tradicionalidad literaria
Del adj. «tradicional» y, a su vez, el suf. -idad (del Lat. itas), que configura sustantivos femeninos de carácter abstracto; del adj. Lat. litterarius «que concierne a las letras» y ya, en sentido moderno, «a la literatura» (El término no presenta equivalentes precisos en otras lenguas).
Como «tradicionalidad literaria» (o, también «tradicionalismo», pero no en el sentido político que se le da a este término, mucho más difundido que el filológico) conocemos desde Ramón Menéndez Pidal los estudios encaminados a trazar la continuidad de temas y formas de la poesía antigua en la literatura posterior. La tradicionalidad literaria constituye, por lo demás, un aspecto clave del pensamiento del filólogo Menéndez Pidal (inspirado en las ideas de Milà i Fontanals [Varela 1999, p. 241], heredero, asimismo, de los planteamientos románticos de los Schlegel), quien concibe la tradición como una continuidad histórica que nos permite conocer mejor ciertos caracteres perdurables que definen la literatura española. Esta idea de continuidad en la tradicionalidad recuerda, asimismo, el concepto de «longue durée» formulado por el historiador Fernand Braudel (Braudel 1970, pp. 60–160).
Para trazar tales continuidades, Menéndez Pidal se fija, sobre todo, en parcelas de la literatura tan características como la epopeya medieval (las cursivas son mías):
Hablando solo del pasado, entre los caracteres que podemos notar como de mayor perduración mencionaré por último el tradicionalismo. A él coadyuvan tanto el arte mayoritario como el de minorías, aunque el primero sea el que da mayor impulso a esta corriente.
En una poesía que propende a la mayor espontaneidad, a la improvisación, las obras producidas, como a menudo carecen de una perfección última que las eternice, se hunden a montones en la nada. Ejemplos impresionantes de ello son la desaparición casi completa de la epopeya medieval o la pérdida de hasta un sesenta por ciento de las comedias de Lope. Pero, en compensación, los temas inspiradores de esas obras sobreviven a tanta pérdida, y se reproducen en varias y nuevas formas, al modo que en la naturaleza los individuos desaparecen, pero de ello perdura la semilla, perpetuadora de la especie.
Se producen con frecuencia extensos ciclos como el de los Amadises, Palmarines o Febos, el de las Celestinas, y si algunos casos como estos pueden hallarse en otras partes, sobre ellos descuellan los ciclos épicos e históricos, que no encuentran semejanza en país ninguno, y que imprimen a la literatura un sello fuertemente tradicional (Menéndez Pidal 1971, pp. 145–146).
Podemos entresacar varias ideas pertinentes en este texto que nos permitan apreciar mejor el alcance del concepto de «tradicionalidad». Una cuestión básica es la condición de que el arte vive entre lo minoritario y mayoritario, de forma que, si bien la creación artística depende de unos pocos creadores, estos se inscriben necesariamente en un empeño colectivo. El historiador José Antonio Maravall explica este singular fenómeno:
Ese «tradicionalismo», dice Menéndez Pidal, es más «individualista» que las tesis opuestas, porque ve en toda actividad social una serie de esfuerzos individuales. Esos procesos que por fundir tal acumulación de esfuerzos podemos llamar «colectivos», mas no porque procedan de una voluntad colectiva, no solamente no excluyen toda iniciativa personal decisiva, sino que la exigen y la postulan con reiteración. Recientemente me decía Menéndez Pidal que en el último coloquio de Poitiers sobre problemas de la épica medieval, afirmó que su teoría «tradicionalista» era un pluriindividualismo (Maravall 1960, p. 115).
Recordemos que ya desde Friedrich August Wolf, a finales del siglo XVIII, se había configurado la idea de que el gran poeta griego creador de la Iliada y la Odisea era, en realidad, una voz colectiva. La tradicionalidad literaria va a estar ligada, por tanto, a esta condición de lo colectivo, como memoria de los pueblos gracias a la cual se logra salvar la pérdida material de las obras, no obstante, tal colectividad está necesitada de las creaciones individuales.
Asimismo, resulta muy significativo que Menéndez Pidal ponga como ejemplos de tradicionalidad la epopeya medieval o las mismas comedias de Lope de Vega, de manera que recurre a dos períodos de la historia literaria, la Edad Media y el Barroco, donde las manifestaciones de la memoria colectiva disfrutaron de mayor libertad para su expresión, frente a otros períodos que aparecen dominados por la preceptiva clásica. En este sentido, los «ciclos» literarios hispanos, tanto los de carácter épico como los de carácter histórico, tendrían un papel fundamental a la hora de hacer posible esta perduración de la literatura a lo largo de la memoria de las generaciones.
Resulta, asimismo, una idea clave el hecho de que Menéndez Pidal observe que tales ciclos no ofrecen semejanzas con país alguno, algo que nos llevaría, asimismo, a otro de los aspectos clave de la tradicionalidad, como es su relación con una serie de caracteres nacionales y perdurables de la literatura española difícilmente comparables con fenómenos análogos en otras literaturas.
La idea de los caracteres perdurables. En su libro titulado Los españoles en la literatura (Menéndez Pidal 1971), Ramón Menéndez Pidal incluye como primera parte un ensayo titulado «Caracteres primordiales de la literatura española», que nuestro autor ya había publicado en 1949 dentro de la Historia general de las literaturas hispánicas dirigida por Guillermo Díaz Plaja. Este ensayo intenta subrayar lo que de «divergente» con respecto a otras literaturas hermanas tiene la literatura española y recurre a un ejemplo que él considera «extremo», como es el de la «señales de hispanidad» que ofrecen los escritores latinos en las provincias de la Hispania romana (las cursivas son mías):
Insistamos en esto, recordando un caso extremo. Desde Tiraboschi a Mommsen, desde Gracián a Menéndez Pelayo, es frecuente descubrir señales de hispanidad en los autores latinos de la Bética o de la Tarraconense, hallando una relación étnica, y no de mera imitación literaria, entre ciertas modalidades estilísticas de los autores hispanorromanos y las de los autores españoles. Sin embargo, una relación como la que tantos establecen entre los cordobeses Séneca o Lucano y el cordobés Góngora, parece sin duda difícil de admitir en vista de la enorme discontinuidad temporal que media entre estos autores, indicio de no existir una causa de tipo constante (Menéndez Pidal 1971, pp. 24–25).
Menéndez Pidal recurre a lo que podemos considerar un arraigado tópico de la historiografía literaria, como es el caso de las «señales de hispanidad» que pueden encontrarse en la literatura llamada hispanorromana. Este asunto ha sido polémico, ya desde las propias discusiones del siglo XVIII acerca de si los «españoles» habían corrompido la literatura (García Jurado 2007), abanderadas por Tiraboschi, a quien cita Menéndez Pidal en el texto que acabamos de leer, hasta el propio siglo XX. De hecho, los manuales de literatura española, hasta que llegamos al de Ángel Valbuena (Valbuena Prat 1937), comenzaban su relato con aquellos autores hispanos que habían escrito en latín. Todavía durante la segunda mitad del siglo XIX era un asunto discutible si el poeta Lucano pertenecía a la literatura romana o a la española.
En un principio, para Menéndez Pidal resulta difícil establecer una «relación étnica», es decir, una vinculación que vaya mucho más allá de una mera imitación, entre Lucano y Góngora, dada la gran distancia temporal que separa a uno del otro. La causalidad que define un fenómeno tan religante como el de la tradicionalidad literaria no puede estar, en este caso, basada en un hecho puntual, como puede ser el de una posible (y ocasional) imitación que el poeta moderno hiciera del antiguo, sino que habría que apelar a lo que Menéndez Pidal denomina una «causa de tipo constante», algo que él mismo va a intentar encontrar mediante una sucesión continua de diversos poetas (las cursivas son mías):
No obstante, este motivo de duda no es tan firme como parece. En primer lugar, la solución grande de continuidad pudiera ser solo aparente, porque algunas manifestaciones muy características del genio literario de un pueblo suelen ponerse a la vista tan solo de modo esporádico, como sofocadas por la mayoría de los otros casos que se le amoldan, no a la corriente de tradición propia, sino a la extranjera o universal. Y téngase además en cuenta que a menudo existe una continuidad visible menos distanciada de lo que parece, como en el ejemplo citado, si entre Lucano, del siglo I, y Góngora, del XVII, colocamos otros cordobeses, Álvaro el mozárabe, del siglo IX, Juan de Mena, del XV, sin contar los otros varios autores oscuros y poco conocidos (Menéndez Pidal 1971, pp. 24–25).
De esta forma, podemos decir que la tradicionalidad puede presentar una continuidad que no se evidencie más que de forma esporádica, dados los periodos en que esta queda «sofocada» por las corrientes foráneas. A este respecto, resulta muy interesante la dicotomía que Menéndez Pidal establece dentro de este pasaje entre lo que denomina «tradición propia» frente a la «extranjera o universal». Esta dicotomía nos permite plantear perfectamente la razón de ser de la presente entrada en este diccionario, es decir, la relación posible entre la tradicionalidad y la Tradición Clásica.
Tradicionalidad y Tradición Clásica. Podríamos pensar, en principio, que si la tradicionalidad literaria no tiene que ver más que con lo popular, mientras que la Tradición Clásica se relaciona con lo culto, los puntos de conexión entre una y otra resultan más bien escasos, por no decir inexistentes. De hecho, una de las razones que motivaron el nacimiento de la etiqueta «Tradición Clásica» procedía de esa necesidad de diferenciarla con respecto al incipiente interés por la «tradición popular». No obstante, el propio fenómeno de las tradiciones literarias nos demuestra que, a menudo, ambas formas de tradición pueden relacionarse, pues los motivos y temas de la literatura grecolatina no se han transmitido necesaria y exclusivamente por medio de la llamada «tradición culta».
María Rosa Lida de Malkiel es quien nos ofrece los mejores argumentos para que podamos apreciar la manera en que ambas formas de tradición pueden vincularse y, en definitiva, convivir. Así lo podemos leer al comienzo de su artículo titulado «Transmisión y recreación de temas grecolatinos en la poesía lírica española» (las cursivas son mías):
Los siguientes estudios de tradicionalidad literaria —para emplear el término de Menéndez Pidal— se proponen rastrear desde sus orígenes la historia de varios motivos frecuentes en la lírica del Siglo de Oro español. En ellos la poesía moderna afirma doblemente su dependencia de la Antigüedad: por un lado, con la tradición ininterrumpida a través de la Edad Media; por otro, con los temas y formas retomados por el Renacimiento y vivificados en una nueva tradición que aunaba la herencia con el espíritu de los nuevos tiempos (Lida de Malkiel 1975, p. 37).
El planteamiento de María Rosa Lida de Malkiel con respecto al estudio de los temas y motivos grecolatinos en la poesía del llamado Siglo de Oro presenta un planteamiento que nos puede dejar perplejos, dado que la autora no propone una única tradición, sino dos manifestaciones diferentes de la misma. En un caso, se trataría de una «tradición ininterrumpida» e inconsciente a lo largo de los siglos medievales, donde no se tuvo una conciencia de ruptura con respecto al mundo antiguo; en el otro caso, estaríamos ante una tradición «retomada» y, además, consciente, que es fruto ya de un empeño de recuperación de algo que procede de un pasado remoto. Esta circunstancia de que estemos ante una doble tradición en un momento dado implica, naturalmente, una conciencia de dos grandes etapas históricas, la medieval y la renacentista, definidas, en el primer caso, por la continuidad, y la segunda, a su vez, por la «reanudación»:
[…] cuando se produce la escisión entre presente y pasado, que aparta la Antigüedad y la muestra tan remota y ejemplar como la Edad de Oro, es que ha llegado el Renacimiento. Sobre la continuidad de cultura que caracteriza la Edad Media, el Renacimiento reanuda consciente y directamente la dependencia de los modelos antiguos (Lida de Malkiel 1975, p. 35).
Lida de Malkiel traza, por tanto, dos formas de continuidad que funcionan de manera complementaria, dado que hay veces en que la introducción moderna de un motivo clásico resulta más sencilla al haberse dado ya durante los tiempos medievales, de manera que se configura una suerte de doblete. Asimismo, resulta clave la observación de que haya una convivencia entre la «disciplina escolar» y la «inspiración individual» (Lida de Malkiel 1975, p. 38). Mientras la primera resulta normativa y transmite «una visión empobrecida de la Antigüedad» (Lida de Malkiel 1975, p. 38), la segunda, al calor de la nueva visión del individuo que nos trae el pensamiento renacentista, va a revitalizar y conferir nuevos sentidos a los viejos tópicos. Observamos, asimismo, cómo el pensamiento de Menéndez Pidal aflora de nuevo en estas páginas cuando se afirma lo siguiente:
y cada una de esas expresiones individuales no solo refleja al poeta que la pensó, sino también retratan en conjunto el sector de la historia cultural a que pertenece (Lida de Malkiel 1975, p. 38).
Claramente, estamos ante la dicotomía ya señalada entre lo individual y lo colectivo, donde la voz de un poeta termina representando el sentir de una comunidad. A continuación, María Rosa Lida de Malkiel pasa a estudiar dos temas grecolatinos que aparecen en la poesía áurea, como son el de «El ruiseñor de las Geórgicas» y «El ciervo herido y la fuente».
Debemos tener en cuenta que María Rosa Lida de Malkiel ha aplicado la idea de «tradicionalidad» a un ámbito de la literatura diferente a los que veíamos elegidos por el propio Menéndez Pidal, como eran la epopeya y la crónica.
En cualquier caso, el cambio de ámbito no hace más que demostrar la validez de la propuesta, si bien tampoco podemos olvidar que, hoy día, las preocupaciones acerca de lo que es o no es «la literatura española» (por no hablar ya de «lo español») han variado sustancialmente desde la primera mitad del siglo XX. Resulta, en este sentido, interesante, leer cómo Javier Varela describe en 1999, dentro de su ensayo titulado La novela de España cuál era la concepción menendezpidaliana de la literatura:
Desde sus primeras investigaciones cidianas y, de manera más perfilada, con La leyenda de los infantes de Lara, Menéndez Pidal inició su largo viaje hacia la Edad Media castellana —predilección noventayochista, al fin y al cabo—, con la intención de dar con una tradición que veía entonces arrancar de la primitiva épica; tradición nacional y literaria, conservada a través de sus transformaciones, «recuerdos indelebles» del pasado, gratos a la memoria como los de la niñez. La leyenda trata de cómo el caballero Ruy Velázquez, instigado por las quejas de su mujer, entregó a los moros en el campo de Montiel las cabezas de los siete infantes; y de cómo luego se vengó de él Mudarra, el hermano bastardo. Terrible asunto de muertes y venganzas, a cuyo propósito don Ramón anuncia toda una interpretación de la antigua épica.
Fueron, según él, anónimos e incultos juglares de quienes partió la inspiración primera —fuente y vigorosa ocurrencia— capaz de avasallar el ánimo del pueblo. Don Ramón imagina la escena, en cualquier corral o plaza castellana, recitando el poeta su ruda canturria, al tiempo que escruta los rostros ávidos de sus oyentes; retirándose luego a retocar la narración dando mayor resalte a los trozos que mejor habían cautivado la atención del auditorio. La iniciativa corresponde, pues, al juglar, un individuo desconocido, pero el resultado es el producto colectivo del pueblo castellano; «expresión de los altos ideales de la nación», tanto como de las «realidades profundas del corazón», por bárbaras que hoy parezcan. De cantares como el de los Infantes se perdió el recuerdo; murieron, aunque en apariencia, pues su «espíritu inmortal» transmigró a los romances y al teatro posteriores. Y así, la epopeya antigua, nacional y popular, con su «espíritu histórico y realista», fue capaz de inspirar a toda la literatura española, por modo incomparable con cualquiera de las europeas, irremediablemente escindidas entre lo culto y lo vulgar (Varela 1999, p. 241).
Bibliografía
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Braudel, Fernand. La historia de las ciencias sociales, Madrid, Alianza, 1970.
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García Jurado, Francisco. «Virgilio y la Ilustración. Mayans, o los fundamentos críticos de la Historiografía Literaria en España», en Revista de Historiografía 7 (2007), pp. 96–110.
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Lida de Malkiel, María Rosa. La Tradición Clásica en España, Barcelona, Ariel, 1975.
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Maravall, José Antonio. Menéndez Pidal y la historia del pensamiento, Madrid, Ediciones Arión, 1970.
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Menéndez Pidal, Ramón. Los españoles y la literatura. Segunda edición, Madrid, Espasa-Calpe, 1971.
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Valbuena Prat, Ángel. Historia de la literatura española, I–II vols., Barcelona, Gustavo Gili, 1937.
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Varela, Javier. La novela de España, Madrid, Taurus, 1999.
Francisco García Jurado