Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica
Diccionario Hispánico de la Tradición y Recepción Clásica

transmisión

Del latín transmissio -onis (a partir del verbo trans-mittere, «enviar de un lado a otro, transportar, hacer pasar», en sentido figurado «legar, ceder, transmitir») (Fr. Transmission, Ing. Transmission, It. Trasmissione, Al. Überlieferung, Port. Transmissão).

El término «transmisión» significa, según el Diccionario de la Lengua Española, «Acción y efecto de transmitir». Desde 2001, en que aparece la 22.ª edición del diccionario, actualizada con modificaciones en 2004, 2005, 2007, 2010 y 2012, hasta la 23.ª edición de 2014, se ha mantenido esa acepción, a la que se añade una segunda aplicada al ámbito de la mecánica: «En un automóvil, conjunto de mecanismos que transmiten a las ruedas motrices el movimiento y potencia del motor». Pero es que esa definición de «Acción y efecto de transmitir» es la que presentan las sucesivas ediciones de los diccionarios de la Real Academia Española desde 1869 (en 1884, 1925, 1992 hasta la mencionada de 2001), y con ligerísimas diferencias en las anteriores de 1780 y 1817: «La acción de transmitir una cosa de una persona a otra», esto es, la definición actual es más general que la primera que ofreció la RAE, más restrictiva. En fecha anterior, 1788, el Diccionario castellano de Esteban de Terreros y Pando lo define como «Acción con que se transmite», utilizando el siguiente ejemplo: «La transmisión del pecado de Adán en su descendencia, es cosa que asombra al entendimiento humano». Por último, el Diccionario de Autoridades, primer repertorio lexicográfico y base de las distintas ediciones del diccionario usual de la Real Academia Española (1726–1739), define como sigue: «La accion de transmitir una cosa de una persona à otra. Es voz latina Transmissio», y recoge como primer testimonio el de Pedro González de Salcedo en 1654 (Tratado del Contrabando, cap. 27, núm. 4: «Por la identidad de la persona del testador, y heredero […] la transmisión de las acciones activas, y passivas […] estará el heredero obligado»). En cuanto al verbo del que deriva, «transmitir», la definición aportada por el DLE da un total de 7 acepciones: «1. Trasladar, transferir. 2. Dicho de una emisora de radio o de televisión: difundir noticias, programas de música, espectáculos. 3. Hacer llegar a alguien mensajes o noticias. 4. Comunicar a otras personas enfermedades o estados de ánimo. 5. Conducir o ser el medio a través del cual se pasan las vibraciones o radiaciones. 6. En una máquina, comunicar el movimiento de una pieza a otra. 7. Der. Enajenar, ceder o dejar a alguien un derecho y otra cosa». Esta definición es idéntica a la de las ediciones de 2001 y 1992, mientras que en las de 1925 y 1884 aparecen solo las acepciones 1 y 7, con ligerísimas variaciones para la segunda, y en las de 1817 y 1780 solo se da la acepción 7, esto es, aquella que hace referencia al ámbito legal: «Ceder ó traspasar lo que se posee á otro». Por su parte, Esteban de Terreros y Pando lo define como sigue: «Hacer que una cosa pase a otro, cedérsela, ponerle en posesión de ella». Y el Diccionario de Autoridades: «Ceder, ò traspassar lo que se possee à otro. Es más usado en lo forense. Es del latín transmittere». La primera acepción que se dio al verbo tiene que ver con lo forense, y solamente después se amplió su uso con el sentido que pasó al sustantivo «transmisión». Estas definiciones no aportan una visión apropiada para la literatura, la cultura en general, de modo que se antoja necesaria una matización del sentido de «transmisión» a partir de su valor genérico. Tras analizar las funciones del prefijo trans, que no son otras que la sémica traslativa «de un lado a otro», la secuencial progresiva y la extensional durativa, el profesor Benjamín García Hernández (1980, p. 211) señala que «prácticamente todos los modificados de este preverbio conservan el valor concreto del sema traslativo “de un lado a otro” que caracteriza su función específica y solo algunos se aplican a la expresión del transcurso del tiempo o de la progresión de la acción». La función traslativa se deja ver inmediatamente en el sentido tanto del verbo transmittere («transmitir») como de su derivado transmissio («transmisión»). En cuanto a mittere, verbo latino del que deriva «meter», Joan Corominas y José Antonio Pascual (1991–1997, s. v. «meter»), señalan como sentidos básicos «enviar, soltar, arrojar, lanzar», que concuerdan con la función traslativa del preverbio. Y resulta también esclarecedor acercarse a la semántica del verbo «dar» y sus compuestos, pues, como indican Joan Corominas y José Antonio Pascual (1991–1997, s. v. «dar»), tanto tradere como traditio con los sentidos de «entregar / traicionar», «entrega / traición», respectivamente, han entrado por vía popular en el castellano, si bien la palabra latina traditio entró de nuevo, hacia mediados del siglo XVII, en el castellano dando el cultismo «tradición», con el sentido de «transmisión». Este es el punto donde encontramos la relación entre «transmisión» y tradición.

El profesor David García Pérez (apud García Jurado 2016, p. 11) puntualiza que la tradición es una de las condiciones necesarias para la existencia de la cultura, pues esta es una estructura orgánica que fomenta la «transmisión» hereditaria dentro de una tradición. El propio concepto de «tradición» encierra la dualidad ya anotada por Corominas y Pascual, esto es, un sentido positivo de «transmisión» y otro negativo de «traición», configurando una doble acepción: transmisión / traición. Podemos afirmar que la Tradición Clásica es un concepto amplio que abarca el más concreto de «transmisión», entendida esta como transmisión textual. Esta idea de Tradición Clásica como transmisión y continuidad pone de manifiesto el problema de la continuidad histórica de la Tradición Clásica, encarnada, sobre todo, en el cultivo de la latinidad y su transmisión textual (García Jurado 2016, p. 101). El término transmisión está, pues, ligado al sentido propiamente material de la tradición.

En el ámbito cultural hay una concepción de la tradición que puede denominarse textual, y que también se ha denominado diplomática o documental, donde el rasgo fundamental es la transmisión y conservación de un fondo y reserva de materiales, bien de un hecho cultural o de un modelo textual. Así pues, cuando de una obra de un pasado lejano o más cercano a nosotros se nos han conservado testimonios manuscritos o impresos, en su conjunto esos testimonios constituyen la tradición de esa obra, porque son los medios por los que ha sido transmitida y llegado hasta nosotros. Es verdad que al lado de la consideración de la tradición como equivalente de conservación y transmisión, que recibe el nombre de tradición directa, se precisa en el ámbito filológico que existe también otra tradición, denominada indirecta, que supone la transformación de la obra a través de citas, alusiones, imitaciones, plagios o traducciones. En este sentido, para los profesores Tomás González Rolán, Pilar Saquero Suárez-Somonte y Antonio López Fonseca (2002, pp. 28–29), tradición supone necesariamente atender a los tres eslabones de la comunicación, es decir, al emisor, al transmisor y al receptor, y en consecuencia la tradición se define por los tres elementos que forman parte solidariamente de ella, a saber, a) un legado, herencia, que constituye el imprescindible depósito cultural; b) la transmisión de esa herencia, legado o depósito, que asegura su conservación y continuidad; y c) la recepción o disposición de acogida por los lectores, variable según las épocas y que supone la transformación o modificación en diferentes medidas del legado transmitido. De este modo, condición previa a toda recepción, a cualquier recepción de un texto, es que este exista y que haya sido transmitido y esté disponible al menos por medio de una copia, por lo que se han de considerar a esos transmisores que fueron los copistas anteriores y posteriores a la caída del Imperio Romano como elementos de mediación fundamental, como decisivos auxiliares para la difusión y para el desarrollo de la Cultura Clásica. Pero no hay que olvidar que la labor realizada por los copistas o transmisores, aun siendo muy importante, determinante a veces, no constituye por sí misma la tradición, que se dará cuando se cumpla la tercera y última premisa señalada, la de la recepción más o menos creativa del producto por ellos aprestado. No cabe duda de que la historia de la transmisión de un texto está generalmente unida a la de su fortuna. La idea de tradición, entendida como transmisión, genera una idea de traspaso material del legado antiguo de unas manos a otras, de resultas de la cual la transmisión textual, en calidad de forma genuinamente hereditaria de la Tradición Clásica, se muestra como una pieza clave en la construcción historiográfica de la Tradición Clásica como tal, ligada especialmente a la Edad Media (García Jurado 2016, p. 155). Frente a una recepción «creativa» habría otra meramente «reproductiva» que se identifica con la transmisión textual, lo que permite reforzar la idea de la tradición como legado, de manera estrictamente literal.

A partir de lo dicho, podemos coincidir con la definición de transmisión textual que da Fernando Lázaro Carreter (1981, p. 397, s. v. «Transmisión textual»): «Vías que han seguido los manuscritos y ediciones de un texto antiguo para llegar hasta nosotros. La transmisión puede ser vertical, es decir, proveniente del original, del arquetipo o de un apógrafo; horizontal, cuando se produce por el cotejo de diversos ejemplares de la misma época y del mismo lugar; transversal, cuando este cotejo se ha realizado con materiales de épocas y lugares diversos, y contaminada». Este mismo sentido es el que asume Demetrio Estébanez Calderón (1999, p. 1053, s. v. «Transmisión textual») cuando remite a los lemas «Apógrafo», «Autógrafo», «Códice», «Edición», «Manuscrito», «Stemma» y «Tradición diplomática».

En consecuencia, los estudios de transmisión trazan la historia de los manuscritos que contribuyen a la reconstrucción de los textos. Sin embargo, no se puede determinar el valor de los manuscritos sin examinar la filiación de todos los conservados, como tampoco se puede dibujar una explicación plausible sobre la «transmisión» solo a partir de los testimonios considerados más fieles sin atender a la circulación del texto de manera global, para lo cual es preciso, asimismo, el estudio de la época y el lugar en que tuvo lugar dicha circulación, en nuestro caso de forma fundamental en la Edad Media. Como señala Richard H. Rouse (1995, pp. 44–46), la «transmisión» y la circulación de un texto determinado se reconstruyen a partir de una serie de evidencias que (se espera) conecten entre sí y sean lo suficientemente numerosas para dar una visión general del camino recorrido por el texto. Estos indicios pueden ser tanto internos como externos con respecto al texto. La evidencia interna indica la relación textual de los manuscritos supervivientes con otros, revelada mediante su cotejo y representada en el stemma codicum, diagrama a modo de árbol genealógico que refleja la relación filial entre los manuscritos conservados y los postulados por el editor. Por otra parte, la concordancia filológica tiene que ir acompañada de una concordancia histórica, ya que el stemma es, en realidad, un sustituto en forma de diagrama del discurso histórico, un reflejo de acontecimientos concretos en el tiempo y en el espacio: los manuscritos del siglo XII no pueden descender de manuscritos del XIII, por ejemplo. Asimismo, las familias de manuscritos deben ser consideradas en términos históricos y ser concordantes: el ejemplar que dio lugar a un grupo de manuscritos tiene que estar localizado en algún centro de producción o difusión. Un stemma, que puede dar una imagen de la realidad imprecisa o distorsionada, dibuja solo las relaciones de los manuscritos conocidos o deducidos hoy; por consiguiente, si los que se conservan son pocos, el stemma situará forzosamente en proximidad manuscritos que, históricamente, pueden haber estado muy distanciados en lugar y fecha de origen, y puede dar esta misma y falsa apariencia de separación a dos obras que tal vez fueron escritas en el espacio de pocos meses, o incluso en el mismo lugar. No obstante, los stemmata siguen siendo el único mapa basado en indicios internos de que disponemos. No debe olvidarse que de todos los manuscritos existentes solo se ha conservado un pequeño porcentaje, y de este únicamente otro pequeño porcentaje presenta un ex libris u otro indicio acerca de su fecha y lugar de origen o procedencia, sus poseedores, etc.

Tras la escisión de las diversas ciencias de la Antigüedad, de la «Altertumwissenschaft», la Filología Clásica se especializó en el estudio, conservación y, en su caso, restitución de los textos escritos en un ámbito cultural o territorial, en un determinado género y, también, de manera particular, en el examen de los valores de un texto en concreto. En este sentido, es especialmente ilustrativo el libro de Leighton D. Reynolds y Nigel G. Wilson (2013), tal vez la mejor introducción a la historia de la «transmisión» de la literatura clásica, una auténtica guía histórico-cultural, obra publicada por vez primera en 1968 y ampliada en una segunda edición de 1974, que actualizaba las historias de la filología clásica de Kroll, Righi y otros y que aparecía a la vez que la monumental obra de Rudolf Pfeiffer (1981). Evidentemente, y como señala el profesor David Hernández de la Fuente, que ha prologado la última edición de Reynolds y Wilson (2013, pp. 11–17), a la hora de estudiar la literatura clásica hay que tomar conciencia de forma preliminar de los problemas inherentes a su transmisión, pues el número de fuentes griegas y latinas y su estado actual son el resultado de un largo proceso histórico, a través de los siglos, condicionado por diversos factores. Acercarse al estudio de la transmisión implica, pues, estudiar las vías que recorrió el legado textual desde la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento hasta llegar a nuestros días, y acercarse a la gran aportación de la historia de la filología clásica: la ecdótica o crítica textual. La crítica textual se ocupa de proporcionar un texto que sea lo más cercano y fiel posible al original grecolatino, si es que lo hubo, o llevarnos al menos lo más cerca posible de la reconstrucción del arquetipo que puede suponerse como fuente. Se atribuye la sistematización de este método crítico filológico o «stemmático» («Stammbaumtheorie») al alemán Karl Lachmann (1793–1851), que revolucionó la filología clásica al procurar una metodología científica para la confección de textos críticos, que aplicó a la Biblia y a obras clásicas como el De rerum natura de Lucrecio. Relacionada con disciplinas auxiliares como la historia de la «transmisión» de los textos, la codicología, la paleografía y la papirología, se ocupa especialmente de colacionar los diversos manuscritos de una obra en busca de su posible arquetipo, dando cuenta de las variantes de cada copista a través de tres fases, a saber, la recensio, o recopilación de los testimonios constitutivos del texto; la collatio, o registro, examen y selección de las variantes textuales para establecer el stemma; y la emendatio del texto, que incluye el examen y selección de las variantes, las correcciones a los errores detectados, las conjeturas a lagunas o pasajes problemáticos y, en fin, la presentación del texto en forma de edición crítica.

Un somero recorrido por la historia de la transmisión debe llevarnos desde la Antigüedad y la Edad Media al movimiento humanista y el Renacimiento, antes de llegar al siglo XIX en el que se establecen científicamente los principios de la filología clásica moderna y de los estudios textuales. El largo viaje de la transmisión de un texto, siguiendo el claro recorrido que ofrece Richard H. Rouse (1995, pp. 47–57), comienza en el momento en que su autor pone el texto en circulación. Por ello, completar la historia de dicha «transmisión» implica averiguar el número de copias difundidas por el autor o su editor. La ruptura entre la Antigüedad y la Edad Media quedó mitigada gracias a dos factores significativos que explican la literatura conservada. El primero es que la base cristiana de la civilización europea medieval empezó a establecerse ya durante el bajo Imperio a partir de los materiales literarios de la educación romana, cuando el comercio de libros era aún floreciente (no debe olvidarse que el cristianismo occidental fue primero una religión romana, la fe oficial del Imperio en la Antigüedad). Cuando la Iglesia Romana latina, originariamente monástica, salió a convertir al norte pagano, llevó junto con su fe la civilización, libros incluidos, de la Antigüedad tardía. El otro cambio ocurrido hacia la misma época que contribuyó materialmente a la supervivencia de la literatura antigua durante la Edad Media fue el traslado de la mayor parte de la literatura antigua del rollo de papiro tradicional al códice de pergamino, soporte mucho más duradero que el rollo de papiro en la transición a la Edad Media. El final de la civilización clásica en Occidente —más o menos entre el 450 y el 650 d. C., por lo que respecta a la transmisión de los textos— no fue tanto fruto de la violenta destrucción física del Imperio Romano, como se creyó durante tanto tiempo, sino más bien del proceso de barbarización de la cultura latina a lo largo de unos 200 años. Al tiempo que se apagaba la civilización romana, la educación en la escuela pública o con tutor privado disminuía progresivamente; la literatura que había sido propiedad común de las clases cultas en la Antigüedad dejó de tener audiencia, y la demanda de libros cesó. Cuando el mundo mediterráneo se dividió en dos, en Oriente Bizancio y Roma en Occidente, el conocimiento del griego quedó confinado después del 700 d. C. a la parte oriental, y toda la ciencia griega que no había sido traducida al latín desapareció en Occidente. Monjes y obispos recogieron aquellos textos antiguos considerados de utilidad por la Iglesia primitiva. El periodo entre el 400 y el 600 d. C. sufrió una considerable destrucción de manuscritos, pero la destrucción por el fuego y los elementos no eran algo nuevo en la historia de Roma. El elemento excepcional fue que cesó la producción de nuevos manuscritos: la demanda de nuevos libros disminuyó rápidamente, y, una vez cerrado el mercado, los medios de producción desaparecieron. Ello no fue solo el resultado de la desaparición de lectores o de bibliotecas, sino que se debió más bien a que la audiencia tradicional, es decir, la clase senatorial romana, decreció en número en un par de siglos y se recicló como una clase eclesiástica con sus propios, aunque pequeños, medios de producción de manuscritos. A lo largo de los siglos V y VI la Iglesia, al tiempo que propagaba el cristianismo entre los paganos, difundía los restos de la ciencia latina entre los bárbaros. En el día de Navidad del año 800 d. C. el rey de los francos, Carlomagno, fue coronado emperador, sucesor de los césares en Occidente, y gobernó un vasto estado político-eclesiástico. El vigor de la reforma carolingia se basa, en buena medida, en aquellos monjes errantes que evangelizaron y colonizaron territorios, fundaron monasterios y llevaron con ellos libros. El programa carolingio de renovación se basaba conscientemente en la Antigüedad. Aunque el renacimiento carolingio decayó como consecuencia del fracaso de la estructura política que había generado, la tarea de transmisión estaba realizada. Las bibliotecas de los grandes centros episcopales y monásticos estaban llenas de autores antiguos y de obras de la patrística. Así, en la transmisión de textos antiguos después del renacimiento carolingio se pueden destacar tres aspectos: el traslado de manuscritos del siglo IX desde sus centros carolingios hasta los nuevos centros de actividad intelectual en los siglos XI y XII; el redescubrimiento de autores cuyos textos habían permanecido ignorados durante siglos, o cuyos lectores no habían dejado huella de su existencia; y la aparición de testimonios sobre familias alternativas o adicionales de uno u otro texto, fruto del incremento sustancial de copistas relacionado con las numerosas abadías benedictinas y cistercienses fundadas en el siglo XII. Crecerá la importancia, a finales del siglo XIII y a lo largo del XIV, de una audiencia de lectores laicos, o de laicos dueños de libros, y el florecimiento de la vida urbana, el aumento de la alfabetización y el progreso económico darán lugar, finalmente, a una clase de nobleza rural y cortesana urbana que protegió las bibliotecas, a los artistas y traductores.

Hasta ese momento, la supervivencia de autores antiguos había dependido en gran parte de su «utilidad». La sociedad recién nacida había conservado lo que consideró esencial para sus necesidades. El pasado romano fue reconocido como algo lejano en el tiempo, distinto e interesante como ideal, en el que uno podría refugiarse o utilizar como acicate para desafiar al presente. Por consiguiente, se convirtió en una meta cuya persecución se realizó a través de los manuscritos de autores latinos que acumulaban polvo en las bibliotecas monásticas. Los humanistas actuaron como diplomáticos, y su búsqueda y descubrimiento de textos tenía lugar, en muchas ocasiones, a ratos perdidos durante el trascurso de sus misiones diplomáticas en las cortes eclesiásticas y seculares de Europa. Si bien las bibliotecas constituían la principal fuente de los textos, los medios por los que estos se difundían fueron básicamente las reuniones internacionales, como las sedes de autoridad eclesiástica, la corte papal, los grandes concilios de Constanza y Basilea y la propia Roma, encrucijadas donde diplomáticos del sur y del norte se encontraban, y los propios humanistas-diplomáticos a través de sus redes de amigos y contactos. El Renacimiento constituyó, en palabras de Arsenio Ginzo Fernández (2002, p. 21), una especie de clímax en la historia de la recepción del legado de la Antigüedad clásica. No obstante, la verdadera importancia de los humanistas en la «transmisión» de los textos no residió tanto en los nuevos y sorprendentes descubrimientos cuanto en una nueva actitud ante ellos considerados en su doble dimensión: externa, es decir, el texto como objeto, como algo material; e interna, esto es, referida al contenido y forma textuales (González Rolán, Saquero Suárez-Somonte y López Fonseca 2002, p. 23).

El lapso temporal que va de la época renacentista de los descubrimientos de manuscritos hasta la formulación de los principios de edición modernos es testigo de una circunstancia que influyó poderosamente en la historia de los textos: la aparición de la imprenta a mediados del siglo XV y, con ella, la capacidad de producir múltiples copias idénticas de un texto. A esta circunstancia se sumó el interés por las lenguas clásicas, por sí mismas y como vehículos de transmisión de los textos antiguos. Se quería saber qué dijeron realmente los antiguos y se afrontó la resolución de los problemas textuales buscando los manuscritos más antiguos y aplicando el conocimiento de la lengua, empresa en la que no se distinguían los textos paganos de los cristianos. La imprenta y la conversión en el siglo XVI de las lenguas clásicas en disciplina objeto de estudio alteraron visiblemente la naturaleza de la transmisión. Se podría plantear, como hace Richard H. Rouse (1995, pp. 55–56), si el estudio de la «transmisión», tal como es conocida tradicionalmente, no termina en realidad con la invención de la imprenta, dada la tendencia de esta a «congelar» los textos. No obstante, la historia de los manuscritos tenía aún una historia viva, ya que las bibliotecas monásticas medievales continuaron floreciendo en la Europa continental hasta la desamortización, como consecuencia de la Revolución francesa. La búsqueda de manuscritos antiguos comienza, en realidad, cuando surge la profesión de editor propiamente dicho, profesión creada por la imprenta y apoyada por las universidades y el mecenazgo. Se trata de eruditos, profesores dedicados al estudio de las lenguas clásicas en las universidades que dejan tras de sí una nueva clase de fuente para los estudiosos de la transmisión: el cotejo de manuscritos, unas veces en los márgenes de sus obras impresas, otras en textos independientes, para que el filólogo moderno emprenda la identificación de este o aquel manuscrito conservado o perdido. Los procedimientos de edición se hicieron más precisos a medida que los eruditos de la Ilustración se fueron acercando a la captación total de una transmisión determinada. Hasta el día de hoy se han seguido descubriendo nuevos manuscritos y, al mismo tiempo, continúan perdiéndose otros, si no íntegros al menos en parte. La reencuadernación de manuscritos medievales, por ejemplo, tanto por coleccionistas como por bibliotecas modernas, les ha privado de sus guardas, lugar habitual de información preciosa sobre sus antiguos propietarios. Por otro lado, se da la circunstancia de que, sobre todo a partir de mediados del siglo XX, estudiosos y editores han utilizado manuscritos que no habían sido abiertos más que una o dos veces en los quinientos años anteriores, con lo que estas obras que permanecían en silencio cobran voz para el conocimiento de la transmisión.

El estudio de la transmisión textual hoy es una disciplina científica que nació como parte de la historia o historiografía de la filología clásica, conformada en el siglo XIX a manos de eruditos alemanes. Su inicio tuvo un carácter anticuario, centrado en las identificación, datación y localización de manuscritos, en la identificación de quienes copiaron o leyeron a los autores clásicos o de las bibliotecas que poseyeron sus manuscritos en la Edad Media y, por último, en el establecimiento de las relaciones entre los distintos elementos de la tradición de un texto antiguo. En la actualidad se está incidiendo también en el contexto, en cuestiones históricas como las razones del interés de los hombres de la Edad Media por la lectura de los clásicos, o de la copia de sus manuscritos, o cómo los cambios en la actitud hacia la Antigüedad, reflejados en el conocimiento de estos autores y en la copia de sus textos, son parte del cambio en la historia intelectual, en la historia de la cultura. La trasmisión se enmarca, pues, en los amplios estudios de Tradición Clásica como campo que atiende (González Rolán–Saquero Suárez-Somonte–López Fonseca 2002, p. 40) a la transmisión y recepción en sus distintas modalidades literarias y lingüísticas de las obras de la Antigüedad clásica en los distintos períodos de la historia literaria de Europa (medieval, moderna y contemporánea), esto es, del legado clásico. Dicho de otro modo, los estudios de «transmisión» constituyen un viaje apasionante por las diversas vías de llegada de los textos clásicos hasta nuestros días, desde la perspectiva histórico-cultural, pero también desde las circunstancias materiales que permitieron la conservación, transmisión y difusión de este extraordinario legado.

Bibliografía

Corominas, Joan y José Antonio Pascual. Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, 1–6 vols., Madrid, Gredos, 1991–1997.

Estébanez Calderón, Demetrio. Diccionario de términos literarios, Madrid, Alianza, 1999.

García Hernández, Benjamín. Semántica estructural y lexemática del verbo, Reus, Avesta, 1980.

García Jurado, Francisco. Teoría de la Tradición Clásica. Conceptos, historia y métodos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2016.

Ginzo Fernández, Arsenio. El legado clásico. En torno al pensamiento moderno y la Antigüedad clásica, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2002.

Lázaro Carreter, Fernando. Diccionario de términos filológicos, 3.ª ed. corregida, Madrid, Gredos, 1981.

Pfeiffer, Rudolf. Historia de la Filología Clásica, 1–2 vols., Madrid, Gredos, 1981.

Real Academia Española. Diccionario de Autoridades (1726–1739), 1-6 vols., edición facsimilar, Madrid, Real Academia Española, 2013, url: http://web.frl.es/DA.html [= original: 6 vols, Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1726–1739].

Diccionario de la Lengua Española, 23.a ed., Madrid, Espasa-Calpe, 2014, url: https://dle.rae.es.

Reynolds, Leighton D. y Nigel G. Wilson. Copistas y filólogos. Las vías de transmisión de las literaturas griega y latina, Madrid, Gredos, 2013.

Rolán, Tomás González, Pilar Saquero Suárez-Somonte y Antonio López Fonseca. La Tradición Clásica en España (siglos XIII–XV). Bases conceptuales y bibliográficas, Madrid, Ediciones Clásicas, 2002.

Rouse, Richard H. «La transmisión de los textos», en R. Jenkyns (ed.), El legado de Roma. Una nueva valoración, Barcelona, Crítica, 1995, pp. 43–61.

Terreros y Pando, Esteban de. Diccionario castellano: con las voces de ciencias y artes y sus correspondientes en las tres lenguas, francesa, latina é italiana, edición facsimilar, Madrid, Arco/Libros, 1987 [= original: vols. I, II y III, Madrid, Viuda de Ibarra 1786, 1787 y 1788; vol. IV, Madrid, Benito Cano, 1793].

Antonio López Fonseca

© 2025

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional.