Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

tradición clásica

Del latín traditio y de classicus -a -um (It. Tradizione classica, Ing. Classical Tradition, Fr. Tradition classique).

Cuando hablamos de «Tradición Clásica» cabe establecer una doble acepción, dado que, por un lado, la etiqueta se refiere a la circunstancia por la que la literatura, el arte y el pensamiento de los autores antiguos, especialmente los grecolatinos, ha pasado al bagaje de los modernos y, por otro, se refiere a la disciplina académica que desde finales del siglo XIX estudia tales fenómenos de traslación o reinterpretación, dado que es a finales de aquel siglo cuando comenzó a utilizarse la etiqueta como tal. Por lo demás, es pertinente señalar que esta denominación o etiqueta de «Tradición Clásica» no nació como una mera suma de palabras, pues el adjetivo «clásica», más que constituir una suerte de epíteto, implica, ante todo, una restricción de sentido con respecto a la palabra «tradición», dado que a lo largo del siglo XIX este término sirvió igualmente para designar también otras tradiciones, tales como la popular o la moderna. De esta forma, la denominación «Tradición Clásica» nació con el propósito de referirse, de manera específica, a la tradición grecolatina. Sin embargo, hoy día, cuando hablamos de «Tradición Clásica» ya no se cumple con esta especificidad inicial, dado que el proceso de desjerarquización de la cultura grecolatina con respecto a otras culturas ha dado lugar a la reivindicación del estudio de diferentes tradiciones clásicas en otros ámbitos del mundo. Por ello, algunos especialistas se plantean hoy día hablar, más bien, de «tradiciones clásicas».

Más allá de una mera perspectiva etimológica que nos llevaría a entender la «Tradición Clásica» en términos de «entrega» intergeneracional de la cultura grecolatina a lo largo de los siglos, queremos adoptar una perspectiva preferentemente semántica o de carácter polisémico, tendente a una visión más abarcadora de la «Tradición Clásica» como la etiqueta que reúne diferentes maneras de concebir la tradición, tales como «legado / herencia» propiamente dicho, pero también en calidad de «pervivencia / fortuna», «influencia» e incluso «recepción» (García Jurado 2016, p. 32). En nuestro caso, vamos a centrarnos en el ámbito de la Tradición Clásica concebida como disciplina destinada al estudio de los procesos múltiples por los que la literatura, el arte y el pensamiento de los clásicos grecolatinos ha llegado hasta nuestro mundo. Cabe plantear una serie de cuestiones pertinentes a la hora de entender qué implica el estudio de la «Tradición Clásica»:

  • Primera cuestión: ¿por qué nos preocupamos de la lectura que un autor moderno ha hecho de otro antiguo?
  • Segunda cuestión: ¿qué aporta este conocimiento a la mejor comprensión de cada uno de los autores, no solo del moderno, sino también del antiguo?
  • Tercera cuestión: ¿cómo es la naturaleza de la relación entre un autor moderno y otro antiguo?

La primera cuestión tiene que ver, ante todo, con la razón de ser esencial de los estudios de Tradición Clásica y, de manera más general, con el peso específico que el pasado tiene en la constitución de nuestro presente; la segunda de las cuestiones atañe a un aspecto, sobre todo, epistemológico que concierne al propio carácter de la literatura antigua como «proyección» en la moderna y, de manera inversa, a la capacidad que los autores modernos tienen de cambiar nuestra propia visión de la literatura antigua; finalmente, la tercera cuestión concierne al análisis de cómo es la relación entre los antiguos y los modernos, más allá de una mera presencia de los primeros en los segundos. Se trata, asimismo, de invitar a dar un paso adelante desde la visión positivista y esencialista de la literatura a la intertextual, donde es, precisamente, la relación entre los textos (más que los textos en sí) lo que se convierte en el aspecto clave del estudio. En definitiva, es esa relación la que se terminará convirtiendo en el objeto de estudio propio de la Tradición Clásica. Esta entrada va a intentar dar una respuesta cabal a cada una de estas preguntas.

¿Por qué nos preocupamos de la lectura que un autor moderno ha hecho de otro antiguo? La toma de conciencia del estudio de una tradición literaria fue, ante todo, un anhelo de la Ilustración, momento en que surge la preocupación por la historia crítica y la llamada «historia literaria» (que no debe confundirse con las posteriores «historias de la literatura» de carácter nacional). Mientras en el mundo cultural hispano, desde autores como Feijoo y, en buena medida, merced a los jesuitas expulsos en Italia, se seguía discutiendo acerca de si era mejor el poeta Virgilio o el «español» Lucano, el valenciano Gregorio Mayans y Siscar decidió dar un sabio giro a esta estéril polémica. A partir de la premisa de que Virgilio era el indiscutible príncipe de los poetas, Mayans lo ligó a la cultura española mediante la preparación de una excelente recopilación de las mejores traducciones virgilianas a la lengua de Cervantes, de manera especial las del siglo XVI, con el fin de mejorar el entonces llamado «buen gusto» literario. Esta recopilación de traducciones constituye, a nuestro juicio, acaso el mejor ejemplo de la idea de «tradición literaria» (aún no se había creado la etiqueta «Tradición Clásica») en el siglo XVIII. De esta forma, mediante el estudio y cultivo de esta tradición se satisfacían dos ámbitos complementarios: el interés puramente histórico y el afán por mejorar el presente gracias a ese legado. En el siglo XIX, y al calor de una nueva polémica, la de la ciencia española, Marcelino Menéndez y Pelayo retoma estos afanes tan propios del siglo XVIII para llevar a cabo una monumental recopilación bibliográfica: su Bibliografía hispano-latina clásica (Menéndez Pelayo 1902). Los fines, en este caso, son exactamente los mismos: el interés histórico puro y, por supuesto, el enriquecimiento del presente gracias al mejor conocimiento de la tradición. En este sentido, y como bien apuntará, ya más avanzado el siglo XX, el poeta y crítico Ezra Pound, «Tradición no significa ataduras que nos liguen con el pasado: es algo bello que nosotros conservamos» (Ezra Pound, «La tradición» [Pound 1968, p. 19]). En la cita de Pound el adjetivo «bello» resulta clave, pues no debemos olvidar que, además del propio hecho histórico, está el factor estético, es decir, la restauración de la belleza y la necesidad de unos cauces que enriquezcan la nueva creación literaria. Sin embargo, los diferentes ismos que ya desde la propia formulación del término «Romanticismo» se fueron sucediendo desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX crearon, al decir de Octavio Paz, una suerte de nueva tradición: la de la ruptura. Cuando en 1872, el filólogo italiano Domenico Comparetti utiliza por primera vez la juntura «Tradición Clásica» está precisando un término, el de «tradición», que ya no se entiende como referido por antonomasia a la literatura grecolatina, sino también a las leyendas populares. El culto a lo popular y a la Modernidad provocó, asimismo, que la juntura «Tradición Clásica» fuera adquiriendo cierto valor peyorativo. Naturalmente, a comienzos del siglo XX el estudio académico de la Tradición Clásica solo admitía partir de autores modernos considerados ya como canónicos (Garcilaso de la Vega resulta un excelente ejemplo) y jamás de autores contemporáneos a los propios estudiosos. Esta restricción cerró la posibilidad de analizar críticamente, por ejemplo, lo que de clásico podían tener las vanguardias del momento, que era mucho y notable. Probablemente, la configuración de la disciplina de la Tradición Clásica estaba cerrando, sin saberlo, un ciclo, como era el de la propia tradición que ella misma estudiaba. A partir del Romanticismo, las relaciones entre los antiguos y los modernos iban a cambiar sustancialmente (quizá el mejor síntoma de este cambio sea la sustitución de «antiguo» por «clásico» y de «moderno» por «romántico»). En resumidas cuentas, la lectura y la impronta de los autores clásicos de Grecia y Roma dejaba ya de ser una convención para convertirse en un hecho de elección consciente, a menudo con propósitos estéticos determinados. En este sentido, una de las razones fundamentales por las que actualmente estudiamos las relaciones entre los clásicos grecolatinos y la literatura moderna es porque este estudio también da cuenta del uso que las propias estéticas de la Modernidad hacen de los clásicos.

A medida que nos adentramos en el siglo XX, la Tradición Clásica adopta, igualmente, unos tintes políticos determinados, y aquí es donde podemos encontrar otra faceta de sus usos por parte de los autores modernos. Cuando Gilbert Highet publica en 1949 su obra más popular, The Classical Tradition (Highet 1949), está defendiendo los valores de la tradición humanística occidental. Tales valores, que tras la revolución francesa y desde Goethe conocemos como «cultura burguesa» (heredera de la humanitas), vienen a enfrentarse a la nueva visión del mundo que los totalitarismos conllevan. Recordemos que Highet publica su libro cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría. Esta preocupación por el legado de Occidente ya había sido contemplada antes de Highet por autores como Thomas Mann o T. S. Eliot. Jorge Luis Borges es, acaso, el más conspicuo heredero de esta actitud absolutamente deudora de los clásicos cuando afirma:

Para los europeos y los americanos, hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y ahora es la cultura del Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un vikingo, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja), es a la larga una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena (Borges apud Gimferrer 1996, p. 154).

Precisamente, este argumento es el que ha granjeado a los estudios de Tradición Clásica la calificación de «eurocéntricos» desde el punto de vista de los nuevos planteamientos poscoloniales que reivindican a los otros clásicos, es decir, aquellos que proceden de otras culturas ajenas al mundo grecolatino. No obstante, los clásicos grecolatinos también llegaron a otros continentes fuera de Europa, como América, con nombres tan señeros como los de Andrés Bello, Miguel Antonio Caro o Alfonso Reyes. Al asunto de la universalidad de lo clásico más allá del tiempo y del espacio ha dedicado Salvatore Settis su ensayo titulado El futuro de lo clásico (Settis 2006). Se trata de una obra que traza una anatomía acerca de aquello que la estética de lo clásico significa en nuestro contexto cultural, cada vez más diseminado y alejado del conocimiento cabal de Grecia y Roma. Settis, heredero de la escuela del gran historiador italiano Arnaldo Momigliano, no considera que la Antigüedad sea, sin más, un mero legado que se hereda. A este respecto, la cita de Novalis que abre el libro («La Antigüedad no nos es dada por sí misma —no está ahí al alcance de la mano; al contrario, nos toca a nosotros saberla evocar») es suficientemente elocuente para conocer el espíritu de la obra. Settis observa cómo otras culturas no europeas son capaces de tomar aspectos del bagaje grecolatino y hacerlos suyos, al tiempo que confieren la categoría de «clásico» a nuevas realidades culturales muy ajenas a lo grecolatino. Pone como significativo ejemplo la función que pueden tener las estatuas antiguas y renacentistas en el (creemos que ya desaparecido) Café Bongo de Tokio, cuya función es «evocar lo estatuario como un valor decorativo y convencionalmente exótico: no importan a quién o qué representan, o por qué» (Settis 2006, p. 33). Por otra parte, Settis plantea la oportuna relación entre «clásico» y «clasicismo» en nuestra apreciación sobre lo antiguo y su apropiación:

¿Qué relación hay entre «clásico» y «clasicismo», es decir, cómo es la mirada retrospectiva y consciente hacia lo «clásico»? ¿Es verdad que «clásico» y «clasicismo» son conceptos típicamente occidentales, o hay otros equivalentes y paralelos en otras culturas? (Settis 2006, p. 26).

Settis considera que debe establecerse una diferenciación neta entre ambos términos, según hablemos de la Antigüedad clásica griega y romana propiamente dicha o de sus imitaciones:

Ante todo, mientras los términos «clásico» y «clasicismo» son más o menos intercambiables si se aplican a otras situaciones de historia cultural (por ejemplo, a la Francia de Luis XIV), referidos a la Antigüedad grecorromana son netamente diferentes y casi opuestos: lo «clásico» viene antes y designa lo originario y paradigmático, designa eso a lo que se remitirán después, a lo largo de los siglos, las oleadas de los diferentes «clasicismos». En palabras de Paul Valéry, «La esencia del clasicismo es llegar después» (Settis 2006, p. 28).

En resumidas cuentas, y por paradójico que parezca, es posible que pocos asuntos sean tan actuales como el estudio que los clásicos y su estética representan en nuestro presente y, sobre todo, seguirán representando en nuestro futuro. Precisamente por ello, porque nuestra relación con el pasado define nuestro presente, es por lo que la Tradición Clásica está lejos de ser una mera búsqueda de fuentes para convertirse, sobre todo, en un estudio dinámico acerca del complejo diálogo que mantiene la Antigüedad con sus imprevistos interlocutores.

¿Qué aporta la Tradición Clásica a la mejor comprensión del autor moderno y del antiguo? La constatación de un autor antiguo en el contexto de una obra moderna da cuenta, antes que nada, de una suerte de sobrevivencia que va más allá de los que serían los límites cronológicos esperables para tal autor. Sin embargo, tal constatación no es lo único que nos enseña la Tradición Clásica acerca de un autor antiguo. ¿Qué ocurre con la calidad (y no solo la mera constatación) de esta tradición, es decir, con la naturaleza de sus relecturas en nuevos contextos y géneros, los particulares usos de las citas o, incluso fenómenos que rayan la impostura, como las reinvenciones de autores, obras o textos antiguos? ¿Puede cambiar la tradición de un autor antiguo la visión que tal autor nos había dado de sí mismo? Cuando publicamos nuestro libro titulado, no sin cierto afán retador, Borges, autor de la Eneida (García Jurado 2006), un colega nos expuso con mucha seriedad que para él era preferible leer a Virgilio que aquello que Borges pueda habernos contado acerca del poeta latino. En esta afirmación intuimos cierto «racismo» de lector, propio de alguien que abominaba de las mescolanzas (como si Virgilio no fuera, por su parte, lector de Homero o de Teócrito) y quería ver en la literatura una suerte de pureza ideal. Nuestra obra sobre Borges y Virgilio tenía que ver, sobre todo, con el poder de la lectura creativa. El título venía inspirado en el conocido cuento «Pierre Menard, autor del Quijote», donde un hispanista francés acomete la increíble empresa de «reescribir» el Quijote, de forma que, aunque aparentemente parece el mismo texto, sus sentidos son completamente distintos. De esta forma, el carácter localista que en Cervantes tiene una frase como «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme […]» se convertiría, para el francés Menard, en pura evocación y exotismo. En el Quijote de Menard se pueden encontrar reminiscencias de Nietzsche, lo que, según Borges, abre la posibilidad, igualmente, de leer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida.

¿Qué es en realidad lo que podemos aprender de la lectura virgiliana que hace Borges para asimilar ciertos versos del poeta latino como propios y, de manera inversa, qué podemos aprender de Virgilio a través del prisma borgiano? Nuestra experiencia, tras haber estudiado con cierta calma las lecturas que autores modernos como el portugués Eça de Queiroz, el español Antonio Machado y el argentino Jorge Luis Borges han llevado a cabo a partir de la primera bucólica de Virgilio, nos ha permitido comprender mejor la misma obra antigua desde tres perspectivas excepcionales. La propia selección de versos que hace cada autor, así como los énfasis e incluso las erratas, configuran diferentes «bucólicas», complementarias unas de otras. Mientras Eça de Queiroz destaca el carácter regenerador del poema, Machado se centra en el tema de la edad, sobre todo cuando el amor llega a destiempo, y Borges recrea la magia polisémica del adjetivo lentus. Se trata, ante todo, de lecturas vitales que aportan un conocimiento no fácilmente hallable en los manuales de literatura. Este asunto nos lleva a valorar cómo es el conocimiento del escritor / creador frente a otros tipos de conocimientos. De esta forma, cuando Hermann Broch escribe su novela La muerte de Virgilio indaga desde un punto de vista interno en las razones por las que el poeta latino quiso, supuestamente, quemar su Eneida. Lejos de recurrir a los datos biográficos que nos reportan las Vitae Vergilianae, Broch aplicó la hermenéutica de Dilthey e intentó aprehender la circunstancia vital del poeta. No de una forma diferente el poeta polaco-ruso Osip Mandelstam se puso en la piel del exiliado Ovidio para profetizar el que sería su propio y trágico destierro, también sin retorno. Así podemos leerlo en un libro que, no sin intención, se titula, al igual que una de las obras ovidianas, Tristia. De esta forma, el conocimiento que un autor moderno nos proporciona acerca de uno antiguo mediante su intensa lectura ofrece unas características propias, alejadas de la literatura de manual, que hemos venido en denominar «historias no académicas de la literatura». Sería, por lo demás, muy interesante poder trazar una visión global de estos relatos literarios sobre autores antiguos, dado que desvelarían, sin duda, una historia muy distinta a la que conocemos.

Más allá de este conocimiento puramente literario de los propios autores antiguos, parece que la llegada de nuevos autores también modifica el equilibrio que ya existe en lo que conocemos como sistema literario. T. S. Eliot expuso una teoría bastante singular acerca de la literatura como sistema de equilibrios en continuo reajuste. Cuando un autor nuevo se adhiere al acervo literario, según Eliot, este cambia el equilibrio que ya había sido establecido por los autores que lo precedían:

Ningún poeta ni artista adquiere su sentido completo aisladamente. Su significado y su reconocimiento no es otro que el reconocimiento de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede juzgar en solitario, hay que situarlo, merced al contraste y la comparación, entre los muertos. Formulo este aserto como un principio de crítica estética y no meramente histórica. La dependencia que conformará, a la que se adscribirá, no tiene un único sentido; lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte es algo que afecta de manera simultánea a todas las obras de arte que la preceden. Los monumentos existentes configuran un orden ideal entre ellos que resulta alterado por la inserción en ese conjunto de una obra nueva (nos referimos a la que sea realmente novedosa). El orden existente está completo antes de que la nueva obra llegue; sin embargo, para que persista el equilibrio tras la llegada de la novedad, todo ese orden existente debe alterarse siquiera un poco; de esta forma se reajustan las relaciones, proporciones y valores de cada obra de arte con respecto al conjunto; y esta no es otra que la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Cualquiera que ratifique esta idea del orden, de la configuración de la literatura europea, de la inglesa, no encontrará ilógico que el pasado deba ser alterado por el presente tanto como el presente viene influido, asimismo, por el pasado. Y el poeta que esté al tanto de esto será consciente de sus grandes dificultades y responsabilidades (Eliot 1951, p. 15 [trad. de F. García Jurado]).

Este planteamiento donde se considera la imposibilidad de juzgar aisladamente a un autor tiene consecuencias insospechadas, pues deja la puerta abierta a que aceptemos que un autor moderno sea capaz de alterar nuestra mirada sobre un autor antiguo. Jorge Luis Borges, desde esta perspectiva tan inusitada, desarrolló su no menos singular teoría de los precursores en el breve ensayo titulado «Kafka y sus precursores». El párrafo final de este pequeño ensayo resulta clave para entender la propuesta:

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany (Jorge Luis Borges «Kafka y sus precursores», en Otras Inquisiciones [Borges 1989, pp. 88–90]).

Borges plantea el inquietante asunto de romper con la noción causal de la tradición literaria, es decir, con la idea de que el autor B se parece a A porque A ha influido en B. De manera significativa, el autor posterior en el tiempo puede hacer posible que autores anteriores resalten gracias a sutiles parecidos que serían invisibles en caso de que el autor posterior no hubiera existido. Esta cuestión suscita inquietantes preguntas. Por ejemplo, cuando los críticos califican a Catulo o Propercio de «poetas modernos» no dejan de verlos desde una estética retrospectiva y ajena a ellos. De esta forma, también es posible que un autor elija autores anteriores como sus precursores y cree su propia tradición. La tradición, en este sentido, no tendría que ser necesariamente genética ni causal, pues está basada en reminiscencias que responden a razones distintas. De esta forma, la tradición no sería puramente residual ni tendría un único sentido lineal desde el pasado al presente, dado que el presente podría alterar esa misma tradición al recrearla. Tanto T. S. Eliot como Borges coinciden en una visión de la literatura basada en múltiples relaciones entre autores de la que participa igualmente la propia tradición. Precisamente, la naturaleza de estas relaciones nos lleva a la última cuestión clave.

¿Cómo es la naturaleza de la relación entre un autor moderno y otro antiguo? Del antiguo término latino traditio provienen nuestros dos términos «tradición» y «traición». Uno suele considerarse de manera positiva, mientras el segundo es visto con recelo. Sin embargo, ambos términos, en su complementariedad, pueden ayudarnos a comprender mejor por qué la tradición no es una mera cadena de transmisión, sino un proceso donde intervienen más factores. Quizá el problema está en las imágenes que el positivismo ha creado en torno a la idea de tradición, bien en torno al concepto de «fuente» de la que se bebe, bien como «legado» que pasa de unas manos a otras. La «traición» también supone, de facto, adulterar o cambiar aquello que se lega, convirtiéndolo acaso en otra cosa diferente. Ahora bien, son precisamente estas traiciones o «misreadings», como diría Harold Bloom, el factor que constituye la clave creativa de la tradición:

Las influencias poéticas no tienen por qué hacer que los poetas se vuelvan menos originales, ya que frecuentemente los vuelven más originales, aun cuando no necesariamente mejores. La profundidad de las influencias no puede ser reducida al estudio de las fuentes, a la historia de las ideas, o a la modelación de imágenes. Las influencias poéticas, o, como las llamaré más frecuentemente, los errores de interpretación, constituyen necesariamente el estudio del ciclo de vida del poeta como poeta (Bloom 1991, p. 16).

Este planteamiento, que incide en el destinatario o receptor, hace que nuestra perspectiva de la tradición sufra ahora un desplazamiento desde el transmisor o «fuente». En este sentido, los estudios ligados a la llamada «estética de la recepción» han modificado la perspectiva de este proceso, trasladándose desde el autor antiguo hasta el lector moderno (sin menoscabo, naturalmente, de que este lector pueda ser también autor). La línea de investigación que venimos formulando en términos de «Literatura Antigua y Estéticas de la Modernidad» (LAEM) tiene como propósito considerar en los estudios de recepción un aspecto clave a la hora de definir las relecturas de los antiguos en un nuevo contexto cultural: las implicaciones específicas que las modernas estéticas tienen en tal relectura y en cómo estas elijen a sus precursores por afinidad. Si bien el clasicismo es la estética por excelencia para la apreciación de la literatura y el arte antiguos, no por ello cabe desdeñar otras formas de expresión acaso menos esperables, pero igualmente válidas y estimulantes. En este sentido, la relación que el arte romántico establece en general con lo antiguo, o la mantenida por las vanguardias de comienzos del siglo XX, sin olvidar tampoco la lábil y abigarrada posmodernidad, son aspectos que, además, nos muestran cómo cada época reinterpreta desde sus claves ideológicas las manifestaciones de tiempos pretéritos. Tal planteamiento, donde combinamos el diálogo entre lo antiguo y lo moderno a partir de sutiles relaciones entre textos e imágenes, nos brinda unas claves hermenéuticas realmente útiles para poder apreciar cómo la Modernidad recrea e incluso reinventa el pasado. La múltiple recepción de lo antiguo desde diversas estéticas se convierte, de esta forma, en la clave interpretativa de nuestro estudio. Pasamos pues, desde el estricto historicismo a una valoración cada vez más estética del propio fenómeno de la Tradición Clásica. Las siguientes palabras de Jauss resumen perfectamente este propósito:

La calidad de una historia de la literatura fundada en la estética de la recepción dependerá del grado en que sea capaz de tomar parte activa en la continua totalización del pasado por medio de la experiencia estética (Jauss 2000, p. 160).

La recepción, según viene siendo definida por autores como Hardwik y Stray, estudia «las maneras en que la materia griega y romana ha sido transmitida, traducida, extractada, interpretada, reescrita, reimaginada y representada» (Hardwik y Stray 2008, p. 1). Cuando se habla de «la materia» pensamos ineludiblemente en uno de los dos aspectos con los que Aristóteles explicaba la constitución de la realidad misma: materia frente a forma. Según esto, el legado antiguo es «transformado», o incluso, como también se ha expresado muy plásticamente, «reciclado». Esta perspectiva de la recepción pone en evidencia, no obstante, el problema de las fuentes y de su conocimiento.

Otro aspecto fundamental para el estudio del mecanismo de asimilación de la materia antigua viene dado por la teoría de la intertextualidad. En el caso del comparatismo, esta teoría, formulada en principio por autores como Bajtín y Kristeva, y desarrollada luego por Genette para el estudio, entre otras modalidades, de la parodia o los márgenes del libro, establece criterios que superan con creces los estrechos márgenes de la imitación o la influencia a la hora de hablar acerca de la relación entre textos. La relación esencial es la que viene definida por un «hipotexto» o texto subyacente. El hipotexto funciona como una suerte de «texto mental», asimilado por el lector, que lo transformará convenientemente para que dé lugar, acaso, a un nuevo texto, ya recontextualizado. Una de las características más importantes de este hipotexto es que no se trata de una mera «fuente». A menudo nos empeñamos en buscar los textos que pudieron inspirar a los escritores modernos. Nos afanamos en encontrar lo que les inspiró antes de ponerse a escribir, y después observamos la fidelidad con respecto a su original. El problema del texto subyacente, o del hipotexto, consiste en el hecho de que, en realidad, ya no existe como tal texto, sino que pasa a ser una suerte de materia prima que se metaboliza en la nueva obra. Por ello, cada vez nos parece más ilusoria la metáfora de la «fuente literaria», que presupone la presencia material del texto previo en el texto posterior. Lo que Genette denominó «hipotexto» no equivale al término «fuente». El primer término pertenece a una concepción estructural de la literatura donde la naturaleza de un texto depende de los demás textos (A es A y también su contrario), mientras el segundo es fruto del positivismo del siglo XIX, según el cual, un texto presenta una entidad como tal texto (A es A y es distinto de B). El hipotexto no es un texto físico, sino mental, y se trata de un texto dinámico y variable (frente al texto fijado de antemano y por escrito). Muchos especialistas han hecho un uso abusivo del término «hipotexto» sin saber realmente de su condición inmaterial. Lo han considerado un mero sinónimo de «fuente», una forma más moderna de renombrar esta vieja etiqueta del positivismo.

La Tradición Clásica como un fenómeno complejo. ¿Se puede hablar de una nueva percepción de la Tradición Clásica? Es posible que sí, y, sobre todo, de una percepción cada vez más dinámica y abarcadora del hecho. Estamos de acuerdo en que la Tradición Clásica no es un mero legado que se hereda, sino algo que debemos conquistar en cada nueva generación. En esta entrada hemos formulado tres preguntas básicas que intentan responder al «porqué» (la razón de ser de la Tradición Clásica), al «qué» (el tipo de conocimiento que aporta esta disciplina) y al «cómo» (la compleja relación entre los textos antiguos y los modernos). Ahora intentaremos resumir con brevedad las respuestas:

  • ¿Por qué existe la Tradición Clásica? Sobre todo, porque el pasado está en nuestro presente y la Tradición Clásica no trata sobre el pasado, sino sobre la manera en que el pasado interactúa con nuestra realidad viva.
  • ¿Qué tipo de conocimiento aporta el estudio de la Tradición Clásica? La proyección del autor antiguo en los modernos, y el conocimiento del «lector» acerca de los modernos sobre los antiguos. La Tradición Clásica no es solo un estudio histórico, sino una hermenéutica y una estética.
  • ¿Cuál es el objeto de estudio de la Tradición Clásica? ¿Doble o solo uno? La naturaleza de la relación entre los autores constituye ya de por sí un objeto de estudio propio. Por lo demás, se trata de llevar a cabo un estudio de las configuraciones literarias y artísticas a través del tiempo.

Bibliografía

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Francisco García Jurado

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