tradición
Del Lat. traditio, sustantivo derivado del verbo trado, «entregar, transmitir» (It. Tradizione; Ing. Tradition; Fr. Tradition; Al. Tradition).
La base etimológica. El sustantivo «tradición», con correlatos tanto en las demás lenguas romances (Port., Tradição; Fr., Tradition; It., Tradizione; Rum., Tradiție; Gall., Tradución; Cat., Tradició…) como en otras lenguas influidas por el latín (Ing., Tradition; Al., Tradition; Dan., Tradition; sueco, Tradition; Nor., Tradisjon; Irl., Traidisiún; Pol., Tradycja; Checo, Tradice; ruso, Традиция (Traditsiya); Búlg., Традиция (Traditsiya); Serb., Традиција (Tradicija); Cro., Tradicija; Lit., Tradicija…), proviene del sustantivo latino traditio, traditionis, derivado del verbo tradere (Corominas–Pascual 1980, p. 426; Estébanez Calderón 1995, p. 1045; González Rolán et alii. 2002, p. 24; Cristóbal López 2005, p. 29; Kallendorf 2007, p. 1; Martín Rodríguez 2014, p. 33), uno de los lexemas más productivos del campo semántico de «dar» en latín (Martín Rodríguez 1999, pp. 150–158).
Como todos los verbos de ese campo, tradere tiene una estructura de predicado triactancial, que genera construcciones sintácticas de tres lugares que representan al que da, a quien se da y lo que se da. El rasgo semántico que lo individualiza dentro de este paradigma léxico puede formalizarse como «acción dativa no mediata», contenido susceptible de una doble actualización, marcada, en todos los casos, por la omnipresencia del valor traslativo del preverbio trans- (García-Hernández 1980, pp. 211–213). Por una parte, puede actualizarse como una acción dativa puntual, material e inmediata, la entrega: Brutus […] cultrum […] Conlatino tradit (Liv. 1, 59, 1–2: «Bruto entrega el cuchillo a Colatino»); el DLE, en efecto, define «entregar» (un análisis en Martín Rodríguez 1991), heredero semántico, que no morfológico, de tradere, como «Dar algo a alguien, o hacer que pase a tenerlo». Por otra parte, puede también significar una concatenación de acciones dativas sucesivas, en cada una de las cuales el receptor se convierte, a su vez, en dador o transmisor en una nueva acción de dar, con diversas variantes recurrentes, según se haga referencia a cosas que se transmiten de mano en mano, de boca en boca, de predecesor a sucesor (en el desempeño de un cargo público, en la herencia de bienes familiares, etc.), o de generación en generación. La primera de estas variantes está en la base de la popular metáfora de la antorcha (Cristóbal López 2005, p. 32), cuyas raíces, aunque aplicada no a la transmisión de la cultura, sino a la propagación de la vida mediante la sucesión de las generaciones, están ya, al menos, en Lucrecio: et quasi cursores uitai lampada tradunt (Lucr. 2, 79: «y se pasan unos a otros, como los corredores, la antorcha de la vida»; cf. también, aplicado a otro tipo de objetos, y sin traslación metafórica, Hirt. Gall. 8, 15, 5: Fasces […] per manus inter se traditos ante aciem collocarunt: «se fueron pasando de mano en mano los haces de paja y los colocaron delante de la formación»). La segunda variante, en cambio, explica la aplicación del término a las enseñanzas, transmitidas, tradicionalmente, de modo oral (Cic. De or. 2, 130: […] singularum causarum defensiones quas solent magistri pueris tradere […], «[…] las defensas de cada tipo de causa, que suelen los maestros enseñar a los niños […]»), aunque también a cualquier otro contenido de conciencia transmitido por medio de la palabra tanto dicha como escrita (Ov. fast. 5, 85–86: Maia suas forma superasse sorores / traditur («[…] se cuenta que Maya superaba en belleza a sus hermanas»), contenido que se corresponde con la acepción segunda de «tradición» en el DLE: «Noticia de un hecho antiguo transmitida por tradición», y con la que ofrecía el Diccionario de Autoridades: «Noticia de alguna cosa antigua, que se difunde de padres à hijos, y se comunica por relacion sucessiva de unos en otros». No hay que olvidar, por otra parte, la importancia de la oralidad en la transmisión de la cultura en las sociedades antiguas; no en vano, como recuerda Amorós (1997), Platón se refiere genéricamente a la tradición como ta legomena («lo dicho») e identifica en el Teeteto la tradición (παράδοσις, también, por cierto, un verbo de dar) con el arte de enseñar, la transmisión oral de conocimientos (Levin 1957, p. 56). La última de estas variantes, en fin, se refiere a la perduración, bien sea mediante la transmisión de padres a hijos o de generación en generación, de costumbres, instituciones, ritos, prácticas sociales… (Cic. Verr. 5, 78: Cum mos a maioribus traditus sit ut […], «Como hemos heredado de nuestros antepasados la costumbre de»), contenido que se corresponde con la parte final de la primera acepción de tradición en el DLE: «Transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación».
En cuanto a la función de cada uno de estos tres actantes, cuando se actualiza como transmisión a lo largo de las generaciones, podemos recurrir a las etiquetas de «transmisión», «recepción» y «pervivencia», aunque también podría hablarse, en este último caso, de «supervivencia», «reviviscencia» o, incluso, con un enfoque más moderno, «convivencia» (Martín Rodríguez 2014, pp. 10 y 33–34); García Jurado (2016, pp. 32–40) relaciona estos tres elementos interconectados con una serie de metáforas, que dan cuenta de la terminología usualmente aplicada a cada uno de ellos: metáfora hereditaria («legado», «herencia»), de la inmortalidad («pervivencia», «fortuna»), del contagio («influencia», «influjo») y democrática («recepción»). En cualquier caso, lo que caracteriza a la tradición en este sentido es, como dijimos, la necesidad de una serie de actos dativos o transmisivos sucesivos, tras cada uno de los cuales el receptor debe, a su vez, convertirse en nuevo transmisor, mientras el objeto transmitido pervive, sometido a inevitables transformaciones, en función de esa cadena de mediadores (Cristóbal López 2005, p. 32).
Tradere es un verbo común, de uso frecuente en todas las épocas y autores. En los primeros tres siglos de la literatura latina, desde Livio Andronico a Tito Livio, hemos documentado o 1.140 ocurrencias (Martín Rodríguez 1999, pp. 150–151); Cicerón, por ejemplo, lo emplea 429 veces, Tito Livio 417 y Ovidio 75. Traditio, en cambio, es un derivado de uso poco frecuente y documentación relativamente tardía, pues los primeros testimonios, en el siglo I a. C., son de Varrón, que lo aplica a la entrega de un animal vendido (Varro. Rust. 2, 6, 3), y Cicerón, en contexto jurídico, en referencia también a una entrega (Cic. Verr. 2, 1, 132 y Top. 28). Tito Livio lo emplea cuatro veces en contexto militar, tres para la entrega al enemigo de ciudades tras la rendición, y una sobre el peligro del traspaso de poderes en situaciones comprometidas. En latín postclásico, en el siglo primero ofrecen un solo empleo Séneca (Sen. Ben. 6, 17, 2), con referencia a la transmisión de conocimientos en el marco de la enseñanza; Plinio el Viejo (Plin. Nat. 37, 9) y Valerio Máximo (Val. Max. 8, 14, 4), con el sentido de entregar, en contexto militar (Sila entrega a su general, Mario, al rebelde Yugurta, que ha caído en sus manos); Tácito (Tac. Ann. 16, 16), para referirse a la fama que perdura de la muerte de los varones ilustres, y Suetonio (Suet. Aug. 39, 1), con el sentido concreto de dar en mano un objeto material, unas tablillas. Quintiliano lo emplea en tres ocasiones, siempre en el contexto de la enseñanza (Quint. Inst. 3, 1, 3 (bis); 12, 11, 16). En el siglo segundo, Apuleyo lo utiliza tres veces, una con el sentido de entregar en mano (Ov. Met. 11, 21) y dos referidas a una iniciación (Ov. Met. 11, 29), una variante del contenido «enseñanza», y Aulo Gelio en seis ocasiones. En él encontramos, por primera vez, sentidos cercanos a los usuales en su derivado moderno que aquí estudiamos. En el título de Gell. 3, 19, por ejemplo, se refiere a una explicación gramatical de un gramático de época ciceroniana (Qua ratione Gauius Bassus scripserit «parcum» hominem appellatum et quam esse eius uocabuli causam putarit; et contra, quem in modum quibusque uerbis Fauorinus hanc traditionem eius eluserit: «Por qué motivo escribió Gavio Baso que se llama “parco” a un hombre, y cuál consideraba que era el origen de esa palabra; y, en contraposición, de qué modo y con qué palabras se burló Favorino de esta interpretación»). En cambio, en el título de Gell. 8, 1 se habla ya, no de las palabras de una persona individual que se han transmitido hasta el momento actual, sino de una «tradición gramatical» que transciende ya la individualidad: «Hesterna noctu» rectene an cum uitio dicatur et quaenam super istis uerbis grammatica traditio sit («Si es correcto o incorrecto emplear hesterna noctu para referirse a “la noche de ayer”, y cuál es la tradición gramatical al respecto»). A una tradición ya no individual se refiere también Gelio en Gell. 13, 23, 1: sed eam quoque traditionem fuisse, ut Nerio a quibusdam uxor esse Martis diceretur («sino que había también una tradición en virtud de la cual sostenían algunos que Nerio era la esposa de Marte») y en Gell. 16, 5, 1: Pleraque sunt uocabula, quibus uulgo utimur neque tamen liquido scimus, quid ea proprie atque uere significent, sed incompertam et uulgariam traditionem rei non exploratae secuti uidemur magis dicere, quod uolumus, quam dicimus («Hay muchas palabras de uso común que utilizamos sin saber lo que propia y verdaderamente significan, sino que, siguiendo una tradición sin fundamento y extendida, más parecemos decir lo que queremos que lo que decimos»). El jurista Gayo, en fin, lo emplea en siete ocasiones, siempre, como era de esperar, en un contexto jurídico, para denotar una entrega que marca jurídicamente un cambio de propiedad.
De este análisis del empleo del término en los primeros cinco siglos de la literatura latina se deduce que traditio heredó todo el espectro significativo de su base léxica tradere, aunque la aplicación a la transmisión a través de las generaciones mediante una serie sucesiva de mediadores no está documentada hasta el siglo II de nuestra era, con Aulo Gelio, y siempre referida a la transmisión de contenidos verbales.
La pervivencia morfológica. En lo que se refiere a la pervivencia morfológica, tradere no ha dejado apenas herederos en nuestra lengua, aunque se documentan aún, en el siglo XIII, «traer» (Primera Crónica General) o «traher» (Castigos del Rey Don Sancho), con el sentido de «traicionar», formas que desaparecerán en el siglo siguiente por la molesta homonimia con «traer», procedente de trahere, siendo sustituidas por la perífrasis «hacer traición», común en español hasta la consolidación de «traicionar» ya en el siglo XIX (Corominas–Pascual 1984, p. 426).
En el plano nominal traditio, en cambio, ha generado dos herederos de uso hoy común. Por una parte, el derivado patrimonial «traición» (presente ya en Berceo, aunque el Poema de Mío Cid documenta la variante «tración»), relacionado con el primero de los dos valores de tradere, la entrega, aunque con un matiz de acción dolosa de desarrollo tardío en latín, pues no se documenta, al menos, en los primeros cinco siglos de la literatura latina. Por otra parte, el derivado culto «tradición», cuya primera aparición en el CORDE remonta a 1508 (Vergel de discretos, de Francisco de Ávila), que documenta los dos valores principales del verbo base latino, la entrega («entrega a alguien de algo», séptima acepción en el DLE, término técnico propio de la lengua jurídica) y la transmisión a través de las generaciones («transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación», acepción primera; o «doctrina, costumbre, etc., conservada en un pueblo por transmisión de padres a hijos», acepción tercera).
La situación es comparable en otras lenguas romances, como el francés, aunque en esta lengua tradere pervive en «trahir» («Livrer ou abandonner avec perfidie»), del cual deriva «trahison», atestiguado ya en la Chanson de Roland (ca. 1100: «traisun»), o el Eneas (ca. 1160: «traison»), con el mismo matiz de «acción dolosa» de «trahir» (TLFi: s. v.). Por su parte, el derivado culto «tradition», documentado desde 1268, presenta los dos valores propios en la lengua clásica del verbo originario, la entrega y la transmisión de generación en generación. Véanse, por ejemplo, las dos primeras acepciones que ofrece el TLFi: «Procédé consistant à transmettre à une personne la possession d’un objet par la remise de la main à la main», especialmente en la lengua jurídica, y « façon de transmettre un savoir, abstrait ou concret, de génération en génération par la parole, par l’écrit ou par l’exemple».
Una hipótesis sobre el desarrollo semasiológico de trado y traditio. Aventurando, por tanto, una hipótesis sobre su probable desarrollo diacrónico, podemos decir que tradere designaba posiblemente en su origen una acción dativa puntual, concreta e inmediata, la entrega en mano de un objeto o una persona, polarizada a veces en la esfera del derecho como un dar que genera un cambio de posesión con repercusiones jurídicas. En un segundo momento, mediante la actualización, en virtud de la polisemia de su preverbio trans-, de un clasema aspectual progresivo que opera en el ámbito temporal (García-Hernández 1980, p. 213), pasaría a designar también una sucesión de acciones dativas en las que cada receptor se convierte a su vez en transmisor; primero, es de suponer, referido a objetos materiales que pasan efectivamente de mano en mano, después, con un mayor nivel de abstracción, a contenidos verbales que se transmiten de boca en boca, y por último, rompiendo la inmediatez de acciones que se suceden sin transición alguna, a todo lo que es susceptible de transmitirse de generación en generación. Su derivado traditio adoptará también todos estos valores, y además, a continuación, por metonimia, pasaría a designar también lo transmitido de esta manera, los tradita o las «tradiciones» (Cristóbal López 2005, p. 30), y, por último, ya en nuestro tiempo, la propia disciplina que las estudia (Laguna Mariscal 2004, p. 84, a propósito de la etiqueta «Tradición Clásica»).
En cuanto a la noción de «traicionar», en cuyo origen está, sin duda, una entrega con el matiz de «acción dolosa», especialmente en contextos militares, parece un desarrollo semántico tardío del verbo, que quizás llegó a especializarse en este sentido, como prueban sus derivados romances, que se relacionan siempre con «traicionar», pero no con ningún otro de los sentidos clásicos de tradere: port., «trair»; cat., «trair»; it., «tradire»; rum., «trada»…, además de los ejemplos españoles y franceses ya mencionados. Este mismo sentido encontramos en los correlatos nominales en las mismas lenguas: port., «traição»; cat., «traïció»; it., «tradimento»; rum. «trădare»… Parece, pues, que los sentidos de «traicionar, traición» provienen de una derivación patrimonial, que refleja seguramente el significado usual de trado y traditio en la lengua hablada de la Antigüedad tardía (y en el latín medieval o el llamado neolatín, cuando se emplean sin mayores pretensiones literarias ni clasicizantes; así, en una carta de protesta remitida al arzobispo de Pisa a principios del siglo XVI, el Gran Turco se refiere a unos actos de piratería como illam magnam traditionem [Levin 1957, p. 56]), mientras que «tradición» y sus correlatos, en su origen cultismos, recogen sus sentidos clásicos. Parece, por ello, prudente hacer gala de cautela antes de extrapolar al derivado culto «tradición» la idea de traición intrínseca exclusivamente al derivado patrimonial, como se hace a veces, con brillantez e ingenio, en la crítica actual. En latín clásico, por lo demás, la traición se expresaba habitualmente mediante otro verbo también emparentado con dare, prodere (Martín Rodríguez 1999, pp. 159–160).
la acotación del concepto en la crítica moderna. Aunque la historia formal de la palabra no plantea particulares problemas, la acotación del concepto es una cuestión más compleja, como han subrayado, entre otros muchos, Menand (1993, p. 1295), para quien la tradición es un concepto implicado en casi cada aspecto de la crítica literaria, Lenclud (1994), que considera «tradición» una «palabra-problema», Amorós, para quien se trata de «un concepto equívoco, ambiguo y de difícil definición» (1997, p. 20), Estébanez Calderón (1995, p. 1045), que señala su capacidad de aplicación, con sentidos distintos, a diversos ámbitos (jurídico, teológico, literario…), o González Rolán et alii, que ofrecen, además, una abundante bibliografía (2002, p. 25, n. 54), que puede completarse con la que presentan Menand y Foley (1993, p. 1296).
Históricamente, el concepto se vinculó exclusivamente a la alta cultura y, como el mayor aporte «genético» a la cultura occidental lo constituye el legado grecorromano, se aplicaba habitualmente a la transmisión de la herencia de Grecia y Roma, en especial en el ámbito de la literatura (según señala Levin 1957, pp. 59–60), el término fue introducido en el vocabulario de la crítica por Sainte-Beuve en 1858, en una conferencia impartida en la École Normale: De la tradition en littérature et dans quel sens il la faut entendre.). Esta vinculación se mantuvo hasta el último tercio del siglo XVIII, cuando, con la eclosión de tradiciones nuevas y alternativas, el concepto se liberará de su relación unívoca con el mundo clásico, y lo que antes era «la tradición», a secas, pasará a ser «la Tradición Clásica» (García Jurado 2007; sobre el origen del término, cf. además Laguna Mariscal 2004; García Jurado 2016, pp. 88–92), junto a la que empezarán a tomar carta de naturaleza otras tradiciones, como «la tradición moderna» e incluso «la tradición popular», subsumida antes en el concepto de «folklore», a favor de la cual acabará inclinándose la aplicación antonomástica del término (García Jurado 2016, p. 73). Sin embargo, todavía Harry Levin (1957, p. 56) consideraba el sintagma «Tradición Clásica» casi una tautología, y hablar de una tradición romántica, naturalista o revolucionaria, una contradictio in terminis.
Esta parcelación del concepto, con todo, podría haber permitido su contemplación desde una perspectiva más amplia, pero seguirá refiriéndose, sobre todo, al dominio de la literatura, como puede verse, dentro del ámbito de la Tradición Clásica, en las influyentes monografías de Curtius (1948), para quien la literatura occidental forma una unidad por la continuidad cultural que se ha mantenido desde las literaturas griega y latina, y Highet (1949), cuyo subtítulo, a este respecto, es significativo (The Classical Tradition. Greek and Roman Influences on Western Literature).
La tradición se ha entendido con mucha frecuencia, a un nivel más particular, como la relación entre dos productos culturales y, más concretamente literarios, marcados por el vínculo de la dependencia, que ha de darse, en la influyente opinión, entre nosotros, de Dámaso Alonso (1963), no solo en el plano del contenido, sino también en el de la expresión, pues si no se detecta esta doble dependencia nos hallaríamos, más bien, ante un fenómeno de poligénesis. También Highet (1949, p. 202) había insistido, para admitir una relación de dependencia, en la necesidad de demostrar que un autor leyó o pudo haber leído al otro y que hay una clara similitud tanto en el contenido como en la expresión. Se trata, quizás, de una postura radical que minimiza el papel de los mediadores, elementos intrínsecos a lo que se entiende habitualmente por tradición; como señala Guillén (1979, p. 92), se podía, por ejemplo, en una época saturada por el petrarquismo, escribir sonetos petrarquistas sin haber leído a Petrarca, e incluso petrarquizando sin saberlo. Entendida la tradición en ese sentido, se acerca mucho al concepto de intertextualidad, especialmente, en el modelo que presenta Genette (1982) en Palimpsestos, aun cuando el hipotexto no sea en realidad un texto físico propiamente dicho, sino una especie de texto virtual o de materia prima sobre la que se construye el hipertexto (García Jurado 2016, pp. 212–214).
Esta dicotomía de tradición y poligénesis no es, por lo demás, aplicable solo a la literatura, sino que es extrapolable a cualquier otra faceta de la vida: si un niño, durante una visita, se comporta con sus anfitriones como le ha enseñado su padre, estaremos ante un caso de tradición; pero si otro niño, sin haber recibido esta enseñanza explícita, se comporta, por simple sentido común, de manera semejante en un contexto similar, estaremos ante un caso de poligénesis.
Ahora bien, cuando se entiende la tradición no como la relación individual de dependencia entre dos textos o fenómenos, ni como el proceso de transmisión a lo largo de las generaciones de un contenido cultural específico, literario o no (por ejemplo, la transmisión del texto plautino, que se corresponde con la modalidad específica de tradición que llamamos «tradición diplomática», o la tradición de visitar los cementerios a primeros de noviembre), sino como el proceso mediante el cual cada generación (planteando las cosas simplificadamente) transmite colectivamente a la siguiente (y esta a la siguiente, y así sucesivamente) todo lo que esa sociedad estima, consciente o inconscientemente, como digno de transmisión, manteniendo o transformando lo recibido, recuperando cosas que se habían ya perdido u olvidado, añadiendo nuevos ingredientes y eliminando o dejando latente todo aquello que ha dejado de tener valor, el concepto de tradición adquiere un sentido colectivo que la equipara, metafóricamente, al estatus de «genética» de las culturas (Martín Rodríguez 2010).
No se trata, por tanto, de un proceso necesariamente lineal, como un gran río que se desplaza desde el pasado hasta el futuro, como ya explicó, con gracejo, refiriéndose específicamente a la literatura, Cleanth Brooks:
The literary historian constantly treats the tradition as though it were a great river whose course he traces from its beginnings to the present. We are in the habit of viewing it chronologically, of seeing it as a continuity of cause and effect, of moving downstream with the current. But new writers do not float idly upon the current like so much driftwood; rather, like salmon, they fight their way upstream (Brooks 1943, p. 585).
En cualquier época, en efecto, los receptores y futuros (re)transmisores de una tradición cultural pueden no solo mirar atrás en busca de confirmaciones, sino también reactivar contenidos, prácticas y saberes que habían quedado temporalmente fuera de circulación; es lo que ocurrió, por ejemplo, y a gran escala, en el Renacimiento. He aquí como lo explica Claudio Guillén:
El itinerario temporal de la literatura es un itinerario complejo y selectivo de acrecentamiento. Los sistemas literarios evolucionan de una manera muy especial, que se caracteriza por la continuidad de ciertos componentes, la desaparición de otros, el despertar de posibilidades olvidadas, la veloz irrupción de novedades, el efecto retardado de otras […] Hay recuperaciones y rescates asimismo influyentes y espectaculares, en todos los ámbitos de las artes y de la cultura […] como la tentativa de nutrir de nuevo de raíces africanas en América Latina y más tarde Estados Unidos, a través de los diferentes géneros de arte afroamericano (Guillén 1985, p. 370).
La relación entre presente y pasado que implica necesariamente la tradición, que ya había subrayado Cleanth Brooks:
These two points should be kept in mind, if we are to understand a writer's relation to the tradition. For the meaning of the relation resides in a tension between the two principles —the inescapable sense of the past, and the necessity for relating the inherited past to the present (Brooks 1943, p. 585).
Tal idea está en la base de la conocida tesis sobre la «ansiedad de las influencias» de H. Bloom (1973), que enfatiza los esfuerzos del nuevo poeta para escapar de la influencia opresiva de sus precursores por medio de una serie de estrategias como la falsa lectura («misreading») de sus obras para hacer posibles las propias (Menand 1993, p. 1296), puede también explicarse mediante los sugestivos principios teóricos de la historia literaria propuestos por Uhlig (1982): la «palingenesia» o regeneración, en virtud de la cual el ayer renace en el hoy; la «ananké» (necesidad), que implica que el ayer determina necesariamente al hoy, y el «palimpsesto» o reescritura, en virtud del cual el hoy reescribe y reintegra el ayer (Guillén 1985, p. 378).
Si entendemos la tradición (ya sea en el plano específico de la literatura o en el ámbito más general del conjunto de la cultura) desde un punto de vista colectivo, podríamos decir con Pedro Salinas que nadie puede escapar a su tradición, «que le está esperando para alimentarle como el pecho de la madre», que lo circunda como nos rodea el aire y entra en nosotros, y en la que se inserta por medio de la adquisición del lenguaje (Salinas 1970, pp. 116–118). No es posible escapar de ella ni en su sentido más general, ni en el ámbito más restrictivo de la literatura, pues, como subraya Gadamer, es imposible salirse de la matriz interpretativa de la propia tradición (Menand 1993, p. 1296). Y, por supuesto, nadie puede abarcarla por completo (ib. 127), porque constituye una enorme reserva de materiales (ib. 122). Una parte de esta tradición colectiva, especialmente en el ámbito de la tradición popular y tarda, se adquirirá sin esfuerzo alguno, y en muchos casos, incluso, sin consciencia de ello, mientras que el acceso a lo que conocemos como tradición culta, lo que Salinas llama «la tradición de los letrados», requerirá un denodado esfuerzo (Salinas 1970, p. 122). En este sentido, Salinas (1970, p. 117) tilda con razón de injustamente exclusivo y en exceso intelectual el concepto estrecho de tradición de T. S. Eliot (1959), para quien la tradición no se puede heredar, sino que hay que ganársela con arduo esfuerzo, pues solo es admisible si se aplica a la tradición culta, que considera él también, eso sí, como la forma suprema de la tradición. En realidad, cada uno de nosotros, aun no siendo siempre conscientes de ello, asimilamos continuamente a lo largo de toda nuestra vida la tradición colectiva en la que nos hemos criado, ampliando paulatinamente, a medida que se ensancha nuestra posesión de los contenidos tradicionales, nuestros horizontes (Salinas 1970, p. 123) y a la vez colaboramos parcialmente en su transformación y en su transmisión, unos de modo inconsciente y otros con plena conciencia e intención, en función, en buena medida, de la división tripartita de receptores que proponen González Rolán et al. (2002, p. 30; cf. también Martín Rodríguez 2014, p. 34, n. 35), aunque aplicada solo a la literatura: «receptores pasivos», la mayoría anónima y silenciosa que no comunica su experiencia, «reproductivos» (la crítica, el ensayo, el comentario, la traducción…) y «productivos», los que crean una nueva obra con el estímulo de otra anterior. Y, aunque parezca paradójico, el propio apartamiento consciente de la tradición (por ejemplo, los ismos) acaba, una vez asimilado por la cultura en la que se origina, convirtiéndose en parte de esa misma tradición de la que se quería huir: para un estudiante de literatura de nuestros días, en efecto, tan tradicional resulta un autor romántico como otro neoclásico. Como recuerda Estébanez Calderón: «Estas rupturas con la tradición forman parte de la tradición cultural» (1995, p. 1045) y hasta podría hablarse, de acuerdo con la ingeniosa fórmula de Octavio Paz (1970), de una «tradición de la ruptura». No puede negarse, en efecto, que, como señala Menand:
Flagrantry antitraditional —avant-garde or experimental— writing is, on this view, still writing that can be understood only in terms of the t[radition] from which it deviates; and such writing itself once widely practiced will then be regarded as constituting a t[radition] ot its own (Menand 1993, p. 1295).
En toda época, en fin, parecen convivir en un estado de tensión lo que Claudio Guillén llama «escuelas» (orientadas al pasado, al mantenimiento de lo que se considera aún vigente en la tradición) y «movimientos» (orientados al futuro, que a veces supone no tanto una propuesta enteramente nueva, sino más bien una recuperación):
La escuela supone unos maestros, una continuidad, una tradición que se respeta y estudia, unas habilidades que se adquieren, unos alumnos que tienen por insuficiente […] su propia experiencia. Del Romanticismo para acá, en cambio, florecen movimientos cuyos propósitos son polémicos e inmanentes. El movimiento se orienta hacia el futuro, o, mejor dicho, desde él (Guillén 1985, p. 365).
Es importante, por último, la distinción entre una tradición patrimonial, asumida inconscientemente, que implica una progresión y una evolución natural y constante, con el consiguiente desgaste y transformación de lo transmitido y asimilado, y una tradición culta, que supone más bien una regresión y una mímesis (Cristóbal López 2005, pp. 31–32). Aunque, eso sí, ese proceso de recepción y asimilación raramente consistirá, incluso en el ámbito de la tradición culta, en una simple fidelidad mimética, pues cada individuo (y, colectivamente, cada generación) (re)interpreta lo que recibe y de este modo lo transforma, modificando la concepción del pasado y estableciendo con ello un nuevo tipo de relación de este con el presente; así, el cuento de fantasmas que inserta Plinio el Joven en una de sus cartas ha podido leerse, después de la aparición de este género en el siglo XVIII, como un relato gótico (García Jurado 2010, p. 98) y, cuando se consolida el género policiaco, Edipo Rey se convierte en su primer avatar, o al menos en su precedente, y cualquiera que esté familiarizado con este género moderno verá en su lectura de la tragedia cosas en las que Sófocles difícilmente pudo haber pensado. La idea, por lo demás, estaba ya en un ensayo de Eliot publicado en 1919 (Eliot 1951), donde se contempla la literatura como un sistema en el que lo antiguo y lo moderno se combinan en un equilibrio inestable, que se reconfigura cada vez que una obra nueva (realmente novedosa) hace su aparición (García Jurado 2016, pp. 143–144).
La tradición, en fin, recurriendo a las brillantes metáforas de Salinas (1970, pp. 15–17), que podemos, además, extrapolar del poeta (a quien él las aplica) a cualquiera de nosotros en cualquier faceta de nuestra vida, es el «hábitat» —la zona donde se cría adecuadamente una cierta especie vegetal o animal— en el que vivimos, y del mismo modo como descansamos en una deliciosa pradera que no es otra cosa que el estado presente último y visible de la «tradición geológica», vivimos también, culturalmente, sobre profundidades, las profundidades de la tradición.
Es curioso, por lo demás, que, a diferencia de nuestra vida, que es un futuro abierto que se convierte momentáneamente en presente para hacerse enseguida pasado, la tradición es un pasado («cosas cronológicamente pasadas, pero en plena función de vida», como recuerda Salinas, 1970, p. 116), que se hace continuamente presente, y que, sin dejar nunca de trastear en sus raíces o en sus cimientos, apunta siempre al futuro.
Bibliografía
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Antonio María Martín Rodríguez