Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

tematología (temas, motivos y tópicos). Del Lat. thema, y este del Gr.

θέμα théma; del Lat. tardío motīvus «relativo al movimiento» y del Gr. τοπικός topikós (Fr. Thème, Motif y Topique; Ing. Subject, Motiv y Topic).

Habitualmente usados como sinónimos, conviene, sin embargo, aclarar el significado de cada uno de los términos para delimitar sus objetivos y su uso. Empezando de lo general a lo particular, se entiende por «tema» el asunto del que trata una obra literaria y otras creaciones. El tema se define normalmente con una palabra y tiene relación con vivencias humanas íntimas: la venganza, la muerte, el amor, la justicia, el viaje, etc., conceptos marco donde se desarrolla la acción de los personajes. La literatura, especialmente la occidental y, muy en particular, la clásica, ha sido semillero de los temas fundamentales del comportamiento humano y algunos nombres propios se han convertido, para el imaginario popular, en sinónimos de un tema concreto: de esta forma, Ulises es el nombre con que se refiere la experiencia viajera (para la importancia literaria del tema del viaje, cf. Nucera 2002), Medea, la venganza más cruel, o Prometeo, el tema de la salvación del hombre (los llamados «temas de héroes», cf. Trousson 1981, pp. 41–52 y Trocchi 2002, pp. 136–137). El número de temas que puede aparecer en las obras literarias es limitado, como limitadas son las experiencias humanas universales.

Se entiende por «motivo» la combinación entre un tema y una acción protagonizada por uno o varios personajes. El motivo, por tanto, define y concreta la amplitud del tema; así pues, el tema del amor como consecución imposible da lugar al motivo del amor platónico, que se repite en muchas obras y periodos a lo largo de la literatura (La divina comedia de Dante y El Quijote de Cervantes son dos muestras universales de cómo el amor platónico «motiva» un relato), o el tema del viaje y la marcha de la patria dan lugar al motivo del viaje fundacional por parte del héroe, esencial en las literaturas europeas a raíz de la impronta que dejó en el pensamiento europeo la Eneida, poema épico compuesto por Virgilio, y narración de un viaje fundacional que sigue siendo productivo en otros mundos imaginarios, como en el mundo de fantasía de Lavinia, de Ursula K. Le Guin (cf. Cristóbal López 2015), y en los del espacio interestelar y en formato cómic de Chroniques de la Antiquité galactique, de Valérie Mangin (cf. Unceta Gómez 2016, pp. 341–243).

Por último, se entiende por «tópico» un lugar común que se repite con una estructura y léxico casi idénticos, de modo que se ha fijado como cliché literario, procedimiento al que recurren los autores cuando pretenden continuar una tradición a través de un motivo conocido y generar, al tiempo, una filiación. También en este caso la literatura clásica ha nutrido a la literatura comparada con tópicos específicos que han tenido éxito en la disciplina y los han convertido en instrumento de reconocimiento: algunos, muy usados y fácilmente identificables aún, conservan su formulación en latín, casi como elementos técnicos del análisis comparado, como locus amoenus para la descripción de un lugar agradable para el retiro, bucólico y normalmente bañado por una fuente o corriente de agua; omnia vincit amor («el amor todo lo puede»), para referir la fuerza del sentimiento amoroso frente a la oposición social u otros impedimentos; carpe diem, como llamada de urgencia a disfrutar del presente frente a la prudencia que impone la incertidumbre del futuro, etc. En realidad, el tópico es una fórmula retórica para sintetizar un tema o un motivo, hallazgo feliz en alguna obra anterior, que es usado de manera consensuada en el mundo literario: carpe diem habla del tema de la muerte, se desarrolla por medio del motivo del disfrute de la vida y se sintetiza en la fórmula «atrapa el tiempo presente». Fue Curtius quien dio cuenta en su trabajo fundamental de 1948 de este proceso a través del cual los tópicos pasan de ser elementos altamente codificados en contextos retóricos, a adquirir una mayor adaptabilidad y versatilidad, que progresivamente se desliza de ámbitos retóricos a otros textos más heterogéneos, desarrollo que, según el estudioso alemán, tuvo su momento clave en la literatura europea medieval.

Atendiendo a la jerarquía que ocupan en la obra literaria, el tema y el motivo son de presencia obligada, pues constituyen la esencia narrativa de la obra, mientras que el tópico es un instrumento literario opcional. Que un tópico se convierta en motivo dependerá del uso y repetición del mismo en la obra de un autor, hasta el punto de convertirlo en el motor de la narración o del impulso lírico, según propuesta de Márquez (2002, pp. 255–256).

Tematología, literatura comparada y Tradición Clásica. La disciplina que se ocupa del estudio y análisis de temas, motivos y tópicos se ha denominado «tematología» (para su definición, cf. Naupert 2003, pp. 11–24), término actualmente superado por el de «literatura comparada», más amplio y más general que el de «tematología», que pecaba de un enfoque genealógico y material de un tema o motivo, sin desarrollo crítico ni histórico, y sin consideración estética dentro de la obra, según su mayor detractor, Wellek (1966, p. 313). Es la coincidencia temática la que permite, en todo caso, un acercamiento comparativo y la que ha posibilitado que la tematología cobre un nuevo impulso, gracias a los estudios histórico-críticos y hermenéuticos de la escuela en lengua francesa, es decir, de Trousson y Brunel como figuras sobresalientes. El primero define el objetivo de los estudios tematológicos como la necesidad de reinterpretar las variaciones de un tema a lo largo de la historia, sin cortes cronológicos, y descubrir así cómo los temas y la selección de los mismos se adaptan a las ideas y costumbres de cada época; lo ejemplifica en el libro dedicado a la figura mítica de Prometeo (1976) que, con el paso del tiempo y las distintas adaptaciones, se va convirtiendo en un símbolo de libertad, de progreso, de rebeldía, de conocimiento y de salvación del hombre. El siguiente paso lo da Brunel con el Diccionario de mitos literarios (1988), al que ha seguido el Diccionario de mitos femeninos (2002), ambos con enfoque temático, en la estela de los grandes diccionarios de argumentos y motivos de Frenzel (1976), de carácter exclusivamente histórico. El propio Brunel, atento a la delimitación de la tematología, la define como «el lugar de encuentro entre tema y mito» (1997, pp. 6), es decir, la disciplina que busca explicar los mecanismos por los que el mito y sus manifestaciones básicamente literarias acaban convirtiéndose en tema.

La circunstancia de que los temas literarios sean experiencias humanas compartidas ha permitido que la tematología tenga un carácter netamente comparatista y supranacional, dos condiciones necesarias para entender las relaciones entre literaturas nacionales y entre diferentes épocas de la historia de la literatura (básicamente occidental). Dentro del comparatismo español, los estudios de Guillén (especialmente Entre lo uno y lo diverso, 1985), han sido esenciales para la superación del enfoque localista y nacional, el habitual hasta el siglo XIX, y para entender la génesis de la coincidencia temática y, al tiempo, su diversidad y riqueza más allá de las fronteras políticas. Además, el carácter comparatista se inicia, como era de esperar, tomando como punto de partida la influencia de la literatura clásica, lo que ha conformado una disciplina muy ligada a la literatura comparada llamada Tradición Clásica, que está necesariamente en el origen de cualquier análisis comparativo de temas compartidos de la literatura occidental. El gran impulsor de este enfoque que vincula el mundo clásico con las literaturas europeas fue Highet a través de su fecundo trabajo The Classical Tradition (1949), que proporcionó a los estudios comparativos europeos claves fundamentales de la literatura grecorromana, responsables de nuevos géneros y nuevas interpretaciones, como la picaresca, el amor cortés, la épica medieval, el mundo de los juglares, el drama inglés, la ópera bufa y tantas otras manifestaciones difíciles de entender en el devenir histórico occidental sin el conocimiento del mundo clásico. Con todo, si bien la Tradición Clásica suele proporcionar la génesis textual de todos los temas y de casi todos los motivos de la literatura occidental, esta disciplina no deja de ser dependiente del comparatismo, que metodológicamente es esencial en los estudios de Tradición Clásica.

En el panorama nacional, esta dependencia metodológica está presente en los estudios fundacionales de Lida de Malkiel (1975) y Luis Gil (1984), y, más recientemente, los de González Rolán (2002), Camacho Rojo (2008), Juan Gil (1989) y López Férez (2010), algunos de los cuales han sabido extender los análisis tematológicos y comparativos a la literatura latinoamericana, abriendo un campo de estudio e indagación inmenso. Sin embargo, todos ellos han aplicado el método comparatista basado en rastrear la fuente clásica en un país o autor (del tipo, «Horacio en España», donde el tema es el autor de referencia), bien sea nacional o de allende los mares, que se explica por la necesidad de las distintas nacionalidades de buscarse identidades y referencias con el mundo clásico.

Tematología. Historia. La tematología surge por una necesidad de superación del método comparativo lineal, dentro de un proceso evolutivo incesante del comparatismo, donde ocupa un lugar privilegiado. Interesa conocer esta evolución para entender su aportación al desarrollo de la literatura comparada hasta llegar a su vigorización actual a través del concepto de canon.

Agotado el método comparativo lineal, asociado a autores y países («Séneca en Inglaterra», «Plauto en Italia», «Sófocles en Francia», «la lírica griega antigua en Alemania», por poner ejemplos paradigmáticos), demasiado condicionado por el localismo identitario, las enseñanzas supranacionales de Guillén, especialmente conceptos dicotómicos funcionales (local frente a nacional, influencia frente a tradición, presente frente a pasado, etc.), han sido decisivas para la aplicación a los estudios de tradición de otros métodos más dinámicos y, sobre todo, para superar un modelo de tradición excesivamente limitado. A esta superación contribuyeron también otros desarrollos teóricos, como, por ejemplo, el dialogismo de Bajtín —basado también en el concepto de fuerzas en tensión, cuyo equilibrio es el motor creador—, que acuñó el término de cultura popular o carnavalesca (1941), frente a la alta cultura o cultura oficial, dicotomía especialmente importante para futuros enfoques. Especialmente fructífero ha sido también el enfoque de la estética de la recepción (Jauss, 1970), que fue capaz de pasar de un análisis centrado en el autor o la obra a establecer como objeto de estudio el modo en que el lector (entendido de forma colectiva) lee o recibe una obra literaria, guiado por su horizonte de expectativas culturales. Esta perspectiva permite analizar los intereses estéticos o ideológicos de los lectores a lo largo de la historia y cómo las diferentes lecturas de una obra literaria dan respuesta a las diferentes inquietudes o preguntas que se plantea cada sociedad o grupo de lectores, lo que permite que una lectura colonizadora de la Odisea en una época sea compatible con una lectura romántica o feminista de la misma obra en otro momento, dependiendo de dónde se sitúe el interés del lector (esa es la base metodológica del libro experimento Las criptas de la crítica. Veinte interpretaciones de la Odisea, de Perpinyà 2008). Al tiempo que la figura del lector y la lectura en general como proceso intelectivo creativo ganaba fuerza, surgió el modelo tematológico; este análisis abrió la puerta a una mirada diacrónica del proceso de tradición e introdujo el concepto unitario de tema, superando la autoría y el localismo, y aprovechando la perspectiva lectora para comprender los distintos valores con que se cargaba simbólicamente un tema, asociados a contextos sociales, como hizo Trousson con Prometeo (cf. supra), y Stanford de manera magistral con Ulises (El tema de Ulises, 1963), que demostró cómo su carácter poliédrico se hizo significativo en el seno de la corriente modernista: no en vano Ulises (1922) de Joyce, La Odisea (1924–1938) de Kazantzakis (cf. González Vaquerizo 2015), y habría que añadir Mare nostrum (1918) de Blasco Ibáñez, encarnan al héroe carismático y sin compasión del pensamiento nietzscheano. También hay que citar, dentro de este proceso de superación del modelo comparatista lineal, los estudios poscoloniales, entre los que merece mención el trabajo del experto orientalista Said, que acuñó el concepto de «orientalismo» (1978) para describir la constelación de falsos prejuicios con que Occidente ha creado un oriente antagónico a su medida. Los estudios poscoloniales desvelaron el enfoque eurocentrista, conservador y dominador que ha adoptado el comparatismo hasta el siglo XIX, y vieron la necesidad de dar voz a otras culturas (p.e., Oriente, África o América del sur), otros grupos minoritarios (p.e., las mujeres o esclavos) u otras identidades raciales o geográficas o sexuales, silenciadas por el modelo dominador. También ha superado este modelo el método de análisis de García Jurado (1999) y su escuela, basado en conceptos intertextuales y, por tanto, en distintos grados de dependencia o mediación entre los textos clásicos y su pervivencia en otros modernos, modelo deudor del teórico estructuralista francés Genette.

Fruto de esta efervescencia investigadora, en este momento, la literatura comparada está viviendo un profundo proceso de renovación y redefinición, gracias al enriquecimiento que ha supuesto la entrada en el mundo académico de los llamados estudios culturales (Cultural Studies), procedentes de nuevas inquietudes que han aflorado con gran fuerza en las universidades estadounidenses y que, de manera indirecta, han reanimado un concepto vital para la tematología, como es el de canon. De hecho, los estudios culturales han posibilitado nuevos acercamientos, por ejemplo, al mundo grecorromano, poniendo el foco de interés en la cultura material y el modo en que las sociedades antiguas, sobre todo la «gente corriente» (concepto acuñado por Knapp 2011), se han desarrollado en entornos de dificultad. Así se naturaliza el interés por el mundo de los esclavos, de la infancia y de las mujeres, lo que ha permitido superar enfoques dicotómicos y androcéntricos para indagar cómo la mujer griega y romana, dependiendo del contexto, fue capaz de construir una voz propia literaria o icónica frente a la dominación y la violencia sistemática del patriarcado (cf. los estudios de González González 2008 y 2009, y López Gregoris 2019), o para entender qué supuso para la supervivencia de la gente corriente el cambio de sistema de gobierno con el paso efectivo de la República romana al Imperio romano y el nuevo pacto social que el emperador asumió simbólicamente con la población en la distribución de la riqueza (Toner 2009). La literatura (y la literatura comparada) se ha debido resituar dentro de esta nueva tendencia cultural, donde la literatura es solo una manifestación más, si bien especialmente constante y vigorosa a lo largo de la historia. Y precisamente en esa evolución epistemológica, el comparatismo —y la tematología— se ha hecho más fuerte y está más justificado que nunca, al estar en la base documental de los estudios poscoloniales, de género, feministas, «queer», e incluso al dar sustento a las nuevas teorías de transmedialidad, la tupida red de medios y formas de consumo donde el contenido fragmentado en múltiples canales de información que recibe el público-consumidor lo convierten en receptor pasivo y activo al tiempo (cf. Jenkins 2013, y en España, Sánchez-Mesa 2019). En este sentido, es muy significativo que el último simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada celebrado en Granada (2019) dedicara una plenaria a la transmedialidad (a cargo de Sánchez-Mesa) y otra al transgénero (a cargo de Manuel Mérida), lo que da idea de cómo el comparatismo está atento a la floración de nuevos enfoques.

Gracias a estos nuevos estudios culturales ha surgido la recepción clásica, una nueva línea de análisis, que pone el foco en el lector y, por tanto, en el modo en que el mundo actual reelabora, resemantiza y reutiliza el material asociado al mundo clásico no solo en la literatura sino, también, en formatos de consumo popular (cine, sitcom, cómic, música, etc.), que imponen sus características de apropiación, difusión y consumo, y poseen ciertos rasgos propios, como la transmedialidad. La clave de este enfoque reside en la reflexión sobre cómo se ha recibido el mundo clásico a lo largo de la historia, cómo lo hemos imaginado a través de influencias mediadas y cómo se ha convertido en un producto popular o de baja cultura. Buen ejemplo de cómo se ha popularizado el legado clásico es el enfoque exitoso de Beard, especialmente visible en el libro La herencia viva de los clásicos (2013). Pero este enfoque ha permitido que la tematología y la literatura comparada en general amplíen sus formatos de estudio e incorporen en sus análisis no solo textos escritos en otros formatos (cómic), sino también el código audiovisual en toda diversidad (cine, series, música) o el intrincado mundo de la conexión virtual.

Canon e itinerarios. La tematología se ha visto fortalecida últimamente gracias a un concepto antiguo en origen, el canon, que ha salido consolidado por la influencia de las corrientes ideológicas que históricamente han nutrido la literatura comparada, como se ha visto. Este concepto estuvo en origen ligado a la religión católica con la finalidad de establecer una lista de lecturas ejemplarizantes en la Edad Media. La ingente cantidad de obras literarias que se han difundido y producido en Occidente desde la invención de la imprenta llevó a un cambio de paradigma del lector, pasando del humanista renacentista, que podía abarcar la lectura de la literatura conocida en el periodo de una vida, al erudito o la experta que solo puede leer un número de obras limitado, por lo que se ve obligado a seleccionar lo que lee, atendiendo a criterios de calidad literaria o de trascendencia cultural. Por ello, este término amplió su significado y se convirtió en el conjunto de obras clásicas de la alta cultura, de lectura obligatoria para entender la literatura occidental.

Esa necesidad de una guía de lecturas llevó a finales de siglo XX al crítico literario Harold Bloom a proponer un canon de lecturas occidentales (El canon occidental, 1994), que fue más un canon anglosajón que occidental, pero tuvo la virtud de generar un útil debate sobre el canon universitario occidental, que propició la entrada en los estudios universitarios de otras literaturas, minoritarias y marginadas, que conforman lo que el autor denomina, con cierto desdén, «multiculturalismo». Más allá de la polémica sobre los criterios de este canon, el libro ha permitido que la clase intelectual europea también reflexione sobre el concepto de «clásico» (Calvino, 1991) y sobre las obras o autores canónicos de la cultura europea, además de Shakespeare: basta citar, entre nosotros, el lúcido libro de García Gual titulado Sobre el descrédito de la literatura (1999), que propone un canon de obras grecorromanas; o la interesante compilación ensayística de Sullá (1998), en torno al canon literario, y, en otro orden de cosas, el recopilatorio de literatura infantil de Fernando Savater La infancia recuperada (1994). Otra consecuencia que resultó de la aparición del libro de Bloom fue la proliferación de libros-guía, a modo de compilatorios de reseñas, para recomendar lo que se debe leer (como, p.e., el volumen de Zschirnt, Libros. Todo lo que hay que leer) o, en su grado máximo de libro de autoayuda, fenómenos editoriales que venden lo que se debe saber, aunque no se haya leído, producto de una posmodernidad que va más allá de la obra escrita, como 365 días para ser más culto, de Kidder y Oppenheim (2008).

El problema del canon no requiere solución, sino soluciones; lo positivo del debate es que ha posibilitado la inserción de un criterio temático o de un motivo para crear toda suerte de itinerarios que permitan el ejercicio del comparatismo, bien desde un punto de vista histórico, geográfico, lingüístico o estético. Así, el inagotable tema del viaje o, más limitado, el motivo de «la bajada a los infiernos» («catábasis»), permiten análisis tematológicos a lo largo de la historia de la literatura (desde Gilgamesh hasta El señor de los anillos de Tolkien, pasando por Viaje al centro de la tierra de Julio Verne, El corazón de las tinieblas, de Conrad y la prosa poética de Wilde en De profundis), en una sola literatura (la grecorromana, la hispanoamericana), en una sola lengua (en español, en francés, en italiano), o desde un movimiento literario (el Romanticismo o la novela urbana). Son muchos los hitos posibles en este itinerario y un análisis en profundidad desvelaría dinámicas o tendencias de funcionamiento que permitirían una comprensión mejor de los fenómenos de influencia o imitación.

Buen ejemplo de un tema generador de itinerarios, textuales y visuales, es el del «monstruo», que también alumbra un género como el de la literatura gótica (González-Rivas 2011); establece, además, un interesante debate en el seno del pensamiento cultural occidental con «el otro», y da lugar a un canon asociativo flexible: el mito griego del minotauro cretense y toda la parafernalia monstruosa del pensamiento mítico antiguo (recuérdese a Heracles como mata monstruos), La casa de Asterión de Borges, Frankenstein de Mary Shelley (González-Rivas 2010), El Golem de Meyrink, Doctor Jekill y Míster Hyde, de Stevenson, Moby Dick de Melville, En el corazón de las tinieblas, arriba citado, y Alien de Scott —por poner un ejemplo cinematográfico—, cuyo nombre equivoca al público, porque se trata en realidad de la lucha por la supervivencia de la especie contra el desorden devastador primigenio (Tifón, en la mitología griega) y no la lucha contra «el otro», entendido como ser social diferente; o Fun home de Bechdel (2006) una historieta gráfica, donde la familia protagonista parece una parodia de la serie La familia Addams, y el monstruo real es un padre que ha reprimido su orientación sexual homosexual hasta hacer irrespirable el ambiente familiar. A través de estas obras se pueden explorar las distintas angustias que han acosado a las sociedades occidentales, desde la definición del monstruo o, en su defecto, la de comportamiento monstruoso, que varía según la época, hasta la indagación de su origen del mismo, y el hallazgo de que nace en el seno de la sociedad misma (no es un ser de otro lugar), que es capaz de un gran disimulo y al que la sociedad necesita eliminar, incluso bajo la forma ancestral y tribal del asesinato del chivo expiatorio (para el detalle de este y otros itinerarios y la justificación teórica del canon asociativo, cf. López Gregoris 2005).

El tema del «otro» es igualmente productivo (baste citar El extranjero de Camus, Thérèse Desqueyroux de Mauriac, cualquier Medea de cualquier momento, El hombre sin atributos, de Musil, Divergente de Roth, llevada al cine en 2014 por Burger, etc.), como también lo es el tema de la «utopía», «el del viaje de iniciación», «el héroe / la heroína» (véase el monográfico de López Gregoris y Macías, 2019) y su contrario, «el villano / la malvada» (véase Pedraza, con una rica bibliografía centrada en la figura femenina y en los distintos temas y motivos en que aparece como antagonista en la literatura y cine occidentales, o la asociación entre la mujer vampiro y la lesbiana, en Paglia 1998, pp. 475–517), por proponer temas esenciales, pero que permiten la elaboración de itinerarios amplios, supranacionales, intrahistóricos e interlingüísticos y en distintos formatos.

Es, precisamente, esta flexibilidad lo que permite dar un paso más en la teoría literaria y defender que es el tema o el motivo el que crea un concepto canónico y, por tanto, interconectado con otros libros, otras literaturas y otros motivos o temas, no las creaciones individuales, que serán importantes por su lectura recurrente o ideológica, pero no necesariamente canónica. La Odisea es canónica, porque permite la conexión de los lectores con otras obras importantes: La divina comedia (Dante, c. 1304–1320), Robinson Crusoe (Defoe 1719), Ulises (Joyce 1922), El señor de los anillos (Tolkien 1954–1955), Tiempo de silencio (Martín Santos 1962), etc., es decir, porque permite conexiones transversales. Leídos aisladamente es posible que la Ilíada y la Odisea solo fueran importantes para sus coetáneos y para los interesados en el mundo griego. Pero leídas como obras canónicas han generado un libro como Un verano con Homero (Tesson 2019), donde la interconectividad de lo antiguo con lo moderno y la creación de una tupida red relacional (que incluye muchos otros libros y productos culturales) ofrecen un canon cultural, que ya no distingue entre alta y baja cultura, síntesis feraz del aporte teórico de la tematología y de los nuevos enfoques que proponen los estudios culturales.

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Rosario López Gregoris

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