retórica y poética (tradición de la)
Del Lat. rhetorĭcus, y este del Gr. ῥητορικός; la forma f., del Lat. rhetorĭca, y este del Gr. ῥητορική. Del Lat. poetĭcus, y este del Gr. ποιητικός; la forma f., del Lat. poetĭca, y este del Gr. ποιητική.
La presente entrada está dedicada a la tradición moderna de la retórica y poética, especialmente a lo largo del siglo XIX, que es el momento en que tales materias van a convivir con las disciplinas históricas dedicadas al estudio de la literatura, entre otras, la propia Tradición Clásica.
Los catálogos más completos en esta materia son los que aparecen en Aradra (1997), Fernández López (2008) y García Tejera (2009). Un análisis específico de los textos relativos a la oratoria sagrada, con bibliografía que incluye algún tratado que no registran los anteriores es el de López-Muñoz (2017). Por lo que se refiere al análisis de la evolución de la preceptiva retórica y poética, muy buena guía es el trabajo de Fernández López, donde se analizan tres apartados (Fernández López 2008, p. 41):
[…] en el primero de ellos nos dedicamos a varios manuales destinados a la enseñanza de la retórica, en el segundo a obras que contienen reflexiones de índole más «cultural» (ensayo, historia) y en el tercero traemos a colación varios tratados de predicación.
Gran parte de los trabajos dedicados a la evolución histórica de la retórica y la poética suelen detenerse en los límites de la Edad Contemporánea, como dando a entender que, a partir de ese momento, el objeto de estudio ha desaparecido o se ha transformado tanto que ya es otro. Sin duda, se trata de un enfoque derivado del interés que los tiempos del humanismo y de los siglos de oro (los siglos XVI y XVII) han venido suscitando en nuestra disciplina y que han llevado a notables trabajos como los de Fumaroli (1980), Green–Murphy (2006), Howell (1956), Mack (2011), Martí (1972) o Rico Verdú (1973). Otra buena parte de los análisis le dedican muy poco espacio porque el foco de interés parece estar en la exposición canónica del sistema clásico (Kennedy 1980; Ramos Domingo 1997; Pujante 2003) o porque consideran que la integración de retórica y poética en la disciplina de la literatura es, en realidad, una especie de certificado de muerte o, acaso, el de nacimiento de la teoría de la literatura (Navas Ocaña 2006, p. 138).
Tampoco debemos descuidar la existencia de un grupo numeroso de trabajos que analizan la existencia de la retórica y la poética desde finales del XVIII y en el XIX, como los de Aradra (1997), Conley (1994), Díez Coronado (2003), Fernández López (2008), Hernández Guerrero y García Tejera (1994), Kennedy (1980), Paraíso (2000) o Roberts y Good (1993). En realidad, los enfoques más recientes de los estudios retóricos tienden a señalar que, aun subsumida en las enseñanzas literarias, la disciplina sigue siendo estudiada y estando presente de un modo u otro en el sistema escolar.
Podemos decir que la retórica española del siglo XIX nace en torno a 1783, en Escocia y gracias a la pluma de un predicador protestante. Hugh Blair, destacado miembro de la llamada Ilustración escocesa, publica en ese año sus Lectures on Rhetoric and Belles Lettres, que José Luis Munárriz traduce y comenta en 1798. El magisterio del escocés alcanza prácticamente a toda la Europa ilustrada, como vemos reflejado en los trabajos de Kennedy (1980, pp. 234–240), Conley (1990, pp. 220–223) o Hernández Guerrero y García Tejera (1994, pp. 128–131).
Pese a las iniciales reticencias que el tratado despertó en la España de finales del XVIII (López-Muñoz, 2017, p. 276), no cabe duda de que fue el texto del que partió en gran manera la teorización decimonónica, no ya solo en nuestro país, sino también en otros. En la «Advertencia» que hace el traductor a la primera edición (citamos por la segunda edición, 1822), ya se encuentra una clara indicación del cambio de rumbo de los estudios retóricos, su creciente vinculación al concepto de utilidad y, en cierta manera, se advierte in nuce la futura desintegración de la autonomía de la disciplina:
El aprecio con que ha recibido el público las Lecciones sobre la Retórica y las Bellas Letras de Hugo Blair, es una prueba de que generalmente se prefieren ya entre nosotros las ideas sanas á las áridas nomenclaturas, la filosofía luminosa á los sistemas escolásticos, y el gusto depurado á la indigesta erudición. Con este precioso preparativo caminarán en las profesiones, á que se destinen, guiados de una luz siempre pura; darán pasos mas acelerados y seguros; y sin torcerlos á sendas embarazosas é inútiles, llegarán mas pronto, y con mayor caudal de ideas, al fin que se propongan.
La traducción de Munárriz declara más bien ser un resumen y, al tiempo, una especie de paráfrasis creativa del original antes que una traducción en sentido estricto («Advertencia», p. XII): «He puesto particular cuidado en dar á las ideas de Blair mayor extension de la que tienen en los Ensayos; sin que por esto salga mas voluminoso que ellos mi compendio». De hecho, el esquema del escocés contempla cinco partes: estudio del gusto, consideración del lenguaje, estilo, elocuencia y estudio de la prosa y el verso. Frente a esto, Munárriz une los tres primeros, une en un solo apartado los dos últimos y concluye con una tercera parte dedicada a los géneros poéticos. Se trata de una reorganización que, aun obedeciendo a un criterio intelectual, responde a una perspectiva claramente utilitaria en la que también podemos advertir el enfoque tan propio del siglo XIX de adaptar la especulación intelectual a la estructura del sistema educativo («Advertencia», pp. XIII–XIV):
Este plan cuadra perfectamente con la enseñanza de las Letras humanas en nuestras Cátedras de Retórica y Poética: pues en las de aquella pueden darse cómodamente las dos primeras partes; y la 1.ª y la 3.ª completan la enseñanza de la poesía.
Nos limitaremos aquí a señalar que la elocutio cobra una suerte de vida propia, se independiza del orden clásico de las operaciones retóricas y, al entrar en relación con la definición del gusto y de los usos lingüísticos, se convierte en una estilística que, por su propia naturaleza, antecede a las consideraciones sobre la prosa y el verso: al tomarlos como casos especiales del estilo, la retórica reduce su campo de actuación al estudio histórico de la elocuencia, a los géneros retóricos, que siguen siendo tres, aunque no los clásicos (se habla de la «elocuencia de las juntas populares», de la «elocuencia del foro» y de la «elocuencia del púlpito» en los capítulos IX, X y XI, respectivamente) y a las partes del discurso. Es, fundamentalmente, una preceptiva retórica reducida a la inventio y a la dispositio, del mismo modo que la poética, alejado de su campo de actuación el estilo y sus recursos, se convierte en una suerte de teoría de los géneros literarios.
Frente a esta corriente de manuales que podríamos llamar «no elocutivos», encontramos una perpetuación de los esquemas clásicos de estudio, como ocurre, por ejemplo, con los Elementos de Retórica y Poética, de Luis de Mata i Araujo (Madrid, 1845), un tratado bastante sencillo, planteado al modo de un catecismo, esto es, a base de preguntas y respuestas. Se trata de un método que se sigue ya desde las retóricas del siglo XVI y que nada tiene de novedoso, como tampoco su estructura, que es la clásica seguramente porque los destinatarios de la doctrina son los estudiantes.
Dados el objetivo del autor y la índole de los receptores del tratado, no encontramos en él ningún tipo de disquisición histórica ni de opinión sobre si la elocuencia de sus tiempos es mejor o peor que la de épocas anteriores. Es un manual representativo de la retórica que podemos llamar tradicional o, por oposición a la antes vista, «elocutiva». Tan claramente alejado queda de la separación propuesta por los seguidores de la doctrina de Hugh Blair que, por ejemplo, la propia «Advertencia» del tratado remite la formación del gusto a materias distintas y, al separarla de la retórica y la poética, construye una suerte de crítica implícita a las teorías del escocés.
Puede, en consecuencia, postularse la coexistencia de dos tipos de corrientes intelectuales en lo que se refiere a la retórica y la poética de este periodo: de un lado, se mantiene relativamente viva la Tradición Clásica de las operaciones retóricas y los preceptos poéticos como disciplinas más o menos independientes (sin olvidar la consideración que la poética tiene de rhetorica recepta) mientras, de otro lado, se difunde con especial facilidad el enfoque de las retóricas no elocutivas, que siguen los postulados de la separación de la elocutio para vincularla al desarrollo del buen gusto y de una retórica y una poética más bien filosóficas, bastante desligadas de sus componentes de creación textual, dotadas de amplios apartados de historia de la literatura y, en consecuencia, puestas al servicio de la formación del alumnado en una materia más general y adecuada a las necesidades políticas de la época: la historia de la literatura.
Estas dos corrientes teóricas, a saber, las clásicas y las no elocutivas, deben cruzarse también con las principales finalidades de los textos teóricos de la centuria, que muestran una clara separación entre los tratados civiles y los eclesiásticos. En general, se advierte que los tratados civiles tienden a ceñirse más a los postulados procedentes de la Retórica de Blair y que los eclesiásticos tienden a mantener con mayor y mejor fidelidad el esquema clásico. Entre las distintas explicaciones que se pueden ofrecer para este fenómeno, parece adecuado recordar que las retóricas y poéticas civiles tienden a subsumirse en la enseñanza de la literatura, lo que les hace aumentar su componente historicista y disminuir el aplicado, justo al contrario que las preceptivas sagradas, cuyo cometido de formación de predicadores las orienta al mantenimiento del esquema clásico y a la primacía de la retórica sobre la poética. De todos modos, conviene recordar que la influencia de Hugh Blair es inseparable del propio siglo XIX, como se ve en que, por ejemplo, se le cita y utiliza en no menos de once tratados del periodo (López-Muñoz 2017, p. 276), sea para declararse favorable a sus ideas, sea para rebatirlas.
Si queremos analizar adecuadamente la relación entre la producción de retóricas y poéticas y los cambios políticos del más que convulso siglo XIX, quizá deberíamos partir de que no es totalmente adecuada la percepción de que la caída del Antiguo Régimen supone la aparición de un sistema escolar nuevo, como tampoco la idea de que el triunfo de las poéticas de la anormatividad deja a un lado las enseñanzas de una comunicación canónica y claramente imitativa. Por lo que se refiere al marco temporal mismo, no parece adecuado trasplantar, sin más, un hecho histórico francés y convertirlo en categoría de análisis historiográfico, porque nos podría llevar a clasificaciones erróneas o, al menos, inadecuadas. Como bien expone González de Molina (2000, p. 213), haciéndose eco de una doctrina bastante generalizada:
Ante todo hay que recordar que el concepto «Antiguo Régimen» es una traducción del término acuñado por la historiografía liberal francesa, propensa a sobrevalorar la entidad del cambio ocurrido durante la Revolución. Ambos conceptos nacieron como inseparables en la historiografía contemporánea del país vecino y tuvieron tal éxito en la Europa burguesa del siglo XIX que se convirtieron en una convención utilizada en todas las historiografías para designar el comienzo de la contemporaneidad.
La idea de la sustitución del paradigma escolar en coincidencia con los finales del siglo XVIII es problemática si implica la ciega aceptación de la universalidad de los fenómenos históricos. Puede admitirse que la revolución francesa provoca algunos cambios que se limitan, en buena lógica, a ese país y a sus transformaciones; en el resto de Europa, difícilmente se va a poder trazar la influencia de la revolución salvo en tanto que reacción a ella. Así, será más necesario fijarse en que, por ejemplo, el sistema inglés y el prusiano proponen una educación puramente técnica en paralelo con la tradicional, cosa entendible si se tienen en cuenta las exigencias formativas de unas sociedades embrionariamente industriales que diferencian la educación de las élites gobernantes, la de los tecnólogos y la de la mano de obra.
No es el caso de España, en donde se mantiene una estructura económica, social y política que retrasará notablemente la introducción de las estructuras educativas del resto de Europa. La educación española, carente de algo parecido a un currículum centralizado hasta mitad del siglo XIX, mantendrá el predominio de las órdenes religiosas, cuya red de centros va a experimentar un característico auge durante ese siglo, pese a la creación y dotación de un incipiente tejido de institutos de enseñanza media.
La educación española de estos momentos va a venir marcada por el predominio de órdenes religiosas y colegios privados en paralelo con los seminarios diocesanos. Unos y otros van a desarrollar currículos escolares propios, muchas veces influidos por los cambios políticos y legislativos de tan convulso periodo. Desde luego, hay disciplinas más inmunes a ellos y otras que lo son menos, como es el caso específico de las llamadas letras o humanidades. En el primer grupo, la extensión del empirismo racionalista y del positivismo irá conduciendo a la creación de estudios enfocados a una metodología y resultados que prácticamente han llegado a nuestros tiempos; en el segundo caso, conviene destacar la clara relación existente entre los contenidos históricos, lingüísticos, filosóficos y literarios y las tensiones ideológicas vinculadas a cambios de gobierno, revoluciones, asonadas, constituciones promulgadas y nonatas, repúblicas y restauraciones. No debe tampoco olvidarse que las orientaciones del sistema educativo, según obedezcan a un desideratum de mayor o menor especialización y a la toma de postura en la cuestión de si España necesita en mayor o menor medida crear una generación de ciudadanos con formación técnica y tecnológica suficiente para el progreso del país, ejercen un notable influjo sobre los contenidos de la enseñanza y, como consecuencia, favorecen en mayor o menor medida la adopción de programas para los que la retórica y la poética, sean autónomas o parte de la literatura, pueden ser consideradas ayuda o estorbo.
Parece aceptable, pues, sostener que el auténtico factor de evolución y revolución de los estudios en España no se corresponde con el concepto de Antiguo Régimen ni, en consecuencia, con la idea de su caída. De hecho, la casa de Borbón no va a experimentar problemas sucesorios ni, mucho menos, va a ver amenazada su propia existencia en el trono de España hasta bien entrado el siglo XIX, excepción hecha de los sucesos acaecidos en el intervalo de tiempo que va entre la abdicación de Bayona (1808) y la restauración de Fernando VII (1814). En consecuencia, cabe defender que, aun cuando existan tensiones europeizantes e incluso de simpatía con los movimientos revolucionarios franceses, estos pensadores «afrancesados» van a carecer de capacidad suficiente como para impregnar de modo duradero el sistema educativo. Debemos, en consecuencia, analizar los hechos tomando como límite superior en el tiempo la expulsión de los jesuitas (1767), que sí supone un indudable momento de cambio y transformación, como bien establece Aradra (1997, p.15).
Distintos trabajos de García Jurado, pero especialmente el que dedica a Luis de Mata i Araujo (2013), demuestran con claridad cómo el concepto de literaturas nacionales acaba permeando la propia descripción y taxonomía de los estudios de humanidades, que se alejan cada vez más del esquema de las humaniores litterae para convertirse en herramientas de formación de un espíritu nacional y nacionalista muy típicamente decimonónico que le presta especial atención a la lengua y literatura en lengua castellana y, al tiempo, va reduciendo los contenidos y finalidades del latín a una parte histórico-crítica y otra práctica que aparece en el llamado Plan Pidal, de 1845, como propuesta del propio Mata i Araujo, según sospecha García Jurado (2013, p. 139).
Una revisión de los datos del catálogo de Aradra (1997), del que no se diferencia sustancialmente el de Fernández López (2008), ambos más amplios que el de García Tejera (2009), nos lleva a localizar más de ciento veinte tratados de retórica en el siglo XIX. De ellos, no menos de ciento cinco se corresponden con las que podemos llamar «retóricas mixtas» (contienen elementos de retórica y de poética) y más de quince vienen a ser «retóricas puras» (solo contienen elementos de retórica). La prevalencia del primer grupo abona la idea de que la teorización decimonónica es, fundamentalmente, escolar y permite suponer que está puesta al servicio de los currículos que se van sucediendo a lo largo de la centuria. El análisis de la preceptiva de estos años necesita diferenciar el grupo de las retóricas civiles y el de las retóricas eclesiásticas, ya que sus respectivos ámbitos de aplicación y periodos de esplendor no coinciden exactamente.
Por lo que se refiere al primer grupo, parece advertirse una cierta influencia de los decretos de enseñanzas universitarias (1824), de primeras letras (1825) y de escuelas de latinidad (1826), que correlaciona con la publicación de no menos de veinte tratados de retórica. El Plan Pidal (1845) parece ser responsable de la floración de los aproximadamente veinte manuales escolares para distintos niveles. Se ve que la secularización de la enseñanza con la Ley Moyano (1857) guarda una relación directa con la aparición de más de cien tratados en las cuatro últimas décadas del siglo, de los que treinta y cuatro se localizan entre el reinado de Isabel II y el final de la I República y casi setenta a lo largo de la Restauración.
En cuanto a los tratados de retórica eclesiástica, seguimos los datos de López-Muñoz (2017, p. 268), que identifica cerca de treinta. El periodo de mayor productividad es el comprendido entre 1841 y 1870 (veinte manuales), esto es, desde la regencia de María Cristina hasta el reinado de Amadeo de Saboya. Frente a esto, las tres últimas décadas del siglo (casi por completo dominadas por la Restauración) registran cinco tratados. Dentro del grupo de las retóricas eclesiásticas, claramente dominan las específicas sobre las mixtas (retóricas generales con algún apartado de oratoria sagrada) y sobre las reflexiones misceláneas a propósito de la predicación.
No deja de ser curioso que la mayor parte de esos tratados mixtos se agrupan en la década de los años cincuenta del siglo. La correlación entre esta concentración temporal y los avatares históricos de la relación de España con la Iglesia parece ser una explicación razonable: en 1845 se promulga la Ley de Donación de Culto y Clero y en 1851 se firma el Concordato, en virtud de cuyo artículo segundo se confiere a la Iglesia la potestad de fiscalizar la enseñanza pública y privada. La amplia difusión del debate político de mediados de siglo sobre las relaciones entre Iglesia y Estado, junto con esta potestad de inspección del sistema escolar, pueden permitir entender tanto la reacción eclesiástica destinada a aumentar la formación de los predicadores cuanto la vinculación de la retórica con la oratoria sagrada. El debate sobre la tolerancia religiosa suscitado a propósito de la nonata Constitución de 1856 y la llamada «Desamortización de Madoz» (Ley General de Desamortización, de 1 de mayo de 1851), con su contradicción de los términos del Concordato favorece la aparición de tratados eclesiásticos en número suficiente y con una fuerte carga combativa. Así, los años de más discusión política sobre el papel de la Iglesia en el Estado y en el sistema educativo son los de más preceptivas, discursos y tratados; los de menos libertad de opinión o de mayor falta de discusión sobre la esencia del sistema son los de menos teorización (López Muñoz 2017, p. 269).
De acuerdo con el Reglamento General de Instrucción Pública (1821), la Enseñanza Secundaria contiene una parte de literatura y artes cuyo objetivo es el aprendizaje de la lengua y literatura españolas, con una finalidad de clara formación del espíritu nacional. Los contenidos vinculados a la retórica y la poética son ya ancilares de los literarios. La «década ominosa» y el regreso del absolutismo (1823–1833), aun cuando potencia las Escuelas de Latinidad y los Colegios de Humanidades, mantendrá ese mismo esquema de subordinación de las materias.
El punto intermedio de nuestro recorrido debe remitir forzosamente a la reforma de Gil de Zárate y a la llamada Ley Moyano (1857) para los manuales escolares y a la Constitución de 1845 para las preceptivas eclesiásticas. La consolidación del liberalismo con el llamado «Plan Pidal» (1845) favorece la creación de universidades y, sobre todo, regula una enseñanza media cuyo quinto año suma a la traducción y composición el estudio de «elementos de retórica y poética». Debemos recordar, por ejemplo, que los planes de estudios del entorno de Gil de Zárate establecen la existencia de una asignatura denominada «Perfección del latín» que, en su parte histórico-crítica, trata la poesía, la elocuencia y los historiadores (Hualde Pascual–García Jurado 2005, p. 69). En el fondo, aparte de remitir claramente a la estructura de los tratados inspirados en Hugh Blair, no deja todo esto de recordarnos la estructura de los tratados jesuíticos del siglo XVII, que dedican una parte a cada uno de esos contenidos, aunque no tanto enfocados al análisis crítico cuanto a la presentación de textos.
La legislación de 1845 produce, además, una serie de textos escolares con antologías complementarias a los manuales, verbigracia, el Manual Histórico-Crítico de la Literatura Latina (Madrid, Viuda de Jordán e Hijos, 1846), de Ángel María Terradillos, los Preceptistas latinos para el uso de las clases de Principios de Retórica y Poética, de Alfredo Adolfo Camús (Madrid, Rivadeneyra, 1846) o la Colección de autores selectos latinos y castellanos (Madrid, Imprenta Nacional, 1849), publicada por los Escolapios y cuyas partes cuarta y quinta están destinadas, precisamente, al llamado «año de Retórica y Poética» (Hualde Pascual–García Jurado 2005; García Jurado 2010). Bien puede verse cómo el programa moderado busca inculcar los valores nacionales a través de la literatura española (para la que la retórica y la poética son fundamentales, porque sientan los preceptos sobre los que basar la correcta invención y elocución de discursos y obras literarias), siempre buscando una enseñanza que fundamente ideológicamente el espíritu cristiano y la orientación monárquica que defienden los liberales de este momento.
La Ley Moyano (1857), por su parte, justificó la separación universitaria de la literatura y las lenguas clásicas y sentó las bases de las generaciones de estudiosos de la primera a los que no se les pedía dominar las segundas (García Jurado 2016, pp. 91–104). Las enseñanzas medias quedan divididas en dos etapas de dos y cuatro años: en la primera se incluyen la gramática latina y castellana y ejercicios de lectura y escritura, mientras que la segunda presenta ejercicios de análisis, traducción y composición latina y castellana, así como retórica y poética. Durante la primera mitad del siglo, la retórica sobrevive en la enseñanza, pero lo hace literaturizada y fusionada con la poética, lo que demuestra la pérdida de su identidad original y augura su pronta desaparición.
Como límite inferior, habremos de considerar la fallida Primera República y el régimen surgido de la Restauración borbónica (1874). La Primera República busca combinar las ideas de progreso y libertad con la eliminación del elitismo imperante hasta entonces en las enseñanzas medias. Su propuesta de combinar modernidad y tradición marca una senda que se ha seguido transitando todavía en los albores del siglo XXI: «Tiempo es ya de que la enseñanza pública satisfaga las necesidades de la vida moderna, y tenga por principal objeto no formar solo latinos y retóricos, sino ciudadanos ilustrados, que conozcan su patria en las diversas manifestaciones de la vida nacional» (La Gaceta, 26 de octubre de 1873, cit. Capitán Díaz, p. 48).
Los gobiernos de la Restauración consolidarán materias como el latín, la historia o las matemáticas, pero dejarán la presencia o ausencia de la retórica y la poética al criterio del partido que en ese momento ejerza el turno. Encontramos, así, otro de los elementos constituyentes del debate educativo de nuestros tiempos: los partidos menos conservadores tienden a reducir la presencia de las asignaturas humanísticas y los más conservadores a aumentarla. En cualquier caso, conviene señalar que tanto la retórica como la poética de estos momentos tienen un carácter más libresco que aplicado (Viñao Frago 1994, p. 429). En concreto, autorizadas voces como la de Giner de los Ríos vinculan la retórica a un sistema desfasado: «que entumecía al hombre y lo sacrificaba a la retórica, dejándole […] a ciegas en el mundo y apercibido para dominar sus conflictos interiores y los problemas sociales con el formidable arsenal de aquella jerga “de hipotiposis, sinécdoques y metonimias”» (Giner de los Ríos 2007, pp. 278–279). Para la Institución Libre de Enseñanza, la literatura ayuda a desarrollar la conciencia nacional y armónica que persiguen como objetivo (Alonso 2010, p. 51) y, por su parte, tanto Manuel de la Revilla como González Garbín defienden eliminar la retórica (debemos entender que también la poética) e implantar una literatura aprendida con sentido científico (Aradra Sánchez 1997, p. 153).
La retórica y la poética llegan al siglo XX mutiladas y prácticamente expulsadas del sistema educativo como disciplinas autónomas: inventio y dispositio se asocian a la lógica, al tiempo que memoria y actio pierden su utilidad en una enseñanza sobre todo teórica. No obstante, no debe confundirse la denominación de una materia y la utilización de sus contenidos: los tratados de retórica eclesiástica, al hacer especial hincapié en el genus deliberativum, mantienen una cierta vida de la teoría retórica de la argumentación; la tendencia tan decimonónica de los editoriales de prensa, concebidos como piezas oratorias para ser leídas en voz alta a las masas de población analfabeta, precisa un manejo técnico de inventio, dispositio y elocutio, sin olvidar la pronuntiatio de quien los lee en cada pueblo y ciudad; la oratoria parlamentaria y la oratoria política, además, producirán un auténtico siglo de oro de la retórica, aunque la disciplina como tal se encuentre a la vez subordinada a la literatura o incluso en vías de eliminación del sistema.
La confusión de retórica y poética con la simple elocutio, tendencia que viene de varios siglos antes, literaturiza ambas disciplinas y las convierte en manuales de estilo; la separación de la elocutio como «gusto» o «estilo» que propone Hugh Blair filosofiza las disciplinas y las convierte en suma preceptiva de ejercicios de invención y disposición destinados al desarrollo de las cualidades de razonamiento de la juventud. En el primer caso, la literatura acaba absorbiéndolas; en el segundo caso, terminan formando parte de la lógica y de las primeras letras. En los umbrales del siglo XX, poco se encontrará de enseñanza de la retórica y la oratoria clásicas más allá de la enseñanza técnica de los Seminarios Diocesanos.
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