocurría en las ediciones de los Elzeviros, famosos impresores de Amsterdam y La Haya del siglo XVII. El método científico entra también en la interpretación de los textos sagrados, especialmente del Antiguo Testamento. Tal es la obra del fundador de la exégesis bíblica en la Iglesia católica, el oratoriano Richard Simon (1638–1712), autor de la Historia crítica del Antiguo testamento (Histoire critique du Vieux Testament, París, 1687), donde contempla el Pentateuco como un texto compuesto de distintos estratos y estilos, imposible de atribuir a un solo autor, como tradicionalmente se había hecho con Moisés.
La figura del polímata renacentista —ella misma formada sobre el modelo de los grandes eruditos de la Antigüedad, como Aristóteles o Cicerón— va desapareciendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XVII, cediendo su lugar a los especialistas. Sin embargo, a lo largo del siglo coexisten personajes de metodología tan distinta como el físico, matemático y astrónomo Galileo Galilei (1564–1642), cuyo trabajo astronómico se basaba en la observación apoyada en la técnica, y «el último polímata», el jesuita Athanasius Kircher (1602–1680), cuya obra abarca disciplinas tan distintas como la egiptología, la sinología y la teología por un lado, y la geología, la fisiología, la medicina y la técnica por el otro. En sus investigaciones, Kircher se apoyaba tanto en la observación (usando el microscopio para estudiar la sangre de enfermos de peste), como en la lógica deductiva y la combinatoria (modificando el método de R. Llull), con el propósito de explicar la estructura («paradigmas») de todas las disciplinas del saber humano.
A pesar de su segmentación, se producen grandes compendios del saber, en distintos grados de especialización y obras de un solo autor polímata, hasta finales del siglo XVIII en varias zonas de Europa. Un núcleo de de grandes sabios, compiladores de todo saber, existe en los países alemanes de finales del siglo XVII, con autores como Daniel Georg Morhof (1639–1691) y su obra Polyhistor sive de notitia rerum et auctorum commentarii (1688, seguida de numerosas ediciones hasta mediados del XVIII, suplementadas o escritas por sus colegas o alumnos). Uno de sus seguidores y editores de su obra póstuma fue el filólogo clásico Johann Albert Fabricius (1668), autor de grandes Bibliothecae, diccionarios de autores antiguos y medievales (Bibliotheca Latina, 1697–1773; Bibliotheca Latina mediae et infimae Aetatis, 1734–1736; Bibliotheca Graeca, 1705–1728; todas ellas revisadas y reeditadas durante décadas). En el mismo período se llevaron proyectos de semejante extensión en España, como, por ejemplo, la bibliografía titulada Bibliotheca Hispana de Nicolás Antonio (1617–1684), cuya segunda parte abarca biografías y bibliografías de autores hispanos de 1500 a 1672 (Bibliotheca Hispana nova, Roma 1672; Madrid 17832) y de los autores de la misma proveniencia desde los romanos de la época de Augusto hasta 1500 (Roma, 1696). Un siglo más tarde, Juan Andrés (1740–1817), de la llamada «Escuela Universalista Española», publica su / progressi e stato attuale d’ogni letteratura/ (Parma, 1782–1799), una historia universalista comparada de las letras (literatura, retórica, filosofía, ciencias naturales y eclesiásticas) en seis volúmenes.
El aumento y la especialización del saber en el siglo XVII se reflejan en uno de los más ambiciosos y modernos proyectos editoriales del siglo XVIII: la francesa Encyclopédie (Enciclopedia, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, 1751–1772), obra colectiva en 28 volúmenes originales y 71.818 artículos escritos por unos 140 colaboradores, editada por los filósofos ilustrados Diderot y D’Alembert. Su intención era dar una síntesis del saber de la época, incluyendo tanto las ciencias del espíritu y las ciencias naturales como las técnicas, tradicionalmente consideradas de menor rango. Su ideología refleja las ideas de la Ilustración, tales como el uso de la razón, la duda metodológica y el pensamiento crítico, la busca del conocimiento, la tolerancia religiosa, la fe en el progreso de la humanidad, la secularización, el idealismo estético y el principio de utilidad. El pensamiento universalista y el cosmopolitismo fomentaban la conciencia del vínculo entre los intelectuales de la época, un sentimiento de fraternidad universal, y la idea de la República de las Letras se vivía con intensidad. Los intelectuales vinculados a la Enciclopedia, los «philosophes» ilustrados franceses (Montesquieu, Voltaire, Diderot, D’Alembert, D’Holbach, Rousseau) usaban el término con frecuencia tanto en su extensa correspondencia como en sus obras.
No obstante, los intelectuales franceses, hacia mediados del siglo, empezaron a desarrollar ideas de la superioridad de la cultura francesa en la República Literaria (Goodman 1994, p. 4), lo que iba abriendo camino y contribuyendo al auge de los discursos de identidad nacional del siglo XIX. El siglo de las luces fue el último gran período para la república. El siglo XIX, con su retórica política de la Europa de las Naciones, desintegró la idea de un espacio común sin fronteras ni ideologías. Sin embargo, la idea de la República Literaria no desaparece, sino que pasa por una transformación, una reducción o incluso regresión. La República de las Letras decimonónica es un espacio imaginado de bellas letras, comunidad de poetas y escritores. Después del fragmentado política e ideológicamente siglo XX, en el cual las ciencias fueron objeto de enfrentamientos nacionales, como, por ejemplo, durante las guerras mundiales o la guerra fría, la idea de una comunidad global del saber, en principio vinculada al mundo académico, regresa ya en el siglo XXI sobre el soporte técnico de Internet y las redes sociales. Abordando y resumiendo la historia de la República Literaria a través de los cambios en los principales intereses intelectuales o paradigmas epistemológicos, podríamos hablar del giro clásico (siglo XV), giro eclesiástico y bíblico (siglo XVI), giro científico o de ciencias naturales (siglo XVII), filosófico (siglo XVIII), literario (siglo XIX), artístico (siglo XX) y el actual giro digital (van Miert 2016).
La República Literaria de Saavedra Fajardo. En el ámbito cultural hispánico, la noción de la República de las Letras está estrechamente vinculada con la obra del diplomático y escritor político español Diego de Saavedra Fajardo (1584–1648). Su República Literaria (1655), prosa ficcional que combina las tradiciones genéricas del sueño literario y de la sátira menipea, es una sinopsis burlona y crítica de la cultura humanista.
El género de sueño literario, popular en el siglo XVII, tiene como modelo el Somnium Scipionis de la República de Cicerón (Cic. Rep. 6, 9–29), el cual, a su vez, tiene como antecedente la visión de Er del final de la República de Platón. El comentario al Sueño de Escipión de Luis Vives popularizó ese texto en el humanismo, tal como hizo el Encomium moriae de Erasmo con los textos del satírico griego Luciano (siglo II, que le sirvieron de modelo. La sátira menipea se consolida en el humanismo con la obra Somnium (1581) de Justo Lipsio, que combina la fantasía, la moralidad y la reflexión sobre la actualidad y se centra más que nada en la crítica de la meticulosidad y rigidez de la filología humanista (García López 2006, pp. 16–19). La fuentes contemporáneas de la República Literaria son la De incertitudine et vanitate scientiarum declamatio (1527), una sátira del lamentable estado de ciencias de Enrique Cornelio Agrippa de Nettesheim (1486–1535), de cuya primera redacción Saavedra Fajardo cita pasajes enteros; los Ragguagli di Parnasso de Traiano Boccalini (1556–1613), una serie de breves noticias burlescas de los acontecimientos en el Parnaso habitado tanto por deidades y autores de la Antigüedad clásica como por personajes de la vida cultural contemporánea, y las Anotaciones de Fernando de Herrera en su edición de Garcilaso de la Vega (1580), un repaso crítico de la literatura española.
El texto de República Literaria se ha transmitido en dos redacciones bastante distintas. El primer texto fue redactado entre 1612 y principios del decenio de 1620, y el segundo se remonta a los años 1640–1642 como fecha límite (García López 2006, pp. 25–26). La segunda redacción, reconocida por Saavedra como texto propio, sirvió de base para las primeras ediciones póstumas (1655, 1670) y la de Gregorio Mayans (1725), mientras que la primera fue descubierta hacia finales del siglo XVIII y luego publicada (1793) por el padre Estala. La segunda redacción se basa en la primera, amplificándola con catálogos de autores o ciencias y añadiendo otras fuentes, como la Naturalis historia de Plinio. Mientras que Saavedra Fajardo generalmente está aceptado como autor de la segunda redacción, la autoría del primer texto, según García López, por razones de crítica textual, así como de la brecha entre las mentalidades de ambos textos, debe considerarse abierta a la crítica e investigación futura (García López 2006, pp. 109).
En la obra, el narrador, identificado con el autor, se duerme entre libros y relata su sueño, donde, guiado por un personaje sabio (sacerdote del templo de Apolo en la primera redacción y Marco Varrón en la segunda) camina por una ciudad imaginaria, situada en un ambiente arcádico, encontrándose con personajes ficticios de la Cultura Clásica, autores antiguos, medievales, humanistas y contemporáneos. Por el camino, moviéndose a partir del templo de Apolo, que sirve de biblioteca, el narrador dialoga con el guía y recibe de él explicaciones sobre lo que encuentran, habla con los personajes y comenta lo visto: los autores, ciencias, literatura, jurisprudencia, filosofía, medicina, expuestas todas esas disciplinas en un repaso desde sus orígenes hasta el estado actual. Entre las narraciones y comentarios se encuentran catálogos —mencionamos solo unos ejemplos— de filósofos clásicos, del humanismo jurídico del siglo XVI, o de poetas españoles contemporáneos. Esta densa y burlona enciclopedia de artes y ciencias constituye sobre todo una crítica al humanismo, sistema de pensamiento anticuado cuya fijación en el texto antiguo como objetivo final y fuente del saber ya no es compatible con la nueva ciencia mecánica y racionalista. Esa es la actitud de la primera redacción hacia el legado metodológico aristotélico, el cual rechaza, a diferencia de la segunda redacción, que expone la naturaleza desde la óptica simbólica y alquímica, volviendo a la física y a la meteorología aristotélicas (García López 2006, p. 81).
Ese cambio de actitud y el desfase metodológico hace dudar de la autoría de la primera redacción, pero, no obstante, sí resulta posible dentro de la República de las Letras, donde conviven distintas tradiciones metodológicas, varias poéticas, la producción literaria en lenguas vernáculas y clásicas, pero, sobre todo, la Cultura Clásica en sus distintos aspectos, que sirve de base para las ciencias y literaturas modernas. Vista como resumen de la Cultura Clásica como la ve el siglo XVII, la obra de Saavedra se ofrece como espacio en el que los autores clásicos y modernos existen indistintamente.
Durante los siglos de oro de la República Literaria prácticamente todas las actividades del espíritu se desarrollaban dentro del marco gnoseológico de las tradiciones de la Cultura Clásica en sentido amplio. Al encontrarse en inmersión y dependencia cultural del mundo clásico, aún no aparece la noción de «Tradición Clásica», ni como conjunto de fenómenos culturales heredados de la Antigüedad, ni mucho menos como disciplina que los estudiara. Para percibir la Tradición Clásica como una alteridad respecto a la cultura actual, habría que esperar la aparición de las literaturas de carácter nacional y popular, lo que ocurrió en el siglo XIX.
Bibliografía
-
Álvarez Barrientos, Joaquín. «La república de las letras y sus ciudadanos», en Joaquín Álvarez Barrientos, François Lopez e Inmaculada Urzainiqui, La república de las letras en España del siglo XVIII, Madrid, CSIC, 1995, pp. 7–17.
-
Axer, Jerzy y Katarzyna Tomaszuk. «Central-Eastern Europe», en C. W. Kallendorf et alii (eds.), A Companion to the Classical Tradition, Williston, John Wiley & Sons, Inc., 2008, pp. 132–155.
-
Barbaro, Francesco. «Francisci Barbari [...] ad Poggium [...] pro inventis codicibus collaudatio, et ad rimandos caeteros exhortation», en Francisci Barbari et aliorum ad ipsum epistolae, Brixiae, excudebat Ioannes-Maria Rizzardi, 1743.
-
Bots, Hans y Françoise Waquet. La République des Lettres, Paris–Belin, 1997.
-
Erasmus Desiderius Roterodamus. «Antibarbarorum liber», en Opera omnia desiderii Erasmi – ordinis primi tomus primus, ed. de Kazimierz Kuzmaniecki, Amsterdam, North Holland Publishing Company, 1969.
-
Fumaroli, Marc. La república de las letras, traducción del francés de José Ramón Monreal, Barcelona, Acantilado, 2013.
-
— The Republic of Letters, traducción del francés de Lara Vergnaud, New Haven, Yale University Press, 2018.
-
García López, Jorge. «La “República literaria”: una obra para dos culturas», en Diego de Saavedra Fajardo, República literaria, Barcelona, Crítica, 2006, pp. 7–120.
-
Goldgar, Anne. Impolite Learning. Conduct and Community in the Republic of Letters, 1680–1750, New Haven–London, Yale University Press, 1995.
-
Goodman, Dena. The Republic of Letters: A Cultural History of the French Enlightment, Ithaca–London, Cornell University Press, 1994.
-
Haskell, Yasmin. Loyola’s Bees. Ideology and Industry in Jesuit Latin Didactic Poetry, New York, The British Academy–Oxford University Press, 2003.
-
— «Latin and the Enlightenment», en Philip Ford et alii (eds.), Brill’s Encyclopaedia of the Neo-Latin World, Leiden–Boston, Brill, 2014, pp. 1016–1019.
-
Landtsheer, Jeanine De. «Letter Collections», en Philip Ford et alii (eds.), Brill’s Encyclopaedia of the Neo-Latin World, vol. II, Leiden–Boston, Brill, 2014, pp. 1028–1034.
-
— «Letters», en Philip Ford et alii (eds.), Brill’s Encyclopaedia of the Neo-Latin World, vol. I, Leiden–Boston, Brill, 2014, pp. 335–351.
-
Miert, Dirk van. «What was the Republic of Letters? A brief introduction into a long history (1417–2008)», en Groniek 204/5 (2016), pp. 269–287.
-
Saavedra Fajardo, Diego de. República literaria, ed. de Jorge García López, Barcelona, Crítica, 2006.
-
Shelford, April G. Transforming the Republic of Letters. Pierre-Daniel Huet and European Intellectual Life 1650–1720, Rochester, University of Rochester Press, 2007.
-
Waquet, Françoise. «The Republic of Letters», en V. Moul (ed.), A Guide to Neo-Latin Literature, Cambridge, Cambridge University Press, 2017, pp. 66–80.
Gorana Stepanić