tradición
Del Lat. traditio, sustantivo derivado del verbo trado, «entregar, transmitir» (It. Tradizione; Ing. Tradition; Fr. Tradition; Al. Tradition).
La base etimológica. El sustantivo «tradición», con correlatos tanto en las demás lenguas romances (Port., Tradição; Fr., Tradition; It., Tradizione; Rum., Tradiție; Gall., Tradución; Cat., Tradició…) como en otras lenguas influidas por el latín (Ing., Tradition; Al., Tradition; Dan., Tradition; sueco, Tradition; Nor., Tradisjon; Irl., Traidisiún; Pol., Tradycja; Checo, Tradice; ruso, Традиция (Traditsiya); Búlg., Традиция (Traditsiya); Serb., Традиција (Tradicija); Cro., Tradicija; Lit., Tradicija…), proviene del sustantivo latino traditio, traditionis, derivado del verbo tradere (Corominas–Pascual 1980, p. 426; Estébanez Calderón 1995, p. 1045; González Rolán et alii. 2002, p. 24; Cristóbal López 2005, p. 29; Kallendorf 2007, p. 1; Martín Rodríguez 2014, p. 33), uno de los lexemas más productivos del campo semántico de «dar» en latín (Martín Rodríguez 1999, pp. 150–158).
Como todos los verbos de ese campo, tradere tiene una estructura de predicado triactancial, que genera construcciones sintácticas de tres lugares que representan al que da, a quien se da y lo que se da. El rasgo semántico que lo individualiza dentro de este paradigma léxico puede formalizarse como «acción dativa no mediata», contenido susceptible de una doble actualización, marcada, en todos los casos, por la omnipresencia del valor traslativo del preverbio trans- (García-Hernández 1980, pp. 211–213). Por una parte, puede actualizarse como una acción dativa puntual, material e inmediata, la entrega: Brutus […] cultrum […] Conlatino tradit (Liv. 1, 59, 1–2: «Bruto entrega el cuchillo a Colatino»); el DLE, en efecto, define «entregar» (un análisis en Martín Rodríguez 1991), heredero semántico, que no morfológico, de tradere, como «Dar algo a alguien, o hacer que pase a tenerlo». Por otra parte, puede también significar una concatenación de acciones dativas sucesivas, en cada una de las cuales el receptor se convierte, a su vez, en dador o transmisor en una nueva acción de dar, con diversas variantes recurrentes, según se haga referencia a cosas que se transmiten de mano en mano, de boca en boca, de predecesor a sucesor (en el desempeño de un cargo público, en la herencia de bienes familiares, etc.), o de generación en generación. La primera de estas variantes está en la base de la popular metáfora de la antorcha (Cristóbal López 2005, p. 32), cuyas raíces, aunque aplicada no a la transmisión de la cultura, sino a la propagación de la vida mediante la sucesión de las generaciones, están ya, al menos, en Lucrecio: et quasi cursores uitai lampada tradunt (Lucr. 2, 79: «y se pasan unos a otros, como los corredores, la antorcha de la vida»; cf. también, aplicado a otro tipo de objetos, y sin traslación metafórica, Hirt. Gall. 8, 15, 5: Fasces […] per manus inter se traditos ante aciem collocarunt: «se fueron pasando de mano en mano los haces de paja y los colocaron delante de la formación»). La segunda variante, en cambio, explica la aplicación del término a las enseñanzas, transmitidas, tradicionalmente, de modo oral (Cic. De or. 2, 130: […] singularum causarum defensiones quas solent magistri pueris tradere […], «[…] las defensas de cada tipo de causa, que suelen los maestros enseñar a los niños […]»), aunque también a cualquier otro contenido de conciencia transmitido por medio de la palabra tanto dicha como escrita (Ov. fast. 5, 85–86: Maia suas forma superasse sorores / traditur («[…] se cuenta que Maya superaba en belleza a sus hermanas»), contenido que se corresponde con la acepción segunda de «tradición» en el DLE: «Noticia de un hecho antiguo transmitida por tradición», y con la que ofrecía el Diccionario de Autoridades: «Noticia de alguna cosa antigua, que se difunde de padres à hijos, y se comunica por relacion sucessiva de unos en otros». No hay que olvidar, por otra parte, la importancia de la oralidad en la transmisión de la cultura en las sociedades antiguas; no en vano, como recuerda Amorós (1997), Platón se refiere genéricamente a la tradición como ta legomena («lo dicho») e identifica en el Teeteto la tradición (παράδοσις, también, por cierto, un verbo de dar) con el arte de enseñar, la transmisión oral de conocimientos (Levin 1957, p. 56). La última de estas variantes, en fin, se refiere a la perduración, bien sea mediante la transmisión de padres a hijos o de generación en generación, de costumbres, instituciones, ritos, prácticas sociales… (Cic. Verr. 5, 78: Cum mos a maioribus traditus sit ut […], «Como hemos heredado de nuestros antepasados la costumbre de»), contenido que se corresponde con la parte final de la primera acepción de tradición en el DLE: «Transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación».
En cuanto a la función de cada uno de estos tres actantes, cuando se actualiza como transmisión a lo largo de las generaciones, podemos recurrir a las etiquetas de «transmisión», «recepción» y «pervivencia», aunque también podría hablarse, en este último caso, de «supervivencia», «reviviscencia» o, incluso, con un enfoque más moderno, «convivencia» (Martín Rodríguez 2014, pp. 10 y 33–34); García Jurado (2016, pp. 32–40) relaciona estos tres elementos interconectados con una serie de metáforas, que dan cuenta de la terminología usualmente aplicada a cada uno de ellos: metáfora hereditaria («legado», «herencia»), de la inmortalidad («pervivencia», «fortuna»), del contagio («influencia», «influjo») y democrática («recepción»). En cualquier caso, lo que caracteriza a la tradición en este sentido es, como dijimos, la necesidad de una serie de actos dativos o transmisivos sucesivos, tras cada uno de los cuales el receptor debe, a su vez, convertirse en nuevo transmisor, mientras el objeto transmitido pervive, sometido a inevitables transformaciones, en función de esa cadena de mediadores (Cristóbal López 2005, p. 32).
Tradere es un verbo común, de uso frecuente en todas las épocas y autores. En los primeros tres siglos de la literatura latina, desde Livio Andronico a Tito Livio, hemos documentado o 1.140 ocurrencias (Martín Rodríguez 1999, pp. 150–151); Cicerón, por ejemplo, lo emplea 429 veces, Tito Livio 417 y Ovidio 75. Traditio, en cambio, es un derivado de uso poco frecuente y documentación relativamente tardía, pues los primeros testimonios, en el siglo I a. C., son de Varrón, que lo aplica a la entrega de un animal vendido (Varro. Rust. 2, 6, 3), y Cicerón, en contexto jurídico, en referencia también a una entrega (Cic. Verr. 2, 1, 132 y Top. 28). Tito Livio lo emplea cuatro veces en contexto militar, tres para la entrega al enemigo de ciudades tras la rendición, y una sobre el peligro del traspaso de poderes en situaciones comprometidas. En latín postclásico, en el siglo primero ofrecen un solo empleo Séneca (Sen. Ben. 6, 17, 2), con referencia a la transmisión de conocimientos en el marco de la enseñanza; Plinio el Viejo (Plin. Nat. 37, 9) y Valerio Máximo (Val. Max. 8, 14, 4), con el sentido de entregar, en contexto militar (Sila entrega a su general, Mario, al rebelde Yugurta, que ha caído en sus manos); Tácito (Tac. Ann. 16, 16), para referirse a la fama que perdura de la muerte de los varones ilustres, y Suetonio (Suet. Aug. 39, 1), con el sentido concreto de dar en mano un objeto material, unas tablillas. Quintiliano lo emplea en tres ocasiones, siempre en el contexto de la enseñanza (Quint. Inst. 3, 1, 3 (bis); 12, 11, 16). En el siglo segundo, Apuleyo lo utiliza tres veces, una con el sentido de entregar en mano (Ov. Met. 11, 21) y dos referidas a una iniciación (Ov. Met. 11, 29), una variante del contenido «enseñanza», y Aulo Gelio en seis ocasiones. En él encontramos, por primera vez, sentidos cercanos a los usuales en su derivado moderno que aquí estudiamos. En el título de Gell. 3, 19, por ejemplo, se refiere a una explicación gramatical de un gramático de época ciceroniana (Qua ratione Gauius Bassus scripserit «parcum» hominem appellatum et quam esse eius uocabuli causam putarit; et contra, quem in modum quibusque uerbis Fauorinus hanc traditionem eius eluserit: «Por qué motivo escribió Gavio Baso que se llama “parco” a un hombre, y cuál consideraba que era el origen de esa palabra; y, en contraposición, de qué modo y con qué palabras se burló Favorino de esta interpretación»). En cambio, en el título de Gell. 8, 1 se habla ya, no de las palabras de una persona individual que se han transmitido hasta el momento actual, sino de una «tradición gramatical» que transciende ya la individualidad: «Hesterna noctu» rectene an cum uitio dicatur et quaenam super istis uerbis grammatica traditio sit («Si es correcto o incorrecto emplear hesterna noctu para referirse a “la noche de ayer”, y cuál es la tradición gramatical al respecto»). A una tradición ya no individual se refiere también Gelio en Gell. 13, 23, 1: sed eam quoque traditionem fuisse, ut Nerio a quibusdam uxor esse Martis diceretur («sino que había también una tradición en virtud de la cual sostenían algunos que Nerio era la esposa de Marte») y en Gell. 16, 5, 1: Pleraque sunt uocabula, quibus uulgo utimur neque tamen liquido scimus, quid ea proprie atque uere significent, sed incompertam et uulgariam traditionem rei non exploratae secuti uidemur magis dicere, quod uolumus, quam dicimus («Hay muchas palabras de uso común que utilizamos sin saber lo que propia y verdaderamente significan, sino que, siguiendo una tradición sin fundamento y extendida, más parecemos decir lo que queremos que lo que decimos»). El jurista Gayo, en fin, lo emplea en siete ocasiones, siempre, como era de esperar, en un contexto jurídico, para denotar una entrega que marca jurídicamente un cambio de propiedad.
De este análisis del empleo del término en los primeros cinco siglos de la literatura latina se deduce que traditio heredó todo el espectro significativo de su base léxica tradere, aunque la aplicación a la transmisión a través de las generaciones mediante una serie sucesiva de mediadores no está documentada hasta el siglo II de nuestra era, con Aulo Gelio, y siempre referida a la transmisión de contenidos verbales.
La pervivencia morfológica. En lo que se refiere a la pervivencia morfológica, tradere no ha dejado apenas herederos en nuestra lengua, aunque se documentan aún, en el siglo XIII, «traer» (Primera Crónica General) o «traher» (Castigos del Rey Don Sancho), con el sentido de «traicionar», formas que desaparecerán en el siglo siguiente por la molesta homonimia con «traer», procedente de trahere, siendo sustituidas por la perífrasis «hacer traición», común en español hasta la consolidación de «traicionar» ya en el siglo XIX (Corominas–Pascual 1984, p. 426).
En el plano nominal traditio, en cambio, ha generado dos herederos de uso hoy común. Por una parte, el derivado patrimonial «traición» (presente ya en Berceo, aunque el Poema de Mío Cid documenta la variante «tración»), relacionado con el primero de los dos valores de tradere, la entrega, aunque con un matiz de acción dolosa de desarrollo tardío en latín, pues no se documenta, al menos, en los primeros cinco siglos de la literatura latina. Por otra parte, el derivado culto «tradición», cuya primera aparición en el CORDE remonta a 1508 (Vergel de discretos, de Francisco de Ávila), que documenta los dos valores principales del verbo base latino, la entrega («entrega a alguien de algo», séptima acepción en el DLE, término técnico propio de la lengua jurídica) y la transmisión a través de las generaciones («transmisión de noticias, composiciones literarias, doctrinas, ritos, costumbres, etc., hecha de generación en generación», acepción primera; o «doctrina, costumbre, etc., conservada en un pueblo por transmisión de padres a hijos», acepción tercera).
La situación es comparable en otras lenguas romances, como el francés, aunque en esta lengua tradere pervive en «trahir» («Livrer ou abandonner avec perfidie»), del cual deriva «trahison», atestiguado ya en la Chanson de Roland (ca. 1100: «traisun»), o el Eneas (ca. 1160: «traison»), con el mismo matiz de «acción dolosa» de «trahir» (TLFi: s. v.). Por su parte, el derivado culto «tradition», documentado desde 1268, presenta los dos valores propios en la lengua clásica del verbo originario, la entrega y la transmisión de generación en generación. Véanse, por ejemplo, las dos primeras acepciones que ofrece el TLFi: «Procédé consistant à transmettre à une personne la possession d’un objet par la remise de la main à la main», especialmente en la lengua jurídica, y « façon de transmettre un savoir, abstrait ou concret, de génération en génération par la parole, par l’écrit ou par l’exemple».
Una hipótesis sobre el desarrollo semasiológico de trado y traditio. Aventurando, por tanto, una hipótesis sobre su probable desarrollo diacrónico, podemos decir que tradere designaba posiblemente en su origen una acción dativa puntual, concreta e inmediata, la entrega en mano de un objeto o una persona, polarizada a veces en la esfera del derecho como un dar que genera un cambio de posesión con repercusiones jurídicas. En un segundo momento, mediante la actualización, en virtud de la polisemia de su preverbio trans-, de un clasema aspectual progresivo que opera en el ámbito temporal (García-Hernández 1980, p. 213), pasaría a designar también una sucesión de acciones dativas en las que cada receptor se convierte a su vez en transmisor; primero, es de suponer, referido a objetos materiales que pasan efectivamente de mano en mano, después, con un mayor nivel de abstracción, a contenidos verbales que se transmiten de boca en boca, y por último, rompiendo la inmediatez de acciones que se suceden sin transición alguna, a todo lo que es susceptible de transmitirse de generación en generación. Su derivado traditio adoptará también todos estos valores, y además, a continuación, por metonimia, pasaría a designar también lo transmitido de esta manera, los tradita o las «tradiciones» (Cristóbal López 2005, p. 30), y, por último, ya en nuestro tiempo, la propia disciplina que las estudia (Laguna Mariscal 2004, p. 84, a propósito de la etiqueta «Tradición Clásica»).
En cuanto a la noción de «traicionar», en cuyo origen está, sin duda, una entrega con el matiz de «acción dolosa», especialmente en contextos militares, parece un desarrollo semántico tardío del verbo, que quizás llegó a especializarse en este sentido, como prueban sus derivados romances, que se relacionan siempre con «traicionar», pero no con ningún otro de los sentidos clásicos de tradere: port., «trair»; cat., «trair»; it., «tradire»; rum., «trada»…, además de los ejemplos españoles y franceses ya mencionados. Este mismo sentido encontramos en los correlatos nominales en las mismas lenguas: port., «traição»; cat., «traïció»; it., «tradimento»; rum. «trădare»… Parece, pues, que los sentidos de «traicionar, traición» provienen de una derivación patrimonial, que refleja seguramente el significado usual de trado y traditio en la lengua hablada de la Antigüedad tardía (y en el latín medieval o el llamado neolatín, cuando se emplean sin mayores pretensiones literarias ni clasicizantes; así, en una carta de protesta remitida al arzobispo de Pisa a principios del siglo XVI, el Gran Turco se refiere a unos actos de piratería como illam magnam traditionem [Levin 1957, p. 56]), mientras que «tradición» y sus correlatos, en su origen cultismos, recogen sus sentidos clásicos. Parece, por ello, prudente hacer gala de cautela antes de extrapolar al derivado culto «tradición» la idea de traición intrínseca exclusivamente al derivado patrimonial, como se hace a veces, con brillantez e ingenio, en la crítica actual. En latín clásico, por lo demás, la traición se expresaba habitualmente mediante otro verbo también emparentado con dare, prodere (Martín Rodríguez 1999, pp. 159–160).
la acotación del concepto en la crítica moderna. Aunque la historia formal de la palabra no plantea particulares problemas, la acotación del concepto es una cuestión más compleja, como han subrayado, entre otros muchos, Menand (1993, p. 1295), para quien la tradición es un concepto implicado en casi cada aspecto de la crítica literaria, Lenclud (1994), que considera «tradición» una «palabra-problema», Amorós, para quien se trata de «un concepto equívoco, ambiguo y de difícil definición» (1997, p. 20), Estébanez Calderón (1995, p. 1045), que señala su capacidad de aplicación, con sentidos distintos, a diversos ámbitos (jurídico, teológico, literario…), o González Rolán et alii, que ofrecen, además, una abundante bibliografía (2002, p. 25, n. 54), que puede completarse con la que presentan Menand y Foley (1993, p. 1296).
Históricamente, el concepto se vinculó exclusivamente a la alta cultura y, como el mayor aporte «genético» a la cultura occidental lo constituye el legado grecorromano, se aplicaba habitualmente a la transmisión de la herencia de Grecia y Roma, en especial en el ámbito de la literatura (según señala Levin 1957, pp. 59–60), el término fue introducido en el vocabulario de la crítica por Sainte-Beuve en 1858, en una conferencia impartida en la École Normale: De la tradition en littérature et dans quel sens il la faut entendre.). Esta vinculación se mantuvo hasta el último tercio del siglo XVIII, cuando, con la eclosión de tradiciones nuevas y alternativas, el concepto se liberará de su relación unívoca con el mundo clásico, y lo que antes era «la tradición», a secas, pasará a ser «la Tradición Clásica» (García Jurado 2007; sobre el origen del término, cf. además Laguna Mariscal 2004; García Jurado 2016, pp. 88–92), junto a la que empezarán a tomar carta de naturaleza otras tradiciones, como «la tradición moderna» e incluso «la tradición popular», subsumida antes en el concepto de «folklore», a favor de la cual acabará inclinándose la aplicación antonomástica del término (García Jurado 2016, p. 73). Sin embargo, todavía Harry Levin (1957, p. 56) consideraba el sintagma «Tradición Clásica» casi una tautología, y hablar de una tradición romántica, naturalista o revolucionaria, una contradictio in terminis.
Esta parcelación del concepto, con todo, podría haber permitido su contemplación desde una perspectiva más amplia, pero seguirá refiriéndose, sobre todo, al dominio de la literatura, como puede verse, dentro del ámbito de la Tradición Clásica, en las influyentes monografías de Curtius (1948), para quien la literatura occidental forma una unidad por la continuidad cultural que se ha mantenido desde las literaturas griega y latina, y Highet (1949), cuyo subtítulo, a este respecto, es significativo (The Classical Tradition. Greek and Roman Influences on Western Literature).
La tradición se ha entendido con mucha frecuencia, a un nivel más particular, como la relación entre dos productos culturales y, más concretamente literarios, marcados por el vínculo de la dependencia, que ha de darse, en la influyente opinión, entre nosotros, de Dámaso Alonso (1963), no solo en el plano del contenido, sino también en el de la expresión, pues si no se detecta esta doble dependencia nos hallaríamos, más bien, ante un fenómeno de poligénesis. También Highet (1949, p. 202) había insistido, para admitir una relación de dependencia, en la necesidad de demostrar que un autor leyó o pudo haber leído al otro y que hay una clara similitud tanto en el contenido como en la expresión. Se trata, quizás, de una postura radical que minimiza el papel de los mediadores, elementos intrínsecos a lo que se entiende habitualmente por tradición; como señala Guillén (1979, p. 92), se podía, por ejemplo, en una época saturada por el petrarquismo, escribir sonetos petrarquistas sin haber leído a Petrarca, e incluso petrarquizando sin saberlo. Entendida la tradición en ese sentido, se acerca mucho al concepto de intertextualidad, especialmente, en el modelo que presenta Genette (1982) en Palimpsestos, aun cuando el hipotexto no sea en realidad un texto físico propiamente dicho, sino una especie de texto virtual o de materia prima sobre la que se construye el hipertexto (García Jurado 2016, pp. 212–214).
Esta dicotomía de tradición y poligénesis no es, por lo demás, aplicable solo a la literatura, sino que es extrapolable a cualquier otra faceta de la vida: si un niño, durante una visita, se comporta con sus anfitriones como le ha enseñado su padre, estaremos ante un caso de tradición; pero si otro niño, sin haber recibido esta enseñanza explícita, se comporta, por simple sentido común, de manera semejante en un contexto similar, estaremos ante un caso de poligénesis.
Ahora bien, cuando se entiende la tradición no como la relación individual de dependencia entre dos textos o fenómenos, ni como el proceso de transmisión a lo largo de las generaciones de un contenido cultural específico, literario o no (por ejemplo, la transmisión del texto plautino, que se corresponde con la modalidad específica de tradición que llamamos «tradición diplomática», o la tradición de visitar los cementerios a primeros de noviembre), sino como el proceso mediante el cual cada generación (planteando las cosas simplificadamente) transmite colectivamente a la siguiente (y esta a la siguiente, y así sucesivamente) todo lo que esa sociedad estima, consciente o inconscientemente, como digno de transmisión, manteniendo o transformando lo recibido, recuperando cosas que se habían ya perdido u olvidado, añadiendo nuevos ingredientes y eliminando o dejando latente todo aquello que ha dejado de tener valor, el concepto de tradición adquiere un sentido colectivo que la equipara, metafóricamente, al estatus de «genética» de las culturas (Martín Rodríguez 2010).
No se trata, por tanto, de un proceso necesariamente lineal, como un gran río que se desplaza desde el pasado hasta el futuro, como ya explicó, con gracejo, refiriéndose específicamente a la literatura, Cleanth Brooks:
The literary historian constantly treats the tradition as though it were a great river whose course he traces from its beginnings to the present. We are in the habit of viewing it chronologically, of seeing it as a continuity of cause and effect, of moving downstream with the current. But new writers do not float idly upon the current like so much driftwood; rather, like salmon, they fight their way upstream (Brooks 1943, p. 585).
En cualquier época, en efecto, los receptores y futuros (re)transmisores de una tradición cultural pueden no solo mirar atrás en busca de confirmaciones, sino también reactivar contenidos, prácticas y saberes que habían quedado temporalmente fuera de circulación; es lo que ocurrió, por ejemplo, y a gran escala, en el Renacimiento. He aquí como lo explica Claudio Guillén:
El itinerario temporal de la literatura es un itinerario complejo y selectivo de acrecentamiento. Los sistemas literarios evolucionan de una manera muy especial, que se caracteriza por la continuidad de ciertos componentes, la desaparición de otros, el despertar de posibilidades olvidadas, la veloz irrupción de novedades, el efecto retardado de otras […] Hay recuperaciones y rescates asimismo influyentes y espectaculares, en todos los ámbitos de las artes y de la cultura […] como la tentativa de nutrir de nuevo de raíces africanas en América Latina y más tarde Estados Unidos, a través de los diferentes géneros de arte afroamericano (Guillén 1985, p. 370).
La relación entre presente y pasado que implica necesariamente la tradición, que ya había subrayado Cleanth Brooks:
These two points should be kept in mind, if we are to understand a writer's relation to the tradition. For the meaning of the relation resides in a tension between the two principles —the inescapable sense of the past, and the necessity for relating the inherited past to the present (Brooks 1943, p. 585).
Tal idea está en la base de la conocida tesis sobre la «ansiedad de las influencias» de H. Bloom (1973), que enfatiza los esfuerzos del nuevo poeta para escapar de la influencia opresiva de sus precursores por medio de una serie de estrategias como la falsa lectura («misreading») de sus obras para hacer posibles las propias (Menand 1993, p. 1296), puede también explicarse mediante los sugestivos principios teóricos de la historia literaria propuestos por Uhlig (1982): la «palingenesia» o regeneración, en virtud de la cual el ayer renace en el hoy; la «ananké» (necesidad), que implica que el ayer determina necesariamente al hoy, y el «palimpsesto» o reescritura, en virtud del cual el hoy reescribe y reintegra el ayer (Guillén 1985, p. 378).
Si entendemos la tradición (ya sea en el plano específico de la literatura o en el ámbito más general del conjunto de la cultura) desde un punto de vista colectivo, podríamos decir con Pedro Salinas que nadie puede escapar a su tradición, «que le está esperando para alimentarle como el pecho de la madre», que lo circunda como nos rodea el aire y entra en nosotros, y en la que se inserta por medio de la adquisición del lenguaje (Salinas 1970, pp. 116–118). No es posible escapar de ella ni en su sentido más general, ni en el ámbito más restrictivo de la literatura, pues, como subraya Gadamer, es imposible salirse de la matriz interpretativa de la propia tradición (Menand 1993, p. 1296). Y, por supuesto, nadie puede abarcarla por completo (ib. 127), porque constituye una enorme reserva de materiales (ib. 122). Una parte de esta tradición colectiva, especialmente en el ámbito de la tradición popular y tarda, se adquirirá sin esfuerzo alguno, y en muchos casos, incluso, sin consciencia de ello, mientras que el acceso a lo que conocemos como tradición culta, lo que Salinas llama «la tradición de los letrados», requerirá un denodado esfuerzo (Salinas 1970, p. 122). En este sentido, Salinas (1970, p. 117) tilda con razón de injustamente exclusivo y en exceso intelectual el concepto estrecho de tradición de T. S. Eliot (1959), para quien la tradición no se puede heredar, sino que hay que ganársela con arduo esfuerzo, pues solo es admisible si se aplica a la tradición culta, que considera él también, eso sí, como la forma suprema de la tradición. En realidad, cada uno de nosotros, aun no siendo siempre conscientes de ello, asimilamos continuamente a lo largo de toda nuestra vida la tradición colectiva en la que nos hemos criado, ampliando paulatinamente, a medida que se ensancha nuestra posesión de los contenidos tradicionales, nuestros horizontes (Salinas 1970, p. 123) y a la vez colaboramos parcialmente en su transformación y en su transmisión, unos de modo inconsciente y otros con plena conciencia e intención, en función, en buena medida, de la división tripartita de receptores que proponen González Rolán et al. (2002, p. 30; cf. también Martín Rodríguez 2014, p. 34, n. 35), aunque aplicada solo a la literatura: «receptores pasivos», la mayoría anónima y silenciosa que no comunica su experiencia, «reproductivos» (la crítica, el ensayo, el comentario, la traducción…) y «productivos», los que crean una nueva obra con el estímulo de otra anterior. Y, aunque parezca paradójico, el propio apartamiento consciente de la tradición (por ejemplo, los ismos) acaba, una vez asimilado por la cultura en la que se origina, convirtiéndose en parte de esa misma tradición de la que se quería huir: para un estudiante de literatura de nuestros días, en efecto, tan tradicional resulta un autor romántico como otro neoclásico. Como recuerda Estébanez Calderón: «Estas rupturas con la tradición forman parte de la tradición cultural» (1995, p. 1045) y hasta podría hablarse, de acuerdo con la ingeniosa fórmula de Octavio Paz (1970), de una «tradición de la ruptura». No puede negarse, en efecto, que, como señala Menand:
Flagrantry antitraditional —avant-garde or experimental— writing is, on this view, still writing that can be understood only in terms of the t[radition] from which it deviates; and such writing itself once widely practiced will then be regarded as constituting a t[radition] ot its own (Menand 1993, p. 1295).
En toda época, en fin, parecen convivir en un estado de tensión lo que Claudio Guillén llama «escuelas» (orientadas al pasado, al mantenimiento de lo que se considera aún vigente en la tradición) y «movimientos» (orientados al futuro, que a veces supone no tanto una propuesta enteramente nueva, sino más bien una recuperación):
La escuela supone unos maestros, una continuidad, una tradición que se respeta y estudia, unas habilidades que se adquieren, unos alumnos que tienen por insuficiente […] su propia experiencia. Del Romanticismo para acá, en cambio, florecen movimientos cuyos propósitos son polémicos e inmanentes. El movimiento se orienta hacia el futuro, o, mejor dicho, desde él (Guillén 1985, p. 365).
Es importante, por último, la distinción entre una tradición patrimonial, asumida inconscientemente, que implica una progresión y una evolución natural y constante, con el consiguiente desgaste y transformación de lo transmitido y asimilado, y una tradición culta, que supone más bien una regresión y una mímesis (Cristóbal López 2005, pp. 31–32). Aunque, eso sí, ese proceso de recepción y asimilación raramente consistirá, incluso en el ámbito de la tradición culta, en una simple fidelidad mimética, pues cada individuo (y, colectivamente, cada generación) (re)interpreta lo que recibe y de este modo lo transforma, modificando la concepción del pasado y estableciendo con ello un nuevo tipo de relación de este con el presente; así, el cuento de fantasmas que inserta Plinio el Joven en una de sus cartas ha podido leerse, después de la aparición de este género en el siglo XVIII, como un relato gótico (García Jurado 2010, p. 98) y, cuando se consolida el género policiaco, Edipo Rey se convierte en su primer avatar, o al menos en su precedente, y cualquiera que esté familiarizado con este género moderno verá en su lectura de la tragedia cosas en las que Sófocles difícilmente pudo haber pensado. La idea, por lo demás, estaba ya en un ensayo de Eliot publicado en 1919 (Eliot 1951), donde se contempla la literatura como un sistema en el que lo antiguo y lo moderno se combinan en un equilibrio inestable, que se reconfigura cada vez que una obra nueva (realmente novedosa) hace su aparición (García Jurado 2016, pp. 143–144).
La tradición, en fin, recurriendo a las brillantes metáforas de Salinas (1970, pp. 15–17), que podemos, además, extrapolar del poeta (a quien él las aplica) a cualquiera de nosotros en cualquier faceta de nuestra vida, es el «hábitat» —la zona donde se cría adecuadamente una cierta especie vegetal o animal— en el que vivimos, y del mismo modo como descansamos en una deliciosa pradera que no es otra cosa que el estado presente último y visible de la «tradición geológica», vivimos también, culturalmente, sobre profundidades, las profundidades de la tradición.
Es curioso, por lo demás, que, a diferencia de nuestra vida, que es un futuro abierto que se convierte momentáneamente en presente para hacerse enseguida pasado, la tradición es un pasado («cosas cronológicamente pasadas, pero en plena función de vida», como recuerda Salinas, 1970, p. 116), que se hace continuamente presente, y que, sin dejar nunca de trastear en sus raíces o en sus cimientos, apunta siempre al futuro.
Bibliografía
Antonio María Martín Rodríguez
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tradición clásica
Del latín traditio y de classicus -a -um (It. Tradizione classica, Ing. Classical Tradition, Fr. Tradition classique).
Cuando hablamos de «Tradición Clásica» cabe establecer una doble acepción, dado que, por un lado, la etiqueta se refiere a la circunstancia por la que la literatura, el arte y el pensamiento de los autores antiguos, especialmente los grecolatinos, ha pasado al bagaje de los modernos y, por otro, se refiere a la disciplina académica que desde finales del siglo XIX estudia tales fenómenos de traslación o reinterpretación, dado que es a finales de aquel siglo cuando comenzó a utilizarse la etiqueta como tal. Por lo demás, es pertinente señalar que esta denominación o etiqueta de «Tradición Clásica» no nació como una mera suma de palabras, pues el adjetivo «clásica», más que constituir una suerte de epíteto, implica, ante todo, una restricción de sentido con respecto a la palabra «tradición», dado que a lo largo del siglo XIX este término sirvió igualmente para designar también otras tradiciones, tales como la popular o la moderna. De esta forma, la denominación «Tradición Clásica» nació con el propósito de referirse, de manera específica, a la tradición grecolatina. Sin embargo, hoy día, cuando hablamos de «Tradición Clásica» ya no se cumple con esta especificidad inicial, dado que el proceso de desjerarquización de la cultura grecolatina con respecto a otras culturas ha dado lugar a la reivindicación del estudio de diferentes tradiciones clásicas en otros ámbitos del mundo. Por ello, algunos especialistas se plantean hoy día hablar, más bien, de «tradiciones clásicas».
Más allá de una mera perspectiva etimológica que nos llevaría a entender la «Tradición Clásica» en términos de «entrega» intergeneracional de la cultura grecolatina a lo largo de los siglos, queremos adoptar una perspectiva preferentemente semántica o de carácter polisémico, tendente a una visión más abarcadora de la «Tradición Clásica» como la etiqueta que reúne diferentes maneras de concebir la tradición, tales como «legado / herencia» propiamente dicho, pero también en calidad de «pervivencia / fortuna», «influencia» e incluso «recepción» (García Jurado 2016, p. 32). En nuestro caso, vamos a centrarnos en el ámbito de la Tradición Clásica concebida como disciplina destinada al estudio de los procesos múltiples por los que la literatura, el arte y el pensamiento de los clásicos grecolatinos ha llegado hasta nuestro mundo. Cabe plantear una serie de cuestiones pertinentes a la hora de entender qué implica el estudio de la «Tradición Clásica»:
- Primera cuestión: ¿por qué nos preocupamos de la lectura que un autor moderno ha hecho de otro antiguo?
- Segunda cuestión: ¿qué aporta este conocimiento a la mejor comprensión de cada uno de los autores, no solo del moderno, sino también del antiguo?
- Tercera cuestión: ¿cómo es la naturaleza de la relación entre un autor moderno y otro antiguo?
La primera cuestión tiene que ver, ante todo, con la razón de ser esencial de los estudios de Tradición Clásica y, de manera más general, con el peso específico que el pasado tiene en la constitución de nuestro presente; la segunda de las cuestiones atañe a un aspecto, sobre todo, epistemológico que concierne al propio carácter de la literatura antigua como «proyección» en la moderna y, de manera inversa, a la capacidad que los autores modernos tienen de cambiar nuestra propia visión de la literatura antigua; finalmente, la tercera cuestión concierne al análisis de cómo es la relación entre los antiguos y los modernos, más allá de una mera presencia de los primeros en los segundos. Se trata, asimismo, de invitar a dar un paso adelante desde la visión positivista y esencialista de la literatura a la intertextual, donde es, precisamente, la relación entre los textos (más que los textos en sí) lo que se convierte en el aspecto clave del estudio. En definitiva, es esa relación la que se terminará convirtiendo en el objeto de estudio propio de la Tradición Clásica. Esta entrada va a intentar dar una respuesta cabal a cada una de estas preguntas.
¿Por qué nos preocupamos de la lectura que un autor moderno ha hecho de otro antiguo? La toma de conciencia del estudio de una tradición literaria fue, ante todo, un anhelo de la Ilustración, momento en que surge la preocupación por la historia crítica y la llamada «historia literaria» (que no debe confundirse con las posteriores «historias de la literatura» de carácter nacional). Mientras en el mundo cultural hispano, desde autores como Feijoo y, en buena medida, merced a los jesuitas expulsos en Italia, se seguía discutiendo acerca de si era mejor el poeta Virgilio o el «español» Lucano, el valenciano Gregorio Mayans y Siscar decidió dar un sabio giro a esta estéril polémica. A partir de la premisa de que Virgilio era el indiscutible príncipe de los poetas, Mayans lo ligó a la cultura española mediante la preparación de una excelente recopilación de las mejores traducciones virgilianas a la lengua de Cervantes, de manera especial las del siglo XVI, con el fin de mejorar el entonces llamado «buen gusto» literario. Esta recopilación de traducciones constituye, a nuestro juicio, acaso el mejor ejemplo de la idea de «tradición literaria» (aún no se había creado la etiqueta «Tradición Clásica») en el siglo XVIII. De esta forma, mediante el estudio y cultivo de esta tradición se satisfacían dos ámbitos complementarios: el interés puramente histórico y el afán por mejorar el presente gracias a ese legado. En el siglo XIX, y al calor de una nueva polémica, la de la ciencia española, Marcelino Menéndez y Pelayo retoma estos afanes tan propios del siglo XVIII para llevar a cabo una monumental recopilación bibliográfica: su Bibliografía hispano-latina clásica (Menéndez Pelayo 1902). Los fines, en este caso, son exactamente los mismos: el interés histórico puro y, por supuesto, el enriquecimiento del presente gracias al mejor conocimiento de la tradición. En este sentido, y como bien apuntará, ya más avanzado el siglo XX, el poeta y crítico Ezra Pound, «Tradición no significa ataduras que nos liguen con el pasado: es algo bello que nosotros conservamos» (Ezra Pound, «La tradición» [Pound 1968, p. 19]). En la cita de Pound el adjetivo «bello» resulta clave, pues no debemos olvidar que, además del propio hecho histórico, está el factor estético, es decir, la restauración de la belleza y la necesidad de unos cauces que enriquezcan la nueva creación literaria. Sin embargo, los diferentes ismos que ya desde la propia formulación del término «Romanticismo» se fueron sucediendo desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX crearon, al decir de Octavio Paz, una suerte de nueva tradición: la de la ruptura. Cuando en 1872, el filólogo italiano Domenico Comparetti utiliza por primera vez la juntura «Tradición Clásica» está precisando un término, el de «tradición», que ya no se entiende como referido por antonomasia a la literatura grecolatina, sino también a las leyendas populares. El culto a lo popular y a la Modernidad provocó, asimismo, que la juntura «Tradición Clásica» fuera adquiriendo cierto valor peyorativo. Naturalmente, a comienzos del siglo XX el estudio académico de la Tradición Clásica solo admitía partir de autores modernos considerados ya como canónicos (Garcilaso de la Vega resulta un excelente ejemplo) y jamás de autores contemporáneos a los propios estudiosos. Esta restricción cerró la posibilidad de analizar críticamente, por ejemplo, lo que de clásico podían tener las vanguardias del momento, que era mucho y notable. Probablemente, la configuración de la disciplina de la Tradición Clásica estaba cerrando, sin saberlo, un ciclo, como era el de la propia tradición que ella misma estudiaba. A partir del Romanticismo, las relaciones entre los antiguos y los modernos iban a cambiar sustancialmente (quizá el mejor síntoma de este cambio sea la sustitución de «antiguo» por «clásico» y de «moderno» por «romántico»). En resumidas cuentas, la lectura y la impronta de los autores clásicos de Grecia y Roma dejaba ya de ser una convención para convertirse en un hecho de elección consciente, a menudo con propósitos estéticos determinados. En este sentido, una de las razones fundamentales por las que actualmente estudiamos las relaciones entre los clásicos grecolatinos y la literatura moderna es porque este estudio también da cuenta del uso que las propias estéticas de la Modernidad hacen de los clásicos.
A medida que nos adentramos en el siglo XX, la Tradición Clásica adopta, igualmente, unos tintes políticos determinados, y aquí es donde podemos encontrar otra faceta de sus usos por parte de los autores modernos. Cuando Gilbert Highet publica en 1949 su obra más popular, The Classical Tradition (Highet 1949), está defendiendo los valores de la tradición humanística occidental. Tales valores, que tras la revolución francesa y desde Goethe conocemos como «cultura burguesa» (heredera de la humanitas), vienen a enfrentarse a la nueva visión del mundo que los totalitarismos conllevan. Recordemos que Highet publica su libro cuatro años después del final de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría. Esta preocupación por el legado de Occidente ya había sido contemplada antes de Highet por autores como Thomas Mann o T. S. Eliot. Jorge Luis Borges es, acaso, el más conspicuo heredero de esta actitud absolutamente deudora de los clásicos cuando afirma:
Para los europeos y los americanos, hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y ahora es la cultura del Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un vikingo, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja), es a la larga una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena (Borges apud Gimferrer 1996, p. 154).
Precisamente, este argumento es el que ha granjeado a los estudios de Tradición Clásica la calificación de «eurocéntricos» desde el punto de vista de los nuevos planteamientos poscoloniales que reivindican a los otros clásicos, es decir, aquellos que proceden de otras culturas ajenas al mundo grecolatino. No obstante, los clásicos grecolatinos también llegaron a otros continentes fuera de Europa, como América, con nombres tan señeros como los de Andrés Bello, Miguel Antonio Caro o Alfonso Reyes. Al asunto de la universalidad de lo clásico más allá del tiempo y del espacio ha dedicado Salvatore Settis su ensayo titulado El futuro de lo clásico (Settis 2006). Se trata de una obra que traza una anatomía acerca de aquello que la estética de lo clásico significa en nuestro contexto cultural, cada vez más diseminado y alejado del conocimiento cabal de Grecia y Roma. Settis, heredero de la escuela del gran historiador italiano Arnaldo Momigliano, no considera que la Antigüedad sea, sin más, un mero legado que se hereda. A este respecto, la cita de Novalis que abre el libro («La Antigüedad no nos es dada por sí misma —no está ahí al alcance de la mano; al contrario, nos toca a nosotros saberla evocar») es suficientemente elocuente para conocer el espíritu de la obra. Settis observa cómo otras culturas no europeas son capaces de tomar aspectos del bagaje grecolatino y hacerlos suyos, al tiempo que confieren la categoría de «clásico» a nuevas realidades culturales muy ajenas a lo grecolatino. Pone como significativo ejemplo la función que pueden tener las estatuas antiguas y renacentistas en el (creemos que ya desaparecido) Café Bongo de Tokio, cuya función es «evocar lo estatuario como un valor decorativo y convencionalmente exótico: no importan a quién o qué representan, o por qué» (Settis 2006, p. 33). Por otra parte, Settis plantea la oportuna relación entre «clásico» y «clasicismo» en nuestra apreciación sobre lo antiguo y su apropiación:
¿Qué relación hay entre «clásico» y «clasicismo», es decir, cómo es la mirada retrospectiva y consciente hacia lo «clásico»? ¿Es verdad que «clásico» y «clasicismo» son conceptos típicamente occidentales, o hay otros equivalentes y paralelos en otras culturas? (Settis 2006, p. 26).
Settis considera que debe establecerse una diferenciación neta entre ambos términos, según hablemos de la Antigüedad clásica griega y romana propiamente dicha o de sus imitaciones:
Ante todo, mientras los términos «clásico» y «clasicismo» son más o menos intercambiables si se aplican a otras situaciones de historia cultural (por ejemplo, a la Francia de Luis XIV), referidos a la Antigüedad grecorromana son netamente diferentes y casi opuestos: lo «clásico» viene antes y designa lo originario y paradigmático, designa eso a lo que se remitirán después, a lo largo de los siglos, las oleadas de los diferentes «clasicismos». En palabras de Paul Valéry, «La esencia del clasicismo es llegar después» (Settis 2006, p. 28).
En resumidas cuentas, y por paradójico que parezca, es posible que pocos asuntos sean tan actuales como el estudio que los clásicos y su estética representan en nuestro presente y, sobre todo, seguirán representando en nuestro futuro. Precisamente por ello, porque nuestra relación con el pasado define nuestro presente, es por lo que la Tradición Clásica está lejos de ser una mera búsqueda de fuentes para convertirse, sobre todo, en un estudio dinámico acerca del complejo diálogo que mantiene la Antigüedad con sus imprevistos interlocutores.
¿Qué aporta la Tradición Clásica a la mejor comprensión del autor moderno y del antiguo? La constatación de un autor antiguo en el contexto de una obra moderna da cuenta, antes que nada, de una suerte de sobrevivencia que va más allá de los que serían los límites cronológicos esperables para tal autor. Sin embargo, tal constatación no es lo único que nos enseña la Tradición Clásica acerca de un autor antiguo. ¿Qué ocurre con la calidad (y no solo la mera constatación) de esta tradición, es decir, con la naturaleza de sus relecturas en nuevos contextos y géneros, los particulares usos de las citas o, incluso fenómenos que rayan la impostura, como las reinvenciones de autores, obras o textos antiguos? ¿Puede cambiar la tradición de un autor antiguo la visión que tal autor nos había dado de sí mismo? Cuando publicamos nuestro libro titulado, no sin cierto afán retador, Borges, autor de la Eneida (García Jurado 2006), un colega nos expuso con mucha seriedad que para él era preferible leer a Virgilio que aquello que Borges pueda habernos contado acerca del poeta latino. En esta afirmación intuimos cierto «racismo» de lector, propio de alguien que abominaba de las mescolanzas (como si Virgilio no fuera, por su parte, lector de Homero o de Teócrito) y quería ver en la literatura una suerte de pureza ideal. Nuestra obra sobre Borges y Virgilio tenía que ver, sobre todo, con el poder de la lectura creativa. El título venía inspirado en el conocido cuento «Pierre Menard, autor del Quijote», donde un hispanista francés acomete la increíble empresa de «reescribir» el Quijote, de forma que, aunque aparentemente parece el mismo texto, sus sentidos son completamente distintos. De esta forma, el carácter localista que en Cervantes tiene una frase como «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme […]» se convertiría, para el francés Menard, en pura evocación y exotismo. En el Quijote de Menard se pueden encontrar reminiscencias de Nietzsche, lo que, según Borges, abre la posibilidad, igualmente, de leer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida.
¿Qué es en realidad lo que podemos aprender de la lectura virgiliana que hace Borges para asimilar ciertos versos del poeta latino como propios y, de manera inversa, qué podemos aprender de Virgilio a través del prisma borgiano? Nuestra experiencia, tras haber estudiado con cierta calma las lecturas que autores modernos como el portugués Eça de Queiroz, el español Antonio Machado y el argentino Jorge Luis Borges han llevado a cabo a partir de la primera bucólica de Virgilio, nos ha permitido comprender mejor la misma obra antigua desde tres perspectivas excepcionales. La propia selección de versos que hace cada autor, así como los énfasis e incluso las erratas, configuran diferentes «bucólicas», complementarias unas de otras. Mientras Eça de Queiroz destaca el carácter regenerador del poema, Machado se centra en el tema de la edad, sobre todo cuando el amor llega a destiempo, y Borges recrea la magia polisémica del adjetivo lentus. Se trata, ante todo, de lecturas vitales que aportan un conocimiento no fácilmente hallable en los manuales de literatura. Este asunto nos lleva a valorar cómo es el conocimiento del escritor / creador frente a otros tipos de conocimientos. De esta forma, cuando Hermann Broch escribe su novela La muerte de Virgilio indaga desde un punto de vista interno en las razones por las que el poeta latino quiso, supuestamente, quemar su Eneida. Lejos de recurrir a los datos biográficos que nos reportan las Vitae Vergilianae, Broch aplicó la hermenéutica de Dilthey e intentó aprehender la circunstancia vital del poeta. No de una forma diferente el poeta polaco-ruso Osip Mandelstam se puso en la piel del exiliado Ovidio para profetizar el que sería su propio y trágico destierro, también sin retorno. Así podemos leerlo en un libro que, no sin intención, se titula, al igual que una de las obras ovidianas, Tristia. De esta forma, el conocimiento que un autor moderno nos proporciona acerca de uno antiguo mediante su intensa lectura ofrece unas características propias, alejadas de la literatura de manual, que hemos venido en denominar «historias no académicas de la literatura». Sería, por lo demás, muy interesante poder trazar una visión global de estos relatos literarios sobre autores antiguos, dado que desvelarían, sin duda, una historia muy distinta a la que conocemos.
Más allá de este conocimiento puramente literario de los propios autores antiguos, parece que la llegada de nuevos autores también modifica el equilibrio que ya existe en lo que conocemos como sistema literario. T. S. Eliot expuso una teoría bastante singular acerca de la literatura como sistema de equilibrios en continuo reajuste. Cuando un autor nuevo se adhiere al acervo literario, según Eliot, este cambia el equilibrio que ya había sido establecido por los autores que lo precedían:
Ningún poeta ni artista adquiere su sentido completo aisladamente. Su significado y su reconocimiento no es otro que el reconocimiento de su relación con los poetas y artistas muertos. No se le puede juzgar en solitario, hay que situarlo, merced al contraste y la comparación, entre los muertos. Formulo este aserto como un principio de crítica estética y no meramente histórica. La dependencia que conformará, a la que se adscribirá, no tiene un único sentido; lo que ocurre cuando se crea una nueva obra de arte es algo que afecta de manera simultánea a todas las obras de arte que la preceden. Los monumentos existentes configuran un orden ideal entre ellos que resulta alterado por la inserción en ese conjunto de una obra nueva (nos referimos a la que sea realmente novedosa). El orden existente está completo antes de que la nueva obra llegue; sin embargo, para que persista el equilibrio tras la llegada de la novedad, todo ese orden existente debe alterarse siquiera un poco; de esta forma se reajustan las relaciones, proporciones y valores de cada obra de arte con respecto al conjunto; y esta no es otra que la conformidad entre lo viejo y lo nuevo. Cualquiera que ratifique esta idea del orden, de la configuración de la literatura europea, de la inglesa, no encontrará ilógico que el pasado deba ser alterado por el presente tanto como el presente viene influido, asimismo, por el pasado. Y el poeta que esté al tanto de esto será consciente de sus grandes dificultades y responsabilidades (Eliot 1951, p. 15 [trad. de F. García Jurado]).
Este planteamiento donde se considera la imposibilidad de juzgar aisladamente a un autor tiene consecuencias insospechadas, pues deja la puerta abierta a que aceptemos que un autor moderno sea capaz de alterar nuestra mirada sobre un autor antiguo. Jorge Luis Borges, desde esta perspectiva tan inusitada, desarrolló su no menos singular teoría de los precursores en el breve ensayo titulado «Kafka y sus precursores». El párrafo final de este pequeño ensayo resulta clave para entender la propuesta:
Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría. El poema Fears and Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema. Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea sus precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres. El primer Kafka de Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany (Jorge Luis Borges «Kafka y sus precursores», en Otras Inquisiciones [Borges 1989, pp. 88–90]).
Borges plantea el inquietante asunto de romper con la noción causal de la tradición literaria, es decir, con la idea de que el autor B se parece a A porque A ha influido en B. De manera significativa, el autor posterior en el tiempo puede hacer posible que autores anteriores resalten gracias a sutiles parecidos que serían invisibles en caso de que el autor posterior no hubiera existido. Esta cuestión suscita inquietantes preguntas. Por ejemplo, cuando los críticos califican a Catulo o Propercio de «poetas modernos» no dejan de verlos desde una estética retrospectiva y ajena a ellos. De esta forma, también es posible que un autor elija autores anteriores como sus precursores y cree su propia tradición. La tradición, en este sentido, no tendría que ser necesariamente genética ni causal, pues está basada en reminiscencias que responden a razones distintas. De esta forma, la tradición no sería puramente residual ni tendría un único sentido lineal desde el pasado al presente, dado que el presente podría alterar esa misma tradición al recrearla. Tanto T. S. Eliot como Borges coinciden en una visión de la literatura basada en múltiples relaciones entre autores de la que participa igualmente la propia tradición. Precisamente, la naturaleza de estas relaciones nos lleva a la última cuestión clave.
¿Cómo es la naturaleza de la relación entre un autor moderno y otro antiguo? Del antiguo término latino traditio provienen nuestros dos términos «tradición» y «traición». Uno suele considerarse de manera positiva, mientras el segundo es visto con recelo. Sin embargo, ambos términos, en su complementariedad, pueden ayudarnos a comprender mejor por qué la tradición no es una mera cadena de transmisión, sino un proceso donde intervienen más factores. Quizá el problema está en las imágenes que el positivismo ha creado en torno a la idea de tradición, bien en torno al concepto de «fuente» de la que se bebe, bien como «legado» que pasa de unas manos a otras. La «traición» también supone, de facto, adulterar o cambiar aquello que se lega, convirtiéndolo acaso en otra cosa diferente. Ahora bien, son precisamente estas traiciones o «misreadings», como diría Harold Bloom, el factor que constituye la clave creativa de la tradición:
Las influencias poéticas no tienen por qué hacer que los poetas se vuelvan menos originales, ya que frecuentemente los vuelven más originales, aun cuando no necesariamente mejores. La profundidad de las influencias no puede ser reducida al estudio de las fuentes, a la historia de las ideas, o a la modelación de imágenes. Las influencias poéticas, o, como las llamaré más frecuentemente, los errores de interpretación, constituyen necesariamente el estudio del ciclo de vida del poeta como poeta (Bloom 1991, p. 16).
Este planteamiento, que incide en el destinatario o receptor, hace que nuestra perspectiva de la tradición sufra ahora un desplazamiento desde el transmisor o «fuente». En este sentido, los estudios ligados a la llamada «estética de la recepción» han modificado la perspectiva de este proceso, trasladándose desde el autor antiguo hasta el lector moderno (sin menoscabo, naturalmente, de que este lector pueda ser también autor). La línea de investigación que venimos formulando en términos de «Literatura Antigua y Estéticas de la Modernidad» (LAEM) tiene como propósito considerar en los estudios de recepción un aspecto clave a la hora de definir las relecturas de los antiguos en un nuevo contexto cultural: las implicaciones específicas que las modernas estéticas tienen en tal relectura y en cómo estas elijen a sus precursores por afinidad. Si bien el clasicismo es la estética por excelencia para la apreciación de la literatura y el arte antiguos, no por ello cabe desdeñar otras formas de expresión acaso menos esperables, pero igualmente válidas y estimulantes. En este sentido, la relación que el arte romántico establece en general con lo antiguo, o la mantenida por las vanguardias de comienzos del siglo XX, sin olvidar tampoco la lábil y abigarrada posmodernidad, son aspectos que, además, nos muestran cómo cada época reinterpreta desde sus claves ideológicas las manifestaciones de tiempos pretéritos. Tal planteamiento, donde combinamos el diálogo entre lo antiguo y lo moderno a partir de sutiles relaciones entre textos e imágenes, nos brinda unas claves hermenéuticas realmente útiles para poder apreciar cómo la Modernidad recrea e incluso reinventa el pasado. La múltiple recepción de lo antiguo desde diversas estéticas se convierte, de esta forma, en la clave interpretativa de nuestro estudio. Pasamos pues, desde el estricto historicismo a una valoración cada vez más estética del propio fenómeno de la Tradición Clásica. Las siguientes palabras de Jauss resumen perfectamente este propósito:
La calidad de una historia de la literatura fundada en la estética de la recepción dependerá del grado en que sea capaz de tomar parte activa en la continua totalización del pasado por medio de la experiencia estética (Jauss 2000, p. 160).
La recepción, según viene siendo definida por autores como Hardwik y Stray, estudia «las maneras en que la materia griega y romana ha sido transmitida, traducida, extractada, interpretada, reescrita, reimaginada y representada» (Hardwik y Stray 2008, p. 1). Cuando se habla de «la materia» pensamos ineludiblemente en uno de los dos aspectos con los que Aristóteles explicaba la constitución de la realidad misma: materia frente a forma. Según esto, el legado antiguo es «transformado», o incluso, como también se ha expresado muy plásticamente, «reciclado». Esta perspectiva de la recepción pone en evidencia, no obstante, el problema de las fuentes y de su conocimiento.
Otro aspecto fundamental para el estudio del mecanismo de asimilación de la materia antigua viene dado por la teoría de la intertextualidad. En el caso del comparatismo, esta teoría, formulada en principio por autores como Bajtín y Kristeva, y desarrollada luego por Genette para el estudio, entre otras modalidades, de la parodia o los márgenes del libro, establece criterios que superan con creces los estrechos márgenes de la imitación o la influencia a la hora de hablar acerca de la relación entre textos. La relación esencial es la que viene definida por un «hipotexto» o texto subyacente. El hipotexto funciona como una suerte de «texto mental», asimilado por el lector, que lo transformará convenientemente para que dé lugar, acaso, a un nuevo texto, ya recontextualizado. Una de las características más importantes de este hipotexto es que no se trata de una mera «fuente». A menudo nos empeñamos en buscar los textos que pudieron inspirar a los escritores modernos. Nos afanamos en encontrar lo que les inspiró antes de ponerse a escribir, y después observamos la fidelidad con respecto a su original. El problema del texto subyacente, o del hipotexto, consiste en el hecho de que, en realidad, ya no existe como tal texto, sino que pasa a ser una suerte de materia prima que se metaboliza en la nueva obra. Por ello, cada vez nos parece más ilusoria la metáfora de la «fuente literaria», que presupone la presencia material del texto previo en el texto posterior. Lo que Genette denominó «hipotexto» no equivale al término «fuente». El primer término pertenece a una concepción estructural de la literatura donde la naturaleza de un texto depende de los demás textos (A es A y también su contrario), mientras el segundo es fruto del positivismo del siglo XIX, según el cual, un texto presenta una entidad como tal texto (A es A y es distinto de B). El hipotexto no es un texto físico, sino mental, y se trata de un texto dinámico y variable (frente al texto fijado de antemano y por escrito). Muchos especialistas han hecho un uso abusivo del término «hipotexto» sin saber realmente de su condición inmaterial. Lo han considerado un mero sinónimo de «fuente», una forma más moderna de renombrar esta vieja etiqueta del positivismo.
La Tradición Clásica como un fenómeno complejo. ¿Se puede hablar de una nueva percepción de la Tradición Clásica? Es posible que sí, y, sobre todo, de una percepción cada vez más dinámica y abarcadora del hecho. Estamos de acuerdo en que la Tradición Clásica no es un mero legado que se hereda, sino algo que debemos conquistar en cada nueva generación. En esta entrada hemos formulado tres preguntas básicas que intentan responder al «porqué» (la razón de ser de la Tradición Clásica), al «qué» (el tipo de conocimiento que aporta esta disciplina) y al «cómo» (la compleja relación entre los textos antiguos y los modernos). Ahora intentaremos resumir con brevedad las respuestas:
- ¿Por qué existe la Tradición Clásica? Sobre todo, porque el pasado está en nuestro presente y la Tradición Clásica no trata sobre el pasado, sino sobre la manera en que el pasado interactúa con nuestra realidad viva.
- ¿Qué tipo de conocimiento aporta el estudio de la Tradición Clásica? La proyección del autor antiguo en los modernos, y el conocimiento del «lector» acerca de los modernos sobre los antiguos. La Tradición Clásica no es solo un estudio histórico, sino una hermenéutica y una estética.
- ¿Cuál es el objeto de estudio de la Tradición Clásica? ¿Doble o solo uno? La naturaleza de la relación entre los autores constituye ya de por sí un objeto de estudio propio. Por lo demás, se trata de llevar a cabo un estudio de las configuraciones literarias y artísticas a través del tiempo.
Bibliografía
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Francisco García Jurado