romanticismo
Del adjetivo romántico, del francés romantique, y sufijo -ismo (del latín -ismus y este del griego -ισμός). El término francés proviene del inglés Romantic, «relativo al romance», atestiguado en esa lengua desde 1650 con el sentido de «fantástico», «imaginativo» o «pintoresco» (Ing. Romanticism, Fr. Romantisme, Port. Romantismo, Al. Romantik, Rus. Романтизм).
Según el Diccionario de la Lengua Española, el término «Romanticismo» se refiere al «Movimiento cultural que se desarrolla en Europa desde fines del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX y que, en oposición al Neoclasicismo, exalta la libertad creativa, la fantasía y los sentimientos».
El correspondiente adjetivo «romántico» se extendió al resto de lenguas europeas durante los últimos decenios del siglo XVIII, en tanto que la acepción estética del término romántico surgió alrededor del grupo de intelectuales que se reunía en Jena, entre 1798 y 1804, liderado por los hermanos August Wilhelm y Friedrich Schlegel, cuyo órgano de expresión era la revista Athenaeum (Gusdorf 1982, pp. 29–32).
En el ámbito hispano, la difusión de la estética romántica es desigual y muy ligada a las condiciones políticas del momento. En España, el movimiento romántico es un fenómeno tardío y poco vigoroso, que encuentra en el trienio liberal (1820–1823) y durante la segunda parte del período isabelino (1844–1868) sus manifestaciones de mayor esplendor. En Hispanoamérica, coincidió con el proceso de independencia, y la nueva estética se convirtió de modo natural en el vehículo para la constitución de las literaturas nacionales.
El periodo revolucionario que se abrió a partir de 1798 en Europa y en Hispanoamérica afectó profundamente al movimiento romántico y determinó su orientación, aunque la relación entre el fenómeno político y el estético es compleja. Debemos partir de la circunstancia de que la estética clasicista, ante cuya reacción se va a configurar la romántica, es de matriz aristocrática y coincide a grandes rasgos con las finalidades y principios del absolutismo. La creación de academias e instituciones culturales patrocinadas por la Corona —fenómeno especialmente relevante en Francia— tiene como objetivo político debilitar la influencia de la nobleza al romper la tradicional dependencia que los artistas mantenían con sus mecenas y ponerlos en relación directa con el Estado (Hauser 1988, p. 116), si bien el resultado secundario es el encorsetamiento de los principios estéticos. Las constricciones del gusto cortesano encuentran una vía de escape en los salones de la nobleza y de la alta burguesía ilustrada, donde convergen los intereses de ambas clases sociales por superar los límites políticos o económicos que les impone el absolutismo real. En estos ambientes se difunden los principios de la Ilustración y, simultáneamente, aparecen las primeras tendencias románticas en la literatura y las bellas artes.
El fenómeno puede parecer contradictorio a primera vista si consideramos que el racionalismo ilustrado es uno de los pilares de la estética clasicista. Cabe, no obstante, distinguir entre «tendencias románticas» en las artes, entendiendo estas como rasgos aislados de individualismo, sentimentalismo o subjetividad —que pueden encontrarse en todas las épocas de la literatura—, y la elaboración de una reflexión filosófica sobre el arte y la literatura que es la base de una estética propia (D’Angelo 1999, p. 18).
Así, estos «rasgos románticos» que se pueden encontrar en ciertos escritos de Diderot o de Rousseau (Berlin 2000, pp. 80–81), que el propio Friedrich Schlegel (1825 II., p. 123) detecta en el teatro de Calderón y que Peers (1973 I, pp. 21–35) generaliza a todo el Siglo de Oro de la literatura castellana, deben ser considerados, más bien, enfoques subjetivistas que no forman parte un paradigma estético coherentemente opuesto a las normas del clasicismo imperante. La etiqueta de «prerromanticismo», empleada en los siglos XIX y XX, a los ojos de la crítica moderna, parece el resultado de una simplificación excesiva de un fenómeno cultural mucho más complejo y, en palabras de Gusdorf (1976, p. 27), «on peut se demander si l’expression “préromantisme” n’a pas été inventée pour débarrasser le siècle des Lumières de résidus non compatibles avec la perspective maîtresse choisie par certains historiens».
En su relación con la literatura grecorromana, el Romanticismo parte de los análisis de Schlegel sobre la literatura griega (Vom ästhetischen Werte der griechischen Komödie, 1794; Über das Studium der griechischen Poesie, 1797), donde enumera las características que separan el arte antiguo del arte moderno. El primero es natural, no tiene necesidad de una teoría estética, y su finalidad es la belleza. El segundo es fundamentalmente artificial, desde el momento en que la permanente comparación que establece con el arte antiguo le resta espontaneidad y lo induce a la reflexión sobre sus propias características (D’Angelo 1999, pp. 52–54).
La profunda conciencia histórica de la que parte el Romanticismo lo lleva a consolidar una comprensión diacrónica de las manifestaciones culturales. De esta forma, entendiendo el arte como un fenómeno histórico y ligado al devenir de las sociedades, el Romanticismo elimina la posibilidad de considerar como tarea de la estética la fijación de cánones, normas y modelos absolutos (D’Angelo 1999, p. 47). Así, el Romanticismo consigue la superación de la secular batalla entre antiguos y modernos: «si se acepta una visión cabalmente histórica del desarrollo del arte, deja de tener sentido la cuestión de la superioridad de lo moderno sobre lo antiguo o de lo antiguo sobre lo moderno. Friedrich Schlegel resuelve la disputa vaciándola de sentido» (D’Angelo 1999, p. 51).
Desde el Renacimiento, los autores que florecieron durante la Antigüedad hasta el siglo V, es decir, hasta el triunfo del cristianismo, se clasificaron como «antiguos», mientras que los representantes de las literaturas en lenguas nacionales a partir de la Edad Media formaron la categoría de autores modernos. De los primeros, aquellos que fueron tenidos como modelos a seguir fueron denominados «clásicos» e imitados como auctores en el ámbito escolar y literario (García Jurado 2016, pp. 43–63). Durante el siglo XVII, la disputa entre antiguos y modernos, especialmente en el área cultural francesa, cambia notablemente el concepto de «clásico», hasta el punto de que el Dictionnaire de Trévoux editado por la Compañía de Jesús elimina en su edición de 1704 cualquier criterio cronológico y define la palabra «clase» como «une distinction des personnes pour les rangs selon leurs mérites, leur valeur. Homère, Virgile et Corneille sont des poètes de la première classe» (Gusdorf 1982, p. 248). De esta forma, gracias a la admisión de los autores destacados del Grand Siècle entre los clásicos, los redactores del Dictionnaire de Trévoux redimensionan esta categoría, que deja de ser temporal para convertirse cada vez más en una categoría estética. Durante el espacio de tiempo comprendido entre el inicio del periodo revolucionario de 1789 y el final de las guerras napoleónicas, se produce en Europa una reordenación de la perspectiva cultural: la secular oposición entre antiguos y modernos es sustituida por una nueva dicotomía: clásicos y románticos. En la primera categoría se incluyen ahora también los autores modernos que han seguido las normas del clasicismo de Versalles; la segunda está constituida por aquellos que se sienten parte de un ideal estético no sometido a la fidelidad a los antiguos: los románticos (Gusdorf 1982, p. 254). La noción de «clasicismo» en este nuevo contexto sufre una ligera deriva semántica y abandona su sentido de «estilo seguido por los antiguos» para teñirse con la nueva acepción peyorativa de «estilo academicista empleado por los modernos».
En su ensayo De l’Allemagne (1813) Germaine de Staël emplea el término con esta nueva acepción para oponer la estética romántica al «gusto antiguo» que tiene sus raíces en el paganismo y en la cultura grecorromana:
Le nom de romantique a été introduit nouvellement en Allemagne pour désigner la poésie dont les chants des troubadours ont été l’origine, celle qui est née de la chevalerie et du christianisme. Si l’on n’admet pas que le paganisme et le christianisme, le Nord et le Midi, l’Antiquité et le Moyen Âge, la chevalerie et les institutions grecques et romaines, se sont partagé l’empire de la littérature, l’on ne parviendra jamais à juger sous un point de vue philosophique le goût antique et le goût moderne (Staël 1813, t. 2, p. 127).
De las palabras de Germaine de Staël se destila una importante consecuencia: el clasicismo es una estética más entre todas las posibles, no un canon inamovible e intemporal. La relativización del gusto conlleva, por un lado, una nueva lectura de la literatura grecolatina desde una perspectiva historicista y, por otro, la división de la hasta entonces vigente «historia literaria» europea en diversas literaturas nacionales que pretenden dar cuenta del valor de las obras en el contexto lingüístico e histórico del pueblo en cuyo seno han sido concebidas (García Jurado–Marozzi 2009, p. 152).
Así las cosas, dentro del ámbito hispánico, la recepción de la Tradición Clásica por parte de la estética romántica plantea tres grandes áreas de estudio:
- Las traducciones de autores griegos y latinos con los problemas estéticos e ideológicos que plantean el estilo y la selección de los textos.
- La recepción y explotación literaria de motivos y personajes clásicos en los ámbitos de la narrativa, la lírica y el teatro.
- La enseñanza y conocimiento de las lenguas y literaturas griega y latina en relación a las implicaciones políticas y religiosas que conlleva su presencia en los currículos escolares.
Llevaremos a cabo un breve desarrollo de cada uno de estos ámbitos.
La traducción de autores griegos y latinos y la estética romántica. En lo tocante a la literatura grecolatina, el proceso de relectura estética comienza con la llamada «cuestión homérica», que es un poderoso estímulo para la consolidación de la nueva sensibilidad romántica. Hacia finales del siglo XVIII, la opinión más generalizada es que la épica homérica no es el producto de un autor único, sino el resultado de la acumulación de diversos cantos independientes, compuestos oralmente por diferentes poetas y editados conjuntamente en forma de poemas coherentes. Estas son, en líneas generales, las conclusiones de los Prolegomena ad Homerum (1795) de F. A. Wolf, que subrayan la importancia del pueblo como anónimo hacedor de las poesías nacionales (Martínez 2005, p. 251). Como resultado de esta reflexión, numerosos eruditos comienzan a investigar los restos de la poesía oral de sus diversas áreas lingüísticas, con la esperanza de descubrir composiciones semejantes a las homéricas (Graver 2007, p. 74). El resultado más conocido de todos estos esfuerzos es, sin duda, la edición por parte de James Macpherson de unos Fragments of ancient poetry, collected in the Highlands of Scotland, and translated from the Gaelic or Erse language (1760), a los que siguieron dos poemas épicos, Fingal y Temora, publicados respecticamente en 1762 y 1764 y recogidos en una edición conjunta precedida de una larga introducción bajo el título de The Works of Ossian (1765).
La autenticidad y antigüedad de los poemas, puestas en duda inmediatamente por algunos importantes personajes de la vida intelectual británica, como Samuel Johnson, no fueron impedimento para una entusiástica recepción en todo el continente europeo. Uno de los primeros traductores de los poemas osiánicos fue Melchiorre Cesarotti, que en 1763 publicó en Padua el Fingal de Macpherson con el título de Poesie di Ossian figlio di Fingal, antico poeta celtico, y más tarde una edición completa y precedida de un interesante prefacio, Poesie di Ossian Antico Poeta Celtico (Padua 1772).
La traducción de Cesarotti fue vertida al español por Pedro Montengón en 1800, en una de las primeras manifestaciones del gusto romántico en nuestra lengua. Montengón incluye en su edición los prólogos de Macpherson y de Cesarotti. Este último había ya mostrado su decidida opinión a favor de los autores modernos (Cesarotti 1820, pp. 209–210), y ahora no duda en situar a Osián en el mismo rango que a Homero, sin negar la importancia de este último como padre de la poesía épica en nuestra área cultural:
Declaro á todos éstos, que no pretendí quitar á Homero la merecida reputación que le es debida, como á primero pintor de las memorias antiguas, como á inventor entre nosotros y padre de la poesía épica; como á aquel finalmente, cuyo génio modificado diversamente de los demas, inspiró despues á todos aquellos que se distinguiéron en esta gloriosa carrera. […] Negué sin embargo, y niego todavía, que deba ser tenido por todo esto como el pontífice de la poesía; que solo tenga el privilegio de la infalibilidad y que deba ser adorado, antes que censurado; que sus bellezas sean sin medida superiores á las de todos los demas; y que deba ser reputado en todo como el único modelo (Montengón 1800 I, pp. 54–55).
La versión de Montengón introduce en la lengua española el debate sobre la relativa imposibilidad de capturar el «genio de la lengua» en una traducción, tema tratado por Cesarotti en su Saggio sopra la lingua italiana (1785). Algo más tarde, Humboldt y Schleiermacher profundizan en este aspecto. Ambos piensan que existen dos tipos de traducción posible: una donde el traductor intenta trasladar al autor hacia el lector; otra donde el lector es conducido hacia el autor, sin intentar cancelar las diferencias que existen entre la lengua del creador y la de su público, ni neutralizar lo extranjero que hay en su texto. Solo esta traducción es aceptable, y solo esta expande los límites del lenguaje propio y amplía los límites de la propia cultura. El traductor, por otro lado, está ligado a las condiciones que le impone su propio tiempo y su propio lenguaje y, por tanto, las traducciones son transitorias y no duraderas (Müller-Vollmer 1989, p. 184).
Cabría pensar que con este marco conceptual las traducciones de autores griegos y latinos proliferaron en la primera mitad del siglo XIX; sin embargo, su número en el ámbito hispánico es reducido, ciertamente inferior a las realizadas durante la última parte del siglo XVIII. Las que se publican no siempre están de acuerdo con los presupuestos ideológicos del movimiento romántico o con los principios de la «cuestión homérica», tal como había sido establecida por la moderna crítica. La debilidad del movimiento romántico, que algunos críticos —especialmente Peers (1973)— han creído característica de la literatura española, parece recibir una confirmación indirecta, aunque es preciso señalar que las letras clásicas se configuran, por su propia tradición estética, como un reducto conservador y refractario a las novedades estilísticas que podrían reflejarse en la selección de los textos y en el tono de las traducciones.
Coherentemente con el gusto romántico, que prefería la epopeya «popular» de Homero a la épica cortesana de Virgilio, en el panorama hispánico encontramos durante la primera mitad del siglo XIX mayor interés por la obra del primero, aunque siempre restringido a un público reducido y erudito. De la lenta y superficial penetración de los presupuestos artísticos del Romanticismo da cuenta también el tono de algunas de las versiones que llegan a la imprenta en este periodo.
La Ilíada (1831) de José Gómez Hermosilla, reeditada hasta el siglo XX, critica expresamente el planteamiento expuesto por Wolf en sus Prolegomena ad Homerum, afirmando que Homero es el único autor de ambas composiciones, y que fue un autor «que había estudiado muy detenidamente las reglas del arte», que «escribió y publicó» su obra, y que sucedió a Fermio en la «cátedra» de la «célebre escuela ó academia de literatura» de Esmirna (Martínez García 2005, p. 254).
Más de acuerdo con la teoría wolfiana se muestra Antonio de Gironella y Ayguals, político liberal y dramaturgo de éxito, que sostuvo, en la introducción de su Odisea (1851), compuesta en endecasílabo libre, una posición mucho más cercana a los planteamientos del alemán, haciéndose eco de la tesis romántica que hace al genio del pueblo creador de la poesía, pero sin atreverse a despojar a Homero de la paternidad de los poemas (Martínez García 2005, p. 259). Esta opinión, que podríamos denominar «de consenso» entre la crítica clasicista y la romántica, es compartida por el catedrático y clasicista Alfredo Adolfo Camús en su artículo «Homero y la Ciencia Nueva» (El siglo pintoresco, 1, 1845), donde, haciendo un resumen de las tesis de Giambattista Vico sobre la persona de Homero, no niega la posibilidad de que la Ilíada y la Odisea hayan sido producto del ingenio de un solo autor (Martínez García 2005, p. 265).
Traducción del griego destacada fue también la de José del Castillo y Ayensa, que contó con el placet de la Academia Greco-Latina, una de las pocas instituciones de fomento de la Cultura Clásica de la época (Hualde 1997, p. 409). Castillo tradujo Anacreonte, Safo y Tirteo eliminando aquellos fragmentos que podían resultar ofensivos para la moralidad del momento, de modo muy literal y renegando explícitamente de cualquier arrebato pasional:
Longino, además de entender por sublime todo lo grande en cualquier género, confundía la viveza del sentimiento con la sublimidad; pero las pasiones no son sublimes á nuestra vista cuando hacen sufrir, sino cuando producen sacrificios heróicos superiores a la naturaleza humana, o cuando son reprimidas por un estímulo más alto que los sentimientos de la humanidad. En una palabra, no puede parecernos sublime el sentimiento que sucumbe, sino el que se sobrepone á las pasiones (Castillo 1832, p. XVI).
La visión que aporta el Romanticismo sobre las literaturas clásicas, considerándolas literaturas «nacionales» de griegos y romanos, afecta naturalmente a la lectura de Virgilio y de otros autores latinos. En Italia, que sufre como ninguna otra nación europea la reacción del Congreso de Viena, surge una lectura de Virgilio en clave nacional, como exponente de los valores de la Italia eterna (André 1982, p. 323). En España, Lucano no ofrecía la misma posibilidad, habida cuenta del argumento de su poema muy alejado de cualquier virtud atribuible al carácter o al territorio español. Otros autores hispanorromanos, como Séneca, Marcial o Quintiliano, tampoco gozaron de mayor atención por los traductores del período romántico. Encontramos, con todo, una reedición de las obras apologéticas de la literatura española escritas por Denina, Forner, Lampillas y Másdeu, en las que se defiende el «buen gusto» y la importancia literaria de los autores hispanorromanos. La recopilación forma parte de un volumen titulado España laureada (Madrid, 1854) y editado por Wenceslao Ayguals, gran liberal en política, introductor del folletín romántico en España, además de traductor de Alexandre Dumas y de Eugène Sue (Navas 1990, pp. 141–142). El planteamiento estético de todos estos autores es decididamente clasicista, por lo que su recuperación por parte de un editor como Ayguals se explica gracias a su tono polémico y nacionalista, capaz de llegar a un público amplio y no necesariamente experto en la materia, en el contexto de la revolución que en 1845 dio paso al llamado Bienio Progresista.
Virgilio gozó de mayor atención, y cuenta con nueve traducciones completas en el siglo XIX, aunque, como señala Castro (2005, p. 215), «la gran mayoría de los trabajos de este período adolecen de un diletantismo evidente». Cabe destacar, no obstante, la Eneida (1852) de Sinibaldo de Mas, no tanto por su fidelidad a la lengua latina como por el énfasis en reproducir el ritmo hexamétrico. La traducción de Mas recibió acerbas críticas por parte de Menéndez Pelayo, Caro y Valera (Castro 2005, p. 217), pero recoge gran parte de los principios románticos de la traducción, desde el momento que trata de conducir el lector hacia el autor, ampliando las posibilidades de la lengua española. Mas dejó el camino «preparado para la gran renovación que poco tiempo después llevarán a cabo los poetas modernistas con los hispanoamericanos a la cabeza» (Pejenaute 1971, p. 222), y que ha mantenido su vigencia hasta las modernas traducciones rítmicas de Homero, Aristófanes, Plauto, Lucrecio y Virgilio a manos de Agustín García Calvo.
La recepción y explotación literaria de motivos y personajes clásicos. Highet (1978 II, pp. 109–119) ha puesto de manifiesto hasta qué punto la época revolucionaria en la que se desarrolló la estética romántica se inspiró en motivos literarios y artísticos de la Antigüedad. Grecia fue un referente de libertad política y creativa, la República Romana una fuente de inspiración para el progreso de los derechos de los ciudadanos; los cultos paganos fueron considerados una liberación de la tiranía religiosa, la relación de los antiguos con la naturaleza se percibió como directa y real, en comparación con la afectación de los parques aristocráticos del Antiguo Régimen: «Grecia e Italia y el mundo grecorromano significaban para la era revolucionaria un lugar de refugio» (Highet 1978 II, p. 115).
Resulta casi imposible realizar un elenco de motivos y personajes clásicos que sirvieron de inspiración a los escritores, pero sí es factible determinar las tendencias generales que articulan el empleo de estos referentes clásicos. En primer lugar, la Antigüedad proporciona gran parte del nuevo vocabulario político revolucionario, que desplaza o convive con el empleado durante el Antiguo Régimen, de origen medieval. Por otro lado, en un aspecto de mayor calado literario, el cambio político provoca también una reconfiguración del concepto de héroe y su función social. La Ilustración había laicizado y humanizado el antiguo héroe medieval, resaltando como virtudes el amor por el bien común (Gérard 1999, p. 32). Con la entrada del pueblo como actor político, la acción del gran hombre parece diluirse entre fuerzas superiores, de tal manera que los movimientos sociales y políticos encuentran su explicación en el conflicto entre grupos sociales, sin atender a la acción de personas individuales que resultan irrelevantes para la marcha de procesos históricos imparables.
A partir de la Restauración, en Francia se produce una rehabilitación del concepto de gran hombre: aunque se considera que una persona individual es incapaz de cambiar el curso de los acontecimientos históricos, algunos filósofos eclécticos —especialmente Cousin (Gérard 1999, p. 37)— justifican su existencia como instrumentos de la providencia, encarnaciones inconscientes del espíritu del tiempo. Durante la Segunda República francesa, y aun más durante el Segundo Imperio, la teoría del hombre providencial se empleó para justificar la llegada al poder de Luis Bonaparte. El propio Napoleón III dedicó su atención a Julio César en una detallada biografía donde afirma el papel transcendente de tales personajes:
Lorsque la Providence suscite des hommes tels que César, Charlemagne, Napoléon, c’est pour tracer aux peuples la voie qu’ils doivent suivre, marquer du sceau de leur génie une ère nouvelle, et accomplir en quelques années le travail de plusieurs siècles (Bonaparte 1865, p. 10).
Sin contradicción aparente, la admiración por los grandes héroes grecorromanos se combina con el deseo de recuperar la memoria de los guerreros que lucharon contra Roma, como símbolo que muestra la continuidad del «Volksgeist» nacional desde tiempos remotos: las vicisitudes de Vercingétorix, Arminio, Decébalo, Boudaca, Bato o Viriato se convierten en motivo de interés literario.
El nacionalismo español reparte las virtudes de un «genio nacional», formado antes de cualquier unidad política en la Península Ibérica, entre héroes antirromanos como Viriato o Indíbil y Mandonio, y entre hispanorromanos como Séneca, Lucano o Marcial. Modesto Lafuente, en su Historia general de España (1850–1867) afirma que Viriato fue «el primero que indicó á sus compatriotas el pensamiento de una nacionalidad, y la idea de una patria común» (Pérez Abellán 2006, p. 53). El paralelismo entre las gestas del lusitano y las de los alzados contra la invasión francesa provocan una curiosa reconfiguración del personaje, que vuelve a ser un pastor y un guerrillero, muy diferente de la presentación ennoblecida que había sido característica del teatro clasicista (Pérez Isasi 2013, pp. 301–302). El eclecticismo dominante en la escena española durante segunda mitad del siglo XIX permite incluso el tratamiento de esta temática nacionalista con un formato clasicista. Este es el caso, por ejemplo, de Viriato, tragedia original (Madrid 1854) de Francisco Monforte, cuyo prólogo incluye un alegato contra el teatro romántico y la difusión de la ópera italiana, causa, según el autor, del olvido del «teatro dramático» nacional (Monforte 1854, «Al público»), y donde el caudillo lusitano se presenta en escena con manto púrpura y sobre un carro victorioso, mientras un coro de jóvenes de ambos sexos canta un himno triunfal.
Menos frecuente es la utilización de protagonistas de la historia o literatura grecorromanas alejados del ámbito hispánico, pues no aportan un significado «nacional» relevante. Los escasos ejemplos, en su mayoría traducciones del francés, tienen un marcado acento político, como es el caso del Tiberio (Ciudad de México 1827) de José María Heredia, una versión del Tibère (1818) de Marie-Joseph Chénier, que se abre con una durísima invectiva contra Fernando VII:
Tiberio sostuvo con insolente franqueza la autoridad despótica que le legó Augusto. Vos, perjuro y cobarde, arrumasteis las libertades de un pueblo que os perdonó y tuvo la necedad de fiarse á vuestra fé. […] Tiberio derramó la sangre de sus enemigos. Vos os habéis bañado en la de los que os dieron libertad, corona y aun vida (Heredia 1827, p. III).
La Dedicatoria de Heredia traslada el significado original de la pieza —dirigida contra las veleidades imperiales de Napoleón Bonaparte— al contexto de la independencia mexicana. En este caso, aunque Heredia es considerado el introductor del Romanticismo en Hispanoamérica (Bethell 1984, p. 803), el formato es estrictamente clasicista: Chénier desconfiaba de la nueva estética (Lieby 1901, p. 493) y Heredia solo substituye el alejandrino original por endecasílabos blancos.
La enseñanza y conocimiento de las lenguas y literaturas griega y latina. A partir de las reformas impulsadas por la disolución del Antiguo Régimen, la tradicional presencia de la lengua latina en el sistema educativo se reduce a dos grandes funciones en paulatina reducción: como soporte de conocimientos científicos y como instrumento de acceso a la literatura latina y a los textos propios del cristianismo. El griego y el hebreo son contemplados también desde este mismo aspecto. Las lenguas «nacionales» se convierten en el vehículo de la enseñanza superior y de las propias disciplinas clásicas, al mismo tiempo que se reconfigura la enseñanza de estas. Como explica García Jurado (2011, p. 209), esta transformación ni es rápida ni exenta de conflictos, desde el momento en que se produce una decantación política entre la estética clasicista, patrimonio del antiguo régimen, y la romántica, que encuentra entre los partidarios del liberalismo sus mayores defensores iniciales.
En España, la reacción absolutista llevó a la promulgación en 1824 de un «Plan literario de estudios y arreglo general de las Universidades del Reino», el llamado Plan Calomarde, que sancionaba una visión de la latinidad y de las humanidades propia del clasicismo, con predominio de la poética y de la retórica, en oposición a las nuevas tendencias que consideraban las letras latinas como expresión de una literatura nacional romana, interpretable desde un punto de vista histórico. Solo a partir de la Década Moderada es posible percibir en los manuales de literatura clásica elementos de crítica «romántica», como son la mayor atención a los periodos arcaicos de las literaturas clásicas y a sus primeros monumentos escritos, así como una visión «nacional» de estas. La publicación de los textos de Ángel María Terradillos (Manual histórico-crítico de la literatura latina, Madrid, 1846), Andrés Bello (Compendio de la historia de la literatura, Santiago de Chile, 1850) y de Salvador Costanzo (Manual de literatura griega: con una breve noticia acerca de la literatura greco-cristiana, 1860 y Manual de literatura latina con una breve noticia de la literatura latino-cristiana, 1862) marcan el punto de inflexión. Bastará como ejemplo el inicio del primero de ellos:
Si es la literatura de un país, como generalmente se establece, la mas genuina espresion de su cultura, grandeza y poderío, ¿qué interés no ofrecerá el estudio de ese gran pueblo, sin límites dominador, de esa incalificable nacion, sepulcro de la Antigüedad y cuna al propio tiempo de la moderna civilizacion (Terradillos 1846, [1]).
Con la misma orientación de Terradillos, y con mayor erudición, destaca la obra de Andrés Bello, Compendio de la historia de la literatura (Santiago de Chile, 1850), donde su autor, empleando como base la Histoire abrégée de la littérature grecque (1813) y la Histoire abrégée de la littérature romaine (1815) de Friedrich Schöll, incluye interesantes reflexiones sobre la creación poética y la literatura popular, comparando el proceso de creación de la Ilíada y el Canto de Mío Cid, en relativa coincidencia con los criterios de Schlegel, al que cita, pero discrepando con él sobre la perfección del verso homérico y la armonía de la composición (Bello 1850, pp. 32–35).
El paulatino desarrollo de los Estados modernos tuvo como consecuencia la reducción del papel de la Iglesia en ámbitos como la enseñanza, que habían estado bajo su control. Los elementos más conservadores dentro del catolicismo reaccionaron con vehemencia tanto en el campo político como educativo. Algunos elementos tradicionalistas dentro de la Iglesia llegaron a la conclusión de que la presencia de los autores grecorromanos en los programas de estudio tenía una parte de responsabilidad en la ruina del Antiguo Régimen. Jean-Joseph Gaume, en Du catholicisme dans l’éducation (1835) realiza una encendida defensa de la estética romántica (Gaume 1835, pp. 218–233) y, al mismo tiempo, de la reducción de la presencia de las lenguas clásicas en la educación y de la enseñanza de las lenguas modernas (Gaume 1835, p. 111). La polémica encendida por el sacerdote francés se recogió en España cuando este publicó su segunda gran obra polémica, Le ver rongeur des sociétés modernes ou Le paganisme dans l’education (1851), donde insistía en los mismos argumentos, aunque centrándose más en el ataque a la revolución francesa de 1789. Según García Jurado (2004, pp. 69–74), la mayor contestación partió de las filas del catolicismo moderado: tanto Alfredo Adolfo Camús como Marcelino Menéndez Pelayo (García Jurado 2004, p. 78) manifestaron de diversas maneras su oposición a la visión anticlasicista del catolicismo tradicionalista.
Conclusiones. El Romanticismo pone de manifiesto los cambios en la valoración y en la presencia social de la Tradición Clásica que acompañan a la disolución del Antiguo Régimen. En el período anterior a la revolución francesa de 1789, la Ilustración radical había puesto de manifiesto que el empleo del latín como lengua vehicular de la educación constituía un freno aristocrático a la expansión de una educación nacional y burguesa, al mismo que tiempo que hacía una selección de elementos de la Tradición Clásica que servían de soporte para sus principios políticos y sociales. Personajes, motivos literarios y recreaciones modernas de diversas instituciones de la Antigüedad clásica griega y romana fueron profusamente empleados durante la Revolución Francesa, hasta tal punto que la propia Tradición Clásica —que durante el Antiguo Régimen había sido empleada como elemento superestructural de las monarquías absolutas—, acabó profundamente marcada por la interpretación revolucionaria.
La reacción absolutista sucesiva fue incapaz de recuperar el empleo clasicista de la Tradición Clásica, que no sobrevivió a las ruinas del Antiguo Régimen. El Romanticismo, profundamente conocedor de esta tradición pese al rechazo a las reglas de la estética clasicista (Highet 1978 II, p. 104), fue abandonando paulatinamente su utilización a medida que el movimiento estético consolidaba su vertiente más conservadora y se identificaba con los principios de la Restauración.
Las luchas por la independencia de las repúblicas hispanoamericanas y los movimientos revolucionarios europeos posteriores a partir de 1848 recuperaron algunos elementos políticos de la Tradición Clásica para la justificación de regímenes cesaristas, en un contexto estético de exaltación romántica y nacionalista. La figura del caudillo providencial nacida durante el Romanticismo tuvo un largo recorrido durante el siglo XX, con la utilización de retórica y parafernalia remitente a la Antigüedad clásica (Chapoutot 2008).
Bibliografía
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Josep L. Teodoro Peris